martes, 12 de febrero de 2008

Laura


Teníamos que sujetar a aquel tipo de alguna manera, que no se nos fuese a ir mientras comprobábamos que nos había dicho la verdad: que la bolsa estaba en una consigna de la estación de autobuses. Yo tenía una cita con Laura y no me podía quedar a vigilarlo. Les dije a los chicos que lo dejaran en el apartamento, inmovilizado, y que ellos mismos se ocupasen de la comprobación. Laura me esperaba en un restaurante para almorzar. Cogieron unas puntas y un martillo y lo clavaron al suelo de madera. El pobre diablo se desmayó en cuanto lo colocaron como a Jesucristo sobre el entarimado y le atizaron el primer golpe en la palma abierta.
-Muchachos he de marcharme. Nos vemos a la noche.
-Hasta luego, jefe y descuide. Lo primero es lo primero.
Laura tenía una copa de agua a medias y estudiaba la carta.
-Perdona el retraso, el tráfico está imposible con la ciudad llena de obras.
-No, si he estado muy entretenida con la carta. Está llena de errores.
Laura era filóloga y trabajaba en una editorial como correctora.
-Deformación profesional.
-A todos nos ocurre si realmente estamos enamorados de nuestro trabajo.
Me señaló los errores en la carta y cuando se levantó para ir al lavabo le dije al maitre que por la cuenta que le traía los subsanase antes de que nos marchásemos.
El hombre sonrió con cara de una paternidad dudosa o ambigua.
Laura sabía elegir las palabras, yo los platos. Para ninguno de los dos era un secreto que tras aquel almuerzo era ya inaplazable la sobremesa en un hotel. Tenía la reserva hecha.
Elegí pescado a la sal y un vino blanco achispante. Ella me divirtió con las anécdotas de los escritorcillos a los que corregía. Mientras hablaba le brillaban los ojillos de intención. Uno de los plumíferos había sido medio novio y era a ese al que más le tomaba el pelo. No me gustan las mujeres con pantalón. Lo dejo claro en la primera cita. Laura lo sabía. No me preocupo de averiguar la opinión de ellas sobre el tema. El caso es que jamás me habrá visto nadie en la compañía de una mujer con pantalón. Laura llevaba un vestido precioso, demasiado sofisticado para un chica que ha pasado la mañana corrigiendo pruebas de textos incoherentes en su contenido. Lo que a Laura le gustaba de mí es que yo hablaba menos que ella, pero cuando lo hacía tenía claro el asunto.
-He pasado la mañana apretándole las clavijas a un tipo.
-Eso está bien, me decía. No era como el resto de universitarias con las que había salido. Y no le interesaba cotillear en mis asuntos. Sabía lo que hay que saber: que le gustaban los hombres de una pieza.
Renunciamos al postre.
-Vámonos ya, me dijo.
Cruzamos la calle y subimos a la habitación. Lo primero que hizo Laura al enfrentarme fue darme una bofetada. Luego todo lo que le fui indicando apenas con un gesto o un susurro. Ella era explícita, exacta en su deseo.
-Aquí no se puede fumar, joder. Hay alarmas en contra del humo.
Salimos al balcón envueltos en los albornoces. El frío nos dejó los pies helados y luego nos los frotamos hasta que entraron en calor.
Laura tenía la mitad de años que yo. Pero no me creía.
-No los aparentas.
-Gracias.
Concertamos otra cita en aquel hotel para la semana siguiente, pero esa misma noche la llamé y le dije que no podría esperar tanto y que no quería que fuese en el hotel.
-¿Prefieres que sea en el Parque de Atracciones?
-Quiero que vengas a mi casa.
-Vaya, nunca he estado en la casa de un mafioso. Me gusta.
-Quiero verte mañana.
-Yo también te quiero ver mañana. En tu casa.
No es que se quedara a vivir, pero pasaba dos o tres días seguidos y luego volvía a su apartamento.
-Eh, yo no soy la chica del gánster, me advirtió. Siguió trabajando en la editorial. Soñaba con independizarse y montar ella misma una, en la que descubrir a escritores de verdad.
-Lástima que tú no seas escritor, me decía.
Como yo conocía bien su carácter fuerte e independiente tardé en insinuarle que la podía ayudar en su carrera.
-Yo no soy la chica del gánster.
Estaba más que claro.

Laura regresa a su apartamento y se desnuda. Deja el vestido negro de mi funeral arrugado en un rincón del dormitorio. Abre el armario y descubro que lo tiene lleno de pantalones, pero le adivino el pensamiento. Elige una falda y durante un rato contempla otra que conozco bien, porque en una ocasión derramé mi copa de vino sobre ella. Fue el día de nuestro primer enfado. Yo estaba preparando la cena en la cocina y ella llegó para decir que salía, que había quedado con unos compañeros de la editorial para montar una conspiración contra sus jefes. Lo único que se me ocurrió hacer fue montarle una escenita.
-Si quieres te pongo una editorial el doble de grande que esa mierda en la que trabajas.
-No uses conmigo tus modales de gánster de la tele. Que a tí lo que te sobran son muchas horas de cajatonta.
Me gustaba mucho la televisión y no me perdía ninguna serie de mafiosos. Me daba igual que fuesen americanos, chinos, italianos, rusos.
Laura salió con sus colegas y no dejó que la acompañase.
-No pegas ni con cola. Es como si yo te pidiera que me llevases a una de tus reuniones de trabajo en las que habláis de cómo retorcerle el brazo a un tipo. Las cosas están bien así, cada uno ha de organizar su vida.
Aquella noche supe que lo nuestro tenía una fecha de caducidad grabada en el reverso de nuestros sueños. Forcejeé con ella y lo único que conseguí fue derramarle una copa de vino por encima.

Esa es Laura. Estudia la carta del restaurante. Localiza una errata, pero no se lo dice a su acompañante, entre otras cosas porque sabe que el pobre diablo no va a poder hacer nada por solucionarlo y porque ella misma ha contratado a un filólogo muy voluntarioso y vocacional en el oficio, que se ocupa de esas tareas. El patán que tiene enfrente no tiene cualidades para encargar la cena. Habla poco. Y Laura piensa que con él será ella la que se tenga que ocupar prácticamente de todo: de editarle los libros y de sacar temas de conversación.
-Vengo del funeral de un viejo amigo.
-Lo siento. Los funerales. Los funerales, dice él, sin más, pesaroso.
-En una época fuimos pareja.
-Extraño, ¿verdad?
-¿Qué cosa?
-Enterrar a un antigua pareja.
-Sí que lo es.
Laura encarga un pescado a la sal y un vino achispante.
Lo que viene lo conozco, así que me abstengo de subir con ellos hasta el apartamento. Doy una vuelta por ahí. Tengo la boca seca. Me gustaría tomar una copa. Pero no tardo en advertir que se trata de una sensación errónea, falsa, porque sólo soy forma sin materia. Y lo mismo me da tener sed que no tenerla. El infierno me parece igual de jodido que la vida en esta condición. De lo que estoy seguro es de que el vestido negro de Laura, con el que tan hermosa ha venido a darme el último adiós se va a tirar unos cuantos días arrugado en el rincón. Hasta que decida llevarlo a la tintorería. Algunas de nuestras discusiones más frecuentes venían motivadas por nuestras diferencias en ese aspecto: yo siempre fui ordenado hasta extremos puntillosos, mientras que ella, descuidada y feliz, iba dejando sus vestidos por toda la casa.

3 comentarios:

Antonio Senciales dijo...

Me ha gustado. Está bien escrito. Veo que persistes en tus investigaciones 'plumíferas'.
Del libro de relatos, ¿se sabe algo más?
Leeré más episodios de 'Las viudas'y te dejaré mi impresión de lector.
Saludos.

hombredebarro dijo...

Antonio, me alegra verte por aquí.
Como bien dices, persisto. Del libro de relatos sólo sé que ya no está en mis manos, ahora depende del trabajo de otros. Yo he hecho lo mío.
Un saludo.

Marisopli dijo...

Qué sadomaso tan cómico y tan tierno.
:-))