jueves, 11 de febrero de 2010

Fin de una etapa



Tarde o temprano, en cualquier circunstancia, se puede llegar a un punto de no retorno.
Es lo que le ha sucedido a este blog.
Pienso que ya no tiene mucho sentido seguir publicando varios cuentos semanales.

He intentado ser fiel a su nombre. Tanto al del blog como al de mi nick.

En este tiempo he tenido, además, la oportunidad de descubrir otros blogs y a los escritores que había detrás. He comprobado el calor de algunos lectores, con los que he mantenido una deliberada distancia. Muchísimas gracias y perdón si en ocasiones he podido parecer, o ser, desconsiderado.

No sé qué es lo que va a ocurrir a partir de ahora. Lo que tengo claro es que para dar un paso hacia adelante en mi trabajo he de distanciarme de la inmediatez de la blogsfera, que tanto me ha dado y donde he aprendido lecciones que no se enseñan en ninguna otra parte.

Me gustaría seguir presente en el medio colaborando en espacios colectivos. Eso sin duda. Estoy abierto a cualquier propuesta.

Tampoco renuncio al canal para la difusión promocional.

Soy desordenado y el blog me ha ayudado a organizarme. Por lo pronto a guardar textos que sin él ahora mismo no sabría dónde buscar.

En fin, que el espíritu que ha soplado detrás de este blog tal como lo habéis conocido, llega hasta aquí. Más adelante ya se verá.

Muchísimas gracias.



El tío de las fotos es Raymond Queneau. Muy elocuentes, ¿no creéis?

El hombre invisible


Conocí a un tipo peculiar en la calle. Desde que perdí el trabajo salía por las mañanas y pasaba el día de un lado para otro. Me di cuenta de que no conocía la ciudad en la que vivía. Me pasaban cosas. Era alguien imponente, con una larga barba pelirroja. Llevaba un pesado palo de dudosa función, sobre el que había grabado el siguiente lema: Allí donde yo estoy es Paz.
Viajo por el mundo.
Sin embargo, yo apenas he salido de esta ciudad, excepto para la mili, hace más de veinte años, y alguna excursión del instituto, hace todavía más tiempo.
Así me gano la vida.
Yo siempre me he ganado la vida trabajando.
Pero ahora no tienes trabajo.
No.
Tienes tiempo libre para pasear.
También tengo una familia que depende de mí.
Por supuesto. Todos tenemos una familia. También yo la tengo.
Mientras conversábamos se preparaba para ocupar su sitio sobre un cajón en el que se exhibía a cambio de una monedas.
No era una estatua humana, no se preocupaba de no moverse. Me aseguró que Dios le acompañaba siempre, aunque había algo en él muy poco tranquilizador. A la hora del aperitivo el lugar que ocupaba era un concurrido punto de encuentro. Las chicas lo admiraban y se hacían fotos a su lado. Luego le dejaban unas monedas.
Te invito a tomar algo.
Era mucho más alto que cualquiera que hubiera estado alguna vez en aquella barra. Tenía una presencia fuera de lo común. Se tomó un refresco, porque después de todo también había en él un componente de infantilidad no superada.
Tuve problemas en mi juventud y estuve en la carcel, pero un buen día Nuestro Señor me hizo una señal y todo cambió.
La cervecita en su compañía me sentó como a Dios, como a su Dios.
Sigo sin trabajo, sigo conociendo los rincones de la ciudad, pero el hombre de la barba roja ya se fue.
Voy por ahí buscando una señal, algo o alguien que me ilumine. A veces he entablado conversación con alguna estatua viviente de las que se colocan en las calles más céntricas.
Un cowboy fue muy explícito.
Es una vida dura, pero las hay más duras.
No he de estarme quieto.
Soy el hombre invisible. Estoy debajo del traje. La gracia es que mis gafas y mi sombrero se sostienen en el vacío, apoyados en una estructura de alambres.
En casa todavía no he dicho nada, yo sigo saliendo como todos los días, como he hecho durante toda mi vida.

lunes, 8 de febrero de 2010

Un día plátano para el pez perfecto



Leí en internet que el escritor J. D. Salinger había muerto hacía unas horas. Me pareció bien, me levanté de mi asiento y me dirigí al estante en el que teníamos sus libros de segunda mano a la venta. Los Nueve Cuentos tenían una fecha y el nombre de un lugar en la primera hoja, antes de llegar a Un día perfecto para el pez plátano. Estaba lloviendo y el viento azotaba el escaparate, así que regresé a la mesa en la que me ocupaba de actualizar el catálogo y decidí ofrecerle mi homenaje al escritor que no había publicado nada en los últimos 50 años, o así. Cercené las 8 hojas con una cuchilla de tal modo que fuese imposible advertir su ausencia de un vistazo al ejemplar. Luego las quemé, por decir algo.
Es mejor así.
Esa misma tarde un chico me preguntó por libros de Salinger.
En aquel estante de allí.
Eligió Nueve cuentos. Se lo metí en una bolsa.
Es muy bueno este tío, pero no lo he leído.
Ha muerto.
No lo sabía. Su mejor cuento es Un día perfecto para el pez plátano.
Miró el índice y se alegró de encontrarlo en el primer puesto.
Gracias por la información.
Prefiero leer a mis escritores favoritos una vez que se han muerto.
Tenía una bolsa llena de libros para incluir en el catálogo de la librería por internet. Nada del otro mundo. Nos llamábamos El libro errante y hacía poco más de dos meses que habíamos abierto. No estábamos en un lugar estratégico del centro, en un sitio de paso para aquellos a los que les gusta pasear por la ciudad. Era una calle azotada por el sol o por el aire, o por el tiempo que hiciese, en un barrio de las afueras, muy cerca de donde vivía con mi madre y con mi hermano pequeño. Mi hermano mayor era soldado profesional y estaba destinado en Afganistán.
Pasé la tarde esperando que el chico que se había llevado por la mañana aquel libro volviese, pero no lo hizo. Estuve escribiendo, como pude, algunos párrafos. Sólo un par de clientes asomaron sus narices por la puerta.
¿Hay Mortadelos?
En ese estante de ahí.
Apareció a la mañana siguiente, mientras me tomaba el café con leche que en el bar me habían puesto en un vaso de plástico. El chico que quería leer a Salinger muerto.
Se me ocurre que podríamos hacer un concurso: quién fue el primer lector del escritor muerto. A qué hora murió, qué día.
Oye, qué curioso, el libro que me llevé no tiene el cuento del pez perfecto.
El pez plátano. Un día perfecto para el pez plátano.
Pues ése. Aparece en el índice, pero falta en el libro. Mira, parece que hay unas cuantas hojas que no están.
¿Las han cortado?
No creo, quién iba a hacer eso. Es como si fuese un fallo de la edición.
A ver, el libro empieza en la página 26. Contando con las hojas de los créditos editoriales, la cita y la dedicatoria, que no se numeran, la primera página debería ser la 11. Faltan exactamente 15 páginas, 8 hojas, que creo que alguien ha sacado con una cuchilla.
Pero quién haría algo así.
Un fanático de Salinger y de ese cuento en concreto.
Vaya, y de qué va. ¿Tú lo has leído?
Soy un fanático de Salinger y de ese cuento en concreto. Te lo puedo contar si quieres.
El chico me miró con aire dubitativo.
Nunca me había pasado algo así.
De eso se trata.
Venga, va, cuéntamelo.
Tienes que jurarme que no leerás nunca ese cuento, que te quedarás con mi versión para siempre.
Joder, tío, ¿tú no serás un chalado?
Lo miré.
Vale, vale, qué más da.
Siéntate ahí. Me llamo Antonio.

Metí la llave en la cerradura y antes de tener la puerta abierta sentí el olor de sus cigarrillos. Corrí hasta su cuarto. Estaba echado en la cama, con los ojos cerrados. Los abrió con una lentitud exasperante.
Hola.
Hola.
Estaba mucho más moreno que antes de marcharse y más fuerte. En el hombro tenía una venda blanca sujeta con esparadrapo. Había metido el móvil entre las hojas del libro y los había dejado en el suelo. Le empezó a sonar en ese instante. No hizo el más leve gesto para atender la llamada. Nos dimos la mano, y luego un beso. En un rincón vi el petate desanudado. Llevaba puesto el pantalón de faena y sus zapatillas favoritas.
Mamá no sabe nada.
No avisé.
Te hubiéramos ido a buscar.
Es mejor así. ¿Qué tal en la facultad?
La he dejado. Voy a montar un negocio con unos amigos.
¿Un bareto?, con sorna.
Ya te contaré. ¿Y tú?
Sufrimos un atentado y nos han dado un mes de permiso.
¿Y eso?, con un dedo le apunté la venda.
Me hice un tatuaje.
¡Qué chulo!, ¿qué es?
¿Dices qué chulo antes de verlo? No has cambiado.
He dejado la facultad, insistí.
Ya.
¿Qué es?
Ya lo verás.
Mis cosas estaban encima de una silla. Mientras mi hermano había estado en Afganistán yo había ocupado su cuarto y ahora que había regresado yo tenía que volver al otro dormitorio, que compartía con el pequeño. No había nada fácil para nadie.
Voy a ducharme.
Yo voy a hacer la comida.
Yo me ducho y salgo.
Mamá y Carlos estarán aquí a las tres.
Vendré para esa hora.
Pero no lo hizo. Comimos los tres solos. Me acribillaron a preguntas. Les dije que se había hecho un tatuaje, pero que no se lo había visto.
Qué flipe.
Llámalo al movil.
No, déjalo, ya vendrá.
Está muy moreno.
No dije nada del atentado que había sufrido.
He sacado mis cosas de su cuarto.
Carlos hizo un gesto de fastidio por tener que volver a compartir conmigo el espacio. Pero mamá y yo fingimos no darnos cuenta. Preparé café con la esperanza de que llegaría antes de que nos lo acabásemos. Oímos que el ascensor se detenía en la planta y mamá salió corriendo a abrir la puerta, pero era el viejo que vivía solo en el piso de enfrente. Seguíamos viviendo en el mismo piso de la época de papá. De papá vivo. En realidad el piso era suyo, luego conoció a mamá, se casaron y en menos de seis años nacimos los tres. Todo el vecindario nos conocía. Los tres pasamos por el mismo colegio, por el mismo instituto y casi por los mismos profesores. Mamá enviudó joven y tuvo algunas historias, pero ninguna acabó cuajando. Nunca se planteó regresar a su ciudad, donde estaban sus hermanas, a más de mil kilómetros. Se limitó a trabajar duro, a querernos, a mantener el buen humor. En algún vecino yo había advertido cierto entusiasmo al darle los buenos días. Isabel. Cuando todavía era un mocoso. Cuando temía que otro hombre ocupase el lado de la cama que mi padre había dejado libre. En las fotografías mi padre, al que los tres nos parecíamos muchísimo, nos esperaba.

Hay personas especiales, especiales sin más. Mi hermano mayor era una de esas personas. Tienen carisma y lo irradian en su entorno. La casa no era la misma con su presencia. Una presencia muy esquinada, por otra parte. Pasaba la mayor parte del tiempo en su cuarto oyendo música y viendo páginas de internet. Nunca lo vi en la cocina, ahora que lo pienso. Le gustaba que la pornografía tuviese sentido del humor. Escribía. Mi padre había dejado inconclusa una novela antes de morir. Mi hermano pequeño también se había iniciado el verano anterior en la escritura. La única persona cuerda de mi casa, como ya habrán supuesto, era mi madre, pero no era éste un asunto del que ella se sintiese especialmente orgullosa.
Todo el mundo tiene derecho a respirar, nos decía. Nos habíamos hecho famosos ganando todos los concursos de redacción y cuentos del distrito. En casa nos reíamos todos de todos. Nos considerábamos salingerianos a todos los efectos.

El tutor de Carlos mandó una nota a casa citando a mamá para hablar de su actitud. Carlos ya no era un crío, le quedaba muy poco para cumplir los dieciocho años. Es otra cosa que recuerdo de aquel mes. Un asunto muy desagradable sobre una pintada contra el director del centro. Era la pintura que habían usado la que ponía la nota escatológica. Habían embadurnado una brocha en mierda y con ella habían ejecutado el grafiti. Había un grupo implicado y uno de sus miembros era Carlos. Lo expulsarían durante dos semanas.
Mamá, como siempre, tuvo unos turnos muy difíciles de seguir, pero todas las mañanas abandonaba la casa.
Carlos y yo despertábamos más tarde que él. Cuando estábamos desayunando siempre nos decía lo mismo.
Ya me he hecho mi paja y he rezado por vosotros.
Luego cada uno se ponía a lo suyo.
Carlos y yo manteníamos en secreto aquello sobre lo que escribíamos, pero él hablaba constantemente de historias que estaba mejorando. Relatos que ya habían sido escritos y reinterpretaba.
Estoy escribiendo Un día perfecto para el pez plátano. Creo que ya tengo experiencia suficiente como para hacerlo.
Carlos no había leído aún el cuento de Salinger. Se lo presté.
Me encargaba de hacer la comida, pero él se marchaba a media mañana y a veces no volvía hasta el día siguiente, en que se levantaba por la tarde. Yo sufría con matices nuevos. Quería abrir una librería de segunda mano y necesitaba dinero. Para empezar pondría los libros de casa en venta. Mi sufrimiento no tenía nada que ver con mis planes, sino con la conciencia de su dolor.

Me llamo Antonio. El pez plátano existe realmente, es un pez malicioso que lleva una vida entristecida y sin sentido cerca de la orilla. A veces asoma el hocico fuera del agua y parece como si quisiera decir algo, pero se trata simplemente de un reflejo irracional. Seymour Glass. No he dicho cómo se llama mi hermano mayor, pero podría ser como el protagonista del cuento, en vez de Luis. Seymour Glass ha estado en la guerra, en un hospital militar y ha regresado a casa. Carlos estaba también preocupado.
Ese tío del cuento, no me acuerdo de su nombre, se pega un tiro.
Su voz se deshizo en la habitación en la que estábamos.
Se pega un tiro.
El móvil de mi hermano Luis llevaba un rato sonando, pero él se había marchado. Llegué hasta donde estaba, dentro del libro. Lo retiré y pude leer el final de la historia.
Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sién derecha.
Diga.
Al otro lado nadie hablaba.
Diga.
Silencio.
Más silencio.
A los cinco minutos colgué.

Bueno, sí, el mes pasó. Mamá estuvo a su lado después, en el hospital. Nunca dejó que lo ataran. Carlos se volvió a quedar con el cuarto y yo regresé al de Luis.
Abrí la tienda, ya lo sabéis. Un día leí en internet que Salinger acababa de morir. A las pocas horas llegó aquel chico preguntando por sus libros. Reaccioné como habéis visto, de una forma que hasta a mí me parece muy extraña.
Soy yo quien tiene los cuadernos de Luis.
Su último cuento.
Seymour está allí, en aquella playa, jugando con la niña a buscar peces plátanos, están hablando y se sienten bien uno al lado del otro. No se separan nunca, no se separan, porque mientras no lo hacen son felices. Hay una pistola automática entre sus calzoncillos. En la habitación donde su mujer está echándose una siesta. Seymour no sube esa tarde, se queda con la niña en la playa.

sábado, 6 de febrero de 2010

Palabritas


Soy experta en soplar al oído
esas cositas que tanto les gusta oír.
No hay obscenidades ni guarrerías
que en mi lengua no suenen
como la dulce melodía de los ángeles
que lleva la sangre a lo profundo:
dentro del corazón y dentro de la bragueta.
Es como me gano la vida y no me la gano mal.
Por eso a veces me pregunto por qué
mis poemas en ciertos oídos
no suenan musicales.

viernes, 5 de febrero de 2010

19 añitos, pero las cosas son como son


El que quiera probarme tiene que enseñar la pasta
como en el cuento que mamá me contaba de los cabritillos,
donde el lobo debía enseñar la pata por debajo de la puerta.
Así seré todo lo cariñosa que sé ser y eso es mucho.
El corazón de los hombres no tiene secretos para mí,
sé repararlo, su maquinaria es muy simple.

jueves, 4 de febrero de 2010

19 añitos y soy una desconocida


Una chica de mi edad
me ha preguntado qué tipo de cosas
escribo en mi libreta.
Le he dicho: -Poemas.
-¿Me los dejas ver?
He dudado unos segundos.
-Este lo escribí anoche.
Después de leerlo me ha mirado con sus dulces
ojos de putilla:
-¿Esto es un poema de verdad?
He sacado un libro de Lorca y se lo he regalado.
-Este me gusta, lo conozco del instituto.
Lo ha dicho como si Lorca hubiese sido
un compañero de pupitre.
La tía lleva tres meses conmigo
en este puticlub y ahora resulta que a quien conoce
es a Lorca. Hay que joderse,
pero le he dicho simplemente:
-Lorca nunca falla.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Anuncio


19 añitos, elegante, escritora, buenísima,
se ofrece para hombres solventes, parejas
y también para mujeres.
¿Te resistes?
La foto es real, soy yo, si quieres
conocerme llamame al móvil.
Tus amigos ya lo han hecho y saben
que tengo un tarrito de miel
y una nube de algodón.

martes, 2 de febrero de 2010

A mis 19 añitos, solita


La casa está en silencio
y hay dos mariposas congeladas
en una bola de cristal.
Huele a rancio, hemos apagado las colillas
en los platos de la comida.
Todavía que soy joven es el momento
de ser desordenada y hacer locuras.
En la mesa hay una libreta abierta
con mis poemas y en el suelo de mi habitación
las bragas que anoche alguien me quitaría.
Es domingo día del padre y llueve.
En el futuro imagino un domingo también lluvioso
día del padre en otra casa en silencio, si puede ser algo
más limpia y más ordenada, con otra libreta
abierta en una mesa y un cajón
lleno de bonitas bragas que ponerme.
Te podrá parecer que no espero gran cosa, a mis 19 añitos,
de la vida, pero si alguien además del rabo
metiera dentro de mí sus ojos vería
que lo espero todo.

lunes, 1 de febrero de 2010

19 añitos y lo que sé


De todas las chicas soy la única en esta casa
que escribe poemas en una libreta
y por eso se piensan que soy romántica
y vivo en la luna o en las nubes.
Deberíais ver cuáles son sus sueños.
Abrazadas a sus peluches sueñan con
un Richard Gere que las saque de aquí
y no atienden a otras cosas
que a las pamplinas de las telenovelas.