viernes, 1 de febrero de 2008

La orfandad


Cuando yo tenía 7 años unas enormes alas negras vinieron a posarse sobre mi casa. Hoy tengo 17. El jardín quedó enterrado en una penumbra siniestra. En el colegio nos explicaron que se trataba de un eclipse. La abuela se santiguó. Cuando asomó el sol por una esquina, entre los guindos, papá ya estaba con las manos recogidas sobre el ombligo. Mamá chilló, se arañó la cara. Y se abrazó a papá, que era un palote. Dicen que yo soy como él. Que tengo su figura. Que a ellos se lo recuerdo mucho cuando bailo. Yo me miro en el espejo y no veo a papá. Ya me gustaría. Me veo la cara llena de granos. El chico es clavadito al difunto, le dijo una de mis titas a la profesora de clásico. Y esa misma tarde me puse a revolver en los cajones. Dentro de una caja había fotografías de papá. Con el sombrerillo ladeado, con el nudo de la camisa por debajo de las costillas, haciendo las palmas. Me asomé al espejo y no fui capaz de encontrar ese parecido con papá, que para mi tita estaba tan claro. Además, creo que el pelo se me está empezando a caer. Y el de papá era un pelo muy fuerte, muy espeso y negro. Ahí está en las fotos. Ayer en la ducha me quedé con un manojo en la mano. Y sólo tengo 17 años. Desde hace días miro la almohada al levantarme y no pasa que no deje de recoger cada mañana un buen puñadito. Es lo que me hace llorar. Si me acuerdo de papá lloro, si me acuerdo de que el pelo se me está cayendo lloro y si me acuerdo de que no veo que me parezca a él, por mucho que otros lo digan, también lloro. Y ya si me acuerdo de tí, mi amor, no veas. Lloro que no sé de dónde me pueden salir tantas lágrimas. Eso le viene bien a tu arte, me ha dicho la profesora de español, porque no puedo reprimir las lágrimas mientras ensayo. No sé lo que pensará, ni qué se imaginará acerca de mi irreprimible llanto. Porque hasta este momento yo no había hablado del asunto. Esta es la primera vez. Ayer la televisión anunció un eclipse. Estas alas siniestras que ahora nos cobijan. La abuela ha cruzado el patio detrás de su escoba, sin dejar de santiguarse. Me ha mirado y se ha vuelto a santiguar con un llanto entrecortado. Un hipo seco. La abuela me ha peinado esta mañana. Un poquito de aceite para que este pelo negro brille como la noche, me ha dicho y me ha puesto el ungüento. Ha estado un buen rato pasándome el peine. Y yo he dejado que hiciese lo que se le antojara. Eres clavadito a él, por lo bajo. Y qué mata de pelo. Por eso tenía tantas ganas de verte, porque me haces mucho bien. Has traído un cristal ahumado y ahora quieres que miremos hacia el sol estorbado por la luna. Es por lo que sé que esas alas siniestras apoyadas en el tejado de la casa no me pueden hacer ningún daño. Y lo que hago es muy sencillo: me trago las lágrimas antes de que me broten hacia fuera.

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