miércoles, 31 de agosto de 2011

Cajeros



En verano esta ciudad se llena de pedigüeños, tipos pacíficos que se sientan en un escalón con un cartoncito a los pies, donde han escrito alguna breve explicación. Por lo general no hacen nada, quiero decir, que ni muestran ni creo que tengan ninguna habilidad especial con la que conformar un público. Se limitan a mantener la cabeza gacha, pudorosos, limpios y resignados. Presumo de reconocer de año en año a aquellos que eligen, como yo, esta ciudad para pasar el mes de Agosto. Hay una taberna muy vieja en el centro, podría decir también que algo sucia, pero no sería del todo exacto, ya que sólo lo parece a simple vista. Si uno presta atención con el vaso en la mano, verá que su suelo, paredes, mesas y barriles están percudidos, restregados por el tiempo y por la clientela, fregados con un mocho que los ha ido desgastando a la vez que les ha sacado de la sombra esa opacidad que descubre en los objetos la rara luz de lo extinto. Me gusta beber solo en ese lugar. Los otros parroquianos son silenciosos o están abotargados. Detrás de la barra se turna una familia profesional, distante y fea, compuesta por el matrimonio y un hijo, huraños a los rayos del sol. El año pasado coincidí allí con uno de los pedigüeños y por una noticia que estaban dando en ese momento en la televisión entablamos un breve pero espeluznante diálogo.
-Así que es usted de la Vega. Qué coincidencia, yo trabajo en la Vega, le dije.
-¿En la Vega, a qué se dedica usted?
-Soy cajero en la sucursal del Banco de Santander.
-No me lo voy a creer si no me dice usted que conoce a Clara Jiménez.
-Por supuesto que la conozco, exclamé sorprendido. Clara es la otra cajera.
-Y también la madre de mi hijo, dijo aquel hombre que yo conocía de vista como uno de los pedigüeños estacionales desde hacía varios años.
Enseguida pareció arrepentido de la confesión que me acababa de hacer y se puso a contar lo recaudado. Apartó unas monedas para pagar su taza de vino, y añadió:
-No le diga usted a Clara que me ha visto, se lo ruego.
-Descuide, no lo haré. ¿Pero le puedo ayudar de alguna manera?
-Con dinero, me contestó.
Me sentí incómodo eligiendo un billete de la cartera, pero él lo agradeció invitándome a la cerveza q ue me estaba tomando. Luego se marchó, quiero decir que se marchó de esta ciudad y desde ese instante no volví a verlo. Por mi parte cumplí mi palabra después de mi regreso al trabajo en la Vega. Clara tiene una vida perfectamente organizada, a qué irle con historias como la mía. Es que veces me gusta entrar en alguna taberna y beber solo, en compañía de quienes no suelen contar muchas cosas de sus vidas.


Buscando en la red una imagen con la que ilustrar este relato di con la que he puesto, que ilustra a su vez un texto paralelo, que podéis leer Aquí

domingo, 28 de agosto de 2011

Abochornado




La primera parte de mi vida me la pasé viajando. Estaba contento de haber llevado a cabo aquellos sueños que otras personas sólo podían o sólo se atrevían a planear. Luego tuve hijos y llegó el momento de buscar dónde asentarnos. Lo hicimos en una comarca tranquila, con viñedos, cerca de una ciudad provinciana, donde tuvimos que hacer nuevas amistades con la noble intención de echar raíces. Nos ganábamos la vida como hosteleros, alquilando las habitaciones de la casa que tras muchos esfuerzos conseguimos rehabilitar. En cierta ocasión alojamos a una familia, que era como el reflejo de la nuestra, durante una semana del mes de Agosto. Era como el reflejo de la nuestra, pero añado que con el retraso de unos años, es decir, sus dos hijos eran menores que los nuestros y la pareja empezaba a buscar un lugar donde establecerse después de haber llevado una existencia nómada. Nos vimos reflejados los unos en los otros y enseguida se estableció una corriente de simpatía. Les animamos a emprender la siguiente etapa en la que sus vidas estaban a punto de ingresar y ellos nos adoptaron como modelo de que había garantías de éxito. Sus planes consistían fundamentalmente en abrir una clínica quiropráctica. Por las noches cenábamos juntos en la terraza y después de que los niños se fuesen a la cama, los suyos a dormir y los nuestros a chatear con los amigos, nos tomábamos unas copas que eran cortesía de la casa. La noche anterior a su partida amortiguamos el canto de los grillos con algo de música para bañarnos en la piscina, en cuyos bordes colocábamos las copas, lo que nos parecía, y así lo dijimos, la máxima expresión de las posibilidades que la vida ponía a nuestro alcance, resumido en la satisfecha exclamación de: Esto sí es vida. No sé cómo ocurrió, quizás ella pasó a mi lado chapoteando y me rozó sin querer, pero de repente estábamos abrazados. Allí, un abrazo que duró unos segundos solamente, me agarró con fuerza el pene erecto bajo el bañador y me lo estrujó. Ni él ni mi mujer advirtieron nada, porque no había luna y porque estaban distraídos. A los pocos minutos pensé que lo ocurrido había sido una proyección de mis fantasías, puesto que la mujer me gustaba, habíamos tenido cierto grado de intimidad familiar y posiblemente después de esa noche no nos volveríamos a encontrar. No obstante, ella me confirmó enseguida lo ocurrido, cuando me propuso que acercáramos unas tumbonas que estaban en la otra parte del jardín. Su marido y mi mujer charlaban mientras fumaban un cigarrillo con los pies metidos en el agua. Estaba claro que no se moverían de ahí en unos minutos. Ella y yo nos besamos en la oscuridad. Cuando regresamos al borde de la piscina nuestros respectivos estaban algo incómodos con la ausencia y se disponían a recoger. Él adujo que al día siguiente el viaje sería largo y tendrían que turnarse en la conducción. Ella y yo nos vimos obligados a separarnos. A la mañana siguiente me levanté con una resaca espantosa, cuando ya se habían marchado. Me hubiese gustado despedirme de ellos, dije, pero mi mujer rompió adrede uno de los platos que estaba metiendo en el lavavajillas. Temí que ella le hubiese contado algo a mi mujer antes de marcharse, así que yo no era capaz de abordar el asunto. Quizás sólo eran unos celos pasajeros y no sabía nada de lo ocurrido. Pero al año, más o menos, cuando de nuevo pensaba que aquel episodio había sido producto de mi imaginación, fruto de una crisis pasajera, recibimos una postal en la que nos daban buenas noticias acerca del negocio que acababan de montar, también nos daban las gracias por la estupenda estancia que habían tenido en nuestra casa y anunciaban que en cuanto tuviesen unos días libres volverían a hospedarse con nosotros. Si soy sincero he de decir que deseaba volver a verla, a tenerla entre los brazos, y que la promesa de una nueva oportunidad me llevó a un estado de enajenación inquietante. Con cada llamada, con cada nueva reserva, me alteraba. Intentando disimular ante mi mujer, llegué a cometer errores graves, producto de los despistes y los estados de ensimismamiento en que caía. Mi mujer apenas me hablaba ya y yo casi que no lo había notado. Mis hijos se daban cuenta de la tensión que había entre nosotros y nos evitaban. Hasta que un buen día sonó el teléfono, levanté el auricular y volví a oír su risa despreocupada. Aquel timbre metálico que ya no salió de mi cabeza hasta que de nuevo la tuve ante mí. Nos gustaría la habitación de la otra vez. Venían sin niños, que se habían quedado en casa de unos amiguitos, según dijeron. Los nuestros pasaban el fin de semana fuera, así que teníamos la casa entera para los cuatro. Subieron a dejar las maletas y a descansar un rato mientras mi mujer y yo preparábamos la cena. Yo no sabía lo que mi mujer sabía, pero lo que estaba claro era que ella le caía a esas alturas profundamente antipática. Me lo dijo, pero yo apelé a su celo profesional. No dejan de ser unos clientes, le dije. La velada resultó difícil, un atolladero del que salimos con dificultad y cansados. Ni yo me atreví ni mi mujer quiso invitarlos a unas copas. Todos nos retiramos pronto. Cuando pensé que mi mujer se había quedado dormida bajé al salón de la tele y me senté a esperarla. A los pocos minutos oí que la escalera crujía y el corazón se me quiso salir por la boca. No esperaba encontrármelo a él, pero lo que al instante se hizo evidente que él también se sentía decepcionado conmigo. Pretextamos una excusa delante del frigorífico y cada cual regresó a su dormitorio. Me metí en la cama y tuve la impresión de que mi mujer fingía dormir, aunque no acababa de estar seguro. Supongo que todos pasamos una mala noche. Después del desayuno los huéspedes salieron de excursión. Mi mujer y yo estuvimos todo el día atareados con las labores domésticas. Avisaron que cenarían fuera de casa y ya no los volvimos a ver hasta la siguiente mañana del domingo en que tenían prevista la partida. Hicimos una despedida teatral, muy hipócrita. Yo abrí la puerta de la cancela para que el coche pudiera salir del jardín. Entonces hice algo. Una especie de llamada triste e innecesaria. Levanté la mano en un gesto apagado, estéril, inadvertido para ellos, pero no para mi mujer, que resopló llena de vergüenza ajena, e hizo que yo deseara ser tragado allí mismo por las fauces de la idílica comarca en la que nos habíamos instalado después de una vida itinerante, casi que despreocupada.

viernes, 26 de agosto de 2011

Un sabor


A punto de cumplir los 90 años Narciso Flores, que aparentaba menos, tuvo el que iba a ser, aunque él no lo sabía, el último sueño erótico de su vida. La sangre le golpeó las sienes y la verga se le infló y removió como cuando se abre un grifo al que hay conectada una manga de goma. Narciso Flores lo contó, pero no entró en detalles, así que no voy a inventar, tan sólo se refirió al peculiar sabor mezcla de caramelo y de sal marina de unos pezones deliciosos que chupó hasta que algo lo despertó. Maldijo como sólo él sabía hacerlo y se cagó en la puta de quien armaba aquel escándalo, provocado por una tropelía de niños. Narciso estaba viudo desde hacía dos décadas y llevaba dormido para los asuntos de la carne desde la larga y penosa convalecencia de su esposa. No esperaba pues, al cabo de tanto tiempo, volver a experimentar, aunque sólo fuese en sueños, tales delicias. Los compañeros de tertulia de Narciso lo envidiaron y como no obtenían más detalles de su protagonista que los aquí expuestos comenzaron a inventar, de tal forma que en el barrio cundió cierto revuelo alimentado por las exageraciones. Narciso, que había llevado una vida reservada y prudente, se incomodó con todos y se refugió en la biblioteca. Por las noches se metía en la cama con ciertas esperanzas que nunca se vieron cumplidas, hasta que se olvidó del asunto, como también le ocurrió a los demás, conque regresó a la tertulia y a las rutinas. Sólo de vez en cuando algún impertinente insistía en sonsacarle sobre aquello, pero Narciso lo mandaba al carajo y santas pascuas. Muchos jóvenes del barrio conocían el peculiar sabor de los pezones de Fina, hija de la panadera, pero ninguno tenía ni la experiencia ni las palabras para describirlo. Era, no obstante, una simple mezcla de caramelo y sal marina.

La fotografía es de Ed Ross

martes, 23 de agosto de 2011

Punk



El chico punk y su novia se sentaron a la mesa de la casa de los padres de la novia. Estaban invitados a comer porque los padres de la novia querían conocer al chico punk ,ya que sabían bien lo que era un chico en plan pretendiente, pero no un chico punk. Algo habían visto en revistas que su propia hija dejaba sobre la cama. La chica les habló de las crestas de colores, de los pantalones ajustados y rotos, sucios además, de las tachuelas y de los collares para perros que los chicos punkis lucían en sus gargantas. La novia no era punk todavía, pero se quería hacer. Les anunció a sus padres que se iba a afeitar la cabeza al estilo de los indios mohicanos. El matrimonio estaba algo preocupado, pero eran gente de mente liberal, desprejuiciada y querían a su única hija con locura. Pensaron que la mejor manera de afrontar la nueva situación era conocer al novio punk que su hija se había echado. Era verano y corría el año 198ymuypocos. El chico punk era muy tímido, escribía poemas y quería aprender idiomas viajando por todo el mundo. Pero no tenía cresta, que era una de las cosas que más les inquietaba a los padres de su novia. La cresta. La verdad es que a los padres de la novia del chico punk no sólo no se les ocurrieron objecciones a la relación de su hija sino que en cierto modo la envidiaron. La chica se rapó los occipitales e intentó perder la virginidad a las pocas horas con el chico punk para el que también era su primera vez. La chica era muy, muy estrecha. Bajo la felpa apelusada su sexo no pasaba de ser un corte en la carne, una herida que con los años se había ido plegando. Lo que de verdad le gustaba a la pareja era darse mordiscos, herirse con las uñas. El chico punk le introducía un dedo y las paredes internas de su novia se lo estrangulaban a punto de cortarle la circulación. Cada vez la presión era mayor y la dificultad para introducirlo también, hasta que se hizo imposible. La pareja punk se fue a vivir a Madrid a un piso de la avenida de Extremadura con otros estudiantes mientras maduraban sus proyectos verdaderamente punkis. El chico punk escribía poemas que le dedicaba a su novia y otros poemas los escribían a dos manos. En la cama se revolvían como cánidos a dentelladas. En una ocasión que se separaron la chica punk tuvo una historia con otro chico y su novio punk también se enrolló con otra chica, pero ninguno de los dos le dijo nada al otro. El reencuentro fue escandaloso para sus compañeros de piso y también para parte del vecindario porque gritaron, rompieron alguna silla y se arañaron con verdadero frenesí. El chico punk pasaba las tardes en la filmoteca viendo ciclos de cine expresionista. La chica punk se preparaba para ingresar en una escuela de circo punk. Manejaban el dinero justo. La chica punk recibía ayuda de sus padres desde Montes de Cauda, pero el chico punk no porque sus padres, que estaban aún muy lejos de comprender el movimiento punk que recorría la geografía mundial como un cometa que atravesara el cielo, no se lo podían permitir. La pareja punk y sus compañeros de piso se abastecían en los mercadillos y a veces no les quedaba otro remedio que recurrir al hurto de alimentos. Un día el repartidor de butano les ofreció unas garrafas de aceite de oliva a muy bajo precio y a los chicos les pareció una excelente oportunidad. Sabían cocinar bastante bien, pero no eran muy aficionados a lavar la vajilla. Al encender la luz no era raro sorprender a hermosas cucacharas rubiáceas que acudían a alguna cita ineludible. El chico y la chica punk tenían algún poema que otro sobre ese asunto, amor, cucarachas, proyectos punkis, cine, juventud, circo, qué más podían pedir el chico y la chica punkis. Eran felices. El chico punk empezó a estudiar en la Escuela de Idiomas antes de emprender su verdadero proyecto punk de viajar por todo el mundo sin otro afán que aprender idiomas. Se hicieron algunas fotos, el día que nevó, en el rastro delante del puesto de discos, escribiendo, mostrando los diccionarios a la cámara. Un buen día el chico punk quiso probar la heroína y lo hizo. La chica punk también. Les encantaba clavetearse los brazos. Más poemas. Más lenguas. El chico punk desapareció durante una semana y su novia estuvo muy preocupada. Regresó distinto. La chica punk se dio cuenta nada más verlo entrar por la puerta. Dejaron de escribir. El chico punk empezó a sentirse mal, pero no sólo él, también la chica y sus compañeros de piso. Tuvieron que acudir al hospital y allí se encontraron con cientos de personas con los mismos síntomas. Habían sido envenenados con aceite de colza adulterado. El chico punk quedó marcado para siempre. Volvió a consumir heroína. La chica punk dejó de escribir y cortó con la heroína y con el chico punk, pero nunca dejaron de ser amigos. El chico punk regresó a Montes de Cauda. Pero volvió a sentirse mal y le diagnosticaron sida. Pasó los últimos años de su vida yendo y viniendo de médicos y hospitales acompañado siempre por su madre. Seguía siendo un chico punk, avejentado, vencido y solitario, en ruinas. Un chico triste y amable que escribía poemas. A veces recordaba el día que los padres de la única novia que había tenido en su vida lo invitaron a comer para conocer a un chico punk.

La fotografía es de Miguel Trillo

viernes, 19 de agosto de 2011

Aquelarre




Huesos. Moscas. Medusas. Un puzzle sobre la mesa. A veces me muerdo la lengua hasta que sangra. Rompecabezas. Con un bate de béisbol. Abro la alacena y busco algo para comer. Todo lo que mordisqueo sabe a revenido. Me gustaría, claro, poder explicar cómo he llegado hasta aquí, pero me temo que me faltan datos o memoria. Ya ha pasado la sensación de miedo, de estupor, de incredulidad, tantas veces yo solo yendo y viniendo por toda la casa y repitiendo en voz alta, de un modo muy teatral, no me lo puedo creer. En la otra vida, en aquella vida que alguna vez tuve lejos de todo esto, no hace tanto tiempo, tuvieron que amputarme la mano izquierda, pero aquí la he recobrado. Me di cuenta de repente, me asaltó entonces un miedo atroz de volver a perderla. Quiero conservar mi mano izquierda. A la hora en la que el sol se pone una punzada me atraviesa el pecho y creo que también el corazón. Dejo que las moscas caminen por encima de los pelos de mis brazos para mitigar la soledad. De la casa sólo puedo salir al embarcadero. Pero no me atrevo a entrar en el agua. A veces un cuerpo hinchado pasa de largo por delante de mis narices. Esa gente flota como si se dirigiese a una fiesta de disfraces, vestidos con trajes de todas las épocas. Pero siempre de largo, ya digo. La noche. Las cosas. La luna. En la pared tengo clavada la imagen que he de componer con las piezas del puzzle. Cada día me siento un rato ante él porque imagino que mi cometido aquí quizás no sea otro que hacerlo. A lo mejor estoy viviendo una prueba. Manejo varias hipótesis. Esa, la de la prueba, pero también la de que todo esto sea un sueño, un sueño, cómo diría, aislado. Pero tampoco descarto la invención de alguien. Los huesos no están amontonados de cualquier manera. Es una montaña de huesos, una estructura muy bien imbricada de poco peso que unas veces está dentro de la casa y otras flota delante del embarcadero. Anoche me quedé dormido llorando, recordé un chiste, un chiste muy bueno que me contaron en alguna ocasión y que había estado dormido en mi cerebro durante años. Pero me produjo llanto, un llanto de todas formas que no era síntoma de ningún dolor, sino de la gracia que me hacía. Otra teoría era que me había muerto y me había convertido en un fantasma, en una presencia. Las medusas cantan como las sirenas de la antigüedad. Como las campanas de las iglesias. Si me quedo quieto, si me quedo pensando en el mundo en el que una vez habité, siento cómo va recorriendo mi interior, es del tamaño de un ratón y cuando se me sube a la garganta tengo problemas para respirar. Allí está mamá dormida sobre la cama, pero al acercarme acabo viéndola con la cabeza abierta y una trenza de masa cerebral y sangre. La siguiente hipótesis es que el lector se encuentre en el interior de una mente perturbada. En ese caso, se me ocurre preguntar, dónde estoy yo en ese caso. De cualquier manera nada de lo anterior se puede comparar con el horror, con el vacío, con la nostalgia que me produjo ver también cómo este mundo se deshacía e iban apareciendo primero los parterres con flores, luego los sonidos amistosos, silbidos por los caminos que la bajada del agua dejó al descubierto, y finalmente un grupo humano de colonos bien simpáticos, que me saludaban cuando yo salía al embarcadero a escuchar infructuosamente el canto de las medusas.

La fotografía es de Denis Brihat

martes, 16 de agosto de 2011

Las cuatro esquinas, de Manuel Longares


La fotografía de Manuel Longares es de José R. Ladra

De Manuel Longares, que nació en Madrid en 1943, y que ha publicado seis novelas y tres libros de cuentos hasta la fecha, leí hace ya unos años Romanticismo (2001), que obtuvo el Premio Nacional de la Crítica, una novela espléndida, y ahora Las cuatro esquinas (2011), compuesto por cuatro relatos que representan cuatro momentos de nuestra historia contemporánea trazados sobre el mapa de un Madrid muy representativo de la sociedad que quiere dibujar: Chamberí y el barrio de Salamanca como exponentes máximos. Desde la posguerra de los años cuarenta y su mundo de ruindades para sobrevivir o simplemente para ejecutar venganzas personales, en la primera historia, luego el ambiente durante los años sesenta en la facultad de Derecho de la Universidad Complutense, con la toma de conciencia de aquellos niños de papá que buscaban respiraderos personales a partir del desarrollo económico, y de veinte en veinte años, la tercera historia cuenta la obsesiva persecución de un policía secreta a un joven católico desafecto del régimen, metidos ya en los primeros años de la transición democrática. El último cuento tiene lugar en nuestros días y narra la muerte de un compositor y la reacción de sus amigos de tertulia, músicos jubilados, y su criada, que es la única persona con la que convive, después de haber enviudado y haber perdido a su hija en un accidente. Los protagonistas de los cuatro cuentos son producto de la historia de España, pero también de esa geografía madrileña que habitan y que pasean. Esa es la propuesta que a mí más me ha interesado de este autor en lo que le he leído. No hay nadie innominado ni deslocalizado ni desubicado, lo que contribuye al análisis de la naturaleza y los comportamientos de los individuos, según un momento y un lugar concretos, perfectamente trazados en sus coordenadas.
“Cuando tocan a diana en el cuartel del Conde Duque, los enfrentados en la guerra civil se cruzan en la glorieta de Bilbao. Los vencidos se trasladan en metro al andamio de Tetuán o a la fábrica del Puente de Vallecas y los vencedores, después de un paseo triunfal por los bulevares de Alberto Aguilera y Carranza, aparcan el coche en la bodega de la calle Churruca.”
Este es el arranque de El principal de Eguílaz, el primer cuento, una historia que nos muestra la guerra después de la guerra, la crueldad del que sobrevive y la humillación y el miedo del condenado. Lo que somos en la actualidad social e individualmente está cocinado sobre ese fuego de odio.
En El silencio elocuente, que es la segunda narración, encontramos este párrafo: “Gemma me contó que sus padres no compraban libros ni discos, aunque sí cuadros para inversión, y que se ponían de morros cuando la sorprendían con los textos ciclostilados que le prestaba Héctor para que adquiriese conciencia de proletaria.” Los hijos de aquellos vencedores, lectores del diario Arriba, coquetean ahora con las ideas políticas, mientras tienen que resolver una sexualidad reprimida por el ambiente opresivo de la moral católica. Este relato tiene un final poderoso, un largo último párrafo que disecciona las contradicciones de esa juventud hipócrita e incapaz de escapar del nido confortable que le ha fabricado la historia. Lo que somos en la actualidad social e individualmente está cocinado sobre este lecho de miedo.
“Ninguno de los que le aplaudieron aquella tarde –esa fauna de antiguos melenudos ahora con tripita cervecera, esa fauna de damas venerables que extraviaron en ensoñaciones su juventud- sabía mi aportación a su éxito. Que nadie me menospreciase porque, ¿existiría el torturado sin su verdugo?”, afirma un policía secreta en Delicado, el tercer cuento, refiriéndose a quien vigiló desde los años de la represión franquista en las universidades hasta más allá de la instauración de la democracia. Lo que somos en la actualidad social e individualmente está cocinado con las especias de todas estas contradicciones.
Años cuarenta, sesenta y ochenta del siglo pasado, siglo XX. Tres relatos espléndidos en los que el autor maneja la tradición nacional de narradores que hacen de Madrid escenario y protagonista de sus historias, con situaciones de sainete y un fraseo castizo, quizás muy poco moderno o muy poco contaminado por el lenguaje neutro de los lectores de traducciones. Tres lecciones sobre la perversidad de la historia, sobre las paradojas dialécticas del discurrir de los acontecimientos y sobre cómo el hombre es un resultado de imposturas personales e históricas.
El último cuento, Terminal, nos parece el más flojo con una enorme diferencia sobre los otros tres, ya que la peripecia no pasa de ser una situación de sainete, en la que quizás por la falta de distancia no se consigue ni un análisis de la actualidad ni siquiera una aproximación a la altura de las historias que la han precedido. Esto es, después de probar el guiso con el que hemos sido cocinados, nadie parece capaz de decirnos si somos carne o pescado. Desde un punto de vista social y personal, me refiero. Un libro de cuentos excelente con tres lecciones que deberían tener en cuenta muchos guionistas de cine y televisión.


miércoles, 10 de agosto de 2011

Sinestesia



Llevaba horas dentro, entretenido, fisgoneando. Me había probado ropa y había leído, sin necesidad de saber nada del exterior. Decidí que saldría detrás de ella, a la que nombré entre dientes. Bajamos a la planta tercera y allí estuve respirando al otro lado de unos expositores esa luz que ella entregaba, perdía, con generosidad. Escondió las manos entre las prendas esponjosas, metió las manos en las nubes. Sacó quizás calcetines, medias, unas bragas, camisetas y las fue apartando, las elegidas por su tacto, mientras yo de lejos admiraba la atmósfera de un cuadro de la Anunciación. Me hubiese presentado como el ángel que, a la hora del mediodía de cada día, resonó en mi cabeza. Es la hora del Ángelus. Allí estábamos, sin embargo, muy cerca de las escaleras mecánicas del Corte Inglés. Nos acercamos los dos a la caja para que ella pagase todas las oportunidades, sabía bien lo que se hacía, menos yo, que me había embarcado en un viaje imposible. La dependienta que le cobró me miró a mí, que me había quedado en la distancia, le sonreí y ella me sonrió, como si fuese un novio tímido, como si me hallase incómodo con la compra, como ni no estuviese acostumbrado a ir de compras con ella. Pagó con una tarjeta, que sacó de un cartera de mujer práctica, presentí que me estaba equivocando, quizás. Pero ya no podía volverme, sin ella jamás podría salir a la calle. Le gustaban las escaleras mecánicas, como a mí, cada piso que subíamos nos sentíamos menos pesados, con más ilusión. No obstante, yo sabía que sin esa luz que despedía, ella sería vulgar, una chica corriente. En la cafetería me puse para que no me pudiese ver, pero en todo el tiempo nunca dejé de sorber su perfil. Habló por el móvil, se enfadó, de repente se puso de pie y tuve que darme prisa. Sin tiempo de pensar en nada estuvimos los dos en la calle. Allí todo el hechizo se vino abajo, el tráfico, quizás, no sé, me sentí decepcionado, como si de repente hubiese sobrevenido la ruina, llegué hasta la parada del autobús y dejé que se marchase, para siempre, que se hundiese en una ciénaga. Sería muy difícil volver a sentir algo parecido. Algo tronó en alguna parte y me vi arrastrado por una riada de cuerpos festivos, sudorosos, alcoholizados. Muchas mujeres bailaban y muchos hombres y mujeres cantaban retorciendo sus bocas, dejando ver sus dentaduras, me pusieron un vaso en la mano y bebí. Yo también bailé, hice palmas, muecas, y evacué cuando no pude más.



Entré en el bar de la facultad, destrozado, con una bolsa de tela colgándome del hombro por el costado abajo como si el alma se me hubiese salido del cuerpo, la hiel, el corazón, iba mutante, vacío, también lleno de vergüenza. Sobre la mesa dispuse mi botín, lo mangado en El Corte Inglés. Más había perdido yo, el futuro, la esperanza, toda la fe que había alimentado desde niño en el amor. Ya había frases subrayadas en los libros, ya eran míos, sin dudas. Las mesas eran tristes, así como el suelo y las paredes, el techo no, en el techo había otra cosa, era una profundidad grande en lo insustancial. Me concentré en las fotocopias donde estaba el poema que le había dedicado a Adela. No era nadie Adela, y sí era, sí era alguien, mi criatura, hecha de todas las criaturas de las que me iba prendando consecutivamente, de ese modo enamoradizo, fugitivo, intermitente y nocivo. El poema con mi nombre debajo en una hoja grapada con otras hojas, ennegrecidas, sucias, contraculturales, provincianas. Encendí un cigarrillo, una señal de humo, una marca de inseguridad. Pero no empecé a leer hasta que aplasté la brasa de la colilla en el platito del café, que ya entonces me sentaba como un tiro diario en el vientre. Mitológicamente había un laberinto en el que yo penetraba y del que había que salir. Me gustaban esos días en los que en la facultad sólo había fantasmas, o huellas. Yo ya me sentía fuera sin haber penetrado, los laberitos no tenían dificultad para mí, ellos mismos me expulsaban. Imaginé las sombras de Adela sobre el ventanal, sobre las letras de lo que había escrito y ya era indescifrable, sobre mi propia mente, entre la bruma que creaba el ascua de mi cigarrillo. Me inventé un nick, me di de alta en la página y comencé a publicar. Eran cuentos. Escribía, me conectaba con el wi-fi, y a las pocas horas ya tenía algunos comentarios. Quería comentarios de lo que escribía. El fanzine no me los podía dar, era puramente un proyecto romántico, obsoleto. A veces no sabía dónde situarme, dónde me situaban, si en el siglo XX o en el XXI.



Mi hermano roncaba en la cama de al lado, le olían los pies, los calcetines, los zapatos, lo que fuese olía a antesala. Antesala del día, de la luz, del amor, así apestaban, como los pies de mi hermano, pero él culpaba a las deportivas. Mi madre compraba plantillas que devoraban el olor. Ni por esas, allí, en el cuarto que compartíamos olía a rancio, a agrio, a lo que anticipa el duelo. Mi hermano con su poderosa salud, su fuerza física, sus novias, sus pajas nocturnas entre las sábanas, se quedaba dormido con los cascos, quizás con revistas pornográficas debajo del colchón al principio o más tarde una página abierta desde internet. Muerto ya, tantas veces muerto desde entonces que lo tengo que poner muerto en esta historia. Se estrellaría con su moto, le gustaba la velocidad. Aún me cuenta algunos chistes porque se lo permito. No lo sabe nadie, claro, a nadie le digo nada cuando me preguntan de qué me río. Entonces, aquella noche, roncaba, feliz, en el cuarto que olía a antesala de la vida. Yo lo maldecía, por supuesto, porque no me dejaba escribir, y de paso maldecía nuestra suerte de familia pobre, de piso pequeño, de barrio de currantes. Yo tenía recortes de revistas pegados por ahí. No eran las típicas tías en tetas, eran poesías. Antes de quedarme dormido pensé: ¿me gustaría entrar en un hotel, pedir una habitación, escribir un poema, llamar a alguien por teléfono para desearle las buenas noches y quedarme dormido, o me gustaría follar toda la noche con Ella? Esas cuitas no me dejaban. Por la mañana oía a mi padre, su larga pedorreta de invierno, como un himno al fracaso, preparándose para pasar todo el día en el taxi. Tosía, escupía y meaba. Tanta falta de intimidad me amargaba. Luego llegaba mi hora de entrar al cuarto de baño y me sentaba en la taza del váter acomplejado y débil, y me sentía más ruin que en cualquier otro momento del día.




Pero la bicicleta era una máquina con la que yo conseguía volar, volaba por encima de la ciudad. Me costaba dar las pedaladas porque se había roto el cambio de piñones y se había quedado durísima, en las cuestas me tenía que bajar. Tenía a mis alumnos desperdigados por ahí y yo iba de un lado para otro a sus lomos metálicos, oxidados, árabes. Un día desde la bici, como me daba esa panorámica cenital de las calles, la creí ver a ella, a Adela, dos calles más abajo. Cómo pedaleé, con qué fuerza, con qué alegría, cómo me despegué de mi cansina marcha. Ella en una esquina, ella tan pronto, con todo el día por delante. Era una cuestión de luz, me decía a mí mismo, maravillado por lo que sucedía dentro de mí. Luz y campanillas, el paladar excitado, la saliva presurosa, los dientes alargándose, la piel de punta, las venas llenas de sangre. Hubiese arrojado la bicicleta al medio del tráfico y allí mismo me la hubiera comido empezando por dentro, por la parte de dentro de lo interior, piel, pelos, saliva, caca, dientes, uñas, pezones y ropa, como la alimaña que se zampa a la gallina. Me olvidé de las clases que tenía para ese día, por supuesto, me olvidé de que había quedado para preparar un examen, estuve toda la mañana a su sombra, hasta que en una esquina encontró a un chico guapo, divertido y servicial que le pellizcó los labios. Me dolió más que si hubiese sido un beso, evidentemente. Una nube me cegó la vista y volví a perderla, odiándola. Después, abatido, busqué unas monedas en mis bolsillos y fui a sentarme a un bar donde nadie podría ver mis lágrimas. Saqué una libreta y la abrí para ir recogiéndolas, donde en cada una de ellas puse un poco de tinta, para que por lo menos el resultado de tanta frustración me proporcionase una pizca de felicidad. Por la noche, bajo mi nick le conté a mis lectores toda la aventura. Los comentarios que me hicieron iban de lo bonito que era el texto a lo cursi que le resultaba a otro.




La tormenta estalló dentro de mi cuerpo, las tripas se retorcieron sobre mí como las serpientes que arrebataron a Laoconte, tuve que irme derechito al váter, resbalé como si estuviese patinando sobre hielo. Sentí asco del mundo y asco de mí mismo, pero me derrumbé sobre la taza del váter, las nalgas frías y mojadas, como columnas de un templo condenado por esa ira ciega de la negación. Tuve temblores, espasmos, electricidad de hielo, puñales. En la farmacia compré unos sobres de granulado que disolví en dos litros de agua que escondí en la mochila, en aquella bolsa de tela que era alma estragada, rota, víscera gastada, lavada, restregada. Sentía mi cuerpo aligerándose, escurriéndose, destilándose en santidad. Me sobraban kilos y pensaba que ahora los perdería. La delgadez máxima, los vómitos, la cagalera, me purificarían. No podía pensar en ingerir nada, había sido una ensaladilla rusa que en su momento me había dejado en el paladar un sabor agrio. Pude ajustarme el cinturón un poco más. Me apresuraba a todas partes, salía corriendo siempre con urgencia, merodeaba cerca de los baños como los chaperos guapos que se buscaban la vida, como los viejos envilecidos por la culpa, como los cínicos que medían el placer con una vara trucada. Me vi comprometido en la estación con varios hombres que me querían dar en sacrificio. Todos en torno a mí con los pantalones por debajo de las rodillas sin sentido de la situación, que era ridícula, que me produjo bochorno más que nada, enrojecí no de ira ni de rabia sino de vergüenza, salí corriendo con las tripas fuera de mi cuerpo como las serpientes en la cabeza de la gorgona, maldijeron cagados de la cabeza a los pies, fumigados por el suero con el que me limpiaba las tripas. Mi cuerpo no retenía ni los pensamientos ni el alma ni los sueños. Me acordé de los poetas enfermos, envenenados, sidosos, esqueletizados. Quise acceder a ellos, a esa progresión hacia la parálisis. Había ciertos santos, tipos sin anclas, levitantes. Entré en un ciber-café y me conecté con mis lectores, mi público, mi red. Una llamarada de fuego, de fiebre, de inquietud se apoderaba de mí antes de ponerlo todo por escrito. No he comido nada en todo el día, viajo con una botella de suero, unos degenerados han querido violarme, pero los he cagado, literalmente. No voy a renunciar a econtrarla a ella, me parece que este también puede ser un camino para encontrarla a ella, la he estado buscando todo el día y no ha aparecido. Ya sé que ella aparece cuando no la busco, pero no puedo dejar de buscarla. Los comentaristas me daban ánimos, Ella aparecerá de nuevo, me decían. Ya verás. Se me acabaron las monedas y las monedas eran todo el dinero que tenía, así que mi conexión se fundió.



Yo odiaba los taxis. Mi padre conducía uno y en cierta ocasión alguien, un tío lejano, no sé, uno de esos familiares entrometidos, me había condenado al taxi, que según el sería mi profesión natural. Mi hermano metía a sus ligues en el taxi, me amenzaba con el taxi. Los domingos mi padre nos llevaba en el taxi a uno de aquellos descampados en los que nos comíamos una tortilla de patatas que sabía a claudicación. Siempre iba caminando a todas partes. Yo salía aquel día por la puerta de la facultad y en ese momento se paró delante de mí el taxi de mi padre del que se apeó un estudiante, mi padre me hizo gestos con la mano de un modo casi eufórico, pero fingí que no lo veía. Continué por mi camino y no me pudo seguir porque tan pronto como quedó libre uno de mis profesores lo cogió. Tuve que soportar que mi padre me martirizara a la hora de comer con el relato que hizo de los hechos, se había dado a conocer al profesor, que a su vez me martirizó con los detalles del casual encuentro con mi simpático padre. Desde entonces usaron conmigo un tono condescendiente y paternalista, mi padre y mi profesor, como si por medio del episodio hubiesen averiguado algo importante sobre mí, como si me conociesen algo más, según la necia textura de sus mentalidades.



Nada era importante, solo Ella. Ella era una luz singular, un modo de verla, una aventura de la imaginación, una alquimia. Poco a poco fui desarrollando un método. Podía consistir, por ejemplo, en el ansia de ver un rostro que nunca se daba. Era como desear que en el lugar de su cara, de sus ojos y labios, hubiese los ojos y los labios de la necesidad, de la luz, de lo que yo creía que iba a colmar mis ilusiones. La seguía por detrás y miraba la cara de quienes se cruzaban con ella, en los indicios de cuyos rostros intentaba averiguar sus secretos. Me entregaba al viaje total, a la huida en el tiempo. Mi pasión era pura, pero muy excitante y tenía una erección permanente de la que sacaba la fuerza para caminar. Si un espejo o la luna de un escaparate me enseñaba su rostro, huía, la desechaba, la consideraba un espejismo, una ilusión falsa y me planteaba una nueva estrategia. Aquel día llegué agotado, hice recuento de mis monedas y me refugié en un bar. La muchacha que servía las mesas tenía un ojo extraviado, una desviación que era imposible no mirar. Entonces comprendí que había estado todo el día entretenido con rastros falsos y que la recompensa no llegó hasta que ella me trajo el té. Adela, para mis adentros. Adela, escribí en algún lugar de mi interior, sin perder de ver en ese mismo lugar interior la mirada estrábica por la que en ese mismo lugar interior me sentía tan excitado que acabé mojando mi ropa interior con la acuosa eyaculación que intenté reprimir sin éxito. Masticaba mi fe, engullía la tristeza de los hombres en un bocadillo de felicidad y humo. Jugaba, apostaba, me encendía. Días después intenté regresar al bar y no supe porque no me había fijado en nada. Me estrujaba las manos intentando asegurarme de que no lo había soñado, de que todo había ocurrido, pero en mis manos la realidad se escurría como si fuese el agua que cayese de un grifo. Entré en cientos de bares decepcionantes. Ella era siempre un milagro inesperado. No tenía sentido seguir buscándola, pero yo no lo podía evitar. Cuando alguien me palmeó la espalda. Me volví y encontré la cara de granuja sonriente del que era mi compañero en la facultad. Me abrazó y no me rompí dentro de él porque existen los milagros. Me arrastró por los bares que le gustaban pagando siempre, me arrastró con su cháchara pesada, una plomiza insistencia que conseguía anularme, convertirme en una de esas moscas que no consigue despegar su vuelo, porque el día se ha encapotado con una densa bruma. Sentí que todo se iba a la mierda, que me hundía sin remedio, deseé que un coche lo arrollase allí mismo, delante de mis narices. Odié su enorme cabeza de troglodita, me guardé un tenedor en el bolsillo y me promtí que si no me dejaba en paz me lo clavaría a modo de castigo, de mortificación con la que sobrevivir. Cuando por fin se despidió me pasé el tenedor por el brazo abriéndole cuatro surcos de sangre. Evitaría desde ese instante todas las oportunidades de cualquier encuentro, me alejé de las zonas por las que los estudiantes salían a beber, buscaría los puentes solitarios. Yo solo, las estrellas y la luna. Yo solo, las estrellas y la luna. Me propuse entonces inventar. Me senté solo en mitad del puente sobre un abismo seco, desolado, de cemento. Estaba cansado, débil, alterado por la fiebre, estaba al borde del colapso, podía llorar de alegría o reír amargamente. Nunca, nunca después fui tan dueño de mi destino como entonces. Nunca tuve las riendas de mi vida tan en mi mano. Nunca soñé tanto y nunca me sentí tan lleno de amor. Nunca me importó tan poco el futuro, la esperanza y toda esa mierda. Me di cuenta allí de que las oportunidades estaban en mis sueños, en las sombras, en los pliegues, en el descubrimiento. Luego, dulcemente me quedé como dormidito, igual que si me hubiese muerto. Por la mañana me despetaron los basureros que hacían la ruta de la limpieza. Unos cuantos escobazos y me puse en pie. Llegué a casa sin fuerzas para otra cosa que para meterme en la cama. Antes de hacerlo lloré sin que mamá me acariciara la mejilla, una caricia que hubiese sido muy dulce, compasiva y tierna de haber estado ella allí.

Todos los cuadros que ilustran este relato son de Balthus

viernes, 5 de agosto de 2011

Relato en La nave de los locos


El chico fumando es una pintura de Lucien Freud

Hace algunas semanas Fernando Valls nos volvió a acoger en La nave de los locos.
Esta vez fue un relato titulado El descanso y por unas circunstancias u otras hasta ahora no habíamos dado noticia de ello. Para leerlo, AQUÍ.

lunes, 1 de agosto de 2011

Lois Pereiro


Lois Perereiro en A Coruña

Desde el año 1963 cada 17 de mayo la Real Academia Galega celebra, al principio casi desde la clandestinidad, el día de las letras galegas, consistente en un homenaje que honra la vida y la obra de un autor que por fuerza ha de llevar como poco diez años muerto y por supuesto haber escrito su obra en gallego. Se trata no sólo de un día festivo oficial, sino también de un encuentro cultural, editorial y social con el autor elegido. Durante los meses siguientes el homenajeado tiene una presencia mediática a través de su obra y su imagen comparable a la de cualquier estrella de cine que estuviera promocionando una película post-mortem. Este año el designado ha sido el poeta Lois Pereiro. Las librerías de toda Galicia se han llenado de ediciones de su breve obra, de biografías, estudios, ediciones bilingües, traducción al inglés, afiches y fotografías de quien en vida sólo había publicado un par de libros, brevísimos: Poemas 1981-1991, Ediciones Positivas, 1992, y Poesía última de amor e enfermidade, Ediciones Positivas, 1995, con gran éxito de ventas y repercusión en el mundo contracultural gallego, entre escritores jóvenes y grupos de pop y rock. Las redes sociales se han encargado también de difundir sus versos y sus ideas. Para desarrollar este artículo utilizo dos fuentes fundamentales: La edición bilingüe de su Obra Completa en Libros del Silencio, mayo de 2011, y el cómic de Jacobo Fernández Serrano titulado Lois Pereiro. Breve encontro, un achegamento comiqueiro á biografía e á obra do poeta, Edicions Xerais de Galicia, mayo de 2011.

Lois Pereiro nació el 16 de febrero de 1958 en Monforte de Lemos, provincia de Lugo, y murió el 24 de mayo de 1996. Unos muy cortos 38 años que estuvieron dominados fundamentalmente por dos fuerzas que él mismo menciona en el título de su segundo y último libro publicado: el amor y la enfermedad. Lois Pereiro era el segundo de tres hermanos, hijo de una maestra y un abogado metido a cristalero, aficionado a la lectura desde niño, al cine y a la música en una pequeña ciudad que había sufrido la crisis de una reconversión ferroviaria, pertenecía a una generación posterior a la del compromiso político, sobre todo del nacionalismo de izquierdas, así que buscaba los rastros de esa cultura que existía más allá de las autárquicas fronteras franquistas. Sin embargo, por encima de las aspiraciones universalistas y libertarias, Lois nunca se planteó escribir en otra lengua que no fuese el gallego. En el año 1975 se marchó a Madrid a estudiar Sociología, que enseguida abandonó para matricularse de francés, inglés y alemán en la Escuela Oficial de Idiomas. En 1981 resultó envenenado por la adulteración de aceite de colza para hacerlo pasar como si fuese de oliva, que afectó a sesenta mil personas y mató de cuatrocientas a mil, según sean las estimaciones, de lo cual quedó afectado para siempre en lo físico y en lo anímico. En el año 1994 después de haberse encontrado al borde de la muerte fue diagnosticado de sida. La vida de Lois Pereiro tiene todos los hitos del maldito poeta maldito. Una única novia, Piedad Cabo, a la que había conocido en el instituto, a los dieciséis años, a la cual más allá la ruptura, producida en 1984, siguió teniendo como referencia de la comunicación amorosa. Declaraciones que acabarían siendo premonitorias, como la que le hace a Piedad nada más conocerla: “Nunca escribiré en castellano. Publicaré un libro y moriré joven, como Manuel Antonio”. Trabajos esporádicos como traductor para la televisión autonómica, en espisodios de Kung Fu, de Dallas, o de pelis porno si no había otra cosa. Los amigos, los bares, los viajes por Europa en tren tras las huellas de sus referentes míticos: Joyce, Beckett, Dylan Thomas, Thomas Bernhard. Su desapego de los círculos literarios. Las huellas de la enfermedad en su porte físico, su aire de dandy entre el suburbio y el rural. Pero sobre todo su acierto con las palabras: “Soy un relato breve. El final está escrito, y todo lo que veo está sentenciado a sobrevivirme.”

Es muy interesante acercarse a este poeta, maldito poeta maldito, y la edición bilingüe de su Obra completa en Libros del Silencio nos lo permite con toda comodidad, así como el fabuloso cómic, que hemos mencionado arriba, donde la historia personal, la propia obra y los referentes culturales quedan magníficamente dibujados, fijados en una iconografía que llegará a ser canónica. No os lo perdáis.