lunes, 24 de enero de 2011

Bicicletas


La bici pintada es de Fernando Traverso

Me fui a estudiar fuera. Quedé con un compañero de clase para ir a buscar un piso de alquiler. Nos alojamos en una pensión barata, gobernada por un hombre muy gordo, que sudaba como una fuente y no tenía reparos en andar con el torso desnudo, exhibiendo sus grandes pechos. Estaba en las callejuelas que salían de una plaza. Mi compañero era un ejemplar curioso, anacrónico, de aires circenses, como esos forzudos del bigote retorcido hacia arriba, y eso con poco menos de 20 años. Me hablaba constantemente de los chinos, de alguno de sus poderíos. Cuando se calló nos quedamos dormidos con las ventanas abiertas, porque estábamos en Setiembre y el aire venía sofocado. Por la mañana, después del desayuno le dije que prefería seguir buscando piso solo, así que tras un breve momento de incredulidad por su parte nos separamos. Me sentí liberado al instante. Recabé números de teléfono de algunos anuncios callejeros en los que se ofrecían habitaciones. Hice varias llamadas, algunas visitas, y no tardé en dar con una que me gustó. Estaba en una quinta planta y la ventana daba a una plaza de barrio. Al lado del portal había una zapatería de reparaciones. Como muchacho prudente y responsable me fijé en algunos detalles prácticos para organizar lo mejor posible mi vida de estudiante. El hijo del dueño del piso ocupaba otra de las habitaciones y eso me pareció una garantía de que allí no se producirían grandes desmadres. Eran cuatro en total, las dos restantes estaban ocupadas por un muchacho de pueblo, en el que enseguida descubrí cierta inclinación por el hijo del dueño, y uno que ya había acabado su carrera, pero siempre estaba en otra parte, donde fuera que viviese su novia, de modo que sólo conviviríamos a diario tres, aunque repartiríamos los gastos entre cuatro. Al principio nos pusimos de acuerdo para resolver el tema de las comidas y las cenas. Al mediodía sólo seríamos el hijo del dueño y yo, siendo él el encargado de cocinar. Le gustaban unos cocidos más bien pringosos y abundantes, que a mí me repugnaban. Por las noches el chico de pueblo y yo nos repartíamos las tareas de preparar la cena para los tres. El hijo del dueño no tardó en empezar a protestar diciendo que se quedaba con hambre. Antes de que se acabase el primer trimestre propuse que cada uno se ocupara de su avituallamiento. Me irritaba muchísimo que el hijo del dueño protestase cada noche, cuando yo nunca me había quejado de los trozos de tocino que encontraba como icebergs a la deriva en mi plato. A veces usábamos hojas de periódico como salvamanteles y en una ocasión recibí la visita del hermano de mi madre cuando todavía no habíamos recogido la mesa. Mi madre se sintió muy apenada al conocer este detalle. Mi madre lloró mucho en aquella época, ella lo ha contado infinidad de veces, porque se le juntó que yo estudiaba fuera y mi hermano estaba haciendo el servicio militar todavía más lejos que yo. El primer fin de semana que estuve solo, porque mis compañeros habían vuelto a sus casas, le dije a mi madre que era una buena ocasión para que me visitase y conociese el lugar donde viviría en los próximos meses. La recogí en la estación de autobuses y me acompañó a comprar una estantería de cinc. Me hizo las consabidas recomendaciones de que tuviera cuidado con los sitios por los que andaba y con quién. La tranquilicé, me llenó la nevera, me cosió la cortina de la ventana, se acostó en mi colchón, que era cómodo, y yo dormí en el cuarto del compañero que nunca lo usaba. El domingo por la tarde la acompañé a que cogiera su autobús de vuelta, y según ha contado después, se pasó el trayecto llorando, porque en el momento en el que el autobús abandonaba el andén me vió pegado a la pared de la cochera diciéndole adiós y sintió que me dejaba allí muy solo y muy indefenso. Eso quizás sea cierto, pero yo estaba contentísimo por la oportunidad de independencia que se me presentaba. Al principio en la facultad nos relacionábamos por grupos, según la ciudad de origen, luego empezamos a mezclarnos, sobre todo a partir de la celebración de algunas fiestas en pisos. La primera de ellas, si no recuerdo mal, la organizó aquel compañero con el que había llegado a la ciudad que tanto me hablaba del imperio de los chinos, el que tenía pinta de forzudo antiguo, con las guías del bigote enhiestas, al que yo había abandonado para seguir solo la búsqueda de un piso compartido. Fue un sábado por la noche. El mismo en el que por la mañana había llegado a visitarnos un grupo de compañeros comunes, con los que me había citado para pasar el día. Les conté a estos que nos habíamos separado nada más llegar a la ciudad por iniciativa mía, que desde entonces no habíamos vuelto a hablarnos y que yo sabía que me había declarado solemnente su mayor enemigo. También que para esa noche había organizado una fiesta a la que, por supuesto, yo no había sido invitado. La verdad es que mi compañero bigotudo era un buen tipo y no me lo imaginaba rencoroso. El caso es que animado por las cervezas que había estado bebiendo, por la necesidad de un plan nocturno y por la convicción de que mi compañero era inofensivo, me planté en la fiesta con el grupo de compañeros comunes y no hubo ningún problema. Había mucha gente repartida por todas las habitaciones y abundantes recovecos llenos de humo. Estuvo, como solíamos decir con mucha coña, genial. Actué con una buena cara dura, pero creo que acertadamente en las dos ocasiones: cuando me despedí de mi compañero a la salida de aquella pensión para que cada uno siguiese su camino y cuando me presenté en su fiesta con más gente, que no aportó botellas de alcohol, pero sí una maría muy aromática. En mi piso el único que follaba era el hijo del dueño. El muchacho de pueblo no estaba muy interesado en las mujeres y mi torpeza parecía ya incorregible. Conseguí que alguna chica me acompañase a mi habitación, pero el embrollo resultante tenía casi siempre un desenlace cómico, poco apasionado. Cuando se acabó la fiesta nos concentramos en la puerta de la calle. Entre los últimos en salir iba una compañera de clase que sacó de un rincón de las escaleras una bici. Hasta entonces no me había fijado en ella, pero al verla subida en la bici en mitad de una noche más bien gélida no me quedó otra que hacerlo. A las pocas semanas fue ella la que organizó una fiesta en su casa. Vivía en un barrio de viviendas sociales y la suya era una de ellas. En clase siempre estaba distraída, bromeando con los de atrás. Yo era muy serio y siempre miraba hacia delante, por lo que era frecuente que nos viésemos cada mañana. Nunca nos saludábamos, a pesar de que habíamos coincidido ya en dos fiestas, una de ellas en su propia casa. Los del grupo de mi ciudad habíamos sido invitados por ella en bloque. Una mañana decidí quedarme en mi habitación oyendo la radio en vez de subir a las clases. Digo subir, porque el camino a la facultad estaba en pendiente desde que salía del portal de mi piso y se necesitaba cierto espíritu de alpinista para llegar hasta ella. Algunas mañanas me gustaba pasarlas en la mesa de estudio, con el brasero encendido, al lado de la ventana, viendo ir y venir a la gente por la plaza. Aquel día apunté en una postal la dirección del programa que estaba oyendo para poder conseguir un libro que regalaban a todo el que les escribiera. Era Escuela de mandarines. Nunca envié la postal, que anda por ahí en algún cajón. Suele salir cuando cada muchos años me ha dado por intentar ordenar u organizar mis papeles. Cuando cerca del mediodía me cansé de estar allí, decidí bajar a la calle a hacer unas fotocopias. Nos encontramos en la puerta de la papelería, ella acababa de cerrar el candado con el que estaba encadenando la bicicleta a una señal de tráfico. Silbaba ligeramente al hablar, sobre todo con las eses, porque tenía los dientes mal colocados. Era muy simpática y entrometida, me preguntó cómo se me ocurría faltar aquel día a clase. ¿Qué tiene de especial hoy?, le pregunté. Hoy es un día especialísimo, me dijo, sin aclararme nada más. Dejé que sacase ella sus fotocopias en primer lugar, que resultaron ser casi los mismos temas por apuntes que llevaba yo. Te invito a una cerveza, me dijo. Fuimos a un bar que ella conocía. Le gustaba mucho su ciudad y alabó los bares de mi barrio. Luego volvimos a recoger su bicicleta, que se había quedado donde la había encadenado. Tengo que ir a buscar a mi hija a la guardería, me dijo. Muy bien, pues mañana nos veremos en clase, le dije. Si vas, me dijo. Si vas tú, le dije. Un día me confesó que yo no le caía bien. Que en los intercambios de clase si permanecíamos en la misma aula me sentaba en la mesa con los pies en la silla y mucho aire de suficiencia mirando a uno y otro lado. Tenía razón, se había percatado de mi arrogancia. La verdad es que el prestigio universitario de su ciudad era muy superior al de la mía, donde por otra parte no existía la especialidad. Los alumnos que habían estudiado los cursos anteriores allí nos miraban a los nuevos con cierto aire de suficiencia, pero a mí me parecía, a la vista de las traducciones de clase, que no era para tanto. Mi padre conducía una pequeña furgoneta con la que se dedicaba a dar portes. Si le hubiesen preguntado con exactitud qué es lo que estudiaba yo, dudo que hubiese podido contestar. Como alumno estaba acostumbrado a no tener siempre la mejor opinión de mis profesores, ni siquiera de mis propios compañeros. Un día me invitó a cenar a su casa. Elegí, con la inocencia enóloga intacta, además de la amatoria, una botella forrada con una especie de tela de saco. Conocí, antes de que se fuese a la cama, a su hija, que tenía cinco añitos. Quiso jugar al ajedrez conmigo, pero aturullado le dije que no sabía jugar al ajedrez. Me había tomado sus palabras al pie de la letra. Ella me guiño un ojo y me dijo al oído que la niña sólo sabía mover algunas piezas. Como yo, contesté. Esa noche dormí en su casa, en su cama, pero entre nosotros no pasó absolutamente nada, no porque ella no quisiese. Yo tenía una libretita en la que escribía esporádicamente algunos poemas. A veces eran muy malos, otras mediocres, pero ponía una pasión conceptual muy fuerte en ellos, lo que me llevaba a acostarme muy tarde algunas noches. Me dio mucha vergüenza pedir preservativos en la farmacia, porque nunca antes lo había hecho. He de decir que al cabo de todo este tiempo, cuando ya no sé nada de ella, me sigue dando vergüenza hacerlo. Siempre pienso que me voy a atascar con las erres. Me quiero comprar una bici, le dije un día. Me acompañó a una tienda en la que las vendían de segunda mano y conseguí una Orbea de color verde lechuga con un manillar recto, un modelo que me pareció original. La suya tenía acoplada atrás una sillita para la niña.

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