miércoles, 13 de febrero de 2008

Adela


Aquel día no hacía mucho sol en la Costa del Sol. Sabía que mi futuro no sólo dependía de los mamporrazos. Para ellos ya tenía a Pepe y a Sixto. Así que acabé por tomar unas lecciones de golf. Pero de repente se puso a llover. Adela era peluquera en el club. Estaba de espaldas cuando entré y tardó un rato en darse la vuelta porque no me oyó. Lo primero que me gustó fue su espalda, su modo de respirar, la concentración con la que se entregaba a pequeñas tareas manuales. Yo nunca he sido un manitas, sin embargo ella era capaz de hacer ciertos arreglos eléctricos para los que se necesitaban habilidad y precisión. Mientras ella manipulaba un aparato yo la miraba en silencio, extasiado, y luego olía tan bien. La carne de Adela ya no era dura como las manzanas, se había ablandado, aunque seguía mostrando una rotundidad inapelable. Se desnudaba y parecía como si creciese. Como una esponja que se hinchara. Adela me sentaba en un sillón en mitad del dormitorio y con una maquinita que zumbaba como un enjambre me iba cortando los pelos de las orejas, de la nariz, del cogote. Era dos años mayor que yo. Diez menor que su marido, que solía pasar semanas fuera.
El swing no era lo mío y siempre andaba impaciente por acabar la clase para pasar por la peluquería.
-¿Otra vez se va a cortar usted el pelo?
-Sólo vengo a verla.
-Si quiere usted quedamos cuando acabe esta tarde.
Desnuda, lo he dicho, Adela era muy poderosa. Me subyugaba. Apenas me esforcé en complacerla durante los pocos meses que duró nuestra relación. Me dejó ella. Me dijo que su marido la necesitaba. El tipo se vestía con sus ropas. Pero ese no era el asunto, el caso es que se iba a morir. Le habían descubierto un cáncer.
Los campos de golf de la Costa del Sol fueron desde entonces mi despacho. Los conocía bien casi todos. Seguía siendo un pésimo jugador, pero me dejaban ganar casi siempre.
La echaba de menos e iba a verla a la peluquería. A veces consentía en arreglarme. Adela siempre pensó que yo era un respetable hombre de negocios. Le dije que había enviudado años atrás. Cuando por fin el otro murió fuí a verla, pero me dijo que ya no quería nada de los hombres. Estaba triste, muy triste, así que temí que me contagiase.

Está triste y me ha contagiado. Me ha puesto triste. Llora, pero no se le ven las lágrimas, se las come ojos adentro. Adela lleva algo en las manos, ya que no puede tener los dedos quietos, es un rosario. Pasa las cuentas y reza. Lo hace por mí. Me acerco hasta sus labios y me dejo acariciar por el bisbiseo. Es Adela como yo la conocí, Adela con un hermoso traje negro, porque sabía que me gustaba que saliese guapa. Yo mismo le regalé uno para el entierro de su marido, pero este es nuevo. Me gusta el detalle y se lo agradezco, le soplo en una oreja, como le gustaba que le hiciese.
-¿Qué quieres que te haga?
-Sóplame muy suavecito en las orejas, me decía. Y eso era todo. Lo demás me lo entregaba a mí. Toda la calidez atormentada, pero paciente de su cuerpo.
Hace buen día hoy para jugar al golf, pero la verdad es que nunca me ha gustado demasiado. Me parecía que era el sitio en el que me tenía que promocionar, eso era todo. Por otra parte, los palos me han servido para atizarle la badana a más de uno.
-Dame un número 4.
Sixto me hacía de caddie.
-Número 4.
Y con él le pegaba al fulano en las costillas para que le quedase claro quién mandaba en aquella parte de la costa.
Lo bueno de ser la bocanada que se la ha escapado a un fiambre es que si no te apetece no juegas a lo que no te apetece.
Quiero seguir un rato más con Adela mientras las colonias verminosas empiezan a dar cuenta de mis partes más blandas. Cada uno ha de cumplir con lo que ha de cumplir. Adela coge un taxi a la salida del cementerio y a mitad de trayecto se da cuenta de que quizás no le llegue lo que lleva para pagar la carrera. Cada salto del taxímetro representa un asalto a su corazón. El hombre es rudo y maleducado, de lo que hace gala. Adela piensa que mejor éste que cualquier otro, así que lo invita a subir a su piso. Me sorprende Adela, he de confesarlo. Lo que hacen en el dormitorio está muy lejos de ser lo que Adela me pedía o lo que hacía con su marido. Pervertido, vestido como ella, con su ropa. Y me doy cuenta de una cosa. Que las personas son un misterio. No es el descubrimiento de la pólvora, pero en vida no lo he sabido nunca. No me hace daño conocer a Adela, todo lo contrario. En otras circunstancias hubiese pensado en darle una paliza al tipo, incluso a Adela, escarmentarlos a los dos. Pero en la actual tesitura en que me hallo me hace bien. Ojalá hubiese ahí alguien comprendiéndome a mí, cuando le atizo a un pardillo. ¿Por qué no?
El vestido de luto de Adela queda colgado de una percha. Los pantalones del taxista en el suelo. Salgo a la calle para encontrarme con ese vagabundeo recurrente de buscar un lugar en el que tomar una copa, donde no tomarla. Quizás es la primera vez en muchos años que miro hacia el cielo. Por supuesto, ni una estrella. Sólo la luna y los anuncios de la ciudad.

3 comentarios:

Fernando García Pañeda dijo...

Muy interesante esta serie que estás desarrollando.
Y mucho menos dura y angustiosa que la anterior.

hombredebarro dijo...

Sí, pero por el camino de la ficción me voy a quedar sin lectores. Los blogs sobreviven mejor con el comentario que con el cuento. Con el cuento no se llega a ninguna parte. Y ahí vamos.
Un saludo.

Tesa dijo...

Leo mucho, fuera y dentro de la red, he llegado a tu Blog desde "La semejante criatura", y descubro que tienes "el don"; tus textos (sólo he leído un par de viudas ...y el funeral) enganchan, y utilizas expresiones mágicas como "se las come ojos adentro" que no puedo dejar de admirar.
Un saludo