Yo subía las manos, mi padre me agarraba y tiraba hacia arriba y de golpe estaba sentado a su lado en la cabina. Era un tráiler. Con dos camas detrás de los asientos. Antes de apagar la luz para dormir leía los comics de Spiderman. Durante los trayectos hablaba por la radio con otros camioneros, que tarde o temprano acababa encontrando en un restaurante de carretera. Mi padre hacía las presentaciones y yo me ruborizaba delante de quien quizás había tenido una charla muy de hombres conmigo. Corto y cambio, nos decíamos. Pero ahora yo no sabía cómo hablar. Fui aprendiendo un poco de todo, a sacar el tráiler del aparcamiento, a meterlo, a mantener la dirección en las autopistas. Salí al extranjero, aunque sólo ví estaciones de servicio. Tuve edad para empezar la carrera de filosofía, pero aún no era suficiente para llevar un tráiler. Cuando pude conducir uno de ellos, me pasé a la universidad a distancia. Antes de apagar la luz para dormir leía los apuntes. Seguí viajando al extranjero, empecé a conocer algo más que estaciones de servicio, pero no mucho más. Un camionero no es un turista.
Llevo un Iveco Stralis con carga frigorífica. Sobre la cama una repisa con mis lecturas y una fotografía del tráiler de mi padre. Cada uno de nosotros a un lado. La foto tiene ya casi veinte años. Nos la hizo mi madre el mismo año que él murió. Me gusta la carretera. Me gusta pasar las horas solo. Tengo en qué pensar. Todavía queda por ahí algún veterano de los tiempos de mi padre. Y están también los que como yo mismo son la segunda generación al volante. Para todos soy “el filósofo”.
-¿Por qué no das clase en un instituto?, me preguntan desde que se han enterado que tengo la posibilidad de presentarme a unas oposiciones.
-A vosotros os hace más falta, les digo. Y añado:
-Vamos a empezar por la muerte de Sócrates.
Abren la boca y sostienen un carajillo en la mano. Muchos de ellos están ya hartos de divertirse sólo en los puticlubes.
Cada vez que se reemprende la marcha, después de uno de los descansos obligatorios, hay que hacer una inspección del vehículo. Ayer, mientras daba una vuelta, descubrí, agazapado en el cajón que va sobre los ejes, a un chico que no tendría todavía catorce años. Sabía que algo así me podría pasar en cualquier momento, lo que me sorprendió es que miré al chico, él me miró y ninguno de los dos dijo nada. Me monté en la cabina y emprendí la marcha como si nada anómalo hubiera sucedido.
Conduje tenso, inquieto, pero no me detuve hasta llegar a mi destino. Mi padre me reconvino varias veces a lo largo del trayecto, a la oreja, en esencia, sin palabras concretas, con un modo de respirar. ¿Por qué, Pablo, por qué haces eso? Ese pobre chico se puede helar ahí. Pero yo no levanté el pie del acelerador. Puse el programa de country en la radio. Intenté pensar en otra cosa, pero los ojos del chico, brillantes, intensos, asomaban por los espejos retrovisores, en los reflejos de las ventanillas. O simplemente me rebotaban dentro del cerebro. Es mi modo de explicarlo. El chico respiraba allí abajo, con las manos crispadas para evitar salir desplazado a la carretera. Pero me daba la impresión de que el chico también respiraba en el asiento vacío del copiloto. El chico y mi padre comenzaron a hablar. Mi padre empezó a contarle cosas de mí. Cuando éste tenía tu edad me acompañaba. Creí que le podría enseñar algo. No hablábamos mucho, pero lo pasábamos muy bien. El chico dijo: Yo no tengo padre. Murió antes de que yo naciera. Subí el volumen de la radio, pero su conversación, casi susurrada, me llegaba con toda nitidez. No lo entiendo, no lo conozco, decía mi padre. Yo, por si acaso, aseguraba el pie sobre el pedal, rectificaba la postura, tomaba aire. Era una decisión. Y bien sabía yo lo que me costaba apearme de una de ellas. Y empecé a odiarlo. O mejor dicho a odiarlos. Al chico. A mi padre. Y también a mí mismo. Deseé que el chico se helase o que cayese al asfalto. Me alegré del dolor con el que mi padre tuvo que ir muriéndose. Aquel dolor que se metió dentro de mí no como la podredumbre que le devoraba a él el cuerpo, sino como la que me roía a mí el alma. La música country habla de los sueños de los vaqueros, de sus dificultades. Fue mi padre el que me aficionó. Ninguna otra música me llega al alma. Pero debe estar podrida. Mi alma. Porque no sé por qué lo hice. Y creo que nunca lo sabré. Cuando aparqué el trailer en el destino fuí al cajón en el que iba el chico. Pero ya ni rastro de él. Estoy pendiente de las noticias. Es curioso: quizás ese chico en alguna parte cuente esta historia de otra forma. O tal vez lo hagan las noticias.
3 comentarios:
Quizás no lo haga nadie y Pablo tampoco tenga por qué hacerlo. Al final sólo puede saber él por qué lo hace. Y a quien sabe la verdad poca falta le hace la noticia.
¿No?
Un buen relato, tío.
Gracias, tío.
...de los que te dejan en silencio con un interrogante en la ceja.
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