domingo, 29 de agosto de 2010

Hombres de negocios



La fotografía es de John Heartfield


Soy un hombre de negocios, he de sentir que mi tiempo es rentable, que cada minuto que pasa gano más dinero. Nunca me he preocupado mucho de los asuntos del alma o de la mente. Mi corazón está ocupado, como yo mismo. Ayer, sentado en la taza del váter, oí que me llamaban desde allí abajo. Tiré de la cadena y la llamada cesó, pero esta mañana me dio miedo sentarme. ¿Cómo voy a hacer ahora? Le ordené a mi chófer que me llevase al campo. Me agaché detrás de una piedra, al lado del río. Verán ustedes que tampoco soy hombre de remilgos. De repente un enano, de bosque encantado, se asomó desde un árbol. Eh, tú, qué estás haciendo, me preguntó. Me apuré e intenté subirme los pantalones, pero no atiné, así que desde entonces hasta que esta historia acabe el lector puede representarme con ellos por las rodillas, si le place. He cogido una fobia y estoy intentando solucionarla, soy un hombre práctico y resuelto, le dije. Me parece bien, se necesita gente que no se aturulle a la más mínima, dijo, no sin cierta ironía, echándole un vistazo a mis canillas blancas y peludas. Me informó de que él estaba haciendo tratos en el bosque para montar cierta empresa que explotaría sus recursos. He decidido subirme los pantalones, que los lectores hagan lo mismo, si les place, que me los suban. Pero no consigo abrocharme el cinturón y se me vuelven a escurrir. Ya dije al principio que quien quisiera me los podía dejar abajo todo el tiempo. En realidad los pantalones ya me importaban poco y todo fue una maniobra para pensar. Pensar en cómo convencer al enano de que me dejara participar en el negocio y en cómo convencer al lector de que le estoy contando algo que me ha ocurrido, que no me lo estoy inventando. Le hablé de mis experiencias empresariales, pero noté que no me creía. Enano estúpido, pensé, ignorante, en cuanto salga de este bosque te vas a enterar, le sonreí. Y en esas se esfumó, el enano de bosque encantado. Miré alrededor y como no había nadie más terminé de aliviarme. No podía volver a aquel lugar después de lo ocurrido. Me levanté y me subí los pantalones. El relato se va a prolongar unos instantes más de lo previsto, ya completamente vestido. Caminé hasta el coche y le indiqué al chófer que me llevase a la oficina. Pasé el día entero pensando en la voz que había salido de allí abajo de la taza, en el enano del bosque. Por primera vez en muchos años perdí dinero. Pero como soy un hombre de decisiones hice que mi secretaria concertase una cita con un especialista. Le conté lo mismo que les he contado a ustedes. Y creo que pensó que me inventaba algo así para llamar la atención, lo cual no dejaría de ser una simpleza por parte todos los actores implicados en este asunto, incluído el enano, del que no he vuelto a tener noticias directas, aunque sé que sigue con la idea de sacarle más provecho al bosque que el simple encantamiento.

viernes, 27 de agosto de 2010

Habitación del antesdeya



No siendo estrictamente verdad, en este momento de escribirlo, que me he quedado en estas palabras que vais a tener de mí, sin embargo, cuando tú las estés leyendo, tarde o temprano, sí, podré decir que mi único rastro ya será éste. Y que todo lo escrito se corresponde con lo cierto, cuando declare que me he tapado la cara con un sombrero para protegerme del sol, aunque jamás haya llevado a cabo yo tal maniobra con un objeto tan anticuado. Mi promesa de vivir en el futuro, eso que vulgarmente llamamos estar muerto, se cumple desde antesdeya. Yazgo con el bigote engominado, las manos sobre el pecho y una flor prensada entre los dedos. Yazgo así desde el siglo pasado, habiendo estado vivito y coleando hasta hace poco, y seguiré sin levantarme por mucho jaleo que armen esas hordas de la juventud escandalosa con sus vasos de plástico llenos de ginebra. Fui la novia y también el novio. Qué mas da. Todo pasa por fuera y todo lo registro, te darás cuenta de que también a ti te ocurre cuando yo te lo diga, serás un rastro solamente de lo que todavía no existe, tarde o temprano, sí, tampoco, nada, nunca, habrá. Camino, pero estoy acostado. Salto, pero me hundo. Giro, pero inmóvil. No siendo estrictamente mentira, en este momento de escribirlo, que tengo una habitación en un hotel del tiempo, tampoco es verdad, porque mi casa es la de siempre, está llena de goteras y se hunde en el lodazal del hombre, de forma que las flores que riego son brazos y piernas que sobresalen buscando arriba un poco de luz, huyendo de la luz de la oscuridad. Y que en lo que no he escrito es donde está todo lo que he querido decir. Solo por amor, desde donde se empieza, claro...

lunes, 23 de agosto de 2010

La dormida


Matisse, Retrato de Marguerite dormida

Anoche en los servicios de la estación de autobuses un hombre se puso a mi lado y me hizo una propuesta concreta. Lo acompañé a su coche, que no estaba estacionado lejos, y me enseñó cuatro o cinco técnicas esenciales. Luego llegué a mi casa y mi mujer se dio cuenta de que estaba muy cansado. Me quedé dormido enseguida, pero a las pocas horas me desvelé y supe al instante que no volvería a pegar ojo, aunque permanecí en la oscuridad pensando en el hombre que había conocido. Era extranjero y me contó que acababan de expulsar del país a todos sus amigos. Hablaba, sudaba y bebía al borde de mi cama. Tengo facilidad para hablar con desconocidos no sólo en unos urinarios. No soy además persona demasiado íntegra, todo hay que decirlo, pero tampoco le debo a nadie nada. Cada cual tiene sus problemas, sin embargo me gusta darle preferencia a los demás para que se desahoguen. Aquel hombre dijo de repente que se tenía que marchar de allí, que no se sentía seguro. Estamos en mi dormitorio, le dije, en la oscuridad y solo porque me he desvelado has aparecido ante mí, tranquilízate. Era un hombre guapo, del tipo que se busca la vida sin demasiado esfuerzo, pero pagando un alto precio. Me puso una mano en un hombro como si se sintiese en deuda conmigo y no tuviera muchas posibilidades de saldarla. Adiviné que escondía un arma y le dije que aunque eso me solía repugnar en ese momento me estaba provocando una erección. Quiero aclarar que entre ese hombre y yo no había habido nada personal contra lo que muchos ya habrán pensado, al no haber sido demasiado claro en mi relato ya que tampoco tengo motivo ninguno para serlo. Me gustan las situaciones morbosas y ambiguas. El hombre sacó la pistola de alguna parte y me la enseñó. Era la primera vez que yo tenía un arma de ese tipo en mis manos. Me invitó a que le apuntase, pero me limité a dejarla sobre la cama, al lado del bulto del cuerpo de mi mujer, que tenía la respiración de un sueño muy profundo. Somos su sueño, me dijo. Y me convenció. Ella se levantará dentro de unas horas y ni tú ni yo estaremos aquí para verla, añadió. Eso me provocó una sensación de dolor y tristeza sobrecogedoras y estuve a punto de dejarme llevar por el llanto. Aquel hombre y yo nos acercamos a la dormida, tan pegados el uno al otro que si de repente se hubiese despertado sólo habría encontrado a un desconocido en su cama.

sábado, 21 de agosto de 2010

Odisea


El grafitti es de Bansky


Soy una pompa de jabón que pasa por un hombre que camina por la calle, me agacho para atarme los cordones, soy una pompa de jabón que busca el arriba. En pocos segundos estallaré y, blop, la gente se arremolinará en torno a mí y alguien me aflojará la corbata y me desabrochará la camisa.


El niño lleva un rato aporreando la puerta, pero no estoy seguro de si quiere salir. La aporreó largamente para entrar. Largamente quiere decir que entretanto un hombre se fue pudriendo como hombre.


Cae un pájaro en picado, se precipita contra el operado busto de cupletista de una señora delante de un escaparate. Se le clava como un puñal y ella se agarra al pájaro como a una tabla de salvación.


Abro la boca y enseño una máquina de amor perfecta. En lugar de dientes una ametralladora que escupe formas, en la lengua un remolino de cuchillas lujuriosas. Me abro la bragueta y enseño una máquina perfecta de perdón.


Los árboles son príncipes perdidos, los ríos son princesas perdidas, los gusanos son príncipes encadenados a princesas.


Marcho sobre el polvo de los que marcharon antes por este desierto, como polvo, escupo polvo y sobre el polvo sueño. Es más que suficiente para un hombre al que se le deshace el nudo de los zapatos, un hombre que es una pompa de jabón.

lunes, 16 de agosto de 2010

Otro fan más de Los Ramones



Llevo horas caminando por esta duna para llegar hasta la playa, que aún no veo, pero cuyo oleaje oigo. Me hundo en la arena y avanzo con dificultad. El sol pega fuerte, pero no me quito mi chupa de cuero. Le voy dando vueltas a la idea que oí de que la muerte de Joey Ramone antes de poder celebrar la fiesta de su 50 cumpleaños probaría que Dios no existe, ya que si existiese habría elegido a Phil Collins. Cuando por fin consigo llegar arriba diviso el hotel entre la falda del monte y las lagunas. Llevo enganchado al cinturón un cordel en el que a su vez van sujetos los globos para la fiesta infantil de la temporada. Me mojo las zapatillas, pero no me importa demasiado, pues me proporcionan un contrapeso que me ancla a la tierra, habiéndome hecho levitar en varias ocasiones la fuerza del gas con el que han sido hinchados los globos. El recepcionista me sonríe con profesionalidad, acostumbrado a fingir que no le importan las pintas. Me invitan a un refresco antes de volver a la duna. Les guiño el ojo a los chavales que pasan a mi lado. Me gustaría liarla con ellos, saltar a la piscina y poner a funcionar los extintores, pero allí sólo soy el chico de los recados. La duna se ha movido y no sé regresar sin atravesarla. Por la noche pensaré que ya no estoy encima de todo este montón de arena, mientras grito: Hey ho, let´s go.

viernes, 13 de agosto de 2010

La cicatriz


Nuria Forteza, Cicatriz 1, 2001, Aluminio y cremallera


Tengo una cicatriz en la barriga a la que nunca le he dado importancia, pero creo que ya va siendo la hora de empezar a tenerla en cuenta. Está ahí desde que me operaron de apendicitis cuando era un niño. Es un costurón feo en un lugar también feo y piloso. Alguna vez he comentado que tenía una cicatriz en la barriga, pero no habrá muchos que lo recuerden, no estoy seguro ahora de si me he atrevido a levantarme la camisa y enseñarla. No es ese tipo de cicatriz que te hace más interesante, al borde de la ceja, por ejemplo, que sirve para potenciar un aire pasional. No, es un simple remache quirúrgico, que ha ido tomando el aspecto de una cremallera olvidada. Sin embargo, hay una relevancia sorda en su borde endurecido cuando me paso la yema de los dedos por encima. Pone frontera en un territorio sin delimitaciones políticas. Inducido por una vaga e imprecisa sensación de morbosidad me gustaría pedirle a algún espectador anónimo que acercase sus labios a mi cicatriz, pero el pudor me lo impedirá a última hora, bien lo sé. Es un celofán de piel satinada y muerta que brilla cuando me tiendo en el sofá al lado de la ventana y la luna me cae encima con su lujuria aceitosa, fría. Mi cicatriz se yergue ante mí con la reclamación de su importancia, percudida, secreta también, y desvelada de un sueño sin amanecer. Cerró el tajo que con el bisturí me habían abierto, estuvo fresca y ahora la recuerdo cruda, tierna, dolorosa. Cosida por una mano que no realizó con ella su mejor obra, es como la letra torpe y grande de un aprendiz. Han pasado los años de su abrochamiento solidificado, objetual, pudiendo decir que mi cicatriz de la barriga es como aquel guijarro que conservo desde que estudiaba lejos, como el libro del que nunca he pensado deshacerme, como el anillo que nunca he tenido, que por mucho que no me pertenezca, nunca dejará de ser mío si así lo quiero. Mi cicatriz, ya es hora de decirlo, de nunca. La comisura de un vacío sonriente que se petrificó en el primer paso. Ahí, o mejor dicho, desde ahí, ella se vuelve a pronunciar a estas alturas de la vida. Está donde está como testigo, como vigía de quien mira dentro, como guardián de los pasos no dados, de las palabras pronunciadas con el defecto de dicción, de la ridícula estrategia de afrontamiento de. Tantas veces la cicatriz bajo la camisa olvidada, inexistente, sin expresión. Y mírala ahora, por el contario, cómo dice más que una lengua, parloteando como un loro, mi cicatriz parlanchina, que me interpela mientras me tomo una cerveza fresca, el borde del botellín frío sobre su borde de muerte, de anticipo de muerte, y quiere que le consulte mis decisiones, quiere que la reclame como órgano sentimental, exigiendo un puesto de privilegio como el corazón, como el cerebro, como el brazo. Y admito todas sus exigencias, al punto de que creo que finalmente estaré en sus manos.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Casa deshabitada


La ilustración es de Carel Willink


Entré en la casa deshabitada con el mismo temblor que tendría el primer hombre que puso el pie en la luna, con la misma ansiedad con la que un náufrago pisó la playa desierta. Me coloqué en el centro del salón y desde allí inicié una inspección ocular rutinaria y periférica, como si fuese un soldado americano en uno de los palacios que Saddam Hussein abandonó en su huida. No sólo era aquella casa, sino también la urbanización, en la que no me había cruzado, lo cual era lo más conveniente para mí, con nadie. Sobre la mesa de uno de los despachos había un sobre cerrado que no toqué. Seguí hacia las escaleras que subían a los dormitorios. Crujieron. Me tumbé en la cama matrimonial como si lo hiciese sobre un prado de hierba fresca. Cerré los ojos respirando silencio y soledad. Dormí, pero no sé cuánto tiempo: el reloj de la mesilla de noche estaba desconectado. Recuerdo perfectamente todavía el sueño que tuve. Había una fiesta en mi casa, llena de amigos y también de gente desconocida, como tienen que ser las fiestas, me decía a mí mismo, complaciente. Me asomaba a una ventana y gritaba como Tarzán. Era un concurso. Y el lugar en el que nos hallábamos era mi casa, como he dicho, pero también una isla. Finalmente todo el mundo aplaudía y yo despertaba. Luego bajé al jardín y allí estaban los cuerpos de todos, tumbados en las hamacas al borde de la piscina, sin señales, cortes ni marcas, tan sólo levemente hinchados, pero no me entretuve con ellos y volví adentro, donde encontré un frigorífico lleno de suculentas viandas.

lunes, 9 de agosto de 2010

Más dura será la caída



La foto es de Denis Darzacq


Ayer me precipité accidentalmente al vacío desde el último piso de un edificio. Sigo cayendo hacia abajo. Al principio me asusté, me pasó la película de la vida por delante, como se suele decir. Pasados unos segundos y viendo que no me había estrellado contra el asfalto respiré hondo, lo cual también es un decir, porque ya me había asfixiado. Ver que uno cae al abismo sólo es soportable en un estado como ese o similar, churruscado por las llamas, se me ocurre. Tuve la mala pata de pisar una monda de plátano y patinar sin freno hasta el borde de la terraza, o bien fue al sacudir un plumero con el que no sé muy bien si había estado quitando el polvo o acariciandome las tetillas. Coño, para ir a toda hostia hacia el suelo desde hace más de un día, bastantes razones estoy dando con una mínima coherencia. Sé que es cuestión de tiempo espachurrarme, quedar desintegrado. Mis amigos se han reunido en la acera en torno a un colchón de aire que los bomberos han puesto para amortiguar el golpe. Mi novia tiene dudas. No las va a tener. Las tengo hasta yo. No sabe si he saltado voluntariamente. Es la morena que hay al lado de mi mejor amigo, que le ha echado el brazo por el hombro. Mi madre me está regañando, pero no desde abajo, sino desde el cielo. Murió en un mal salto de esquí cuando yo era un crío. Mi padre siempre ha sido no sé si más tolerante o más indiferente, hállase tomando una caña mientras espera. Ayer empezó una nueva etapa para mí, la caída. He de reconocer que toda mi vida anterior no había sido sino la preparación de lo que estoy viviendo, o como se pueda decir, vivimuriendo, verbi gratia. Caigo con una tremenda erección que haría las delicias de una mujer golosa. Caigo y, maldita sea mi estampa, no puedo echarme un cigarrillo. Por varias razones, siendo la principal, y la única insalvable, que no cogí la cajetilla antes de caer. Mientras caigo me digo que podría hacer algo para no morir (qué risa) de aburrimiento en tan prolongada caída. Empiezo a pensar en que estoy cayendo y, o bien el viento me abre la mueca o bien soy yo voluntariamente, me río como si fuesen a hacerme una foto.

jueves, 5 de agosto de 2010

Hechizo


La imagen es de Kumi Yamashita

Llegué corriendo hasta la casa en mitad del bosque, pero la puerta se abrió y me puse a salvo. Miré por la ventana hacia fuera, donde se habían quedado, y no tardé en comprender que ellos no veían la casa en la que me había escondido y que para ellos era como si me hubiese esfumado en el aire, que olisqueaban con insistencia. Me hallé en un salón decorado como si fuese la estancia de trofeos de un cazador y esto no contribuyó precisamente a disipar el resto del miedo. Al cabo de un rato volví a mirar por la ventana y encontré que el bosque había quedado sepultado bajo una gruesa colcha de nieve. Entendí que el tiempo de fuera y el de dentro marchaban a velocidades muy diferentes. Cada vez que volvía a la ventana hallaba una nueva estación. Decidí esperar y cerré los ojos un segundo. Al abrirlos tenía ante mí a una hermosa chica, desnuda y transparente. Me sentí incómodo con aquella ropa de camuflaje, con los correajes llenos de balas, así que le pedí permiso para desprenderme de todo. Fue inevitable que nos sintiésemos atraídos el uno por el otro. A pesar de la inconsistencia volátil de su carne conseguí saciar mi hambre de mujer después de meses de abstinencia. Quedamos tumbados bocarriba sobre una piel de oso polar que no olía demasiado bien y me pidió que le contara de dónde venía. Le expliqué que había una guerra para conquistar aquel bosque. Esta tierra, me dijo, siempre ha sido virgen, inexplorada, rodeada de ciudades que la han ignorado sistemáticamente. Ya no, le advertí. Ella aceptó que yo era un soldado. Le pregunté por la naturaleza de la casa y me dijo que pertenecía a los espíritus. Su lengua no pesaba en mi boca, pero conseguía calmar mi sed, mi angustia. Comprendí que si volvía al exterior el bosque quizás ya no existiría, que nada era en balde.

lunes, 2 de agosto de 2010

Los cuentos tienen mal arreglo



Me he internado en el corazón del bosque, aunque el bosque me da miedo, porque he sabido por medio de un oráculo que aquí encontraré a una mujer preciosa. En mi ciudad son todas feas de vicio, como dice sin pudor una guía que un distinguido forastero escribió sobre nosotros. Me he sentado encima de una piedra y he esperado que saliese una chica de esas de infarto. Las sombras me inquietan, las alimañas saltan a mi alrededor y empiezo a echar de menos las bulliciosas calles de mi barrio, plenas de hembras feas. Hay algo ahí delante. O alguien, no lo sé. Me impaciento, pero no soy capaz de levantarme. Como si me hubiese quedado adherido a la piedra. Viene hacia mí o el bosque entero va hacia ella, pero quedamos frente a frente. He llegado hasta aquí, me dice, guiada por un oráculo para conocer a un príncipe. Soy tu hombre, le digo por la cara. Es hermosísima, desde luego. Ahora me tienes que besar, me dice. Le acaricio el pelo. Al abrir los ojos sigue allí, entregada, y nos tumbamos sobre un manto de hojas tiernas. En el apareamiento descubro que se da con la misma intensidad o más que cualquier fea de las que conozco. Por la mañana insiste en que la lleve a mi reino y no sé qué hacer. No tengo reino sobre el que caerme muerto. Solo soy un chico valiente, pobre y buen estudiante. Trato de explicarle algo de la leyes que imperan en el mundo más allá de los cuentos, pero o no entiende o no quiere entender. Le ordeno que cierre los ojos y obedece enseguida, ahora tendrá que saborear todo aquello que le ponga en los labios. De esa forma consigo hacer realidad una fantasía antigua. Poco a poco se va acostumbrando a juegos cada vez más atrevidos sin dejar de exigirme que la saque del bosque y la lleve a un hermoso palacio, que es el lugar que cree merecer, así que no puedo decirle que vivo en una habitación compartida con mi hermano en casa de mis padres. Un buen día le pido que se deje atar y sonríe maliciosa, como diciendo, si no lo hubieses hecho tú, te lo habría pedido yo a ti. La amordazo y la ato a un árbol. Luego azoto su trasero con unas ramas. Su piel blanca, nacarada, se llena de marcas y rojeces. Me implora con los ojos que la suelte, pero le digo que habrá de esperar todavía un poco. Me pierdo de su vista, me despido mentalmente de aquel claro en el bosque y tomo el camino de vuelta a casa a las afueras de la ciudad. Qué feas son las mujeres con las que me cruzo, pienso.