sábado, 8 de junio de 2013

Un fragmento




Mis clases eran peripatéticas. Transcurrían en torno al estanque desde el que los cisnes y los patos nos miraban. Mis alumnos seguían suspendiendo las mismas asignaturas que suspendían antes de que sus padres me contrataran, pero habíamos mejorado la presentación de los boletines de notas, que ya no mostraban esos lamentables resultados gracias a mi pericia falsificadora. A los chicos les gustaba hablar conmigo, fumar dando un paseo, desacelerarse de todo el estrés que les provocaban los profesores cabrones que tenían en el instituto. Contábamos chistes obscenos, me pedían que les refiriese alguna aventura, yo los entretenía y les mostraba los posibles caminos a seguir en cada encrucijada. Cada semana ellos me pagaban lo convenido. Una vida dulce para todo el mundo. Tan solo eso queríamos. Nadie decía estupideces del tipo que suelen decir padres y maestros. Eran idioteces muy propias, muy sacadas de nosotros mismos, sin la envergadura de esos edificios de aire que se construyen hacia el porvenir. Les dije que me tendrían que invitar de vez en cuando a una lata de cerveza del chino y no les pareció mal. Les conté que me había tenido que gastar el sueldo en un salón de masajes porque estaba llevando a cabo una investigación para escribir un libro.
-¿Y para qué vas a escribir un libro?
-Siempre pensé que me gustaría escribir uno y ahora tengo una buena historia.
-¿Y por qué no te conformas con la historia? Mi padre también quiere escribir un libro con todo lo que sabe sobre los egipcios. Yo le digo que se conforme con lo que sabe sobre los egipcios. Que ya hay bastantes libros escritos sobre los egipcios por pobres idiotas como él.
Ya me diréis si no practicábamos una verdadera formación integral y socrática.