domingo, 14 de mayo de 2017

Islamabad




No quiero engañar a nadie. Lo que voy a contar no es una historia, sino un sueño que anoto nada más levantarme, así que quien no quiera seguir leyendo está en su derecho; yo mismo soy un detractor de la introducción de los sueños en lo que uno quiere contar; siempre vienen cuando el escritor está atascado y no sabe como seguir; hala, mete un sueño, y hace que el problema sea del lector. Empiezo. El sueño. Casi por el final. Somos un grupo y estamos en una cafetería; al principio no sé si es que vamos a dar un concierto o qué; lo que me preocupa es que no sé tocar el instrumento que tengo en la mano y que todo el mundo da por hecho que es el mío. Menos mal que nos sentamos a una mesa y pedimos las consumisiones; nos olvidamos de la posibilidad del concierto; como si no hubiera existido, de hecho ¿qué ha pasado con los instrumentos?, ya no los tenemos entre las manos, solo queda una huella en el aire, una prueba de que una vez allí hubo un conato de concierto, y es el resquemor que tiene uno de mis compañeros hacia mí debido a que él sí sabía tocar bien el instrumento que yo le estuve manoseando todo el rato. Podría decir el nombre de esa persona, pero la verdad, no la quiero liar. Fuera del sueño también está resquemoso conmigo porque le he tomado el pelo con alguna cosilla. Soy mucho de tomarle el pelo a la gente, a la que quiero y a la que no. Y a la gente que admiro y a la que no. A la peña, sin embargo no le gusta que le tomen el sueño ni el pelo. Lo que pasa es que el sueño es libre. Volvamos al grupo que toma café en un lugar al que en principio entraron con unos instrumentos musicales pop en las manos que por arte se esfumaron. Es un grupo de personas en el que estoy; no nos conocemos demasiado, tenemos una vaga relación que no me da la gana identificar. El caso es que estamos acabando las consumisiones y se acerca por detrás un pícaro que nos pide algo y soy yo quien le dice que no nos moleste; nos levantamos, vamos hacia el perchero y nos faltan un par de chaquetas o abrigos. Veo al camarero aturdido porque la cuenta que le hemos dejado no está completa y como soy consciente de no haber pagado mi parte me acerco y se la entrego. Una de las chaquetas que falta, evidentemente robada, es la mía. Alguien le quita importancia a mi problema y me dice: pero bueno tú te vuelves pronto para tu casa, ¿no? Más o menos ahí acaba el sueño. Me levanto, cojo un libro de la mesilla de noche y como todo el mundo en casa duerme me voy al salón con la intención de leer aprovechando el silencio. Pero no. Me digo, este sueño lo voy a escribir porque tiene mucho de relato corto. El título ya apareció al principio, cuando me di cuenta de que estaba soñando. Se llama Islamabad. Sé que se llama así casi desde el principio del sueño; en una de las veces que he despertado en mitad de la noche. Vayamos ahora al principio de todo, cuando no había ni título. Somos dos; Lucía y y yo durmiendo en la habitación de un hotel con las ventanas abiertas. Despierto y oigo un ruido extraño, una serie de murmullos inquietantes, me asomo por la ventana con precaución y hay una grúa que con un brazo articulado se acerca a la fachada del hotel, así que bajo la persiana y cierro la ventana, no tardo en sentir en el estómago las carreras, las voces sofocadas, el desconcierto aplastado en la moqueta del pasillo. Llamo a Lucía y apenas me da tiempo de decirle que algo grave está pasando, cuando abren nuestra puerta de par en par desde fuera y nos conminan a salir de la cama. Ahora mismo no recuerdo si es que nos separan por sexos, mujeres por un lado, hombres por otro, o si el sueño simplemente prescinde de Lucía; puede que sea esto último porque no la echo de menos. El caso es que entre los huéspedes cunde la tranquilidad porque estamos dentro del hotel, juntos y vigilados, pero nos tratan bien. El problema me viene ahora a mí cuando un cargo intermedio de los rebeldes me dice que no hay plazas suficientes para todos y que tengo que marcharme a la calle; en el hotel hay abastecimiento de lo necesario, camas y seguridad. Sobre todo seguridad. Joder, tengo la negra me digo. Me expulsan. Salgo a un lugar siniestro, pobre, sucio, lleno de callejuelas, como si fuese una ciudad medieval. Enseguida estoy charlando con dos vagabundos, uno de ellos es negro y está mutilado, no tiene brazos, del otro no recuerdo nada, pero me alegro de que sean dos; me acogen como a un hermano y es ahora cuando me siento afortunado por haber salido del hotel. Hace algo de frío y me ofrecen una chaqueta, gracias. La chaqueta que me robaron al principio de este sueño, aunque en el orden del sueño es al final. Hay una elipsis enorme entre un momento y otro. He buscado en la wikipedia Islamabad: he descubierto que la ciudad fue construida en los años sesenta y en las fotos que he encontrado en nada se parece a la de mi sueño.

miércoles, 10 de mayo de 2017

Me lo hago con un maniquí, de Ray Walter




Este es un libro de relatos que hará que el lector experimente miedo, ternura, aprensión y rabia. Un compendio extraordinario por la calidad de sus escritos, por lo mucho que dan que pensar: un libro para descubrirnos y descubrir que se puede hacer literatura de calidad al alcance de un gran espectro de lectores. Leer este conjunto de relatos es abrirse a un universo distinto, lleno de observaciones y de sabiduría narrativa, una sabiduría inesperada, por sus páginas desfilan personajes a los que no se les atisba ni un simple bosquejo de felicidad. Al menos, en el instante en que son retratados por la mirada del autor. Hay más reflexión que acción, ideas fugaces pero hondas sobre la existencia que nos demuestran que lo importante no es el paisaje y los acontecimientos que se suceden en él sino la mirada, casi siempre interior, penetrante, conducida más allá de las apariencias. El autor juega con las sensaciones del lector, cuenta con su confidencia, se pone el índice en los labios y guiña un ojo para que se siga leyendo, sabe que de un modo u otro va a tocarle la fibra, va a tratar un tema que conoce de primera mano. Convencido de que no me equivocaré, me atrevo a afirmar que estamos ante uno de los mejores libros de relatos del año. Un lenguaje que escuece pero desinfecta, para los degustadores de literatura con unas gotas de crueldad. Los cuentos muestran a seres humanos que se mueven por un mundo como si les faltara una parte importante para levantarse por sí solos; los objetos y los animales se transforman en más que bastones y prótesis, más que herramientas y extensiones. Son algo mayor que personajes, algo aun sólido y expresivo que nos resuena adentro como una biblioteca. A veces basta abrir un libro por alguna de sus páginas, al azar, para darnos cuenta de que estamos a punto de zambullirnos en una estupenda aventura literaria. Disecciona nuestra vida actual y la fragilidad de nuestras creencias. Y nos alerta de las consecuencias de los actos más cotidianos. Al fin y al cabo, dicen que el infierno está lleno de buenas intenciones.