En este momento hay cientos, qué digo cientos, miles de personas dándole la vuelta al mundo. En moto, a pie, en bici, en furgoneta, coche o aviones. Viajeros solitarios, por parejas y algún que otro grupo que hace uso de los cruceros de alto standing. Yo soy uno más, otro Phileas Fogg de la globalización. Sin embargo, mi modo de locomoción está por ver, porque llevo años viajando sin moverme de casa. Es una paradoja, lo sé, recorrer el mundo sin moverse uno de un cuarto estrecho y con poca ventilación. Pero es así. Y no me refiero a viajes virtuales, a teletransportaciones, a los recursos de la imaginación, la lectura o el cine. No, me refiero a que voy de un lado para otro, traspaso fronteras, visito lugares, cruzo mares y tengo aventuras con hechiceras que quieren retenerme a su lado. Sin salir de mi habitación. Por el solo hecho de existir. Es la esencia de mi estirpe. Saga de grandes viajeros, como lo fueron mis padres y mis tíos. Se podría creer que para mí el mundo es un lugar pequeño, cercano, abarcable. No es así empero. Para mí recorrer el mundo supone las mismas dificultades que para cualquiera y a esas hay que añadirles las hasta el momento inherentes a mi naturaleza sedentaria, a mi connnatural incapacidad para abandonar estas cuatro paredes. Soy como una tortuga, como un caracol, porque llevo a cuestas la casa. Hoy estoy en El Cairo, en mi cuartucho, y desde él oigo la ciudad ahí afuera, y por el ventanuco del techo me llegan sus olores y el paso de las nubes blancas más allá de la nube de smog. Alguien llama a mi puerta, abro y es un obsequioso muchacho que me quiere mostrar la ciudad. Por una miserable propina. Le digo que el procedimiento habrá de ser inverso: la ciudad tendrá que venir a verme a mí. Será la única forma de que yo la vea a ella. Así que decidimos que lo mejor es organizar una fiesta. Mi guía está dispuesto a encargarse de todo. Pero antes le digo que soy tan pobre como él y que mi fortuna es la hospitalidad. Que no hay otra cosa que lo que ve. Que no hay ningún tesoro escondido en una olla. Pero el muchacho sonríe con la mitad de sus dientes podridos. Se pasa la tarde yendo y viniendo. Me asegura que va a venir mucha gente. Le recuerdo que mi cuarto es muy pequeño, pero él insiste en que no he preocuparme de nada. Que descanse, que duerma una siesta. Y le hago caso. Cómo no, es mi guía a través de la ciudad.
Al anochecer comienzan a llegar mis invitados, cada uno de ellos con su casa a cuestas. Les invito a pasar y ellos me invitan a pasar a mí. Hay quien vive en un rincón de la calle, desde el que contemplo las fachadas de la ciudad, los callejones de la medina, los bazares. Hay quien fuma su narguile en una suntuosa estancia palaciega y gracias a él admiro telas, tapices y mobiliario. El gerente de un burdel me ofrece la complacencia de sus pupilas. Yo, en correspondencia, a todos les doy mi asiento, me levanto y les preparo una infusión de hierbas de mi país. Cuando me doy cuenta, la ciudad comienza a despertarse para una nueva jornada. Se oye el tráfico, la apertura de los comercios. Les digo a mis invitados que voy a pasar los próximos años entre ellos. Que pueden visitarme siempre que quieran, que en mi casa tienen la suya. A lo largo de los días, de las semanas, meses y años profundizo en el conocimiento de la ciudad. Hasta que inesperadamente una tarde un extranjero toca a mi puerta. Me dice:
-Buenas tardes. Le estoy dando la vuelta al mundo en mi moto. He llegado a El Cairo y me he quedado sin dinero. Pido una pequeña contribución, lo que usted pueda darme, por insignificante que le parezca, me ayudará a continuar.
-Pasa, te haré una infusión. Es todo lo que tengo.
Al aventurero le parezco, al cabo de los años, un cairota más. Visto como ellos, hablo como ellos, pero no soy uno de ellos. Yo también vine hasta aquí desde la otra parte del mundo.
-Yo también le estoy dando la vuelta al mundo, le digo a mi huésped.
Me mira con cierto asombro, intenta interpretar mis palabras, buscar en ellas un sentido metafísico. Se le nota mucho que está de viaje. Todo lo contrario que a mí. Para muchos vecinos yo soy de la ciudad, ya pocos recuerdan que hubo un momento en el que llegué de lejos. La mayoría de los testigos han muerto.
-Está muy bueno, dice, levantando el vaso. Y añade:
-Me siento mejor, más animado. El hombre mira hacia todos los rincones hasta que por fin se atreve a pedírmelo:
-¿Puedo pasar la noche aquí?
-Sería un honor, le digo.
Cuando se queda dormido me levanto, cojo su casco y el traje de cuero que ha dejado en el respaldo de la silla y me los pongo. Enseguida me siento rejuvenecido, con ansias de continuar viajando. Salgo a la calle, allí está la moto. Una Africa Twin 750. La arranco a la primera, le doy gas, respiro profundamente y me largo. A cualquier otro lugar hacia el este.
2 comentarios:
Acabo de llegar después de pasar por el síndrome.
Primero, enhorabuena por tu publicación.
Segundo, no tiene mala pinta esta serie del mundo del motor.
Y cuarto (¿o después venía el siete?, ¡qué más da!: aparco un rato el vehículo para contemplar el paisaje.
Saludos de un vecino de los inéditos
Bueno, no está mal, pero es demasiado indefinido, o, mejor dicho, cambio de idea, quizá en esa indefinición está la virtud.
Ora pro nobis.
Publicar un comentario