lunes, 27 de abril de 2009

Fe ciega


Mi pregunta fue directa:
-¿Crees que podrías pilotarlo?
El miró la estampa que yo le mostraba. Sin precipitarse, a conciencia, primero asintió con un leve, pero firme cabezazo, luego con rotundidad, mirándome a los ojos, me dijo:
-Sí.
Era un avión de combate que se había usado en la guerra de Corea.
Teníamos 11 años y un aplomo a prueba de bombas.
Ayer nos volvimos a encontrar. Gordos, calvos, o simplemente amaestrados por los oficios.
Según pude ver, se dedica al mantenimiento de las máquinas tragaperras, esas que de vez en cuando me gusta sacar en mis historias.
Hicimos como que éramos unos completos extraños.
Hicimos lo mejor para cada uno.

La fotografía es de Roger Ballen.

sábado, 25 de abril de 2009

Fin se pone al principio


Todas las cosas importantes, o que nos lo pudieran parecer, habrían de comenzarse por el final. Los libros, por ejemplo. ¿Qué necesidad tiene uno de esperar 400 páginas para enterarse de algo que el autor ha dejado para el final?

-No me cuentes el final, me han dicho tantas veces que me han aburrido.

-Al principio, por favor, cuéntame el final. Y luego ya veremos, me dijo ella.

Se encaramó sobre mí y me ofreció en la primera cita lo que quizás otra me hubiese dado en la última. No funcionó, pero ya lo supimos desde el principio, que lo nuestro no iría a ninguna parte.

Sólo quería divertirme, pero no quería esperar hasta el final para que la juerga de verdad empezase, así que nada más entrar en aquella fiesta me agarré a una botella y estuve borracho casi desde el primer momento.

Una vez me convencieron para que fuera paciente y no trastocase el orden de los acontecimientos. Cada cosa en su sitio. Y un sitio para cada cosa. Y los hijos de puta se quedaban tan anchos.

Contar una historia sólo tiene una cosa buena, mejor que vivirla. Uno decide el orden. Es decir, sólo cuando se cuenta una historia, uno tiene absoluta libertad para hacer de las causas consecuencias y al revés.

Repito: sólo quería divertirme. Es mejor follar al principio. Tiempo habrá después para todo lo demás. Y mira si lo hubo.

Preocuparse por el argumento de la vida propia o del libro que tiene uno entre manos es un asunto secundario. Importa más el estilo. Pero preocuparse por el estilo es absurdo. Preocuparse, indagar, resolver es malgastar las fuerzas limitadas de que uno dispone. Es mucho más divertido mirar, negar y consentir.

A más mentiras, más mentiras. A más verdades, más mentiras. Uno imagina quién es, pero uno titubea, uno se muestra inseguro, hasta que la palma. De ahí en adelante el camino se despeja. El mejor personaje, muerto en la primera hoja.

La fotografía es de John Baldessari: Two figures and two figures (masked)

jueves, 23 de abril de 2009

Adelanto 2


Fragmento del capítulo 8 de la novela que estoy escribiendo:

El 23 de Marzo abrí los armarios de mi dormitorio y amontoné la ropa de hombre que encontré sobre mi cama. Llamé a Carlos y le dije que se la tenía preparada para que la llevase a las monjas del asilo. El 4 de Abril abrí de nuevo los armarios y la ropa seguía colgada de sus perchas. La volví a poner sobre la cama. Tengo que tomar una decisión, me dije. Eran las 12:35. Volví a sacar las tijeras y a hacer jirones, luego busqué unas bolsas de plástico e introduje en una de ellas dos trajes. Se los ofrecí en la calle a un señor, que me pareció que podría usar la talla de mi marido. Pero se limitó a torcer el gesto. Mi marido me ha abandonado y estoy regalando su ropa, volví a probar. Insistí hasta que alguien los aceptó. Así hice hasta el 29 de Abril. Pero el día 1 de Mayo al abrir el armario, volví a encontrarla en su lugar. ¿Qué está pasando? Me senté delante de la puerta abierta del armario y anoté las fechas que estuve de guardia. Anoté las horas de recuento. Tengo una libreta entera con esos datos, que adjuntaré a esta historia. He de ingeniármelas para deshacerme de todo esto, me dije.
-Palmira, ven. Mira.
-¿Sí, señora? ¿Qué quiere hacer con esa ropa?
-Quiero que me ayudes a vestirme.
La negra, ataviada como una doncella del siglo 19, soltó una carcajada y sin rechistar me fue alcanzando las prendas, que yo me ponía y ella, con hilo y aguja, me ajustaba.
A las 17: 17 estábamos listas para salir a la calle. A las 17: 42 pedimos los gintonics y 6 minutos después les dimos el primer sorbo.
-Me siento bien vestida de hombre. ¿Cómo te sientes tú vestida de doncella?
-Maravillosamente.
Me acerqué a una mesa de señoras que estaban merendando y les dije que recientemente había sido abandonado por mi esposa, por lo que estaba intentando deshacerme de su vestuario. Que me daba pena tirarlo a la basura y que prefería entregárselo a alguien que lo quisiera y que le diera uso. A las señoras les interesó mucho mi caso. Y durante todo el tiempo que duraron las explicaciones que les fuí dando a sus preguntas, no dejaron de mirar de reojo a Palmira.
-Si quieren pueden venir a mi casa y entre todas eligen de los armarios todas aquellas prendas que les gusten.
A las 19: 07 salimos del bar con una cita concertada para el día siguiente en casa. Lo que ocurrió es que llegado el momento no acudió nadie. Una llamada telefónica me anunció que una de las señoras había sido ingresada con un cólico y que sus amigas habían acudido junto a ella. Les deseé suerte.
-Mamá, me dijo Carlos, no puedo creérmelo. Miró a Palmira con rencor. El 7 de Mayo, domingo, al abrir los armarios sólo encontré una máscara y un smoking de mi medida. Al salir a la calle supe que con toda seguridad me encontraba en París, a pesar del vecindario, que me repetía:
-¿Qué, doña Eulogia, a los carnavales?

En París hice una marca en un libro. Vivía en una buhardilla, pero pasaba el tiempo en los cafés persiguiendo a aquellas chicas. Tenía una rata doméstica que llevaba siempre en los hombros y que se llamaba Carlos. Hice una marca en un libro que había escrito durante los últimos dos años. Hice una marca donde contaba la historia de la mujer sin recuerdos. Una mujer amable con los clochards, una vieja que vagabundeaba por París sin saber que estaba en París, creyendo que paseaba por las calles de la lejana ciudad en la que había nacido. Hice una marca con un lápiz para que mi amante la leyese. Mi amante era una hermosa negra, sigilosa y atenta. Merodeaba por los cafés vestida como una fulana disfrazada de doncella. En París me miraba en los espejos y me atusaba un bigotito rubio. En París para amar a otras mujeres usaba un arnés que me sujetaba a la cintura. Un artilugio con el que se sentían felices. Es todo lo que recuerdo. En el sexshop me han vendido un aparato parecido, mucho más sofisticado, de color violeta. Un modelo en el que el pene está relajado. Me lo pongo, encima me ajusto un calzoncillo y luego el pantalón. Salgo a la calle y paseo como si quisiera conquistar a todas las mujeres con las que me cruzo.
-Carlos, tu madre anda por ahí haciendo cosas muy raras, oigo a alguien que habla con mi rata doméstica, pero finjo que no me entero.
-Carlos, algo tienes que hacer, yo creo que ha perdido la cabeza completamente.
En París he escrito un libro que ya ha sido publicado. En él hay una historia de una mujer que camina por París sin saber que nunca ha estado en París. Sin saber que su vida está en otra parte, porque ella sólo la quiere tener en París. Esta mujer se cruza con otra mujer y se reconocen las dos en París.

El 23 de Marzo abrí los armarios de toda la casa buscando su ropa y no encontré ni un pañuelo suyo. El era un hombre, pero en el lugar del rostro le había crecido una gran mancha de tinta. Lo sé porque en esa época siempre estaba consultando el reloj, a las 20:35 me senté a escribir. Fui más sincera que nunca. Envenené a mi marido, escribí. Pero luego tuve remordimientos y estuve seis años cuidándolo. Mi marido era un buen hombre, tan sólo eso. Mi hijo Carlos nada más que una rata doméstica. Yo no soy nada de lo que he sido ni nada de lo que pueda ser de ahora en adelante. Tan sólo soy mi doble, la que no soy. Miré la hora y eran las 00:43. En la cama volví a París, a tener aquel revólver tranquilo entre mis piernas, a enfrentarme a los espejos con un bigotito rubio y presuntuoso.
-Doña Eulogia, su hijo quiere que esté usted en una residencia por su bien.
-¿Por el bien de quién? Estoy escribiendo una novela, cuando la termine me lleváis a donde os de la gana.¿Qué hora es?
-Las 12 y 20.
Cerré los ojos y de nuevo volví a poner aquella marca en un lugar del libro que quería que leyese mi amante.
-No sé leer, doña Eulogia, me dijo Palmira.
Hasta ese instante era un asunto que me había pasado desapercibido.
-Antes de que yo olvide hacerlo tienes que aprender.
Luego se marchó y me quedé mirando un clavo en la pared. Lo miré tan intensamente que el clavo se deshizo en mi interior, se plegó como el dedo de alguien que me reclamaba. Intenté mil veces nombrarlo, pero no pude, no sabía o no recordaba su nombre. Lo llamé clavo, pero puede que fuera cualquier objeto. Desde luego un clavo no era. ¿Sería labio? Pero no estaba segura que donde aquello estaba sujeto fuese la pared, podría ser la mesa o el radiador.
Me puse una ropa encima de otra y me marché a la calle. Quizás todo el mundo estaba durmiendo, porque no había nadie. O el mundo se había acabado sin mí.
Una rata enorme cruzó desde entre dos coches por la sombra de mi parecido. Me miró y me dijo:
-Mamá, tienes que hacerme caso. En una residencia estarías muy bien atendida.
Me saqué el artefacto aquel violeta sujeto a la cintura y meé contra la boca de la alcantarilla.
La boca de la alcantarilla protestó:
-Vete a tu casa, vieja loca.
Los vecinos iban con la bolsa del pan de los domingos y el paquete de los churros para una digestión pesada, cuando me fui cruzando con ellos, como si fuese la adolescente que vuelve rezagada de una fiesta.
-Doña Eulogia, ¿está usted bien?
Solo me avine a contestarle al buzón del cuarto, que me dijo:
-¡Juerguista!
Yo:
-Montón de boca, cállate.
-Hay que avisar a su hijo, dijo una bombilla.

La imagen que ilustra este texto está sacada de Elpaís.com y corresponde a una exposición del fotógrafo Andrés Serrano.

viernes, 17 de abril de 2009

Clase turista


Acabo de llegar. He sacado la ropa de la maleta de mano y la he metido directamente en la lavadora. Entre todas las prendas he dado con una que no me pertenece. Una blusa con un tacto muy suave, esponjoso. He hecho lo que cualquiera de vosotros, olerla. He aspirado profundamente y se me ha abierto una senda en el pecho, como si le hubiese dado una calada a un cigarrillo mentolado. Una herida que refresca al tiempo que rompe. La he llevado al cajón de los souvenires, donde se ha posado, como una mariposa en un pétalo, sobre otras blusas, prendas y objetos igualmente dulces. Luego he fumado mirando el mapa y he señalado un nuevo destino, una ciudad conectada con la mía por una de esas compañías aéreas de bajo coste. He hecho las consultas pertinentes por internet, mientras la ropa daba vueltas dentro del bombo. Hay que coger aliento antes de proseguir. He llamado a unos amigos, a los que les voy a contar el viaje. Sólo una parte. Luego he descargado las fotografías en el portátil. Salgo de nuevo dentro de tres semanas. Tres semanas para soñar con quién y dónde. Cuando llegue allí ya tendré mucho caminado por sus calles a través de Google-Earth. Conoceré las direcciones, adónde van a dar los dos lados del puente. Las callejuelas por las que se puede bajar a los jardines. Se tratará entonces de elegir a alguien, de seguir sus pasos, de plantear en el hotel, por la mañana, antes de salir, mientras desayuno en el buffet, una pauta o leitmotiv por el que dejarme guiar. En total son cuatro días para aprovechar. Tres noches. El avión regresa el lunes a última hora. Me he pedido el día en el trabajo. El tema del viaje nunca es premeditado aquí. En París me dije: Sombreros. En Londres: Paraguas de flores. En Praga: Camistas negras con dibujos. La última vez lo habréis adivinado si pensasteis en blusas de seda. También ha habido medias negras, gabardinas grises y cinturones de fantasía. Muchas veces ha surgido como un chispazo después de ver una revista o de un programa de televisión. Me gusta mucho mirar la tele en los hoteles. De hecho el tiempo que no lo dedico a mi proyecto lo empleo en fumar mirando la programación en lenguas que desconozco casi por completo. No suelo visitar los monumentos más emblemáticos, no soy asiduo de los puntos de interés turístico. Si algo me lleva a salir de esta ciudad no es precisamente otra ciudad, sino una pequeñísima parte de sus desconocidas habitantes. Mujeres que caminan por sus calles con esa inocencia premeditada ante el espejo antes de salir de sus casas. Cada vez que elijo a una, la máscara se le empieza a resquebrajar con cada paso. Sólo me decido a llegar hasta el final, si estoy completamente seguro de que ya ha soltado todos los fingimientos, y lo único que le queda para ofrecerme es el miedo que se desarrolla delante de la verdad. A veces me quedo con una prueba, con un pequeño detalle de su feliz existencia, una frivolidad de su trayectoria por este mundo raro. Otras veces ni siquiera eso. Regreso con unos ojos clavados en la pantalla del cerebro. Pero la costumbre es siempre la misma. En cuanto llego a casa pongo una lavadora y me vuelvo a asomar al mapa que tengo sujeto en la puerta del frigorífico con unos imanes. Nunca les hago daño. Eso sería, quizás, lo más fácil.

La imagen es de Alex Prager, Susie and Friends, 2008

miércoles, 15 de abril de 2009

Todo tiembla


Veo surgir todas esas imágenes en la pantalla que se despliega dentro de mí, la acción y el estado caen por la cabeza, pero también tienen ramificaciones en las manos, en los oídos y dentro del paladar. No son imágenes, o no sólo son imágenes. Ni palabras, ni pensamientos. Hay un poco de todo ello, con lo que me siento feliz y recompensado. Es estar dentro de la cama volviendo a vivir todo aquello, pero no sé por qué digo todo aquello, si son únicamente retazos y jirones de aquello. Lo que ha quedado después de que el tiempo asolara la memoria. Pensar en esos trapos rotos de lo vivido se convierte en un bocado dulce, en un placer estético que me emociona mucho más que una melodía. Y por otra parte no estoy en la cama, agazapado con mis recuerdos, voy en un automóvil que ella conduce con firmeza por encima de la velocidad permitida. Es un viaje muy largo y serán muchas horas para ir viendo el paisaje y poder estar en silencio, ese vacío que amortigua todo el ruido que se desencadena dentro de mí, no sólo en la cabeza, sino también en el pecho y en las piernas. Paralizado en mi asiento de copiloto, la sangre me bulle y la piel se me despega del cuerpo de emoción. Ella conduce un coche rojo, deportivo, como una flecha hacia la nada. Yo me despliego como un mapa antiguo lleno de marcas secretas que repaso una y otra vez con las yemas de los dedos, imágenes congeladas, momentos sobre los que acudo y a los que vuelvo consecutivamente. Retorno al vacío y me siento dichoso, desligado por completo de aquella realidad sobre la que se sustentan esas imágenes que reconozco como única verdad creada por mí. Dicha que se retroalimenta en la complacencia. Es un viaje al norte o al este o adonde sea, no me importa a pesar de que finjo interés en pequeños detalles que aparecen en la señalización del tráfico. El código sobre el que me interesa levantar una edificación aérea es la patraña de mi corazón. Ahí sucede todo. Ahí está la fotografía tomada hace 20 años, sobre la que ahora repaso el recuerdo de la imagen congelada con tres sonrisas. La mirada de soslayo que le dirijo a ella y la figura que como contrapeso equilibra la composición de aquella vida que llevábamos en la facultad. Vida de quien no sabe que el tiempo desgastará lo real y purificará lo que no puede contaminarse, porque no tendrá otro espacio que el del estado platónico. Una y otra vez vuelvo sobre su camisa negra y su falda verde, y esos colores se convierten en una bandera dichosa, plena. Y mientras el coche se va comiendo la carretera, voy entrando en esa hipnosis de la vida que devuelve lo que se le entrega generosamente. Salto de júbilo en el asiento, sobre el que el cinturón me asegura para no salir por los aires. La idea de entrar en ese momento como si penetrase en el corazón de una fruta para deshuesarla. La idea de repetir hasta la saciedad situaciones que fueron lacerantes en aquel tiempo, pero que ya he convertido en algo propio y emocionante, sin raices con la verdad, con la domesticación, con la ruindad de los corazones a los 20 años. Ella tenía el novio de siempre y yo era el aspirante inexperto. Todo tan cutre, tan circunstancial. Tan inabarcable para las limitaciones del mundo en el que se desarrollaba nuestra pequeña peripecia estudiantil de piso compartido: libros, frigorífico compartimentado, estantanterías de zinc y deseos que se cruzaban. Y ahora todo eso vuelve como ensoñación de un viaje, como refugio al que el corazón se quiere dirigir a una velocidad inversamente proporcional a la que está tomando el deportivo. Ha surgido como un milagro, de mirar el paisaje y de ver los reflejos en los cristales, de la rapidez con que un puente ha desaparecido de mi vista. Ha habido un chispazo y un incendio en la conciencia, por las piernas, detrás de la nuca, un fuego que ha ido llenando los vacíos. Vuelvo a lo que sentí sin sentimiento de dolor, o con un dolor que fortalece. Sólo con aquella plenitud que ella podía darle a todo. La veo cada vez que quiero verla, la siento cada vez que quiero sentirla. En el surtidor la manguera introducida por la boca del depósito me dispara a una ensoñación nueva, las cifras que corren en la pantalla digital corren enseguida en mi mente con una combinatoria de imágenes, de visones, de ella en todo. Y comienzo a temblar. Tiemblo en un automóvil que no tiembla en un paisaje que tiembla.

La imagen es de Magritte y se titula Magia negra

lunes, 13 de abril de 2009

Ingravidez


Yo estaba en el simulador espacial cuando mi novia decidió que lo mejor para los dos era que nos separásemos. Pero si ya estamos separados, pensé. Aunque ella esté ahí fuera y yo aquí dentro, es como si yo estuviese en el exterior y ella en la tierra. Luego me enteré de que había sido parte del experimento, la obligaron a que me diera esa falsa noticia para estudiar mi reacción, pero ya era tarde. La ingravidez hace que uno no se tome las cosas tan a pecho. No tardé mucho en pensar que era bueno para mi quedarme sin novia. Te desentiendes de ciertas servidumbres como la de ir todos los días a buscarla al trabajo. Aunque cuando yo estaba ahí fuera, en la tierra, una de las cosas más agradables era ir todas las tardes a buscar a mi novia a la salida de su oficina. Había un hermoso paseo desde el centro aeronáutico, que me llevaba a través de un parque. No obstante, tenía que recuperar por las mañanas los 45 minutos que me daban de permiso. Cuando vuelva ahí fuera, a la tierra, podré dormir hasta más tarde, me dije. Añoré a mi novia con el alivio de haber ganado libertad, pero para no herir sus sentimientos no tuve inconveniente en mostrarme contrariado y abatido. De hecho, hasta me atreví con una escenita. ¿Estás saliendo con alguien de tierra? Alguien de tierra es para un astronauta cualquiera que no es un astronauta. No, me dijo. ¿Qué quiere decir eso? Le grité, a través de una comunicación bastante defectuosa, con una nieve gris como las de la era analógica. Luego supe que eran efectos y trucos de un operador aficionado al audiovisual antiguo. Su rostro bañado en lágrimas me mostró exactamente el matiz necesario para transmitirme que había algo más. Mi ex novia hizo luego carrera como actriz. Ahí sí que me dolió de verdad. El otro también era astronauta. ¿Y ahora está en tierra? Le pregunté. Hizo un gesto como para que no me dejase torturar por los celos. La verdad es que también yo podría haber desarrollado una carrera como actor posteriormente, pero sólo pude dedicarme a dar charlas por institutos y universidades. Repasé los encuentros eróticos con mi novia y en todos ellos me recordé pensando en el espacio, en la ingravidez, en la distancia que imponía sobre las cosas terrestres tener mentalidad de astronauta. Ella también quiso hacerme la ofrenda de un dolor que no sentía, lo cual le agradecí. Vi cómo salía de la sala de comunicaciones rota por la pena. Ahora sé que era una pena ficticia, pero también una pena real. Mis compañeros tuvieron que realizar las mismas tareas que yo y estaban sometidos a los mismos controles, pero la variable de un mal de amores en una expedición espacial era de mi absoluta competencia. Intenté romper algún objeto lanzándolo a las paredes, pero eso es una tarea harto difícil sin gravedad. Mejor me fue cuando después de la cena fui a buscar la petaca de whisky que alguien introdujo contraviniendo todos los protocolos. La ingravidez quizás le da a la borrachera un aire trágico. Yo nunca antes había bebido. Pero tengo que confesar que me gustó. Me aficioné cuando me comunicaron que no volverían a contar conmigo en el espacio, que mi experiencia les serviría más en tierra firme. Mi novia seguía esperándome, agobiada por las consecuencias del experimento. Como astronauta no hubiese tenido inconveniente en volver con ella, pero como borracho me debo a las leyes de Newton. A los chicos les caigo bien y se dan cuenta enseguida de que soy un hombre en los brazos de su propia debilidad.

La imagen es de Joan Fontcuberta.

viernes, 10 de abril de 2009

Culos y desempleo


He llegado a una conclusión después de cierto tiempo. Una seguridad que me instala en una grieta resbaladiza y afilada del mundo, empero. Me gustan las mujeres que me pueden ofrecer un culo rotundo que amasar, un culo generoso por el que introducirme en ellas. Mi novia, sin embargo, tiene un culo proporcionado, con forma de manzana, un culo, que podríamos calificar como distinguido. Un culo para lucir unos vaqueros. Pero los culos que me gustan a mí son culos más generosos, grandes como hogazas de pan. Hace meses que camino por las calles detrás de ellos. La intensidad de mis vivencias ha crecido, imaginando esos culos como si fuesen ofrendas, insinuaciones, apuestas del deseo, cuando el deseo hace saltar las tripas. He espiado culos que se reflotaban sobre unas piernas, como boyas de salvación en el mar, culos que me parecían mirar unioculares, asalvajados y fieros, hambrientos, culos que temblaban emocionados por mi vigilancia, expresivos y generosos, culos reticentes a ser culos, encogidos como si quisieran perdir perdón por ser tan culos. He husmeado como un sabueso todos los culos en los que he soñado descansar, por los que he deseado abrirme camino hasta las entrañas.

Para ser fiel a mi pasión no necesito nada. Sólo lo que tengo. Tiempo. Estoy desempleado. Una excusa perfecta. A mí la crisis me ha venido de perillas, como al empresario que me despidió. Salgo pronto de casa y los primeros culos que encuentro son los de las mamás con sus jóvenes crías, camino de la guardería y el colegio. En ellos va pegada todavía esa materia opaca y densa del sueño, son culos que hay que desperezar, y me digo: yo sabría como despertarte del todo. Primer estertor de deseo en las tripas, hacia el bajovientre. Desayuno en un bar, como supongo que hace el empresario que me dio la patada. Allí van los culos a aplastarse en las sillas, culos que se desbordan como un pastel fuera del molde. Desde una posición estratégica estudio la marcha del culo hacendoso y servicial de la florista, el culo arisco de la profesora, aquel indómito bajo la bata blanca de la auxiliar de la farmacia.

La ciudad se me abre cada día como si fuese un abanico con el que me puedo llenar de estímulos. A mi novia le digo que voy a las empresas de trabajo temporal a dejar mi curriculum. Que entro en la biblioteca para indagar a través de internet. Me gusta la dulzura emocionante de estos días, como un cazador de momentos imposibles. Nadie sabe cuál es mi verdadero interés en todo. Si ella, por un sólo instante, llegase a adivinar que me gustan esos culos, que está tan contenta de no tener, sufriría un shock. No me apetece una crisis, no me apetece un drama, así que cuando llega la hora me aferro a su culito e intento que no advierta la transformación que se está operando dentro de mí. Prefiero la pequeña insatisfacción que me va a corresponder. Con ella avivo aún más mi deseo secreto, mi oculta pasión.

A veces alcanzo pequeños objetivos o salgo indemne de alguna
escaramuza. En el metro, en el autobús, en una cola a la que me sumo sin otro interés que el de un culo. Un culo que me gustaría tener en pompa, ofrecido. No se trata de tocarlo, del roce de mis dedos, o no se trata de sólo eso. Es el momento mágico en el que un culo me habla, me cuenta una historia, se adelanta a mi deseo. Sólo en un par de ocasiones lo he vivido y por ellas merece la pena seguir adelante. La primera vez me sacó de una aglomeración y me guió por la ciudad hasta un parque. Allí se tumbó en el césped. Y a pocos metros yo hice lo mismo. La primavera, el sol, el sandwich y las hormigas. No creo que haya nada mejor bajo ese cielo azul, donde veo que las nubes se apelmazan como culos de algodón. Regresé a casa y me encerré en el baño para llorar de felicidad. A las pocas semanas me atreví a acercarme. Me había jugado la vida al cruzar las calles, sin tener en cuenta el color de los semáforos, sólo por ir detrás de aquel culo. La chica sonreiría y me lo pondría fácil. Estaríamos cerca de su casa y me invitaría a subir. No habría mucho con lo que enredar antes, ya que tendría pocas cosas, pero la luz entraría hasta el colchón depositado en el suelo.
Esa misma noche le dije a mi novia que estar sin trabajo me había hecho pensar que mi vida se hallaba en una encrucijada. Le contemplé el culo cada una de las veces que se levantó de la silla para ir al lavabo. Le hacía un vaquero ideal.


La fotografía es de Robert Doisneau.

viernes, 3 de abril de 2009

Elvira Navarro


ASALARIADA POR CUENTA PROPIA

Elvira Navarro



La terrible situación material en la que me encontraba era la causante de mi depresión. Había pasado de ser correctora en plantilla a simple colaboradora del Gran Grupo, lo que significaba que mi sueldo se había reducido casi a la mitad, viéndome obligada a penar en un deprimente piso de Aluche desde el que observaba, a lo lejos, lo que yo llamaba de forma utópica y autodestructiva Madrid. Todos los lunes llegaba a la séptima planta del edificio del Gran Grupo que me había expulsado a la periferia para entregar sonriente y llena de asco mi trabajo. Ninguno de los directivos había abandonado su infame cubículo (llamado despacho), mientras que la mesa de los redactores, maquetadores y correctores lucía asientos vacíos y ordenadores apagados. El tercero de la derecha, según se entraba, había sido el mío, y si alguien osaba recordármelo, allí en alto y delante de todos, me echaba a llorar. No sentía vergüenza de mi llanto, sino una honda satisfacción de provocar que los directivos apartaran la mirada y lloraran después a solas, pues sus vidas también eran horribles.

Al principio pensé que sería una liberación trabajar en casa. De hecho, antes de llorar por mi caída en picado en el mundo del explotado sin eufemismos, lo que me arrancaba lágrimas era el trayecto diario e interminable de mi buhardilla de Lavapiés al trabajo. No es que el disgusto se me pasara al llegar a la oficina, no, pero había algo radicalmente siniestro en levantarse cuando ni siquiera clareaba para atravesar la calle Amparo, con la basura de los contenedores desparramada en la acera, el parque infantil que a mí me recordaba a una caseta de perro alfombrado con botellas rotas y las nauseabundas fachadas de los edificios que el ayuntamiento no rehabilitaba porque estaban llenos de árabes. La nube de contaminación, que ya no abandonaba la ciudad, me provocaba un espasmo, y aunque sabía que mi pavor era transitorio, y que al llegar a la oficina las confidencias de Pedro y Sonia me harían soportable el resto de la jornada, en ese momento me parecía que la amargura se me había quedado para siempre en el rostro. La sensación aumentaba al bajar al metro, donde en vano intentaba concentrarme en la lectura de un libro. Bajo tierra, la rabia se transformaba en una insoportable tristeza, y lentamente iban cayéndoseme las lágrimas. Cuando llegaba al intercambiador de avenida de América, el discreto sollozo se convertía en un berrinche que me hacía hipar, y al que los habituales del autobús (me bajaba del metro para coger el 19) estaban acostumbrados. El trayecto para salir del intercambiador me resultaba espeluznante: los túneles negros por los miasmas de los vehículos, las partículas en suspensión adensando el de por sí ruinoso aire, y que casi podían masticarse. Aquellas partículas se agarraban a la ropa, al pelo, a la piel, de tal forma que lo primero que hacía al llegar a la séptima planta de las oficinas del Gran Grupo era ir al baño para quitarme toda la porquería de la cara, secarme bien los ojos y ponerme rímel para disimular. Todos los días durante dos años había ido de este modo al trabajo, llorando como una magdalena, convencida de que no podía soportarlo más y de que no había nada peor que vagar por túneles para pasar luego ocho horas al día encerrada en el edificio acristalado y moderno donde nos almacenaban a cambio de dinero. Incluso fantaseaba con la posibilidad de que me convirtieran en autónoma, tal era la repulsión que me provocaban los metros, los autobuses, los horarios y los compañeros que no eran Pedro y Sonia. Estaba dispuesta a ganar menos y a pagarme la Seguridad Social si ello significaba prescindir de toda la parafernalia laboral.

Cuando me echaron de la oficina terminé de empozarme. Día tras día, me levantaba con una sensación creciente de angustia que duraba hasta bien entrada la tarde, y no porque durante ese tiempo hubiera pasado algo que pudiera justificar mi cambio de humor. Simplemente mis aprensiones me abandonaban, y entonces me tumbaba en la cama y recibía el sueño como un descanso bendito. Pensaba en alquilar un cuartucho del piso, antiguo vestidor, para desahogarme un poco económicamente; sin embargo, no deseaba a nadie que pudiera interrumpir el continuo divagar de mí misma a mí misma, los paseos incesantes de una habitación a otra; ese territorio desesperante y limitado que iba de la entrada al salón y del salón a mi cuarto, a la cocina, al baño. No tenía dinero para tomar una mísera caña, por lo que dejé de salir con amigos, y por todas partes se acumulaban las pruebas de los libros que corregía interminablemente para poder seguir tal y como estaba. Tengo que decir que no me planteaba cambio alguno: ni de ciudad, ni de trabajo, ni de piso. Las fuerzas que me quedaban las empleaba en alimentar mi abandono, que por otra parte era lo más fácil; lo que de una manera natural, acorde con mi sueldo y con el repugnante barrio al que me había trasladado, brotaba. Carecía de la energía necesaria para romper la inercia, y sólo me restaba experimentar hasta el fondo el mecanismo de mi esclavitud. Desde el aniquilamiento, pensaba, cuando ya no pudiesen encontrar en mí nada para seguir produciendo dinero, tal vez me sería dado resucitar. Y, por supuesto, que fueran tan imbéciles de machacarnos a todos me hacía reír y reír. Esa era mi única forma de salud; la de saber que, tarde o temprano, acabarían por destruirse.


Elvira Navarro (Huelva, 1978) publicó en el 2007 un libro con cuatro historias protagonizadas por un mismo personaje, Clara, en distintos momentos de su vida, del que se podría decir que es un híbrido entre la novela y el cuento, titulado La ciudad en invierno (Caballo de Troya), con el que consiguió una muy buena aceptación y valoración crítica, y comercial, puesto que fue Nuevo Talento Fnac de Literatura, y el libro se ha reeditado en 2008 en DeBolsillo. Este texto ha sido publicado con anterioridad en la revista mexicana El perro y está aquí por la gentileza de su autora como anuncio de una entrevista que publicaremos próximamente.