domingo, 2 de enero de 2011
El lector de "Memorias del subdesarrollo"
Fotograma de la película cubana "Memorias del subdesarrollo"
Prólogo
Sin embargo, cumplir años, a pesar de todos los inconvenientes, tiene alguna cosa buena. No me voy a parar en el chistecillo de que uno sigue vivo. Qué más da, en un cuento eso carece de importancia. El tiempo es como una carretera de montaña que asciende en zigzag desde ninguna parte a otro lugar. Uno va incorporando a la panorámica del paisaje tramos del recorrido hecho. No todo el mundo es capaz de asistir entero al espectáculo en el que la carne empieza a deshacerse, pero merece la pena desde un punto de vista humorístico. Y literario. No confío en los escritores menores de 40 años. Nunca les daría un premio. Hay que obviar la sabiduría contra natura de algunos adolescentes. Hay que decirles: Espérate un tiempo, ven a verme cuando empieces a perder el pelo o a engordar o cuando tengas las encías desgastadas por una práctica errónea en el cepillado de tus bonitos dientes. En el año 1995 viajé a Cuba como turista. Celebré mi cumpleaños un día antes que Fidel Castro en los jardines del Hotel Nacional de La Habana con una botella de ron y la compañía de entonces. El estreno un año antes de la película Fresa y Chocolate me hizo conocer la existencia de su director Tomás Gutiérrez Alea y la del autor de la fábula, Senel Paz. En La Habana Vieja había algunas librerías interesantes de novedades y otras de segunda mano. Me sorprendió ver algún libro de Cabrera Infante en las estanterías. El caso es que me hice con aquello que me llamó la atención. Entre otras cosas con un video VHS de “Memorias del subdesarrollo”, película que había dirigido Gutiérrez Alea basada en un libro del mismo título del escritor Edmundo Desnoes. A la vuelta del viaje puse la cinta en el reproductor para comprobar que estaba virgen, que no había sido grabada, que sólo me había llevado una carátula de la película, por la que había pagado no sé si unos catorce o quince dólares. He de confesar que el timo me produjo cierta admiración. El tiempo pasa. Recibí alguna carta de alguien que me hizo de guía en Santiago de Cuba, pero nunca la contesté. Era un trozo de papel arrugado escrito a lápiz dentro de un sobrecito más pequeño de lo normal. Recuerdo que era un muchacho feo, poco maliciado todavía, que se llamaba Eliecer.
El cuento en sí
En cuanto llegaron las primas a casa me marché a dar un paseo. Iban a merendar y a ver una película. Dejé al pequeño durmiendo la siesta en su cuna de viaje. Mi mujer estaba segura de que se las arreglaría sola. En la calle llovía, pero era una lluvía muy diferente de la que salía en la pantalla. Con lo bien que llovía allí, en el rodaje de una serie televisiva habían fingido una lluvia torrencial muy poco creíble; eran más bien manguerazos de lluvia que caían entre la cámara y los personajes, sin que éstos apenas se mojaran. Me iba lloviendo por las mismas calles y plazas que había visto unos días antes en la tele como si fuesen las calles de una ciudad ficticia en los años previos a la guerra civil. He estado a punto de escribir nuestra guerra civil, pero una suerte de pudor me lo ha impedido. Me llovía sobre un paraguas publicitario, con las varillas tronchadas, como un arbusto roto. Iba pisando los charcos negros de la piedra reluciente. Iba pensando en el libro que acababa de leer mientras el pequeño se quedaba dormido en la siesta. En “Memorias del subdesarrollo” el protagonista lleva el diario de su extrañamiento dentro de la Revolución. Compré el libro la mañana del día de Nochebuena, 15 años después que la película que nunca pude ver. ¿Habrá algo en Youtube? Me acerqué a saludar a un amigo que tiene una especie de mueblería, como el protagonista del libro, y que se parece al actor que interpreta al Dr. House. Se trata de un negocio agradable, con elementos de decoración doméstica, pero también con complementos femeninos. En ese momento sonaba una música muy sugestiva y había una clienta. Mi amigo es muy atento. Le hizo el paquete con sumo cuidado y la tienda me pareció un lugar propicio para el coqueteo y la seducción, mientras afuera llovía de una manera sentimental, dulce. He de escribir un cuento sobre ello. Había subrayado una frase del texto, una que venía a decir algo así como que un hombre solo es algo impresionante, y muchos hombres juntos son algo deprimente. Llegué a la biblioteca y encontré la mesa de lectura de periódicos llena. Por fin se hizo un hueco y me pude sentar. No olía nada bien. Un espeso tufo a sudor agrio, ropa poco lavada y papel grasiento, todo empapado de humedad. Algunos dormitaban sobre las revistas. Se estaba bien allí. Era como una balsa, una nave a la deriva, dejada a su suerte por sus propios tripulantes. Pienso que las muchedumbres humanas más deprimentes de todas son las aficiones de los equipos de fútbol, los fans de un cantante de rock, aquellas en las que el fervor invade todos los resquicios corporales y síquicos. Aquel grupo de la biblioteca, sin embargo, era indiferente a cualquier entusiasmo, lo que me permitía sentirme conforme. Estuve leyendo un par de horas y luego volví a la calle, a la lluvia.
Epílogo
Hay títulos que tienen garantizada toda mi atención. Si llevan la palabra muerte, por ejemplo. Pertenezco a un grupo de lectores que se deja seducir por las tentaciones de la negación. No puedo pasar de largo sin ojear, por ejemplo, un volumen que se llame “El fabuloso mundo de nada”. “Memorias del subdesarrollo” cumple con esta condición para reclamar mi interés. El protagonista, autor del diario que es el libro, ha escrito algunos cuentos que se incorporan al final. En uno de ellos asiste como testigo mudo a la imposibilidad de entenderse, porque no comparten el mismo idioma, de un guagüero y un americano. El narrador no interviene, a pesar de ser el único de los presentes que los comprende a los dos. Después de una discusión en la que intervienen otros pasajeros alguien remata el final del cuento:
“-Nadie tiene la razón, todo el mundo está equivocado”.
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