viernes, 22 de febrero de 2008

Viaje


Me voy de viaje. No voy a escribir y casi que no voy a leer otra cosa que no sea la información de la guía, y eso a hurtadillas. Tampoco haré muchas fotos, seguro. Voy a cerrar la boca y a dejarme un buen mostacho negro. Hasta pronto, amigos.

miércoles, 20 de febrero de 2008

De dónde las viudas



La serie de relatos que componen “Las viudas” se articula a partir de la idea que yo tengo del género negro, apartado: mafiosos, y del cine erótico, cursi, años 70, llamado S. No soy un aficionado experto, pero me hace gracia cierta iconografía.
En primer lugar la del funeral americano, transmitida por el cine. Hace unos años echaban por la tele a unos horarios imposibles una serie que se llamaba "A dos metros bajo tierra", basada en un curioso libro, El enterrador, de Thomas Lynch. Nunca llegué a ver un capítulo entero de la serie, pero leí el libro, que tuve la mala pata de prestarle a la pareja de un amigo. Se separaron. Mi amigo perdió a su novia, para al poco tiempo ganar otra. Yo perdí mi libro, sin más. El enterrador era un libro muy elegante y sencillo sobre la profesión de herencia familiar a la que durante gran parte de su vida se había dedicado su autor, que también es poeta.
Los funerales españoles son trágicos o cómicos, pero no hay una iconografía del funeral sofisticado. Para ello lo mejor era echar mano de un grupo de viudas de muy buen ver, a las que el luto les sentara tan bien como el desnudo. Ya se sabe que la sola mención de “Las viudas” conlleva una alusión pícara. Por lo menos para quienes tenemos la mente tan desviada como puede estarlo nuestro tabique nasal. Les he puesto a las chicas unos nombres deliberadamente rancios en ocasiones, o simplemente tradicionales, por contraste. De Salvadora no he contado nada.
La muerte lleva por una línea recta a la cama, al sexo. Supongo que no estoy descubriendo nada nuevo. Por eso casi todas las historietas acaban ahí. En la nada del deseo.
El mafioso tiene dos tiros en la cabeza nada más empezar, para que no haya muchas sorpresas finales. Me gusta cargarme pronto a los malos. A veces hasta a los buenos.
El muerto cuenta su funeral: creo que mucha gente tiene esa fantasía. De pasada descubre en el último momento quién ha ordenado que se le pegasen los dos tiros, pero eso es lo de menos. Ni para él ni para nosotros tiene mucha importancia. Está ahí para cubrir el expediente de la “trama”.
Los gusanos son importantes: se están jalando el fiambre mientras nos habla de sus chicas, sus viudas. Ha sido un tipo encantador y violento. Más encantador y más violento que cualquiera de nosotros. Con accesos de ira, otra constante iconográfica en las historias mafiosas.
Este relato está inspirado por flashes de ese tipo.
No he visto mucho cine del género y he leído menos. Pero a quién no le mueve la imagen de un grupo de viudas estupendas.
Para ilustrar estas notas he tecleado en Google “viudas” y me ha salido la imagen que podéis ver arriba. Podéis creerme, ha sido a posteriori. Siempre alegran este tipo de coincidencias. Pertenece a una miniserie emitida por Televisión española en los años 80, en la que un grupo de viudas llevan a cabo el atraco que no pudieron cometer sus maridos.
Espero que os haya gustado. Yo lo he pasado muy bien escribiendo los relatillos.

martes, 19 de febrero de 2008

Águeda y Sara


Qué ganas de fumar. Si alguna de vosotras tuviese la macabra ocurrencia de ponerme un cigarrillo en los labios, le estaría eternamente agradecido, al menos mientras me durase en los labios, consumiéndose lentamente. Águeda, tú misma no piensas en otra cosa que en sacar un pitillo y encenderlo. Tu maquillaje, tu rostro, tus movimientos, se llenan de pequeños espasmos, como un mar que empieza a picarse, porque necesitas fumar y también beber algo fuerte para poner orden en los músculos. Qué hermosa ruina, querida. Qué grandioso castillo de mujer con las almenas rotas. Aunque te sientas patética, otra vez vestida de luto. Y tú, Sara, a su lado, qué contraste, segura, fuerte, joven, decidida, sacas tu paquete de Marlboro y enciendes uno. Águeda, te vas por los ojos, en una mirada que te expone a las inclemencias, que deja al descubierto las debilidades.
-¿Quieres uno?
-No, no...Sí, bueno sí...No sé si está bien aquí.
-Aquí está perfecto.
Y ahora, el milagro. Añades, Sara, mi joven Sara:
-A él seguro que le apetecería uno si estuviese aquí, en su propio entierro.
Así que no como broma, sino como gesto necesario, me podrías introducir en los labios rígidos, blancos, un cigarrillo. Nadie se atrevería a decir esta boca es mía.
Pero no lo haces, Sara, tan práctica, tan consciente de qué es la vida, ese cigarrillo que Águeda y tú os fumáis contra toda recomendación, para empezar contra el cartel que lo prohibe, tachando un cigarrillo. Imagen que tú, Águeda, no puedes dejar de observar mientras tanto. Alternativamente miras al cartel y a Sara, a la que le trae sin cuidado, y eso, después de todo, con ese miedo que te inquieta te provoca la risa. Y como no ves ningún cartel que tache una copa, sacas una petaca de tu bolso y se la ofreces a Sara.
-Gracias.
Te la pasa.
-De nada, querida.
Y la corriente de simpatía entre vosotras casi que hace que me levante del ataúd para echar yo también un trago.

A alguien se lo tienes que contar, Águeda, y por qué no a ella.
Le conocí en el funeral de mi marido. Dices. A Sara el principio le gusta, volvéis a echar otro trago después del cigarrillo.
Los funerales de éstos son todos muy parecidos. Muy elegantes, muy ordenados. A él le han dado dos disparos en la cabeza, a mi marido lo mismo. Dos disparos así, limpiamente, quiere decir que no son deshonrados, que se les reconoce su labor dentro de la organización y se les admira por sus trabajos y entrega. Pero hay alguna situación insostenible, normalmente un exceso de celo, de ambición y poder, no me preguntes por los detalles, son imposibles de conocer, nunca los averigüé en el caso de mi marido. Y sabes una cosa, luego supe que fue él quien dio la orden. No son asesinatos, exactamente, son situaciones inevitables, que ellos asumen en el momento de recibir las balas. Querida, ellos están en el ajo, pero a mí ya me ha pasado dos veces. Una con mi marido y ahora con él, aunque hacía tiempo que no nos veíamos. Como comprenderás, no puedo pasar sin echar un traguito cada cierto tiempo. Yo lo que te recomiendo es que ahora, cuando él se quede ahí, bajo tierra, a oscuras, a solas, con tiempo para pensar, cuando tú llegues a casa, que no te encuentres sola, llama a un amigo, a un novio y métete con él en la cama.
-¿Sales con alguien?
-Supongo que sí.
-¿También está en el ajo?
-Sí.
-¿Y tú?
-Sí, también yo estoy en el ajo.
-Yo pertenezco a otra época, en la que las mujeres estábamos al margen.

Esa eres tú, Sara, hermosa y letal. A la salida del cementerio llueve, no sé, a mí me llueve. Aunque a vosotras el sol del otoño os da un cálido abrazo, como el último pésame antes de subiros al taxi. Le has dicho a Águeda que la acompañas a su casa. No os detenéis, no queréis preparar café ni té. Os echáis en la cama. Os abrazáis y en ese lazo enseguida Águeda adivina lo que yo he sido incapaz por mí mismo, que has sido tú, mi hermosa y amada niña Sara, quien ha dado esta vez la orden. Y es entonces, cuando se desvanece mi último hilo de conciencia: aquí dentro llueve, llueve, llueve, pero quizás ni eso, sólo es mi descomposición y soy yo la lluvia, por no decir que soy yo los gusanos, nada al fin. Nada repetido en la lluvia, una nada multiplicada en estos gusanos concienzudos que me exploran.

sábado, 16 de febrero de 2008

Carmen


Hola, madre. Qué hermosa estás. Y qué pálida. Eres la única que sonríe abiertamente. Tus labios delgados, como la orilla en la que el mar rompe con olas muy suaves. Mira lo que me haces decir. Un gánster hablando como un poeta. Claro que aquí a los poetas les da por hablar como matones. Aquí. Madre. Aquí. Aquí donde tú llevas tantos años muerta. Y sin embargo, qué hermosa en mi funeral. Qué joven.
-¿Quién es esa?, pregunta alguien.
Y nadie, excepto yo sabe quién eres. Madre. Porque todas las mujeres que se han reunido en torno al féretro en el que yazgo son viudas mías. Y tú también. Madre. Porque eras Carmen a secas. Porque entonces yo te llamaba así, viviendo como cualquier pareja. Quizás lo más que se les ocurría pensar era que tú eras algo mayor que yo. Hacíamos una vida con pocos contactos exteriores. Salíamos poco. En todo caso cada uno por su cuenta. Y las menos de las veces juntos.
Sólo ahora te puedo llamar madre sin que me extrañe esa palabra en la boca. Sin que rechine en tus oídos. Un buen día te esfumaste, nada, ni un rastro ni una huella. Ni siquiera una carta que hablase de asco. Pero la desolación en que me dejabas era el espejo de tu horror.
-Sabrás salir solo adelante, me habías dicho, en uno de tus enigmáticos anuncios de desaparición, que yo no podía entender, que me parecía que se referían a dejar de vivir como lo hacíamos.
Salí adelante. Tú lo sabías. Pero como si me hubiesen cortado una parte del cuerpo. Por eso me fue tan bien dentro de la organización: porque yo le cortaba una mano a un tipo y el tipo lloraba de dolor. Luego le ofrecía la mía para que el me la cortase a mí y el tipo lloraba por el espanto y lo aflojaba todo. La voz se corría y nadie quería verme en esas. Entretanto yo era un joven simpático, con un flequillo optimista, elegante y con ansias de prosperar. Pero tú no te habías quedado para verlo.
Ahora puedo decir: mamá. Aquí puedo hacerlo, nada se interpone. Sonríes, ajena ya a las desdichas. Estás aquí para despedirme y para darme la bienvenida. Todo ocurrió tan rápido que no hubo tiempo de nada. La moto se puso a la altura del coche, el chico me hizo una señal de alarma hacia las ruedas, quería decirme algo, el chico tenía una cara simpática, amable. Y yo caí, claro, como un novato. Bajé la ventanilla y me encontré con los dos tiros en la cabeza. Fulminado. Ahora con más calma, madre, estás tú para recibirme en estas tinieblas, dándome el adiós de viuda. Sin asco, sin amargura, con una sonrisa. Así son las cosas, así es el mundo. Este es todo el juicio al que hay que someterse. A tu sonrisa, mamá. Nada más.

viernes, 15 de febrero de 2008

Mercedes


Quién me iba a decir a mí hace 20 años que me iba a ver aquí de cuerpo presente con dos agujeros en la cabeza taponados, de dos tiros, algo más gordo, pero no mucho más, porque hace 20 años ya me sobraban tres o cuatro kilos, pero sí con más gusto para la ropa, con un aire más distinguido. Un traje como el que llevo vale una fortuna. Nadie podrá decir que no me queda impecable. Entonces nunca antes me había puesto una corbata. Y fíjate en ésta, Mercedes. Pepe y Sixto han sabido elegir bien. Hasta las que llevan ellos las han cogido de mi armario. No pierden el tiempo estos chicos, han aprendido de mí. No me molesta en absoluto que ya se hayan estado probando mis trajes. La primera vez que me puse una corbata fue para ir a verte a tí, Mercedes. Sólo recibías a hombres solventes y educados. Por aquellos tiempos yo no era más que un patán. Eras tú la que tenía estilo, la que sabía elegir. Eras tú la que había conocido las ratas y las chabolas. El eterno olor a agua sucia. Pero yo ni me lo podía imaginar. Habías aprendido a hablar bien y esa fue la primera lección.
-Niño, aprende a hablar.
Vestir como un dandy y hablar engatusando, sin faltas de ortografía, como me dijiste.
-Pon el oído, lee alguna novela y unos cuantos libros de poesía.
Lo mismo que te habían dicho a tí los viejos que se avergonzaban de tus expresiones después de haberte poseído.
Era cosa de fijarse en los peces gordos. No había manera de que me creyese lo que aquel tipo contaba en la novela, así que ni la terminé. La poesía me chocaba. Pero aprendí de quienes leían. Me gustaban las universitarias, las dejaba impresionarme al principio y más tarde era yo el que las impresionaba a ellas. Sin embargo, a tí nunca. Me conocías demasiado bien. Ni siquiera cuando te chapurreaba en varios idiomas las obscenidades que había aprendido. Ni cuando te contaba cómo hacíamos para que un tipo duro aflojase la pasta. Y eso me gustaba. Luego se convirtió en algo necesario, natural. Ya no era cuestión de dinero, pero siempre hacías que te pagase la tarifa.
-¿Nunca vamos a ser amigos?
-Ya lo somos, me contestabas.
-Quiero decir si siempre vas a cobrarme por estar contigo.
-Siempre.
No dejabas nunca de ofrecerme un detalle de profesional, aunque sabías que eso ya empezaba a disgustarme. Me acababas hablando como una furcia, tarde o temprano, en la cena o en el desayuno, donde menos yo lo esperaba.
-Esto lo hacen muchas esposas, me decías.
Si alguien hubo con quien no fuese así, yo nunca lo supe.
-¿Nunca te has enamorado?
-De tí, me dijiste. Y la sorna me hizo daño.
Un gánster herido así es como una fiera salvaje herida. Lucha sin contemplaciones, a muerte. Por eso no le ponía reparos a nada: a abrir un gaznate, a lanzar al fondo de la bahía a un padre de familia, a acribillar a tiros en un coche a dos tortolitos. Luego te contaba con todos los detalles mi hazaña y sonreías, triste, vengativa, deudora. Pero nada servía para nada más. Hasta que un día te comprendí. Un pordiosero te reconoció por la calle. Ibas a mi lado, señorita de compañía, a cenar con unos amigos. Llevabas un hermoso vestido que yo había pagado. Habías estado una hora arreglándote el pelo, las uñas. Me gustaba ver cómo te hacías la cera. Pero cuando te diste cuenta de lo que eso podía significar me lo prohibiste. Olías como podía oler una estrella de cine. Y llegó aquel viejo, sucio y desharrapado, y te reconoció. Habló de un mundo que tú ya no recordabas, de una chabola, de un hermano. Pero yo lo agarré por el cuello y tuvo que callarse porque lo ahogaba. Entendí todo el daño que aquel encuentro te había hecho. Entendí tu distancia del mundo. Y nunca más insinué que podríamos pasar por alto la tarifa estipulada. Dejaron también de molestarme tus detalles de fulana cara y exigente. Porque comenzó a correr entre nosotros un río subterráneo de cariño disimulado, de cuidado y atenciones. Porque nuestro cinismo crecía sobre él. Porque siendo duros y crueles, fríos y calculadores, había amparo en toda la rabia que tú contenías como un dique, que en mí estallaba como una bomba, cuando me liaba a mamporrazos con un infeliz.

Esa eres tú, Mercedes, delante del espejo. Desprecias a las demás y no te esfuerzas en disimulos. Sacarás una tarjeta con tu teléfono. Y se la entregarás a quien te la haya pedido sin mirarla. Desprecias a las de la lagrimita tambaleante. Y desprecias a las que quieren parecer más hermosas de lo que son. Tu vestido negro para que relumbre el collar de brillantes que yo pagué. La única que se atreve a tocar al muerto, porque quieres comprobar la calidad del frío que se aloja en mí. Frío blando, frío morboso, frío que te quieres llevar en la punta de los dedos. Porque ahí está todo, en el frío terrible de ese muerto que soy yo. Elegante, con esta corbata en la que te has fijado, con unos modales bien aprendidos de cómo se comporta el muerto, porque he asistido a un montón de funerales y sé lo importante que es guardar la compostura hasta que todos se vayan. Sin faltas de ortografía en mi expresión afable y simpática. Un poco más sola caminas hacia el coche que te espera.

Son tus pupilas del este y del sur, son chicas que traen en la punta de la nariz ese olor nauseabundo del agua podrida de las favelas, tienen adicciones, tienen miedo y la soledad se las come en el salón en el que esperan medio desnudas que llegue otra remesa de clientes. Son tan hermosas como quebradizas. El hombre se saca el dinero de una abultada cartera. Es un cliente fijo. Uno de los pocos que aceptas.
-No me pagues, le dices.
-Insisto en hacerlo.
Sus embestidas son mecánicas, frías, innecesarias.

jueves, 14 de febrero de 2008

Felisa



No ser ya uno mismo quien ha sido e incluso quien cree que es y aún así seguir siendo ese que es la descomposición o la esencia de aquél, esto todavía no lo sé, tiene ventajas e inconvenientes. El inconveniente principal es caer en galimatías, perder la credibilidad que uno ha conseguido siendo tipo de una pieza. La ventaja más importante es el relax que produce estar muerto. No habré mandado yo tipos a este barrio en el que me hallo. Y mira que si he llenado la costa de huérfanos y viudas, también este más allá, tan próximo a la costa, está lleno, gracias a mí, de gente tranquila. A qué ponerse nervioso por nada entonces. Lo veo ahora, pero no lo veía cuando gozaba de una perfecta salud. A veces perdía los papeles. Alguien conseguía sacarme de mis casillas. Me ponía rojo, se me hinchaban las narices y resoplaba. Quizás porque un camarero se confundía y me traía el zumo del sabor que no le había pedido.
-Vamos, jefe, tranquilo, el pobre diablo es tonto. ¿No ve que es ecuatoriano?
-Pues que espabile si quiere trabajar en la costa.
Quitaban al chico de mi vista y lo metían en la cocina, de donde no volvía a salir en meses.
Felisa estaba al otro lado de la barra, en el lugar del ecuatoriano confundido. Se lo dije al dueño del establecimiento en el momento de recoger el dinero que nos entregaba por la protección:
-Vas a ganar mucho más con ella ahí que con esos indios. Supongo que te tendremos que subir la cuota.
El hombre sonrió forzado.
-Es mi hija. Está estudiando teatro. Y también me ayuda.
Un bombón, la chiquilla. Se llamaba Felisa. Siempre que podía iba a desayunar a la cafetería de su padre. El ecuatoriano asomaba las orejas por la ventana de la cocina y luego se escondía, tembloroso como un conejo, cuando sabía que yo estaba allí.
Ese es el motivo por el que durante unos meses también me metí a empresario teatral. Ella.
Entonces no llegué a comprender muy bien en qué consistía eso del teatro, ya que no supe ir más allá en mi interés por la chica. No supe atravesar las lagunas de su misterio. Y vuelve a ser ahora cuando sospecho que la muerte y su reverso, la vida, son como una función de teatro. Algunos se sonreirán y dirán que ya lo sabían hace tiempo, que ellos lo han descubierto antes de ser fiambres. Es lo que pasa con los listos. Que habría que sacarlos a puntapiés del escenario. Como el mismo novio de Felisa, el director de la obra, que parecía saberse los papeles de todo el mundo. Un listillo al que me entraban unas ganas horrorosas de retorcerle el gaznate. Según, sin él no había obra. Había que joderse.

Felisa sabe llorar, porque la he visto llorar en escena, Felisa sabe enjugarse una lágrima, que no acaba de desbordarse, con la punta de un pañuelo. Ahí está Felisa, con un desconsuelo fingido, pero con una tristeza real, entre las otras, y con uno de los vestidos negros que sacó en aquella función, financiada por mi criminal actitud vital. Vitalísima incluso en este momento, cuando siento que mis uñas y mi pelo empiezan a estar incómodos en mi cadáver. Así que soy, después de todo, el reducto encerrado en la materia muerta durante la vida: uñas y pelo. Lo único que parece quedarme vivo en esta muerte. Como en un drama, cuando el telón cae la obra no se queda ahí, se la llevan los actores puesta encima, en los hombros de su personaje. Y la desarrollan en otros escenarios y toma vericuetos difíciles de seguir. Felisa sabe que nunca supe otra cosa de ella que no estuviese anclada en mi deseo de poseerla. De modo que ante su rechazo actué como únicamente sabía; con el dinero por delante. Dinero para lo que les hiciese falta, con tal de verla todos los días, con tal de sentir su agradecimiento, un beso que se le da a un tío con las manos muy largas, eso era todo. Pensar en ella me hacía sonreír y cuando la pobre chica vietnamita del restaurante se equivocó en el plato principal, pensar en ella hizo que me invadiera una ola de ternura por todos los vietnamitas masacrados. Pepe y Sixto se miraron cuando con mis mejores modales le dije a la chica que a pesar de que había habido un error, me iba a tomar aquel suculento plato que me había traído. Felisa ofrece su número de móvil a las puertas del cementerio, antes de marcharse, y son las otras entonces las que participan de esa idea e intercambian los suyos.

Felisa siempre supo qué clase de tipo era yo. El tipo que le apretaba las tuercas a su padre con un impuesto cruel e injusto, así que nunca se sintió en deuda conmigo porque yo soltase la pasta para montar su espectáculo. Pero nunca le dijo a su novio, el director, quién era yo realmente. Simplemente dejó que creyese que yo era un mecenas interesado, ruin, baboso, a lo sumo. Y el tío, como quería la pasta, tenía que aguantar que yo fuese detrás de su novia. Que me la quisiese follar. Así es la vida de curiosa. Sé que el cariño que Felisa sentía por mí era un cariño sincero, contradictorio, pero incontaminado en algún lugar de su corazón.

Ahí va, de espaldas, elegantísima, sobre unos tacones que nadie más será capaz de llevar como ella por las tablas de un escenario, con el traje negro que sacaba su personaje, porque, ya hemos reflexionado sobre el asunto, los vericuetos que toma un personaje en la vida real son impredecibles. Se acerca a un coche, se abre la puerta y toma asiento. Me alegro por ella, el chico que conduce no es aquel imbécil del director.
-¿Qué tal?
-Bueno.
-Adónde vamos.
-Al teatro.

El nombre de Felisa no está en ninguna de las puertas de los camerinos, comparte algo así como un vestuario con el resto de las chicas del coro. Es pronto, aún no ha llegado nadie más. Se desnuda, coge el traje negro y lo guarda en su taquilla. Muy despacio, desnuda también, pero sólo de cintura para abajo al chico. Lo introduce dentro de su boca, cierra los ojos y lo único que desea es tragar, tragar. Pena y sueños.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Adela


Aquel día no hacía mucho sol en la Costa del Sol. Sabía que mi futuro no sólo dependía de los mamporrazos. Para ellos ya tenía a Pepe y a Sixto. Así que acabé por tomar unas lecciones de golf. Pero de repente se puso a llover. Adela era peluquera en el club. Estaba de espaldas cuando entré y tardó un rato en darse la vuelta porque no me oyó. Lo primero que me gustó fue su espalda, su modo de respirar, la concentración con la que se entregaba a pequeñas tareas manuales. Yo nunca he sido un manitas, sin embargo ella era capaz de hacer ciertos arreglos eléctricos para los que se necesitaban habilidad y precisión. Mientras ella manipulaba un aparato yo la miraba en silencio, extasiado, y luego olía tan bien. La carne de Adela ya no era dura como las manzanas, se había ablandado, aunque seguía mostrando una rotundidad inapelable. Se desnudaba y parecía como si creciese. Como una esponja que se hinchara. Adela me sentaba en un sillón en mitad del dormitorio y con una maquinita que zumbaba como un enjambre me iba cortando los pelos de las orejas, de la nariz, del cogote. Era dos años mayor que yo. Diez menor que su marido, que solía pasar semanas fuera.
El swing no era lo mío y siempre andaba impaciente por acabar la clase para pasar por la peluquería.
-¿Otra vez se va a cortar usted el pelo?
-Sólo vengo a verla.
-Si quiere usted quedamos cuando acabe esta tarde.
Desnuda, lo he dicho, Adela era muy poderosa. Me subyugaba. Apenas me esforcé en complacerla durante los pocos meses que duró nuestra relación. Me dejó ella. Me dijo que su marido la necesitaba. El tipo se vestía con sus ropas. Pero ese no era el asunto, el caso es que se iba a morir. Le habían descubierto un cáncer.
Los campos de golf de la Costa del Sol fueron desde entonces mi despacho. Los conocía bien casi todos. Seguía siendo un pésimo jugador, pero me dejaban ganar casi siempre.
La echaba de menos e iba a verla a la peluquería. A veces consentía en arreglarme. Adela siempre pensó que yo era un respetable hombre de negocios. Le dije que había enviudado años atrás. Cuando por fin el otro murió fuí a verla, pero me dijo que ya no quería nada de los hombres. Estaba triste, muy triste, así que temí que me contagiase.

Está triste y me ha contagiado. Me ha puesto triste. Llora, pero no se le ven las lágrimas, se las come ojos adentro. Adela lleva algo en las manos, ya que no puede tener los dedos quietos, es un rosario. Pasa las cuentas y reza. Lo hace por mí. Me acerco hasta sus labios y me dejo acariciar por el bisbiseo. Es Adela como yo la conocí, Adela con un hermoso traje negro, porque sabía que me gustaba que saliese guapa. Yo mismo le regalé uno para el entierro de su marido, pero este es nuevo. Me gusta el detalle y se lo agradezco, le soplo en una oreja, como le gustaba que le hiciese.
-¿Qué quieres que te haga?
-Sóplame muy suavecito en las orejas, me decía. Y eso era todo. Lo demás me lo entregaba a mí. Toda la calidez atormentada, pero paciente de su cuerpo.
Hace buen día hoy para jugar al golf, pero la verdad es que nunca me ha gustado demasiado. Me parecía que era el sitio en el que me tenía que promocionar, eso era todo. Por otra parte, los palos me han servido para atizarle la badana a más de uno.
-Dame un número 4.
Sixto me hacía de caddie.
-Número 4.
Y con él le pegaba al fulano en las costillas para que le quedase claro quién mandaba en aquella parte de la costa.
Lo bueno de ser la bocanada que se la ha escapado a un fiambre es que si no te apetece no juegas a lo que no te apetece.
Quiero seguir un rato más con Adela mientras las colonias verminosas empiezan a dar cuenta de mis partes más blandas. Cada uno ha de cumplir con lo que ha de cumplir. Adela coge un taxi a la salida del cementerio y a mitad de trayecto se da cuenta de que quizás no le llegue lo que lleva para pagar la carrera. Cada salto del taxímetro representa un asalto a su corazón. El hombre es rudo y maleducado, de lo que hace gala. Adela piensa que mejor éste que cualquier otro, así que lo invita a subir a su piso. Me sorprende Adela, he de confesarlo. Lo que hacen en el dormitorio está muy lejos de ser lo que Adela me pedía o lo que hacía con su marido. Pervertido, vestido como ella, con su ropa. Y me doy cuenta de una cosa. Que las personas son un misterio. No es el descubrimiento de la pólvora, pero en vida no lo he sabido nunca. No me hace daño conocer a Adela, todo lo contrario. En otras circunstancias hubiese pensado en darle una paliza al tipo, incluso a Adela, escarmentarlos a los dos. Pero en la actual tesitura en que me hallo me hace bien. Ojalá hubiese ahí alguien comprendiéndome a mí, cuando le atizo a un pardillo. ¿Por qué no?
El vestido de luto de Adela queda colgado de una percha. Los pantalones del taxista en el suelo. Salgo a la calle para encontrarme con ese vagabundeo recurrente de buscar un lugar en el que tomar una copa, donde no tomarla. Quizás es la primera vez en muchos años que miro hacia el cielo. Por supuesto, ni una estrella. Sólo la luna y los anuncios de la ciudad.

martes, 12 de febrero de 2008

Laura


Teníamos que sujetar a aquel tipo de alguna manera, que no se nos fuese a ir mientras comprobábamos que nos había dicho la verdad: que la bolsa estaba en una consigna de la estación de autobuses. Yo tenía una cita con Laura y no me podía quedar a vigilarlo. Les dije a los chicos que lo dejaran en el apartamento, inmovilizado, y que ellos mismos se ocupasen de la comprobación. Laura me esperaba en un restaurante para almorzar. Cogieron unas puntas y un martillo y lo clavaron al suelo de madera. El pobre diablo se desmayó en cuanto lo colocaron como a Jesucristo sobre el entarimado y le atizaron el primer golpe en la palma abierta.
-Muchachos he de marcharme. Nos vemos a la noche.
-Hasta luego, jefe y descuide. Lo primero es lo primero.
Laura tenía una copa de agua a medias y estudiaba la carta.
-Perdona el retraso, el tráfico está imposible con la ciudad llena de obras.
-No, si he estado muy entretenida con la carta. Está llena de errores.
Laura era filóloga y trabajaba en una editorial como correctora.
-Deformación profesional.
-A todos nos ocurre si realmente estamos enamorados de nuestro trabajo.
Me señaló los errores en la carta y cuando se levantó para ir al lavabo le dije al maitre que por la cuenta que le traía los subsanase antes de que nos marchásemos.
El hombre sonrió con cara de una paternidad dudosa o ambigua.
Laura sabía elegir las palabras, yo los platos. Para ninguno de los dos era un secreto que tras aquel almuerzo era ya inaplazable la sobremesa en un hotel. Tenía la reserva hecha.
Elegí pescado a la sal y un vino blanco achispante. Ella me divirtió con las anécdotas de los escritorcillos a los que corregía. Mientras hablaba le brillaban los ojillos de intención. Uno de los plumíferos había sido medio novio y era a ese al que más le tomaba el pelo. No me gustan las mujeres con pantalón. Lo dejo claro en la primera cita. Laura lo sabía. No me preocupo de averiguar la opinión de ellas sobre el tema. El caso es que jamás me habrá visto nadie en la compañía de una mujer con pantalón. Laura llevaba un vestido precioso, demasiado sofisticado para un chica que ha pasado la mañana corrigiendo pruebas de textos incoherentes en su contenido. Lo que a Laura le gustaba de mí es que yo hablaba menos que ella, pero cuando lo hacía tenía claro el asunto.
-He pasado la mañana apretándole las clavijas a un tipo.
-Eso está bien, me decía. No era como el resto de universitarias con las que había salido. Y no le interesaba cotillear en mis asuntos. Sabía lo que hay que saber: que le gustaban los hombres de una pieza.
Renunciamos al postre.
-Vámonos ya, me dijo.
Cruzamos la calle y subimos a la habitación. Lo primero que hizo Laura al enfrentarme fue darme una bofetada. Luego todo lo que le fui indicando apenas con un gesto o un susurro. Ella era explícita, exacta en su deseo.
-Aquí no se puede fumar, joder. Hay alarmas en contra del humo.
Salimos al balcón envueltos en los albornoces. El frío nos dejó los pies helados y luego nos los frotamos hasta que entraron en calor.
Laura tenía la mitad de años que yo. Pero no me creía.
-No los aparentas.
-Gracias.
Concertamos otra cita en aquel hotel para la semana siguiente, pero esa misma noche la llamé y le dije que no podría esperar tanto y que no quería que fuese en el hotel.
-¿Prefieres que sea en el Parque de Atracciones?
-Quiero que vengas a mi casa.
-Vaya, nunca he estado en la casa de un mafioso. Me gusta.
-Quiero verte mañana.
-Yo también te quiero ver mañana. En tu casa.
No es que se quedara a vivir, pero pasaba dos o tres días seguidos y luego volvía a su apartamento.
-Eh, yo no soy la chica del gánster, me advirtió. Siguió trabajando en la editorial. Soñaba con independizarse y montar ella misma una, en la que descubrir a escritores de verdad.
-Lástima que tú no seas escritor, me decía.
Como yo conocía bien su carácter fuerte e independiente tardé en insinuarle que la podía ayudar en su carrera.
-Yo no soy la chica del gánster.
Estaba más que claro.

Laura regresa a su apartamento y se desnuda. Deja el vestido negro de mi funeral arrugado en un rincón del dormitorio. Abre el armario y descubro que lo tiene lleno de pantalones, pero le adivino el pensamiento. Elige una falda y durante un rato contempla otra que conozco bien, porque en una ocasión derramé mi copa de vino sobre ella. Fue el día de nuestro primer enfado. Yo estaba preparando la cena en la cocina y ella llegó para decir que salía, que había quedado con unos compañeros de la editorial para montar una conspiración contra sus jefes. Lo único que se me ocurrió hacer fue montarle una escenita.
-Si quieres te pongo una editorial el doble de grande que esa mierda en la que trabajas.
-No uses conmigo tus modales de gánster de la tele. Que a tí lo que te sobran son muchas horas de cajatonta.
Me gustaba mucho la televisión y no me perdía ninguna serie de mafiosos. Me daba igual que fuesen americanos, chinos, italianos, rusos.
Laura salió con sus colegas y no dejó que la acompañase.
-No pegas ni con cola. Es como si yo te pidiera que me llevases a una de tus reuniones de trabajo en las que habláis de cómo retorcerle el brazo a un tipo. Las cosas están bien así, cada uno ha de organizar su vida.
Aquella noche supe que lo nuestro tenía una fecha de caducidad grabada en el reverso de nuestros sueños. Forcejeé con ella y lo único que conseguí fue derramarle una copa de vino por encima.

Esa es Laura. Estudia la carta del restaurante. Localiza una errata, pero no se lo dice a su acompañante, entre otras cosas porque sabe que el pobre diablo no va a poder hacer nada por solucionarlo y porque ella misma ha contratado a un filólogo muy voluntarioso y vocacional en el oficio, que se ocupa de esas tareas. El patán que tiene enfrente no tiene cualidades para encargar la cena. Habla poco. Y Laura piensa que con él será ella la que se tenga que ocupar prácticamente de todo: de editarle los libros y de sacar temas de conversación.
-Vengo del funeral de un viejo amigo.
-Lo siento. Los funerales. Los funerales, dice él, sin más, pesaroso.
-En una época fuimos pareja.
-Extraño, ¿verdad?
-¿Qué cosa?
-Enterrar a un antigua pareja.
-Sí que lo es.
Laura encarga un pescado a la sal y un vino achispante.
Lo que viene lo conozco, así que me abstengo de subir con ellos hasta el apartamento. Doy una vuelta por ahí. Tengo la boca seca. Me gustaría tomar una copa. Pero no tardo en advertir que se trata de una sensación errónea, falsa, porque sólo soy forma sin materia. Y lo mismo me da tener sed que no tenerla. El infierno me parece igual de jodido que la vida en esta condición. De lo que estoy seguro es de que el vestido negro de Laura, con el que tan hermosa ha venido a darme el último adiós se va a tirar unos cuantos días arrugado en el rincón. Hasta que decida llevarlo a la tintorería. Algunas de nuestras discusiones más frecuentes venían motivadas por nuestras diferencias en ese aspecto: yo siempre fui ordenado hasta extremos puntillosos, mientras que ella, descuidada y feliz, iba dejando sus vestidos por toda la casa.

lunes, 11 de febrero de 2008

Laura, Águeda, Mercedes, Salvadora, Carmen, Adela, Sara y Felisa

Eran muy hermosas sin excepción, jóvenes y maduras, e iban vestidas de negro. Negro de pies a cabeza. El negro en la mujeres siempre me ha destacado su suprema carnalidad. Estaban espléndidas y se concentraban a mi alrededor, que yacía aún con media sonrisa hueca y el flequillo suelto, las manos cruzadas en el pecho, un pulgar acariciando uno de los botones de nácar de mi camisa. Fiambre. Dos tiros me habían dado, con sendos orificios de entrada y de salida. Pero a sus ojos todo estaba perfecto, taponados con cera. Ellas resplandecían con los lagrimales húmedos, que a compás se iban secando con la punta de unos pañuelitos perfumados, los cuales a mí me producían nostalgia. Yo intentaba demorarme con la misma simpatía que había cultivado en las épocas de más ajetreo delictivo, pero la verdad es que me empezaba a encontrar frío y sentía que se iniciaban los procesos de descomposición. No obstante, estaba dispuesto a aguantar el tipo mientras ellas estuviesen allí velándome. Serían sólo unos minutos más. Luego me relajaría viendo el trabajo de los gusanos. Siempre fui un perfeccionista, así que estaría atento a cualquier detalle. No todas se conocían, es fácil de entender que nunca me hubiese preocupado de hacer los honores de presentación entre ellas. Algunas se habían encargado de darse a conocer por su propia cuenta y en esos asuntos yo nunca me había metido. Cuando me cerraron la tapa del ataúd pensé que Adiós definitivamente, adonde fuera que me dirigiese, pero en el acto mismo del crujido del cierre, estuve de nuevo entre ellas liberado ya del frío y de los retortijones de la descomposición. Se puede decir que en forma sin materia. Me sentía en el centro de todas y en el interior de cada una. A la puerta del cementerio, cuando llegó el momento de decirse adiós intercambiaron tarjetas y teléfonos, porque a pesar de todas las diferencias que las separaban, cuando se sacasen de encima todos aquellos hermosos vestidos luctuosos, seguirían teniendo en común a un hombre. Y no un hombre cualquiera. Bien lo sabían.
Laura, Águeda, Mercedes, Salvadora, Carmen, Adela, Sara y Felisa.

sábado, 9 de febrero de 2008

El libro de los peligros




A lo largo de las dos últimas semanas he sacado un relato diario (de 400 a 600 palabras aproximadamente) bajo una idea implícita en el epígrafe El libro de los peligros. Los que los hayáis leído, todos o alguno, habréis visto que son relatos ciertamente macabros, a veces demasiado oscuros o siniestros. Aunque no he renunciado al humor y a la paradoja. Quizás habrá habido quien se haya sentido agredido en su sensibilidad. Alguien me ha comentado que los textos le hacían daño y que necesitaba una tregua. Su sinceridad me ha conmovido, consciente de que ese punto se podía dar. Al mismo tiempo otros lectores han soportado las historias con un espíritu más humorístico. Y otra lectora hace referencia a lo puñeteros que son los niños, pero también el que los retrata. He de decir que estoy satisfecho con todas las lecturas. Cada mirada vuestra sobre esos artefactos me ha ayudado a sentarme cada tarde a escribirlos. Mientras me tenía que levantar para darles la merienda a mis hijos (uno de 4, otro de 2), para tender una lavadora, o para reunirme con ellos a última hora en el parque, adonde la madre se los había llevado hacía un rato. Así que el tema era delicado. Hablar de los niños siempre lo es. Quien más quien menos se preguntará cómo teniendo niños pequeños he podido escribir cosas tan espantosas. Sólo se me ocurre decir que lo he hecho gracias a la distancia que el humor siempre es capaz de poner entre uno mismo y las cosicas de uno mismo: sus miedos, sus anhelos y sus sueños. Esto, es, tomándome el pelo un poquito, tomándole el pelo un poquito al asunto y teniendo un respeto reverencial por el lector para que en todo caso, él, si quiere y le apetece, se tome el pelo a sí mismo, que yo no soy nadie. No obstante, todo no es humor negro en los textos. Hay aspectos que simple y llanamente saben a negrura sin humor. También. Mirad, pero en esta tarea no estoy solo, evidentemente. He contado con muchas ayudas. Y son esas columnas o pilares del andamiaje las que quiero explicaros, pues sin ellas tampoco podría haber escrito nada.

En primer lugar quiero hacer aquí una referencia a lo que pudo ser el primer germen para estas historias. Cuando acabé la otra serie (también negra y algo bizarra, como bien acertaron a calificar algunos lectores), la titulada Los invisibles, leí en el blog Territorio enemigo una historia terrible por lo que tenía de real, que me puso los pelos de punta y literalmente me emocionó hasta dejarme sin habla. Intentaba contársela a mi mujer y las palabras se me entrecortaban. Podéis leer allí la versión original, porque es sobrecogedora. Yo había estado ensayando con la inquietud y el miedo en los últimos textos y quería seguir por ese camino. Pero ese camino era muy duro y podía estar muy trillado, si no echaba mano de ciertos elementos que lo elevasen más allá de la experiencia más directa, más personal.

Ahí estaba para echarme una mano la película que mis hijos estaban viendo esa tarde: Pesadilla antes de Navidad, de Tim Burton. Les encanta la canción de Hallowen y tengo que rebovinar la cinta una y otra vez para que la vean.

Pero también, Edward Gorey, que es el autor de la ilustración que acompaña a este texto. Y con quien Burton quizás esté en deuda. En Valdemar podéis encontrar La pareja abominable y otras historias macabras, donde hay un escalofriante abecedario de niños muertos, “Los pequeñines macabros”, o historias como las de “El bebé bestial”.
Y también Los increíbles, la peli. De donde he sacado al bebé que se se echa a arder.

Y también ese alumno de la ESO que cada vez que le da un siroco grita en mitad de la clase:
-¡¡¡ Vamos a morir!!! ¡Vamos a morir todos!

Y están los parques (un parque infantil cuando se ha ido todo el mundo es terrorífico) y los niños, los propios y los ajenos (que siempre andan jugando a esconderse y a espiar). Y las noticias de la tele, que confirman la negrura sin humor. Y las fotos de carnaval con los niños vestidos de dragones, de supermanes o de princesas.

Y también está Veinte días con Julián y Conejito, de Nathaniel Hawthorne, que cuenta las tres semanas que pasaron juntos y solos el escritor y su hijo Julián, de cinco años, en 1851, cuando su esposa y sus hijas fueron a visitar a unos familiares. Ahí dice: “La felicidad le viene de sí mismo”, refiriéndose al crío. En cuya portada, en la editorial Anagrama, un daguerrotipo nos muestra a Julián, viva imagen de un fantasma. No solo por su apariencia de seriedad-severidad, sino porque en esa bruma llena de manchas e imperfecciones, somos conscientes de que lleva criando malvas ya un buen tiempo.

Y por último estoy yo, que he intentado hacer lo que me ha dado la gana, con un material que vagaba difuso por mi mente o bien he rescatado a posteriori. Más puñetero que los niños. Eso sí.

El libro de los peligros es un volumen infantil existente ya en el mercado, bajo el título ¡Cuidado!, en el que a través de viñetas y dibujos se trata de advertir a los niños sobre todas las trampas domésticas que les asechan. Los padres estamos obsesionados con tapar los enchufes, cerrar con mosquiteras las ventanas que dan a la calle, sacar de su alcance medicamentos y productos de limpieza. Una amiga llegó en una ocasión a casa con su hijo y cuando vio que una canica rodaba por el suelo de la habitación de los nuestros, dijo que jamás dejaría que el suyo durmiese allí.
Miedo. De eso se trata. Aunque de vez en cuando un niño se rebela. Está esperando a su raptor para irse con él de buena gana o busca a su señora amiga para que le abra la puerta que da al hueco del ascensor. A todos nos ampara el mismo paraguas.
Que ustedes disfruten de ella. De la muerte. Será buenísima señal.

El hueco


Lo que pasa es que fuera de aquí me aburro. Con papá y con mamá y con los juguetes que hay en mi cuarto y con el bebé que no saber hacer nada. Me aburro y me escondo debajo de la cama. Para sentir los latidos de mi corazón. O me meto bajo las sábanas y me quedo muy callado para oírlos pasar. El bebé de camino al cambiador con su caquita fresca, papá con el tenedor atravesado en un trozo de manzana, jugando a buscarme. En la oscuridad todo es mejor. Porque hay unos ojos muy fijos que me miran, porque una boca inmensa llena de dientes afilados se abre delante de mí, porque otro niño respira a mi lado, un niño que es como yo mismo, pero sin ojos. A veces me basta con meter la cabeza entre los brazos y apretarme los oidos y dejar de respirar. Pensé que este era un buen lugar, oscuro como debajo de la cama, en el que no se les ocurriría buscarme. Pero no sabía cómo llegar hasta aquí, así que le tuve que pedir ayuda a ella. A la señora mi amiga. Me abrió la puerta y me dijo:
-Pasa.
Estaba oscuro y cuando puse los pies en el aire comencé a caer. Caí muy, muy rápido hasta chocar abajo. Luego la señora mi amiga cerró la puerta arriba y se hizo la oscuridad total. Aquí es imposible aburrirse con las dos piernas rotas, con la cara llena de magulladuras, con los brazos arañados. Ahí arriba el ascensor sube y baja. Quiero quedarme a vivir aquí. De hecho ya no va a haber otra posibilidad. Antes he intendado gritar, pero no sé por qué la voz no me ha salido de la garganta. Me buscarán por todas partes, pero no se les ocurrirá que estoy en este hueco. Pensarán que ha venido un desconocido y que me he marchado con él. En la oscuridad, como en las profundidades marinas les ocurre a los abisales, me saldrá una luz en la punta de la nariz para poder guiarme a través de los túneles que comunican este hueco con los demás.

jueves, 7 de febrero de 2008

Una piraña


Estoy aquiií, dentro de la barriga de la piraña, hecho cachitos por sus dientes tan afilados. Así que lo que recuerdo no es mucho. Más o menos esto:
La seño nos dijo que buscásemos en Internet: pino, piña y piñones. Papá me sentó en sus rodillas después de cenar y me puso Google para que yo mismo teclease las palabras. Papá me explicó las imágenes. Me dijo que las hojas eran como agujas. Y me enseñó los dos tipos de piña.
-Esta no es la piña del pino, me dijo, mientras me señalaba una lata de piña.
Luego buscó en la cocina, pero no encontró piñones. Vi las fotos. Las imprimió y las guardamos en mi mochila para que no se me olvidasen a la mañana siguiente.
-Ahora puedes buscar lo que quieras.
Yo escribí: rape abisal, y luego: pez víbora. Me gustan mucho los peces de las profundidades. Antes de irme a la cama me dejó que viese la canción de Pesadilla antes de Navidad.
Sara llevó una bolsita con piñones y los probamos. La seño tenía un piña preparada. Una de color amarillo que habíamos usado como adorno de Navidad. Y luego bajamos al patio. Para que todos nos fijásemos bien en los pinos.
En el comedor nos pusieron arroz a la cubana y palitos de merluza, pero cuando mamá me preguntó, como todos los días, le contesté, como todos los días, que yo nunca decía lo que había comido, pero que si quería le decía el cuento que esa mañana nos había contado la seño. Vamos, la conversación de siempre.
Estuve hasta las cinco en el ordenador. Luego juegué un rato con los dinosaurios en mi cuarto: hice tres filas, una de terrestres, otra de voladores y otra de acuáticos.
Merendé fruta y un bocadillo de pan pan de nocilla. Luego bajamos al parque. Y allí estaban mis amigos del cole. No todos, ni el más amigo, pero sí unos muy amigos. Estuvimos en el tobogán. Carlos se cayó de boca de un columpio y su papá tuvo que limpiarle con un pañuelo la sangre que echó por la nariz. Y por la boca. Se partió un diente.
En el baño papá me enjabonó y me dijo que podía jugar mientras me preparaba la cena. Le pegué un mordisco a la esponja. Cada noche me comía un trocito. Les advertí al tiburón y al león que esa noche iban a venir Roson y Necalí a ponerles el cerebro de gallina con un cable azul.
Papá me preguntó por Roson y Necalí. Pero no le contesté. Me estaba frotando la cabeza con una toalla para secarme le pelo y me estaba molestando mucho.
Le pregunté a papá si una piraña sola se podía comer a una persona. Y dudó.
-Venga, me dijo, que tienes la cena en la mesa.
-¿Después puedo buscar imágenes en Internet?
-Sí, si te tomas toda la leche bien y rápido.
Tardé un buen rato en cenar, porque me dolía la cintura y porque la pajita tenía un agujero, así que no chupaba.
-Ahora, las imágenes, exigí.
-Se ha hecho muy tarde, me dijo papá. Te tienes que ir a la cama, has tardado mucho en tomarte la cena.
Me eché a llorar y me acosté dando alaridos. Me quedé dormido con la cara mojada por las lágrimas. La piraña comenzó a morderme el dedo gordo, eran cosquillas. Reí. Estuve riendo hasta que terminó de devorarme. Una piraña, ella solita.
Lo que pasa es que ya no me hace gracia. Y creo que a papá tampoco.

miércoles, 6 de febrero de 2008

Una pistola

La cara que se te ha quedado no nos resulta desconocida a ninguno de los dos. La mía es diferente, porque no se trata, como otras veces, de una broma o de un fingimiento para que el castigo recaiga sobre ti. Me acabas de pegar un tiro. Has tardado en reaccionar y cuando te has dado cuenta te ha cambiado la cara. Completamente nueva. Trágica. La mía, diremos que dramática. Tú sólo eres dos años mayor que yo. Suficientes para proponer todos los juegos, todas las reglas. Suficientes para que yo las acepte. Papá nos lo tiene terminantemente prohibido. Y por eso, según me dijiste, se te ocurrió abrirle el cajón. De ese modo diste con la pistola. Te encantaba sostenerla en la mano, sentir su peso, que conseguía doblarte la muñeca. Apuntar por la ventana a las figuras del jardín. Las amigas de mamá con su merienda de zumos y sus risas ahogadas. Ha sido la mejor aventura de todas. Pero mejor que ésta la primera vez.
-Si eres capaz de guardar un secreto, te enseño una cosa, me dijiste.
-Soy capaz.
-No lo creo.
-Sí que soy capaz, dije, lleno de rabia, con las lágrimas a punto de estallar.
-Tienes que jurarlo.
-Lo juro.
-Que se mueran papá y mamá, si te vas de la lengua. Y que la lengua se te llene de llagas.
-Lo juro.
Que me saliesen llagas en la lengua no me importaba. Ya estaba acostumbrado. Tú sí que le tenías miedo a las llagas. Porque nunca te habían salido. Pero no quería que papá y mamá se muriesen.
Me llevaste al cajón. Me miraste. Con una cara, digamos que dramática. Y me diste tanto miedo que casi me echo a llorar.
-Si vas a llorar, te quedas sin verla, me amenazaste.
-No, no lloro, me apresuré a decir.
Abriste el cajón y sacaste un trapo. Pensé que me ibas a gastar otra de tus bromas. Me preparé para encontrar allí una rata muerta y volver aburrido al juego que había dejado a medias. Como mucho me daría asco. Pero no fue así. La pistola brilló ante mis ojos.
-Guau.
Me hiciste una exhibición. La sostuviste y calculaste el peso. Luego apuntaste hacia mí. Pero te negaste a dejármela.
-Eres pequeño.
-No lo soy.
-Lo eres.
-Se lo diré a papá.
-Entonces se morirán: papá y mamá. Lo has jurado. Y se te llenará la boca de llagas.
-No me importan las llagas, dije, sintiéndome superior a ti, porque tenía conocimiento de un dolor que a ti te aterraba.
-Ya te la dejaré tocar. Pero tienes que hacer todo lo que yo te diga y sobre todo callarte. No le digas nada de esto a nadie.
-Vale.
Esa noche me acosté con un secreto importante de verdad. Lo sabía bien. Por la mañana te miré mientras desayunábamos para que comprendieses que no me iba a ir de la lengua. Pero tú no reparaste en mi intención. En el autobús te quise decir algo del asunto y me diste una patada baja. Comprendí. Sólo en casa. Fuera de ella como si el secreto no existiese. Yo sabía que no les habías dicho nada ni siquiera a tus amigos. Así que me sentí muy especial. Por la tarde con el corazón a cien esperé que me vinieses a buscar para volver al cajón. Pero no lo hiciste.
-¿Has ido tú solo a verla?, te pregunté cuando nos acostábamos.
-No, me dijiste, pero supe que me estabas mintiendo.
Por fin esta tarde apareciste detrás de mí. Había conseguido olvidarme del asunto y estaba embebido con mi desfile de dragones.
-Ven.
La has sacado como la otra vez. Envuelta en el trapo. Yo ya sabía que no era una rata muerta. Ha sido cogerla frente a mí y casi al mismo tiempo sonar el disparo. Es entonces cuando se te ha puesto esa cara: primero de a ver cómo te las apañabas para que me la cargase yo, después de tragedia. Antes de perderlo todo de vista he podido oír a mamá y a sus amigas corriendo por el jardín. Sus voces me han sonado como cuando papá y mamá nos llevaron a ver aquella fuente. Agua que caía sobre agua.
Voy a cumplir mi juramento.

martes, 5 de febrero de 2008

Un brasero


Todo empezó a oscurecerse cuando las llamas llegaron a los cojines, a la goma espuma, a las pesadas cortinas. Las vi avanzar hasta que la negrura se tragó sus azules y rojas lenguas, tan animadas. Me empezaron a picar los ojos, luego fue como si me entrase un huracán por los agujeros de la nariz. Y ya, asfixiado. A lo lejos seguía la tele puesta, la abuela dormida y asfixiada, en llamas. Comencé a arder enseguida, acariciado al principio, vivamante frotado después, como hacía mamá con la toalla nada más sacarme del baño, hasta carbonizarme. Y sólo un añito tenía. En mi cunita, con mis muñecos favoritos, aquellos a los que me agarraba para consolarme. Cómo ha pasado el tiempo. Hace ya un día, un año, un siglo, una hora, lo que sea. Aún estoy asfixiándome, aún hay llamas que salen de mí. Donde el tiempo es todo. Y donde no es. Donde hay y no hay. Abunda y escasea. Es difícil, pero para que lo entendáis: yo habría querido ser escritor, pero las llamas se adelantaron a cualquier deseo. No deseé ser nada. Fuí lo que fuí. Y ahora lo soy. Todo y nada. Dentro de todo, alguien podría haber dicho de mí una sandez como la que estoy viendo en una contraportada cualquiera: “Tavares triunfará, eso es algo que se ve venir”. Yo soy Tavares. Una tea ardiendo, cochifrito. Y una tragedia como para que papá y mamá se vuelvan locos de desesperación.
Pero al haber no sido, mi vida ha discurrido entre meandros. O mejor, entre lugares que son como las caras de una misma moneda. Dentro de las llamas y fuera de ellas. En otras palabras, no he triunfado. Y he hecho que los demás también fracasasen. Tavares se salvó del incendio en el viejo caserón de su abuela y se convirtió en un imbécil, en un escritor de mucho éxito. Le dió la razón a sus profetas. Escribió mucho de aquel incendio provocado por un brasero en el que su abuela pereció. Bendito sea ese Tavares, pero este Tavares es una pesadilla: un bebé que arde. Al menos no berreé, porque ya me había asfixiado. Un bebé que arde es algo espantoso, difícil de soportar en la imaginación. Sin embargo, es más frecuente de lo que se piensa. Hay bebés, púramente ígneos en su fuero interno, cuyo solo deseo de espantar a los seres que más los aman, les hacen prenderse. Porque no quieren ser lo que hubieran deseado ser.
Me ha costado tanto no ser Tavares, ese triunfador de las letras...

A mi alcance


Le dije a mamá que quería probar sus medicamentos. Sonrió, dulce y triste, como era ella, y tocándome la cabeza, me dijo que nunca debería hacerlo, porque me podría morir. Hizo una fila con sus píldoras, como las que yo hacía con mis coches, y se las fue metiendo de una en una en la boca. Entre una y otra un buchito de agua, apenas para quitarse la sequedad de la lengua. Luego comprobó que todos los frascos estuviesen bien cerrados y los guardó en el armario. Calculé la distancia que me separaba de él y en cuanto tuve ocasión arrimé un banquito, pero vi que no era suficiente. A la noche repitió la operación, con algunas novedades: dos de color azul y una amarilla, además de las de la mañana. Le dijo a papá:
-Explícale a Sergio que es muy peligroso que los niños tomen medicamentos que no les haya mandado el médico.
Papá casi que repitió palabra por palabra las de mamá. Pero con un tono que me daba la risa. Me la aguanté para que no se mosqueasen.
Papá y mamá habían llorado mucho en los últimos meses, porque creían que mamá podía morirse de un momento a otro. Al final con aquel montón de pastillas y cápsulas, con las revisiones y con un ingreso cada mes, mamá, como dijo el abuelo, se quedaba un ratito más con nosotros. Me dijeron que la tenía que querer mucho, pero yo ya la quería mucho. Iba a su cama y le daba un beso. Ella volvía a sonreír, pero yo no podía verla, porque si no me entraban ganas de llorar, así que agachaba la cabeza, mientras ella me decía:
-Como yo no puedo ir a tu cama a darte el beso de buenas noches, vienes tú a la mía, eres mi vida.
Si se me olvidaba, porque estaba entretenido con mis tebeos y ella ya iba a dormirse, me llamaba.
-Sergio, Sergio, ven a despedirte, tesoro.
Yo dejaba la historieta a medias y corría por el pasillo hasta su dormitorio.
-¿Qué haces?, me preguntaba.
-Estoy en mi cuarto viendo tebeos.
Se levantaba por las mañanas y se sentaba un rato al sol, que colaba por la cristalera de la terraza. Yo sólo la podía ver allí los fines de semana. Los días de cole, papá y yo nos marchábamos antes de que ella se levantase. Se quedaba con Asunta. Después de la siesta muchas veces ya no salía de la cama.
Así que pensé que me podía tomar las píldoras que ella tomaba. No sé, me pareció buena idea.
-¿Es que te querías matar?, me preguntó el abuelo.
-No, le contesté.
-¿Entonces por qué lo hiciste, si sabías que un niño se puede morir con los medicamentos que no son para él?
-No lo sé, quise probarlos.
-¿Y te gustaron? ¿Te ha gustado el lavado de estómago?
-No.
-Pues que no se te ocurra volver a hacer algo parecido. Hemos conseguido que tu madre no se entere de nada.
Cada vez que veía a mamá ordenando en la mesa todas las pastillas, volvían a entrarme ganas. Pero mamá ya no era mamá. Mamá era mi sueño despierto.Ya no me llamaba, si se me olvidaba ir a darle el beso de buenas noches. Mamá era el eco que se me había quedado dentro. La repetición absurda de las últimas palabrotas que yo mismo había dicho. Ya no era ni triste ni dulce. Y lo único que podía ofrecerme eran todos sus medicamentos. Que papá no había tenido el valor de tirar. Probé con el banquito y ahora sí. Había crecido unos centímetros y estaban perfectamente a mi alcance.

lunes, 4 de febrero de 2008

Superhéroe


Me hice un lío con los pies al pasar de una ventana a otra y caí en picado. Si es que yo no quería ponerme esas botas. De cabeza contra el bordillo de la acera. Nada que hacer. Ni las chicas de la panificadora que olían a palmeritas. Ni el peludo médico de la ambulancia. Ni mamá. Ni la abuela. Ni las vecinas. Nada, no pudieron hacer nada por mí. Todo el mundo llorando.
-Si es que hay que tener un cuidado con los niños. Cien ojos son pocos para ellos.
El trajecito tenía un acolchado que intentaba reproducir la musculatura de Superman. Bajo él, yo. Me quedé frío como un polo. O más. Mamá me intentó quitar el traje, pero me resistí. Cuando andaba calentito, que mamá me decía, qué gloria, eres como una madalena recién salida del horno, mamá nunca me hacía caso. Le dije: no quiero que me pongas las botas. Y ella, mi vida te las tienes que poner para corregirte. Me da igual. No las quiero. Pero me las puso, mamá quería que mis pies mirasen al frente. Yo andaba mejor sin ellas. A ella no le quedó más remedio. Se lo dijo llorando a la abuela. Él se quiere quedar con el disfraz.
-Pero hija mía, es por su culpa que se ha descalabrado.
La S en el pecho, la capa roja, el caracol de pelo que la abuela me había pegado en la frente con un poco de su laca. Mamá comprendió y me quitó las botas. Los pies se giraron hacia dentro, imantados, como unas manecillas indicadoras. Como las del coche de papá. Volvían a su sitio.
Llegó el lunes. En la fila del cole mis amigos se empujaban y reían. Las madres tenían unas caras algo raras. La seño habló de mí en la clase. Pero no sé lo que dijo.
-Álvaro, Álvaro. Esa noche casi todos mis amigos me llamaron en la oscuridad. Pero no les contesté. No era Álvaro. Ellos parecían no saberlo. Todo el mundo llamándome.
Volar es muy fácil. Yo lo sabía. Pero todo el mundo no puede volar. Ni siquiera todos los niños que se vistan como yo. Es sólo un juego. Pero algo triste. Y lo que uno siente es que hace frío, muchísimo frío, tanto si uno vuela por encima de las cabezas, como por debajo de la tierra.

domingo, 3 de febrero de 2008

Los desconocidos


La sombra de un desconocido siempre planeaba sobre nosotros: a la salida del cole, en nuestros juegos del parque, al volver a casa, en el descansillo de la escalera. Para nosotros los desconocidos eran siniestros, tenían intenciones ocultas, querían atraernos hacia ellos para hacernos desaparecer. Es lo que le había ocurrido a la pequeña Estela. A la que habíamos estado buscando por todas partes sin haber llegado a dar con ella. No os acerquéis a nadie, nos decían. Si alguien os pregunta algo, vosotros seguid vuestro camino. Si os ofrecen chucherías, no las cojáis. No os subáis a ningún coche. Pero los desconocidos eran, al fin y al cabo, una solución, una respuesta. La manera de saber que se trataba de un desconocido era mirarle la sombra. Fijaos bien si la sombra parece despegada del suelo, como si estuviese a punto de adoptar una iniciativa independiente. De doblar la esquina por el lado contrario del que vaya a tomar el desconocido. En ese caso dad la voz de alarma. No nos quedaba claro quién de los dos era más peligroso. En caso de duda hacia qué lado huir, qué perseguidor elegir. Al desconocido o a su sombra. Lo discutíamos. Yo ya tengo ganas de vérmelas con uno, decíamos, mientras lanzábamos un golpe de canica. Los desconocidos, no obstante su omnipresente amenaza, aparecían de tarde en tarde. El último se había llevado consigo a la pequeña Estela. Jo, ahora otro va a tardar en venir, decíamos. Pueden pasar años antes de que el próximo quiera actuar, nos dijo uno de los chicos mayores, presumiendo, con un cigarrillo en la mano. Porque no todos los desconocidos eran auténticos. Y la prueba de la sombra era dudosa o ambigua.
-¿De verdad eres un desconocido?
-De verdad.
-¿Y lo que quieres es raptarme?
-Desde luego.
-Entonces tendré que gritar para que te detengan.
El hombre dudó, se frotó las manos, que le sudaban.
-Has tardado mucho en venir, le dije.
-Pero ya estoy aquí, no temas. Verás que divertido es.
-¿Es divertido de verdad?
-Mucho. Todo el mundo estará buscándote. Pondrán tu fotografía en todas las paredes. Y la sacarán en la tele.
-Qué guay, vámonos cuanto antes.
-Pero ten en cuenta que la verdadera diversión no permite que regreses a casa nunca.
-¿No volveré a ver a mis padres ni a mis hermanos?
-No.
-¿Y a mis amigos?
-Tampoco.
-Pero bueno, puedes venir más adelante y llevarte a uno, ¿no?
-No, jamás volveré a pisar por aquí. En todo caso serán chicos de otros barrios, chicos que tú no conocerás.
El jardín de los desconocidos siempre era pequeño y estaba lleno de malezas, pero el lecho de tierra siempre era húmedo y tierno. ¿Por qué no podía valer la pena?

viernes, 1 de febrero de 2008

La orfandad


Cuando yo tenía 7 años unas enormes alas negras vinieron a posarse sobre mi casa. Hoy tengo 17. El jardín quedó enterrado en una penumbra siniestra. En el colegio nos explicaron que se trataba de un eclipse. La abuela se santiguó. Cuando asomó el sol por una esquina, entre los guindos, papá ya estaba con las manos recogidas sobre el ombligo. Mamá chilló, se arañó la cara. Y se abrazó a papá, que era un palote. Dicen que yo soy como él. Que tengo su figura. Que a ellos se lo recuerdo mucho cuando bailo. Yo me miro en el espejo y no veo a papá. Ya me gustaría. Me veo la cara llena de granos. El chico es clavadito al difunto, le dijo una de mis titas a la profesora de clásico. Y esa misma tarde me puse a revolver en los cajones. Dentro de una caja había fotografías de papá. Con el sombrerillo ladeado, con el nudo de la camisa por debajo de las costillas, haciendo las palmas. Me asomé al espejo y no fui capaz de encontrar ese parecido con papá, que para mi tita estaba tan claro. Además, creo que el pelo se me está empezando a caer. Y el de papá era un pelo muy fuerte, muy espeso y negro. Ahí está en las fotos. Ayer en la ducha me quedé con un manojo en la mano. Y sólo tengo 17 años. Desde hace días miro la almohada al levantarme y no pasa que no deje de recoger cada mañana un buen puñadito. Es lo que me hace llorar. Si me acuerdo de papá lloro, si me acuerdo de que el pelo se me está cayendo lloro y si me acuerdo de que no veo que me parezca a él, por mucho que otros lo digan, también lloro. Y ya si me acuerdo de tí, mi amor, no veas. Lloro que no sé de dónde me pueden salir tantas lágrimas. Eso le viene bien a tu arte, me ha dicho la profesora de español, porque no puedo reprimir las lágrimas mientras ensayo. No sé lo que pensará, ni qué se imaginará acerca de mi irreprimible llanto. Porque hasta este momento yo no había hablado del asunto. Esta es la primera vez. Ayer la televisión anunció un eclipse. Estas alas siniestras que ahora nos cobijan. La abuela ha cruzado el patio detrás de su escoba, sin dejar de santiguarse. Me ha mirado y se ha vuelto a santiguar con un llanto entrecortado. Un hipo seco. La abuela me ha peinado esta mañana. Un poquito de aceite para que este pelo negro brille como la noche, me ha dicho y me ha puesto el ungüento. Ha estado un buen rato pasándome el peine. Y yo he dejado que hiciese lo que se le antojara. Eres clavadito a él, por lo bajo. Y qué mata de pelo. Por eso tenía tantas ganas de verte, porque me haces mucho bien. Has traído un cristal ahumado y ahora quieres que miremos hacia el sol estorbado por la luna. Es por lo que sé que esas alas siniestras apoyadas en el tejado de la casa no me pueden hacer ningún daño. Y lo que hago es muy sencillo: me trago las lágrimas antes de que me broten hacia fuera.