lunes, 31 de marzo de 2008

Luz que no ilumina lo escondido


Un camino. Dos hombres con mochilas a la espalda. A una de esas horas blandas, de luz bonita, al atardecer, cuando los objetos consiguen su mejor realce. Hay insectos, mariposas, flores. Uno de los hombres saca su cámara fotográfica. Le echa una foto al otro, mientras éste bebe del agua que sale de un caño en una fuente. Los dos hombres se sienten satisfechos. Han caminado durante todo el día. Han sudado a las horas de más calor, se han tenido que curar las ampollas de los pies. Han subido cuestas y, lo que ha sido peor para sus rodillas, han tenido que bajar más cuestas. Pero ahora el mundo les parece renovado, asequible, hermoso, porque la luz de la ternura, de la comprensión, los ilumnina. Lo que sienten cada tarde. Después de un día de experiencias que consideran intensas, al margen de sus rutinas de todo el año en la ciudad.
Hoy, sin ir más lejos, al pasar por un pueblo abandonado les ha salido al paso un perro amenazante, por lo que se han visto obligados a echar mano de sus palos para rechazarlo. En otro tramo del camino, bajo un árbol, encontraron a un viejo vagabundo, que se zampaba una enorme tarta de merengue. El viejo les ofreció, pero ellos no pudieron superar la repugnancia. Más adelante, en una acequia, se han topado con una muchacha que se lavaba, desnuda de cintura para arriba. A uno de los hombres se le vinieron a la cabeza las ninfas de las que hablaban los clásicos. Pero el otro sintió una punzada de inquietud. Luego la chica comió con ellos. Sacó fruta de su mochila y ellos se prepararon unos bocadillos.

-Qué guapa era la chica, dice uno de los hombres.
-Sí, pero qué extraña, quedarse desnuda en un lugar por el que se sabe que tarde o temprano pasará alguien.
-Las muchachas de hoy lo ven todo con mucha naturalidad, se estaba aseando. Para ella eso era todo.
-Y qué asco aquel viejo.
-Sí, quiso ser amable al ofrecernos de su merienda, pero era realmente repuganante verle la barba llena de merengue y moscas.
-Hicimos bien, ¿no?
-Yo creo que sí.
-¿En los dos casos?
-Sí, claro, por supuesto.
-He hecho fotografías.
-Eso está bien, serán otro recuerdo más de este viaje.
-Qué bonita está la luz a esta hora. Resalta todas las cosas, todo delimita sus contornos, se desprende como magia, ¿verdad?
-Sí, es la mejor del día, aunque tampoco esta luz es capaz de iluminar lo escondido.
-A esta hora me siento en paz.
-A mí me pasa lo mismo.
-No entiendo cómo puede haber gente que no cree en Dios.
-Y sin embargo, los hay.
-¿Tú crees que el viejo de la tarta creía en Dios?
-Seguro que sí.
-¿Y ella, la chica?
-Por qué no iba a creer en Él.
-Entonces me alegro por ellos.
-Mira, se acerca alguien.
-¿Otro peregrino?
-No lo parece, viene sin mochila a cuestas. Será uno del pueblo que hay detrás de esa curva. De esos que aprovechan esta hora y esta luz para dar un paseo.
-¡Amigo!
-¡Eh, amigo!
-Mira que sonriente viene.
-Sí, qué confiado. Prepárate.
-Y tú.
-Qué experiencia ésta del camino, ¿verdad?
-Es fantástica.
-Lo mejor son estos encuentros inesperados.
-Desde luego.
-Hola.
-Hola.
-Hola.
-¿El albergue está muy lejos?
-No, a unos dos kilómetros.
-Qué bien, ya casi estamos.
-¿Qué, han hecho ustedes muchos kilómetros hoy?
-Bastantes. ¿Le importaría hacernos una foto?
-Hombre, claro. Desde luego.
-Gracias.
-Sonrían.
-Pa-ta-ta pa-ta-ta.
-Pa-ta-ta pa-ta-ta.

Unos minutos más tarde la luz ya no hubiera sido suficiente para la fotografía. Los dos hombres con sus mochilas al hombro se lavan las manos en el mismo caño en el que hace poco han bebido. La luz que queda basta para que distingan el color del agua que se escapa de sus manos. Lleva reflejos oscuros, sanguinarios, pero frotándose a conciencia al cabo de unos minutos el agua sale limpia.

domingo, 30 de marzo de 2008

¿Quién?


Los secretos circulaban entre los mayores. Nadie le daba mucha importancia a la presencia de un niño. Creían que las medias palabras, o los susurros o los movimientos imperceptibles de una ceja o de los ojos eran suficientes para camuflarlos. Eran secretos entre unos y otros. Las maniobras que ejecutaban les servían para mantenerse a salvo entre ellos. Pero de nada valían con el niño. El niño iba y venía entre unos y otros. El niño sabía lo que muchos ignoraban, pero nadie le hacía especial caso. Iba recogiendo las piezas del puzzle. Por la noche, encerrado en su cuarto, tapado hasta el borde de la nariz, con los dos ojos como dos astros de azabache, invisibles en la espesa oscuridad, encajaba las piezas. Ese era el secreto. Lo podría haber desvelado, pero nadie se lo pidió. Nadie le dijo:
-¿Qué has oído tú por ahí?

Al cabo de los años empezó a comprender de qué se trataba. Porque conocer el secreto no era suficiente para llegar a su significado. Supo interpretar otras miradas, que se habían quedado en la memoria sin explicación. Ojos que tenían la intensidad y el brillo de los deseos. Pero no eran deseos como los suyos, de jugar a la pelota o montar en bici, cuando la madre se lo había prohibido a la hora de la siesta. Era un deseo que se despertaba en la carne, en los labios, en las manos, en las zonas ocultas del cuerpo, aquellas que los mayores siempre llevaban tapadas. La prima Evelina era una muchacha, él era un niño. Había cosas que podían compartir, pero para otras estaba el soldado que iba a verla sin que los tíos se enterasen de nada.

Los tíos estaban muy preocupados con lo que Evelina les había dicho. Temían que el vientre se le empezase a hinchar de un momento a otro y todo el mundo se diese cuenta. El soldado había estado apareciendo por las puertas del hospital, entre el barullo de visitantes que acudía a ver al abuelo, que los despachaba a todos desde su cama, como si fuese el trono de un déspota. Al abuelo nadie era capaz de llevarle la contraria. El soldado aparentaba ser uno más de sus deudos. Y cuando todo el mundo cuchicheba en un rincón del dinero que se estaba perdiendo en el negocio por las extravagancias del abuelo, él se acercaba a Evelina. El niño era testigo de lo que no llegaba a comprender, pero a Evelina se le ponía una cara muy rara. Se dejaba comer sin que el soldado abriese siquiera la boca.

¿Quién? Esa era la pregunta. Con ella todos sabían de qué estaban hablando. Finalmente el abuelo se había muerto.
-Dando coces, dijo alguien.
Evelina esperó un par de semanas después del funeral. Les dijo que estaba encinta. El niño oyó encinta por primera vez en su vida. Fue la palabra que utilizó su prima. Él jugaba en el patio de atrás. Había ido a pasar unos días con su prima. Había notado que ella estaba disgustada, que no quería tenerlo cerca. Pero no se negó para no levantar sospechas. Hasta que decidió que quizás el mejor momento para soltarlo era aquel en el que el primo estaba en la casa. Sus padres no querrían que nadie más se enterase y reaccionarían teniendo en cuenta que el niño no era tonto.
-¿Quién?
El niño oyó la pregunta repetida a lo largo del intenso fin de semana. Evelina lloraba por la noche, sorbiéndose los mocos, aguantando hipidos, para que él no la oyese, pero era inútil. El niño la adivinaba en la oscuridad de su cama. Las sábanas mojadas por el grifo del llanto abierto.
Sus tíos discutían conteniendo la voz en la cocina.
Lo único que se les entendía era:
-¿Quién?

Esa sería la pregunta que empezaría a hacerse en los corros familiares, cuando de nuevo regresaron al hospital, al cabo de los meses, porque Evelina iba a tener una criatura. Quienes se habían dado cita para visitar al abuelo, venían ahora para el drama de Evelina.
-¿Quién?
El niño sabía quién, pero nadie le preguntaría nunca.
Cuando entró en la habitación de su prima, la encontró con aquella criatura agarrada a una de sus tetas. Era como una rata. El niño puso cara de asco, pero no por el mismo motivo que lo habían hecho sus tíos. Su prima le dijo que estaría más bonito cuando engordase. ¿No había él visto nunca bebés preciosos? El niño sonrió. Ya lo empezaba a ver bonito. Se sonrieron. Y luego la prima le guiñó un ojo y le dió un beso. Ese instante no lo olvidará jamás el niño. Ahí se sintió un hombre por primera vez. Se dió cuenta de que un hombre se lleva los secretos a la tumba, como tal vez había hecho el abuelo. Y ahora comprende por qué el viejo se mostraba distinto con él. Por qué ese respeto del viejo hacia el niño, cuando se había cagado en la puta que los parió a todos. Sabe que aunque alguien le llege a preguntar alguna vez, él no va a decir nada. Es en lo único que confía su prima.

sábado, 29 de marzo de 2008

Reloj inexistente


A veces echo de menos poder darle cuerda a un reloj. Y lo hago. Porque es una cosa que ví hacer infinidad de veces a mi padre y también a mi abuelo. Hoy en día los relojes llevan una pila. También el mío. Así que, aunque no sea necesario, finjo que le doy cuerda . Me produce algo que me cuesta decir. Pero la palabra es felicidad. Me siento a mirar las palomas. No soy el superviviente de ninguna batalla. No escondo ningún secreto. No emerjo de los abismos del alcohol. Repito un gesto, un gesto que hay en mí como semilla de un mundo que carecía de fisuras, de circunstancias. El reloj se lo regalé ayer a otro interno. Pero yo le doy cuerda. Un reloj parado es una mala señal, a pesar de que el reloj ya no exista en mi muñeca. Sin embargo, segundo tras segundo la vida está ahí. En su lugar.

Me estaba mirando en una superficie reflectante, era un lago en el jardín o el cristal de una ventana. Me veía la ropa que llevaba puesta y eso era suficiente para saber que estaba colmado de regalos. Había tenido una aventura con una mujer hermosa, había bebido con mis amigos y un trabajo fácil me había proporcionado suficiente dinero como para estar meses sin dar un palo al agua. Pero había un problema: me había empeñado en darle cuerda a un reloj inexistente. Por eso no era extraño que yo estuviese allí, en la casa.

Le doy cuerda, eso es todo. No quiero que el tiempo se pare. El tiempo del reloj es el de la felicidad. Camino con las rodillas negras y desolladas de la mano de mi padre. En la calle ya huele como en el recuerdo futuro de esa tarde. Huele a dolor, a tierra de los muertos. Mientras me palpita la mano en la mano a la que voy cogido. El juego que descubro en mí consiste en pensar en esos secretos. Los de los mayores. Hay que estar atento para descubrir en sus miradas, en sus medias palabras, las circunstancias que a ellos los están consumiendo, que me hacen a mí eterno por unos segundos. El abuelo le da cuerda al reloj, luego lo hace papá. Yo soy inmensamente feliz, ellos están viviendo.

Es como ahora: yo le doy cuerda al reloj, aunque no lo tenga. Vivo, pero mi felicidad es una recuperación de aquel tiempo. Por lo que me siento herido. Las putas palomas beben agua en la fuente.

La mujer se abrazó a mi espalda y me dijo:
-No quiero que pasen los minutos. Ni las horas.
Me asusté. En cuanto pasaron le dije que me marchaba. Se enfadó porque me dediqué a malgastar mi vida. Largas veladas en los bares con desconocidos, vapores de vino. Horas de vacío entre ella y yo. Entonces aún no me ocupaba de la cuerda de los relojes, porque eran a pilas. Pero sobre todo, porque no me ocupaba de ellos. Qué me importa eso hoy, por ejemplo. La felicidad era como el sabor salado de la desgracia. Todo iba profundamente mal, pero yo existía por encima de todo, como aquella mano palpitante de la infancia. Sin ocuparme aún de la cuerda de los relojes, es decir, con todos los hilos de la cordura. Gané dinero, pero no fue para escapar de la pobreza, sino de las veladas tristes.

Fue un día mirando las putas palomas en la plaza. No pude soportar que el mundo se me viniese encima por una detención súbita del tiempo. Le dí cuerda a un reloj digital. Lo hice inspirado por aquel gesto antiguo y necesario del viejo, de los dos viejos. Un día alguien se dio cuenta.
-¿Por qué haces eso?
-Me da la gana, dije.

Me contemplo en el lago del jardín. Contemplo la gestación de un recuerdo. El momento en el que adivino el secreto que nadie me ha desvelado aún: que algún día recordaré lo que fue felicidad. Una vez más echo mano del reloj que no llevo en la muñeca y le doy toda la cuerda que ha ido gastando.

viernes, 28 de marzo de 2008

Escritor sin garantía

He de confesar que lo escrito hasta ahora me importa casi muy poco y que lo que haya de escribir a partir de aquí no lo veo por ningún lado. El trabajo hecho no es nada y el que está por hacer es inabordable.

miércoles, 26 de marzo de 2008

Puntos kilométricos (Epílogo al mundo del motor)


Al mismo punto kilométrico de un carretera en el fin del mundo llega por dos veces la misma moto con motoristas diferentes en un intervalo de tres años aproximadamente. El lugar tiene una referencia muy clara: hay un Ford Falcon de color verde incrustado en una furgoneta Volkswagen decorada con flores y soles que la lluvia y el sol va destiñendo día a día. Desde que la Africa Twin 750 pasó por allí la primera vez, detrás del vehículo que se salió de la carretera e hizo doble impacto: en el poste del tendido eléctrico y en la furgoneta aparcada en el prado, hasta la segunda vez han ocurrido cosas mínimas, pero sustanciales. En primer lugar la vaca que contemplaba la soledad ha encontrado un nuevo lugar favorito en la colina de enfrente. Tiene una perspectiva más interesante de la carretera, por la que a veces no pasa ningún vehículo a motor en todo el día. Después, ha muerto uno de los dos viejos que se sentaban en el banco corrido de madera. Por lo demás, el oxido ha ido ganando espacio en las chapas de los dos vehículos y el punto kilométrico, digamos X, sigue siendo el fin del mundo.

En otro punto kilométrico en otro confín, digamos Y, hay una vieja caseta para reparar automóviles. Está allí desde hace unos meses. En ella un joven se dedica a la mecánica de los motores. Le mete mano a cualquier cosa que tenga uno. La caseta y su mecánico llevan tiempo dándole la vuelta al mundo. Nunca se quedan en un punto kilométrico demasiado tiempo. El joven no sale al exterior, está siempre en la penumbra del taller. Pero conoce los paises y las ciudades y sus gentes a través de los vehículos que le confían. Como no suele hacer preguntas averigua mucho más que si las hiciera. Un día aparece un tipo con un Lexus. Hay ocasiones en las que el coche falla. El joven mecánico se asoma al motor y pasa dos días poniéndolo a punto. Es complicado porque no dispone de la máquina computadora para chequearlo. Por algún motivo el tipo no lo lleva a un taller de la marca. Por un motivo muy concreto el mecánico se propone dar con la avería y dejar el coche como el día que salió de fábrica. El mecánico ha viajado por todos los continentes sin salir de su caseta-taller. Hay mucha gente dándole la vuelta al mundo. Gente en moto, a pie, o tomando aviones. Pero nadie en un Lexus. Cuando el coche está preparado aparece su dueño.
-¿Puedo beber agua?
El joven mecánico le señala un botijo grasiento y sudoroso. El otro lo empina y se echa gaznate abajo el hilo de agua que va saliendo por el pitorro. Tiene una sed insaciable. Mientras empina el codo, el joven mecánico se monta en el vehículo y arranca. El hombre que bebe del botijo supone que el mecánico le está sacando el coche afuera. Cuando por fin acaba de beber no encuentra forma de salir a la calle. Lo intenta cien veces y ninguna lo consigue. Su coche y su mecánico van camino del oeste. Entonces el nuevo inquilino de la caseta-taller decide viajar hacia el este. Pero como la mecánica no es lo suyo, planea reconvertir el negocio en un puticlub ambulante. Sabe, porque es un brillante economista y hombre de negocios, que su éxito está asegurado. Descubre enseguida que le gusta viajar por el mundo sin salir de su puticlub.

En el tercer punto kilométrico, digamos Z, del tercer finis terrae, hallamos a una chica muy hermosa con muy poca ropa. Una chica que busca llamar la atención de los hombres que circulan por esa carretera que hay en la salida de la autopista. Y desde luego que sí lo consigue. Acaba de detenerse ante ella un enorme tráiler con carga frigorífica. La chica encuentra una mano fuerte y limpia por la que es izada hacia la cabina. No es la primera vez que se produce un encuentro entre ellos. Mientras vuela hacia arriba la chica recuerda al camionero. La fotografía que lleva pegada en un panel y los estantes con los libros encima de la cama sobre la que se tumbará.
-Hola.
-¿Cómo te va?
-Bien.
En una zona abandonada a la entrada de un polígono se vuelven a acostar.
Ambos recuerdan el nombre del otro. Lexus Cash y Pablo. Eso es decir mucho.

En el punto kilométrico número cuatro. Llamémoslo H. En una gran ciudad. En el centro del mundo. Un chico con la sonrisa podrida, después de recorrer medio mundo como polizón es atropellado en un paso de cebra. El conductor tiene más de cuarenta años de experiencia al volante y este es su primer accidente. Desde que aprendió a conducir en aquel viejo Seat 1500 de su padre, hasta una larga serie de vehículos propios, con los que podría haber recorrido el mundo en varias ocasiones, aunque nunca lo hizo.

martes, 25 de marzo de 2008

Africa Twin 750


En este momento hay cientos, qué digo cientos, miles de personas dándole la vuelta al mundo. En moto, a pie, en bici, en furgoneta, coche o aviones. Viajeros solitarios, por parejas y algún que otro grupo que hace uso de los cruceros de alto standing. Yo soy uno más, otro Phileas Fogg de la globalización. Sin embargo, mi modo de locomoción está por ver, porque llevo años viajando sin moverme de casa. Es una paradoja, lo sé, recorrer el mundo sin moverse uno de un cuarto estrecho y con poca ventilación. Pero es así. Y no me refiero a viajes virtuales, a teletransportaciones, a los recursos de la imaginación, la lectura o el cine. No, me refiero a que voy de un lado para otro, traspaso fronteras, visito lugares, cruzo mares y tengo aventuras con hechiceras que quieren retenerme a su lado. Sin salir de mi habitación. Por el solo hecho de existir. Es la esencia de mi estirpe. Saga de grandes viajeros, como lo fueron mis padres y mis tíos. Se podría creer que para mí el mundo es un lugar pequeño, cercano, abarcable. No es así empero. Para mí recorrer el mundo supone las mismas dificultades que para cualquiera y a esas hay que añadirles las hasta el momento inherentes a mi naturaleza sedentaria, a mi connnatural incapacidad para abandonar estas cuatro paredes. Soy como una tortuga, como un caracol, porque llevo a cuestas la casa. Hoy estoy en El Cairo, en mi cuartucho, y desde él oigo la ciudad ahí afuera, y por el ventanuco del techo me llegan sus olores y el paso de las nubes blancas más allá de la nube de smog. Alguien llama a mi puerta, abro y es un obsequioso muchacho que me quiere mostrar la ciudad. Por una miserable propina. Le digo que el procedimiento habrá de ser inverso: la ciudad tendrá que venir a verme a mí. Será la única forma de que yo la vea a ella. Así que decidimos que lo mejor es organizar una fiesta. Mi guía está dispuesto a encargarse de todo. Pero antes le digo que soy tan pobre como él y que mi fortuna es la hospitalidad. Que no hay otra cosa que lo que ve. Que no hay ningún tesoro escondido en una olla. Pero el muchacho sonríe con la mitad de sus dientes podridos. Se pasa la tarde yendo y viniendo. Me asegura que va a venir mucha gente. Le recuerdo que mi cuarto es muy pequeño, pero él insiste en que no he preocuparme de nada. Que descanse, que duerma una siesta. Y le hago caso. Cómo no, es mi guía a través de la ciudad.
Al anochecer comienzan a llegar mis invitados, cada uno de ellos con su casa a cuestas. Les invito a pasar y ellos me invitan a pasar a mí. Hay quien vive en un rincón de la calle, desde el que contemplo las fachadas de la ciudad, los callejones de la medina, los bazares. Hay quien fuma su narguile en una suntuosa estancia palaciega y gracias a él admiro telas, tapices y mobiliario. El gerente de un burdel me ofrece la complacencia de sus pupilas. Yo, en correspondencia, a todos les doy mi asiento, me levanto y les preparo una infusión de hierbas de mi país. Cuando me doy cuenta, la ciudad comienza a despertarse para una nueva jornada. Se oye el tráfico, la apertura de los comercios. Les digo a mis invitados que voy a pasar los próximos años entre ellos. Que pueden visitarme siempre que quieran, que en mi casa tienen la suya. A lo largo de los días, de las semanas, meses y años profundizo en el conocimiento de la ciudad. Hasta que inesperadamente una tarde un extranjero toca a mi puerta. Me dice:
-Buenas tardes. Le estoy dando la vuelta al mundo en mi moto. He llegado a El Cairo y me he quedado sin dinero. Pido una pequeña contribución, lo que usted pueda darme, por insignificante que le parezca, me ayudará a continuar.
-Pasa, te haré una infusión. Es todo lo que tengo.
Al aventurero le parezco, al cabo de los años, un cairota más. Visto como ellos, hablo como ellos, pero no soy uno de ellos. Yo también vine hasta aquí desde la otra parte del mundo.
-Yo también le estoy dando la vuelta al mundo, le digo a mi huésped.
Me mira con cierto asombro, intenta interpretar mis palabras, buscar en ellas un sentido metafísico. Se le nota mucho que está de viaje. Todo lo contrario que a mí. Para muchos vecinos yo soy de la ciudad, ya pocos recuerdan que hubo un momento en el que llegué de lejos. La mayoría de los testigos han muerto.
-Está muy bueno, dice, levantando el vaso. Y añade:
-Me siento mejor, más animado. El hombre mira hacia todos los rincones hasta que por fin se atreve a pedírmelo:
-¿Puedo pasar la noche aquí?
-Sería un honor, le digo.
Cuando se queda dormido me levanto, cojo su casco y el traje de cuero que ha dejado en el respaldo de la silla y me los pongo. Enseguida me siento rejuvenecido, con ansias de continuar viajando. Salgo a la calle, allí está la moto. Una Africa Twin 750. La arranco a la primera, le doy gas, respiro profundamente y me largo. A cualquier otro lugar hacia el este.

sábado, 22 de marzo de 2008

Iveco Stralis


Yo subía las manos, mi padre me agarraba y tiraba hacia arriba y de golpe estaba sentado a su lado en la cabina. Era un tráiler. Con dos camas detrás de los asientos. Antes de apagar la luz para dormir leía los comics de Spiderman. Durante los trayectos hablaba por la radio con otros camioneros, que tarde o temprano acababa encontrando en un restaurante de carretera. Mi padre hacía las presentaciones y yo me ruborizaba delante de quien quizás había tenido una charla muy de hombres conmigo. Corto y cambio, nos decíamos. Pero ahora yo no sabía cómo hablar. Fui aprendiendo un poco de todo, a sacar el tráiler del aparcamiento, a meterlo, a mantener la dirección en las autopistas. Salí al extranjero, aunque sólo ví estaciones de servicio. Tuve edad para empezar la carrera de filosofía, pero aún no era suficiente para llevar un tráiler. Cuando pude conducir uno de ellos, me pasé a la universidad a distancia. Antes de apagar la luz para dormir leía los apuntes. Seguí viajando al extranjero, empecé a conocer algo más que estaciones de servicio, pero no mucho más. Un camionero no es un turista.

Llevo un Iveco Stralis con carga frigorífica. Sobre la cama una repisa con mis lecturas y una fotografía del tráiler de mi padre. Cada uno de nosotros a un lado. La foto tiene ya casi veinte años. Nos la hizo mi madre el mismo año que él murió. Me gusta la carretera. Me gusta pasar las horas solo. Tengo en qué pensar. Todavía queda por ahí algún veterano de los tiempos de mi padre. Y están también los que como yo mismo son la segunda generación al volante. Para todos soy “el filósofo”.
-¿Por qué no das clase en un instituto?, me preguntan desde que se han enterado que tengo la posibilidad de presentarme a unas oposiciones.
-A vosotros os hace más falta, les digo. Y añado:
-Vamos a empezar por la muerte de Sócrates.
Abren la boca y sostienen un carajillo en la mano. Muchos de ellos están ya hartos de divertirse sólo en los puticlubes.

Cada vez que se reemprende la marcha, después de uno de los descansos obligatorios, hay que hacer una inspección del vehículo. Ayer, mientras daba una vuelta, descubrí, agazapado en el cajón que va sobre los ejes, a un chico que no tendría todavía catorce años. Sabía que algo así me podría pasar en cualquier momento, lo que me sorprendió es que miré al chico, él me miró y ninguno de los dos dijo nada. Me monté en la cabina y emprendí la marcha como si nada anómalo hubiera sucedido.
Conduje tenso, inquieto, pero no me detuve hasta llegar a mi destino. Mi padre me reconvino varias veces a lo largo del trayecto, a la oreja, en esencia, sin palabras concretas, con un modo de respirar. ¿Por qué, Pablo, por qué haces eso? Ese pobre chico se puede helar ahí. Pero yo no levanté el pie del acelerador. Puse el programa de country en la radio. Intenté pensar en otra cosa, pero los ojos del chico, brillantes, intensos, asomaban por los espejos retrovisores, en los reflejos de las ventanillas. O simplemente me rebotaban dentro del cerebro. Es mi modo de explicarlo. El chico respiraba allí abajo, con las manos crispadas para evitar salir desplazado a la carretera. Pero me daba la impresión de que el chico también respiraba en el asiento vacío del copiloto. El chico y mi padre comenzaron a hablar. Mi padre empezó a contarle cosas de mí. Cuando éste tenía tu edad me acompañaba. Creí que le podría enseñar algo. No hablábamos mucho, pero lo pasábamos muy bien. El chico dijo: Yo no tengo padre. Murió antes de que yo naciera. Subí el volumen de la radio, pero su conversación, casi susurrada, me llegaba con toda nitidez. No lo entiendo, no lo conozco, decía mi padre. Yo, por si acaso, aseguraba el pie sobre el pedal, rectificaba la postura, tomaba aire. Era una decisión. Y bien sabía yo lo que me costaba apearme de una de ellas. Y empecé a odiarlo. O mejor dicho a odiarlos. Al chico. A mi padre. Y también a mí mismo. Deseé que el chico se helase o que cayese al asfalto. Me alegré del dolor con el que mi padre tuvo que ir muriéndose. Aquel dolor que se metió dentro de mí no como la podredumbre que le devoraba a él el cuerpo, sino como la que me roía a mí el alma. La música country habla de los sueños de los vaqueros, de sus dificultades. Fue mi padre el que me aficionó. Ninguna otra música me llega al alma. Pero debe estar podrida. Mi alma. Porque no sé por qué lo hice. Y creo que nunca lo sabré. Cuando aparqué el trailer en el destino fuí al cajón en el que iba el chico. Pero ya ni rastro de él. Estoy pendiente de las noticias. Es curioso: quizás ese chico en alguna parte cuente esta historia de otra forma. O tal vez lo hagan las noticias.

viernes, 21 de marzo de 2008

Lexus


A las chicas siempre nos han gustado los coches y los bikinis y el dinero. Habrá chicas que dirán que a ellas les interesa la literatura. Hay chicas para todo. Yo hablo, ya sabes, del tipo de chicas que entran en el primer grupo. Casi con toda seguridad somos chicas que buscamos un nombre diferente al que nos dieron nuestros padres. Porque somos chicas en permanente búsqueda. Bueno, yo antes de empezar en lo que de verdad me gusta me llamaba Joan. Joan sirve para ir al instituto y para salir con los mocosos de tu curso, como mucho de dos cursos por encima. Joan hubiese sido una buena secretaria, pero a mí personalmente la vida a la que Joan parecía tener acceso me producía un aburrimiento mortal, de modo que empecé a ser una chica mala. Fue entonces cuando me dí cuenta de la importancia de la iluminación. Sabía colocarme bajo los focos y me atrevía a surgir de las sombras. Primero lo hice en la calle, al paso de los coches, en una zona frecuentada por hombres de negocios, que a la hora de regresar de sus oficinas a casa, después de haber ganado unos cuantos de miles, querían disfrutar de una experiencia prohibida o intensa, o simplemente querían llegar relajados para darle un beso a sus esposas en la frente o en los labios. Con una falda muy corta, les ponía la mano en la ventanilla bajada y la deslizaba de un lado a otro. Eran vehículos que me transmitían seguridad, hombres con una forma pausada de hablar, muy educados. Iba coleccionando marcas. Mi interés se centraba en la máquina, aunque sabía fingir muy bien un entusiasmo casi adolescente por ellos mismos.
-¿Cómo te llamas?, me preguntaban.
-Linda, decía. Nunca Joan.
Ya sabes, el nombre de guerra.
Quería conocer los extras. A ellos les entusiasmaba presumir. Había modelos que llevaban un pequeño refrigerador para las botellas de champán.
Un tipo me propuso rodar una película. En las pelis la iluminación es fundamental, me decía. Estaba preocupado por el tema artístico.
-Tendrás que buscar un nombre de estrella, Lindas ya hay muchas.
Rodé mientras pensaba en ello. Hice todo lo que me dijeron.
-Sobre todo hazle caso a ese tipo, es el director de fotografía.
También era uno de los actores. En el porno todo el mundo sabe hacer un poco de todo.
-Mi verdadera pasión es la luz.
Me dijo esto, pero me costó creerlo al principio. Quizás porque en su papel dentro de la peli se empeñaba en convencerme para que me dejase por detrás. En mi papel de la peli yo me resistía con unos argumentos algo confusos. En la realidad se lo ofrecí yo misma. No obstante, acabé convencida de su talento para usar la luz. Siempre estaba leyendo revistas.
-Son los grandes. ¿Tú conoces a alguien que no tenga en cuenta la luz a la hora de follar?
En una semana estuvo todo listo.
-¿Qué nombre has elegido para tu estrellato?
Pensé en mi marca de coches favorita.
-Lexus, dije.
Y añadí:
-Cash.
Y luego:
-Lexus Cash.
-¿Lexus, como la marca de coches?
Estuve rápida:
-Bueno, también es el nombre de un dios griego.
-Es el nombre de un tío, pero...no, no queda mal. ¿Y Cash, como Johnny Cash?
-Sí.

Ahora la película se puede conseguir en internet: aparece bajo varios títulos diferentes. También yo estoy en la red: teclead mi nombre de estrella. Pero daos prisa, porque la marca japonesa me ha puesto una demanda por usar su nombre. Un Lexus es el coche de mis sueños. Cuando alguno se acerca por la acera, ya que he vuelto a la calle, el corazón me palpita acelerado. Generalmente dentro siempre hay un hombre que sabe lo que quiere. Y conoce lo importante que es para una chica la iluminación. El cuadro de regulación de luces en el interior es fantástico. Ahí es donde se le saca partido a una chica como yo. Pero ya sabes, hay otros tipos de chicas. Tú mismo.

jueves, 20 de marzo de 2008

Ford Falcon


El viejo Ford con aquel siniestro verde pasó por delante de sus narices, a todo gas, que en su caso todavía era suficiente. A los dos mirones de la carretera se les abrió un agujero de acidez dentro del estómago. En cuanto les empezó a dar el culo, el coche se salió del asfalto y fue a dar contra el poste de luz más cercano, después encontró una trayectoria nueva y siguió volando hasta despanchurrar la Volkswagen que había aparcada en el prado, donde dejó a los hippies ensangrentados y confusos. Una vaca lo contempló todo desde una colinilla fértil, de hierba muy tierna. Las pestañas de la vaca eran sedosas, sus ojos la ternura de los seres vegetarianos, sus labios, maternidad y promesas lascivas, todo lo que un hombre sano, seguro y con una genética inmejorable, podría desear.
Después del trastazo sólo hubo silencio, si acaso los muy finos de oído hubieran percibido el rumiar de la vaca, o ese sonido de la hierba al ser cortada.
Los dos compadres levantaron sus traseros aplastados en un banco de madera corrido. Habían estado echando la tarde a pedos. Por turnos. Sonoros, limpios, de una rotundidad no exenta de música. El compadre de más edad había sido sorprendido por el vuelo del Falcon verde con una nalga en el aire. Se le cortó. No hubo explosión. Reorganizó el gas con un movimiento del músculo ejercitado. En el crepúsculo de aquel desierto, en la soledad a la que Dios había tenido a bien condenarlos, sólo se oyó el doble impacto del vehículo con una historia oficial macabra, primero contra el palo de los cables del alumbrado y luego contra la furgoneta de los hippies.
El compadre más joven era el más avejentado. Se quedó atrás. Equidistante de la pacífica vaca con repecto al vehículo, por fin en el suelo. Hubo unos segundos en los que pareció que el mundo se concentraba en aquel lugar perdido de la tierra, donde no solía ocurrir nada nunca, excepto la llegada de unos hippies, o la observación bovina.

Un Ford Falcon verde lleva días aparcando en la esquina. Dentro hay tres figuras ensombrecidas, dos en la parte delantera y una atrás. Fuman continuamente. De vez en cuando han de vaciar en la calle el cenicero lleno de colillas. Ya los han visto pasar a todos en el barrio y todos sienten la siniestra presencia. Al mediodía del cuarto o quinto día arranca y se desliza muy suavemente al paso de los peatones. Los de dentro miran a los de fuera. Sus ojos sobre ellos son las mallas metálicas de la dictadura. Una vez lanzadas, el prisionero no encontrará escapatoria. Le abrirán una puerta nueva, una puerta que han dibujado en el aire, como en esas historias de dibujos animados, lo empujarán al lugar de la inexistencia súbita, a la desaparición. Una ciudad de Argentina en 1976, a la que ha llegado una de las noventa unidades del modelo Ford no identificables que el ministro del interior ha encargado para sus operativos. En el enorme baúl transportan amordazado a quien ellos saben que va a darles toda la información que necesitan. Un perro los ha visto, un perro y un barrio entero de esa ciudad. El perro no puede hacer nada, luego se acerca al lugar donde han dejado caer la montaña de colillas y mete el hocico en las cenizas frías. Pero el hermano del chico secuestrado corre a la comisaría que tienen más cerca para denunciar lo que nadie ha podido evitar.

Treinta años más tarde, en mitad de una llanura por la que el sol se desangra aparece el Ford Falcon verde en el que al compadre le quitaron al hermano. Con el largo maletero atrás, puerta de entrada a no dejar rastro de la existencia. Como ocurrió. De nada sirvieron las denuncias.
El compadre más diligente llega hasta la ventanilla y se asoma.
-¿Está usted bien?
El conductor asiente. Aturdido.
Ahora el compadre no puede controlar el pedo que quedó en nada. Está en rebeldía y decide darse una buena satisfacción. Se yergue tonante ante el crepúsculo y luego le da un rodeo a la furgoneta con el símbolo de la paz dentro de la esfera original con la V y la W de volkswagen.
-¡Eh, los de dentro!¿Cómo estáis?
Hay que esperar unos minutos para ver salir a un chico y una chica, gringuitos, con la cara blanca como la cera por el susto, cubierta de sangre.
El compadre que todavía no ha abierto la boca, al que el Ford le ha activado la dura maquinaria de los recuerdos, de lo sucedido 30 años atrás con su hermano en la esquina de la calle donde vivían, se mueve lento alrededor de la escena del accidente.
-Compadre, le dice al otro, mira a ver si en el baúl del Ford hay alguien. Tú sabes que a mi Juan Luís se lo llevaron ahí.
Parece un viejo con demencia. La vaca en la colina vuelve a su pasto. En pocos minutos la oscuridad devorará por completo a los que ya empiezan a ser sombras.

miércoles, 19 de marzo de 2008

Volkswagen Golf GTI


Este es el llavero: míralo bien porque es todo un símbolo. Dentro de la circunferencia arriba la V y abajo la W. Como las alas de un ángel terrible. Supongo que en aquella época yo me sentía así. Un ángel terrible está muy tentado por el demonio.
No. Nunca se me ha ocurrido deshacerme de él. Me recuerda muchas cosas que entonces me gustaban. Antes preferiría arrojar la silla por la ventana, pero claro, luego cómo iba a poder moverme. Ni siquiera sería capaz de salir al jardín para recuperarla.
Era muy gracioso, yo no me daba cuenta, sin embargo sí que lo veo ahora. Había tipos que se reían de mí, pero no dejaban de ser unos patanes. Quizás unos acomplejados. Yo me sentaba en la barra y sobre ella ponía mi credencial, como si fuese un poli que sacase su placa. Allí estaba mi llavero. Níquel. Allí estaban las chicas que me interesaban y mi marca de whisky favorito. La verdad es que todo era delicioso. Ahora peso treinta kilos más, no me responde el cuerpo de cintura para abajo y llevo sin probar ni gota desde hace nueve años. El llavero me recuerda que una vez disfruté de la vida.
Me quedé dormido, una cabezada de un segundo, pero en ese momento estaba entrando en una curva. Fuí a dar contra el tronco de un árbol centenario. El cabrón sigue allí. Duro como el tiempo. Ese sí que me jode, el puto árbol. Cuando me acuerdo de él, acaricio el llavero, suave y frío. No echo de menos a las mujeres, y ya tampoco el whisky. Pero es jodido conducir el puto coche automático de los lisiados.
Perdón por el lenguaje, pero no hay otra manera de expresarlo. Yo al menos no la encuentro. Sí, parece que se levanta algo de fresco.
El interior era todo un lujo, con la tapicería en cuero. A veces acariciaba a una chica por los muslos, y dejaba ir la mano. La pasaba por el repaldo que había tenido que reclinar. Me gustaba tanto, era tan feliz, que la chica se daba cuenta. Y más de una se enfandó por eso. Yo me reía. Cómo no iba a hacerlo. No vayas a tomarle celos al coche, les decía. Tú me gustas más. Pero ambos sabíamos que era mentira. Hubo una que no dejaba de repetir: Guauuu que suaves son los asientos. Mientras, frotaba su culito. Pero no me hizo gracia. La tipa quería un golf. Cómprate uno, le dije. No volví a montarla en el mío. No me digas que no era divertido. Hoy me tengo que conformar con una tapicería de microfibra que repele las manchas.
No te confundas conmigo. Yo no soy uno de esos anuncios de la DGT. A mí lo que me hubiese salvado de esta silla hubiese sido que hubieran talado aquel árbol a tiempo. Pues no me vas a creer si te digo que hubo algún ecologista que me acusó de atentar contra el jodido árbol. Pero vamos a ver: qué es lo que les gusta a esos. ¿La naturaleza? La verdad es que no lo entiendo. Mira, me veo obligado a vivir en una casa de planta baja. Pues este jardincito que tú tanto has alabado me pone enfermo. Yo entonces vivía en un séptimo piso. Llegaba por las noches después de tomarme mis copas, me tiraba a la cama y hasta el día siguiente. Esta casita encantada, este chalecito de turrón, debería volar por los aires o como poco arder. Con su tullidito dentro. ¿Por qué no?
Yo volaba, volaba con las alas de mi GTI. Lo ponía a 200 por hora y no puedo ni decirte lo que sentía. Se me ponía dura, joder. Esa piltrafa de ahí abajo.
¿Qué color?
A ver dime qué piensas, de qué color crees tú que era.

martes, 18 de marzo de 2008

Seat 1500 bifaro


Mira, este coche es mítico. ¿Ves? Estos son mis padres el día de su boda. Y esta la típica foto de los novios en el coche. Puedes apreciar ciertos detalles como el gran volante con doble aro niquelado y la sonrisa de mis padres con sus alianzas de oro. Aunque la foto sea en blanco y negro y las manos de mis padres no estén a la vista, la gran carrocería de la felicidad se puso en marcha ese día para llevarlos de la iglesia al salón de bodas, gracias a que en la nuestra también, como en tantas familias, siempre hubo un benefactor que podía costearse el mismo modelo de los coches oficiales. Quizás era un señor con bigote o no. Pero lo que es seguro es que su largueza y generosidad le granjeó muchos agradecimientos de por vida. Lejos estaba mi padre entonces de imaginar que durante algunos años, menos de los esperados por todos, habría de llevar entre sus manos un modelo semejante a ése. Uno de aquellos taxis negros con las puertas parcheadas en amarillo. En el pueblo la gente había comenzado a irse a las ciudades con lo puesto, así que mis padres me metieron en un cesto de mimbre y, después de interminables horas de tren, llegaron a una rotonda en la que había un policía municipal que organizaba el tráfico. Sale en todas las pelis de la época. Algunos domingos íbamos a comer a un merendero, porque seguía habiendo un señor dadivoso, el dueño del taxi, que se apiadaba de nuestra vida de suburbio, y entonces yo me sentaba al lado de mi padre en aquel asiento corrido, que no olía como ninguna otra cosa en la tierra, y lo miraba como si contemplase al héroe de mis sueños. Su reloj de pulsera, firme y brillante, le aplastaba el vello en la muñeca y todas sus maniobras me hacían confiar en él. Mi madre caturreaba en el asiento de atrás con la niña en brazos.
-Fíjate, así se mete la cuarta, al mismo tiempo hay que pisar el embrague, me explicaba, y movía la palanca de los cambios bajo el volante.
Luego sacábamos del maletero la tortilla y los filetes empanados y pedíamos la consumición mínima: unas gaseosas y aceitunas.
El sueño de mi padre era tener su propio taxi. El día que lo consiguió el modelo comenzaba ya a tener una competencia con mejores prestaciones, pero mi padre era más sentimental que práctico, y estoy convencido de que se hizo con un Seat 1500, no sólo porque yo se lo había rogado un millón de veces, sino porque también era el que él deseaba.
Un coche puede ser además un sarcófago. El maletero del 1500 era grande, incluso una persona de la envergadura de mi padre, si se doblaba podía caber en él. Mi padre apareció dentro. El taxi en medio de un pinar. A mí nadie me quería explicar nada, pero yo fuí atando cabos de conversaciones y comentarios que pillaba por ahí. Mi madre sólo me encargó que tenía que cuidar de la niña. Estaba maniatado, con la camisa y el pantalón llenos de sangre. El cuerpo cosido a navajazos. No lo ví y se llevaron el coche al depósito. La niña no sabía lo que había ocurrido y preguntaba por él. A mí se me saltaban las lágrimas, pero delante de ella conseguía disimular. Hasta que me metía en la cama. Allí inundaba las sábanas con mi llanto, imaginándome que aquella humedad era la de la sangre de mi padre derramada en la moqueta del maletero, que tantas veces le había ayudado a cepillar.
¿Ves esta foto? Es su taxi. Se vendió. No sé ni quién la hizo. Yo cada vez que veía uno de ellos tenía que volver la cabeza. Hubo un momento en el que creí que podría volverme loco.
Gracias a los sacrificios de mi madre pude estudiar. Filosofía y Letras.Y llevé la barba y el pelo largos. Los coches de los grises eran ese mismo modelo que me atormentaba, poco antes de que yo empezara la carrera, pero cuando me trincaron ya los habían cambiado. A empujones lograron introducirme en el Seat 124D. Los grises se habían vestido con un insondable color caca. Supongo que el modo de repartir en el asiento de atrás era heredero de aquel otro que yo sólo he conocido por las crónicas.
En esta foto estoy ya con la nariz rota, detrás mi primer coche. Un Renault 4TL.

lunes, 17 de marzo de 2008

Noticias



Quiero deciros que la serie de “Los invisibles” apareció ayer publicada en el blog de Miguel Ángel Muñoz, elsindromechejov.blogspot.com, dentro de la sección abierta con el nombre de los inéditos del síndrome. Me alegra mucho, porque el espacio de Miguel Ángel es un punto de encuentro de muchos aficionados al género del relato. Y porque se trata de un blog muy interesante en todos sus apartados (muy recomendables sus entrevistas).


He acabado la serie “Animalario”. Me parece que voy a empezar una titulada “El mundo del motor”, pero la presunción de primavera está minando sutilmente mis energías. Y el ánimo. Vamos a ver.


Un agradecimiento a todos los que me leen. Y a todos los que comentan. A veces no doy de mí lo suficiente para una contestación a cada una de vuestras observaciones, pero voy a enmendarlo poco a poco.


LA OBRA (Mucha suerte, es su título) ha quedado menguada. Iban a salir 25 cuentos y ya solo quedan 13. Buen número. La razón, según me dice el editor, es que de esta forma el precio final es mucho más interesante. Voy a vender el triple. Qué guay. O no. Que nunca se sabe. Los bestsellers tienen muy mala prensa.

jueves, 13 de marzo de 2008

El centauro


Yo estaba bien, tranquilo, no había bebido mucho. Acababa de cobrar. Me fuí al polígono, que está lleno de mujeres a cualquier hora. Me arreglé el pelo en un espejo retrovisor, me peiné. Pero algo sucedió mientras caminaba hacia allí. Al llegar ellas se asustaron al verme. Ninguna me quería coger los billetes que les mostraba. Pero por fin una muchachita, casi una niña, se acercó.
-¿Me dejas montar sobre tí?
Al principio no la entendí. Pero hice un gesto de afirmación con la cabeza. Cruzó sus delicados bracitos sobre mi cuello y sentí que se me sentaba encima. De repente yo era un cuadrúpedo. No sabía si centauro o caballo, pero me salió un trotecillo alegre. Las otras mujeres al verla a ella se acercaron y me tomaron confianza. Comenzaron a acariciarme el lomo, luego me hicieron una trenza en la cola y me engalanaron con flores de plástico. A todas les dí un paseo sobre mi grupa. Salió la luna. Hubo fogatas. Y de vez en cuando aparecía un cliente que reclamaba un servicio, todos eran más o menos especiales. Todos se quedaban boquiabiertos al verme entre ellas.
-¿Y ese?, preguntaban.
-No sabemos de dónde ha salido. Pero nos ha entregado todo su dinero y a cambio sólo quiere estar entre nosotras.
A la mañana siguiente me dolía la cabeza, desperté en el arcén, los coches pasaban a toda velocidad. El suelo estaba lleno de gomas usadas. No quedaba ninguna de las mujeres de la noche anterior. Pero había otras, que no dejaron que me acercase a ellas. Me gritaron.
-Vete, nos espantas a la clientela.
Me palpé el cuerpo. A ver. Ni rastro de aquel cuadrúpedo que recordaba entre brumas y vapores de alcohol. Las mujeres me habían puesto un embudo en la boca para que pudiese beber. Ahora me pasaba las manos por los labios resecos. Me asomé a la luna de un escaparate y ví la turbia figura de un mendigo, de un loco, con la ropa rota y sucia. Quise ir a mi casa, pero no recordé a dónde dirigirme. Estuve yendo y viniendo hasta que me crucé con una cara conocida. La de aquella niña que no tuvo miedo de acercarse a mí, la que me pidió que la dejase montarme. Pero ella no dio señales de reconocimiento.
-Mira, viejo, me dijo, si no te largas te abro la barriga, me dijo, y me enseñó el instrumento con el que estaba dispuesta a hacerlo.

miércoles, 12 de marzo de 2008

La rata


Es lo que tienen todos los venenos, que te abren las puertas de la mente o de la conciencia. La pregunta que me hago ahora, en este intervalo de estertores, hubiera sido imposible ayer, cuando mi cuerpo estaba limpio. La cuestión es si yo hubiese tomado el veneno con una natualeza distinta a la de la rata. Por ejemplo con sólo ser el esposo de la envenenadora. O su perro, o su gato. Y la verdad es que no lo sé, pues el veneno iba camuflado en aquella torta de aspecto tan magnífico. Por qué motivo no iban a habérsela tomado ellos con la misma confianza con que lo hice yo. El veneno no estaba a la vista y la señal de peligro, una siniestra calavera con las tibias cruzadas, había sido quitada de enmedio. No es que yo la hubiese reconocido de haber estado impresa en la misma torta que me comí. Ya se sabe, o mejor dicho, ya lo sé yo, que una rata carece de entendimiento antes de ser envenenada, y supongo que un perro y un gato, aunque no así un marido, que se puede dar cuenta de la trampa. Sin embargo, entre el veneno que me he tragado y yo misma parece suponerse una relación de necesidad que nadie aceptaría en los otros casos. Nadie vería bien que se le echase veneno a la leche del gatito, o a los dog chow del cachorrillo. No digamos ya en el caso de que la envenenadora sazonase la sopa del esposo con matarratas. Pero rata y veneno parece un binomio necesario.
En pocos minutos estaré paralizada por completo. Y mañana amaneceré rígida, fría sobre el frío pavimento. Las mismas manos que han escondido en el exquisito dulce la dosis letal me barrerán con un escobón.Y a nadie le importará mucho, a lo sumo sentirá asco quien me vea en el cubo de la basura. La misma sensibilidad que se apenaría de ver en ese lugar a un lindo gatito o a un tierno can. Como soy una rata, voy a morir como una rata. El veneno recorre mi cuerpo como si fuese una corriente eléctrica de clarividencia. En estos momentos de temblores y espasmos el veneno es ya mi motor, porque lo que soy ahora es más que nunca lo que voy a ser en unos minutos, no creo que llegue a la hora. Ya soy una rata muerta, aunque aún no lo estoy. En cada uno de los intervalos del dolor, en la caída de cada punzada, en cada latido con el que se me acelera el corazón, hay un rasgo de conocimiento nuevo, una señal que antes no existía. En esta claridad de intuiciones que a vuestro gusto les resultarán erróneas o perversas, provocada por ese veneno que me habéis endulzado con la ternura de un obsequio, va la sugerencia de que uséis el veneno para sacar de la faz del mundo a tantos bebés llorones como hay, a tantos ángeles y criaturas plomizas, o cónyuges cansinos. Antes de que por mis venas corriese esa pócima yo no sabía mucho de mí, ni siquiera que fuese una rata. Pensaba que era un tipo de lo más corriente y que usaba un nombre de pila. Las ratas no tenemos.

lunes, 10 de marzo de 2008

La mosca


Siempre me llamó mucho la atención la magia, por lo que he acudido a numerosas funciones . Anoche, como otras muchas anteriormente, decidí ir a ver con mi esposa un espectáculo que se anunciaba por toda la ciudad con el sugerente título de Metamorfosis. Mientras cenábamos, en el escenario tenía lugar toda una serie de transformaciones. El mago, de negro, como suele ser de rigor entre ellos, fue sacando espectadores para su demostración. Invariablemente fueron convertidos en animales. Hubo un león triste y asustadizo, pero león al fin y al cabo. Más asustados estábamos los demás, pues no había ningún tipo de valla protectora. Hubo una gallina que fue saltando de mesa en mesa, mientras uno de sus acompañantes se desternillaba de risa y el otro se llevaba las manos a la cabeza de espanto. Hubo una mujer que devino en lechuza y nos sobrevoló a todos con un aire inquieto.
Como la esencia de la magia es hacer que el truco no se vea por ninguna parte, los espectadores estábamos convencidos de que nadie corría peligro. Aunque nos costaba aceptar la simple sustitución. Esto es, que el animal de turno aparecía en el lugar de la persona escogida, que quizás permanecía hipnotizada en cualquier rincón del escenario. Supuse que ahí estaba el quid del asunto. En hacernos desechar lo más fácil y evidente. Lo que nos llevaba a creer plenamente en las metamorfosis era que los animales ocupaban su lugar en la mesa correspondiente, y se comportaban como si fuesen aquellos que hacía unos minutos habían subido al escenario. Con esa carga de identidad por la que eran reconocidos por sus acompañantes. El león, por ejemplo, encargó una botella de vino que correspondía al preferido por él mismo antes de ser león. La gallina puso un huevo en su asiento y continuó inqueita por un asunto que nada tenía que ver con el espectáculo y por el que había dado señales de preocupación antes de entrar a la sala de fiestas. Le dijo a sus amigos que tendría que volver a casa antes de que el show acabase, porque la sospecha de que se había dejado un grifo abierto no la dejaba en paz. La lechuza le dijo a su esposo cuatro cosas que sólo él conocía. Y debían ser ciertas por la cara de circunstancias que se le quedó al hombre.
Después llegó mi turno. Siempre que se me ha presentado la ocasión he participado en aquellos números de magia para los que se me ha solictado. Y de todos salí indemne. Así que subí alegremente al escenario, entregado y dispuesto al asombro.
Hete aquí que desde que el mago pronunció sobre mí la fórmula de un conjuro soy una mosca. No obstante, antes de abandonar la sala todos los animales habíamos regresado ya a nuestro aspecto habitual, a la morfología más consustancialmente humana: cabeza con ojos, tronco con ombligo y extremidades con pelusa negra entre los pliegues. De cualquier manera, he sido capaz de volar hasta el techo del cuarto de baño y por él llevo un rato dando paseos, encontrando muy sabrosos los pegotes de humedad. Abajo mi esposa acaba de levantarse del váter. Es la primera vez que la veo tomar medidas higiénicas de ese tipo, no obstante nuestra intimidad de años. Supongo que si supiese que estoy aquí arriba se avergonzaría como una niña. Vuelo a la lámpara. Camino bocabajo sintiendo que el universo apenas tiene peso. Que soy un ser mundano. Mi esposa aprieta un botón y hace desaparecer la parte excrementicia. Siento un breve instante de pena por no poder aprovecharme de ese festín. Pero enseguida me da igual, en cualquier parte encontraré un animal muerto, un bidón de basura o un espléndido zurullo. Así que vuelo a través de la ventana y cuando me vuelvo para mirar el mundo que dejo atrás todas me parecen idénticas. Indiferentes.

sábado, 8 de marzo de 2008

La lechuza

He observado que es el cansancio lo que me hace entrar en metamorfosis. Creo que en la fase inmediatamente anterior al agotamiento. Hay quien sufre una crisis nerviosa, un ataque de ansiedad. Yo me transformo en una lechuza. Si llega la noche y me cuesta tenerme en pie, si los niños están ya en la cama y mi marido mira la tele, y encima hay luna, doy un salto al vacío y con los remos de las alas me impulso milagrosamente a la copa de un árbol que papá plantó en el jardín, cuando yo era pequeña. Ahí me gusta estar. Quieta. Observo la casa. La luz de la cocina encendida y la del salón. Las ventanas cerradas del cuarto de los niños. Las casas vecinas. El vehículo de los novios que estaciona y nadie se apea. Es curioso: me veo a mí misma derrengada en una silla esperando que la cera se caliente. O me veo abatida, pero firme ante la tabla de la plancha. Mi inquietud depredadora me mantiene alerta. Atenta a cualquier movimiento, al más mínimo cuchicheo de los ratones. Pienso que me gustaría ser siempre una lechuza. Tener esa determinación, ese interés por el vecindario. Me tomo un analgésico. Con el agotamiento la lechuza vuelve a mi ser. No puedo más y me voy a la cama. Pero me llevo conmigo parte de esa noche que ha hecho la lechuza. Si a la mañana siguiente estoy en pie, con las fuerzas renovadas, es porque la lechuza ha cruzado en más de una ocasión el jardín para darle caza a un topillo, a una rana, a un ratón. Me alimento de pequeños vertebrados vivos.
Ayer me sorprendió el mayor cuando estaba a punto de jalarme una ardilla.
-¿Qué haces mamá?, me dijo.
Tuve que reaccionar en un segundo.
-Mira que bonita, le dije.
El animalillo temblaba en mis manos como si estuviese a punto de darle un ataque al corazón.
-Pero tenemos que soltarla, añadí, magnánima.
-Al papá de Celia se le suben al hombro, me dijo.
Se me vino a la cabeza la imagen de un tirititero haciendo estupideces con bichitos amaestrados. Pero le dije a mi hijo:
-Qué bien. Eso es porque confían en él.
Si los niños están en el colegio y mi marido en el trabajo, me encierro en la casa. Me asomo al espejo y en él me busco esa cara de corazón blanco de las lechuzas. Y pruebo a maquillarme con polvos de arroz para acentuar el parecido. Pero no se da la metamorfosis, que hasta el momento ha tenido lugar, si me fijo bien, en momentos en los que no me lo esperaba. Cuando las fuerzas menos estaban de mi parte.
Soy una lechuza y por eso no puedo seguir a su lado. Me voy a marchar. Para ello lo único que tengo que hacer es volar a otra parte. Dejar este árbol de siempre. Volar por encima de la autovía. Una lechuza no puede hacer la plancha, no puede darle satisfacción a un marido y sobre todo, carece de normas ejemplares para estos niños. No sé si soy una lechuza especial, diferente al resto de las lechuzas. Ya lo averiguaré. Supongo que más de una vez regresaré a este árbol y miraré las luces encendidas y las ventanas cerradas. Por lo pronto vuelo dándole con fuerza a los remos, traspaso la autovía y al entrar en la noche del bosque el corazón se me ensancha, tan grande, tan esponjoso, que no puedo reprimir un grito, un espantoso grito de alegría.

viernes, 7 de marzo de 2008

El cocodrilo


Nunca he tenido mucha prisa y muchas veces me he conformado sólo con ver la corriente del río pasar. Por eso quizás ahora tengo el brazo del cazador en la boca. Él volverá pronto al lugar del que procede, sin brazo y sin piel de cococdrilo. Yo seguiré aquí. Río arriba o río abajo. Tal vez el cazador vuelva acompañado por más cazadores con dos brazos. Esperaré lo que sea. Troncos podridos, alimañas muertas, basura. Pero siempre preferiré el brazo de un cazador vivo. Mi naturaleza es la paciencia, la eficacia y el rechazo de la acción estéril. Seguiré calentándome al sol, seguiré abriéndole la boca. Los días no son idénticos los unos a los otros. Bien lo sé. Simplemente se parecen muchísimo. Engullo el brazo. Si yo fuese un hombre con el brazo de otro hombre en la boca lo masticaría. Pero soy un cocodrilo. Me lo trago entero.

Me llaman por megafonía. Tengo una visita. Alguien que me quiere con un amor lleno de errores. Tengo tantas ganas de un odio certero. Por eso prefiero a los cazadores. No se equivocan conmigo. Vienen aquí y quieren cazarme. Ya se ha corrido la voz. Soy el Moby Dick de los cocodrilos. El Tiburón de los cocodrilos. El gran monstruo a eliminar. No obstante, de vez en cuando viene una de esas visitas. Mamá con todo su cariño, por ejemplo, para decirme cosas tales como:
-Tienes que tomarte la medicación.
Y yo fuera del agua, en la tierra, he de deslizarme sobre el estómago y empujarme con los pies. Acudo siempre que me llaman.
Esta vez no me lo esperaba. Es un hombre muy parecido al cazador pero distinto. No trae su rifle, ni su machete, ni la canana llena de balas. Es el mismo cazador, pero sin serlo ya. Tan sólo un hombre manco. ¿Qué querrá?

Es lógico por mi parte esperar lo peor. Sin embargo, creo que todavía puedo engullir más brazos, o piernas, o una cabeza, si alguien se descuida lo suficiente. La orilla contraria se ha llenado de gente. Cazadores que me quieren dar caza. Algunos de ellos demasiado jóvenes e impulsivos. Otros muy viejos, debilitados por los años, pero impulsados hasta aquí por la última oportunidad para sentirse vivos ante una muerte más o menos aplazada. Habré de elegir entre todos uno solo para ejemplificar esta vida mía. Es ley. La corriente del río lleva una materia espesa, profunda. El río se desplaza, pero yo siempre me quedo. Resisto.

El hombre está triste sin sus dos brazos.
-¿Qué puedo hacer por tí?
-Alguien me ha dicho que tú tienes mi brazo.
-Yo sólo soy un pobre recluído en esta casa de reposo. ¿Cómo lo perdiste?
-Cazando cocodrilos.
-Entonces puede ser. Soy el cocodrilo que todo el mundo quiere cazar.
-Dame mi brazo. Eres un hombre como yo. Tú tienes tus dos brazos. ¿Te gustaría que yo te arrancase uno ahora mismo?
Me estudio el cuerpo. La calidez húmeda que noto no es la corriente cálida de un río. Me he meado encima. El hombre abre una boca inmensa llena de enormes dientes muy afilados. Se lanza sobre mí y me arranca un brazo.
-Estás loco, le grito. No soy un cazador.
-Ahora sólo tienes un brazo. Estamos en paz.
No lo engulle. Lo mastica.

El río se lleva los cadáveres de todos los cazadores que han intentado acabar conmigo. Sus cuerpos destrozados. El agua teñida de sangre. La furia de los peces y las alimañas acuáticas. Todo marcha muy despacio hacia la inmensidad de un mar que espera lejos. Pero espera. Yo floto más o menos en el mismo lugar. Observo al último cazador. Ha esperado paciente como yo. Cruel como yo. En la orilla. Ha visto cómo desaparecían todos sus compañeros sin intervenir. Estudiándome. Él allí, yo aquí. Y dejamos que el tiempo haga lo suyo: pasar. Pasa. De repente se me cierran los ojos. Pero los abro inmediatamente. Sin embargo, el hombre ya no está. Eso me desconcierta y me sumerjo en el agua. Cuando vuelvo a la superficie me siento más vulnerable, más viejo, consciente de la sangre, cansado.

En el patio lloro la pérdida de mi brazo. Los otros internos me preguntan, pero cómo explicarles. A uno le molesta que me lamente. Se abalanza sobre mí. Me agarra por el cuello y aprieta. Intento deshacerme de él, pero en el fondo no me quedan ganas. De nuevo me habré meado porque siento esa calidez húmeda e intensa. Y me dejo llevar muy despacio por la corriente del río, sin vida, lejos, hacia el mar, adonde nunca llegaré.

jueves, 6 de marzo de 2008

El caracol


La tenía tan cómodamente instalada en mi deseo que, cuando aquella mañana la puerta del ascensor se abrió ante mis narices con ella dentro, no la reconocí. Pero era ella. Hacía pocos minutos me había despertado con el ruido sordo que hacían la punta de sus tacones yendo y viniendo sobre mi cabeza.
-Buenos días, me dijo.
-Hola, buenos días.
La puerta volvió a cerrarse para continuar el descenso. Siguió con el retoque interrumpido delante de un espejito que llevaba en la mano. No supe qué hacer, pero ella me sonrió con naturalidad.
-Por la mañana todo son prisas, dijo.
Sonreí, aunque ya me sentía mal. Raro. Noté que me faltaba el aire, que apenas me podía mover. Porque ella había adquirido nuevas dimensiones. Añadió otro comentario. Era tan simpática que mareaba. Su boca, sus ojos limpios no mostraron inquietud ninguna ante el gruñido que se oyó a continuación. Se le proyectó un hocico ancho y húmedo, con dos orificios proporcionados, como si fuese un gran botón de color rosa. No me cupo la menor duda de la naturaleza de aquella metamorfosis. Era lo que siempre me había dado miedo: ver cómo los seres se trasformaban en mi presencia. No obstante, yo sabía que ella seguía allí, al lado o debajo de lo que veía, aunque no pudiese verla. A ella. El aire de la cabina empezaba a enrarecerse.
-Oink, oink.
Intenté mantener la compostura sabiendo que era una alucinación. Agaché la cabeza, luego la levanté, miré los dígitos en el avisador de cada planta. Las cosas normales que se hacen dentro de un ascensor. Sin embargo, no pude cambiar la posición de los pies, porque el inmenso volumen de su cuerpo me había ido aplastando contra la pared del fondo. No se me había ocurrido nada que decirle. Cuando le puse las manos encima deseé con todas mis fuerzas que ella estuviese retirada, que sólo cayesen sobre el animal que yo veía. Su piel era rosada y cerdosa. Tenía un tacto prieto y agitado. Me miró con los ojos de un animal que se siente atrapado. Con ese deseo de huír que yo tan bien conocía. Mi abismo, mi fondo, se asomó al suyo sin posibilidad de rescate. Supuse que en los ojos del animal estaban los ojos de ella. Los que hacía unos segundos me habían sonreído mientras se retocaba con el espejito en las manos.
De repente sentí que no iba a tener una ocasión mejor que aquella. Me abracé al animal deseando que ella estuviese en él. Le estampé un beso en el hocico. Estaba húmedo y fresco. No fue tan arriesgado ni difícil, porque me tenía apretujado contra el fondo. Se volvió de repente y quedó encajada entre mis piernas. Procuré por todos los medios apartarme, pero me fue imposible. El roce lo hizo todo. Al tiempo que los calzoncillos se me anegaban de un calor pegajoso, una llama sin fuego me incendió las mejillas. Llegamos a la planta baja.
-Adiós, me dijo ella al salir.
-Adiós.
No sé si había logrado que nada hubiese salido de mi cabeza. Me parecía tan difícil: empecé a arrastrarme detrás de sus pasos. Fuí dejando un rastro de baba. Pero tomé una decisión temeraria para el tipo de ser en el que me había convertido. Seguirla. Un caracol tras sus repetidos oink, oink. Se detuvo en el carril de la Chupa. A los pocos minutos paró un vehículo y se montó en él. Mi miedo era ahora que los transeúntes me aplastasen con sus grandes zapatos. La concha no podía protegerme de ellos. Pero no me quedó otro remedio que emprender el lento y penoso camino de vuelta.
La única prueba que puedo ofrecer de toda esta aventura no es más que ese fino hilo de baba que brilla a contraluz.

miércoles, 5 de marzo de 2008

La gallina


He tenido suerte. Ayer mismo salí a pasear y al volver la cabeza descubrí que me seguía una bandada de pollitos. Estuve caminando hacia la caída del sol, porque la luz que más me gusta (como a la inmensa mayoría de seres) es la que desprenden los adoquines y los árboles a esas horas del día. Iba ensimismada, no obstante. En mis cosas. Para mí el campo, aunque sólo sean las afueras suburbiales a las que me he mudado, es un punto de fuga. Hacia dentro. Regresé antes de que hubiese anochecido. No hice mucho caso, pero ya en casa de nuevo oí un pío pío. Me acosté pronto. En la televisión no había ninguna de mis series favoritas. Por las mañanas he de madrugar. Primero cojo un autobús y luego un tren para llegar a la oficina.

Supongo que ha sido un golpe de suerte. No llevaba ni media hora sentada ante el ordenador, cuando he visto aparecer por la puerta mi bandada de pollitos. He supuesto que tendrían hambre y sed. He abierto el cajón y no me ha sorprendido encontrar dentro una bolsa con pienso y un platillo. Ahora mismo, mientras continúo con mis tareas, ellos están ahí, bajo mi mesa, picoteando y mirándome de hito en hito, felices. Alguien se ha quejado. Pero como ha sido la de siempre, la que se queja por todo, nadie le ha echado cuentas. Un alegre pío pío ha inundado la oficina de mundos sugestivos.

La mayor suerte es que después me ha empezado como a oler a humo. A frío. A leña. A gallinero. A arrabal. No entiendo apenas de las cosas del campo. Hasta ahora he llevado la típica vida urbanícola de suburbio. Pero no he sentido aprensión. Ha sido sólo un aroma exótico. Mientras tecleaba, mientras los pollitos dormían arrebujados en torno a mis pies. Al levantarme de la silla para ir al lavabo he mirado el asiento con ansiedad. Nada. He tomado el bocadillo de todos los días con mis compañeras en la cafetería de la empresa. Por la tarde me he sentido sola. Claro, sin los pollitos, que aparecen y desaparecen según les da la gana. Luego he pasado el resto de la jornada tecleando con vigor, como si buscase con un pico imaginario una perla en mitad del estiércol. Una vieja historia que me suena de los tiempos del instituto. He fichado la salida. De nuevo el tren y el mismo número de autobús. Al llegar me he cambiado. Ropa más cómoda y unas zapatillas. Durante el paseo la luz me ha resultado dolorosa. Por su ternura, por su calidez. Y he regresado a casa volviendo la cabeza cada cinco segundos. Pero ni rastro de ellos. De la bandada de pollitos. Al cerrar tras de mí la puerta he llorado. Un hipido incontenible. He cenado viendo mi serie favorita. Antes de acostarme, mientras me lavaba los dienes, he tomado una decisión: Ha sido una suerte, me he dicho. Luego ha venido el sueño, y el gallo ha comenzado a darme picotazos.

martes, 4 de marzo de 2008

El león

Conozco algunas historias en las que pienso, ya que no encuentro mejor forma de pasar el tiempo dentro de la jaula. Soy un león. El viejo león del Circo Universal. Una fiera estática y extática. El empresario nos abandonó hace meses, pero hacía mucho más que ningún domador, que pudiese llamarse así sin sonrojo, se ocupaba de mí. Sin embargo, aún resuenan en mis oídos las fanfarrias de la orquesta, el aplauso de los espectadores, los gritos de asombro de los niños y las muchachas. Puede decirse que soy león por voluntad propia, nadie me obligó a serlo, ni la misma naturaleza. Antes había trabajado como dependiente en una tienda de animales. Si alguna vez, por esas vueltas de la vida, me viese en la vieja condición humana escribiría lo que ahora sólo rumio en mi interior. En mi cabeza. De león. Majestuosa. Pero también polvorienta. Con unas greñas quebradizas por la falta de ejercicio y alimento saludable. En casa mis padres nunca criaron una mascota y hasta bien tarde los animales reales me resultaron indiferentes o ajenos, cuando no simplemente me inspiaban miedo. Pero una vez en el negocio descubrí que se me daban bien. Recuerdo cuándo noté mi primer deseo de ser un león. La policía trajo a la tienda un cachorro de procedencia ilegal, encontrado en manos de unos traficantes. No sabían qué hacer con él y estuvo una semana bajo mis cuidados. Cuando por fin vino el director de un zoo a llevárselo comprendí que la naturaleza me había jugado una mala pasada. Inicié entonces un doloroso proceso que me conducía a una identificación aberrante. Yo era un león porque así lo había descubierto, pero en todo parecía un ser humano. Procuré no perderme ninguna función de los circos que llegaban a la ciudad. Me acerqué a varios directores.
-Me gustaría trabajar en el circo.
-¿Eres trapecista?
-No.
-¿Malabarista?
-No.
Una sonrisa triste me acompañaba.
-Bien, ¿entonces qué sabes hacer?
-Quiero ser león.
Sus carcajadas o sus insultos chocaban en mis ojos duros y acuosos, como un automóvil contra el tronco de un árbol. Sólo uno de ellos hizo como si no hubiese oído nada extraño.
-Quizás necesitemos un mozo de pista, dijo pensativo.
En cuanto me fue posible estuve a las órdenes del domador. Un tipo fanfarrón que se ayudaba en sus números de malas artes. Más que nada le gustaba presumir ante las muchachas impresionables, tiernas como juncos. Cuando bebía golpeaba a sus fieras con una barra de hierro y en más de una ocasión descargó también su ira contra mí. Pero siendo su ayudante siempre andaba cerca de las jaulas. Estudié sus costumbres. Comencé a imitar sus movimientos. Y un buen día me introduje entre los leones con un propósito firme: ser uno más de ellos.

Hay ante mí un tipo que piensa que estoy loco. Le habrán dicho algo, pero el pobre diablo no sabe cómo se lo tiene que tomar. Me confunde con un famoso domador de leones.
-Hay unos periodistas que quieren verte, se atreve finalmente a decirme, entre los barrotes de la jaula.
Como por respuesta doy una callada, el grupo se acerca. Yo sigo estático. Y extático. Rumiando mis historias. Hace días que ya ni como. Me niego. He descubierto, entre los despojos malolientes que me traen, unos pedazos de carne blanca, suculenta, tierna y apetecible. Me niego a ser un cómplice más. De sus infanticidios.