martes, 29 de abril de 2008

Encuestas y monstruos

Fotograma de la película Freaks, de Tod Browning.

Los hechos acaban confirmando siempre que la realidad no existe. Esta es la única certeza que tiene el escritor. Sin ella, ponerse a maquinar los espejismos de un artefacto ficticio sería la actividad de un insensato, de un demente.
Un escritor tiene que trabajar en las nubes, pero con los pies en la tierra. Desde ahí se consigue algo de perspectiva. Pero tampoco mucha. Esto me hace reacio a las encuestas. No tengo fe. Es decir, no creo en la interpretación de unos datos. Ni siquiera en los datos mismos. Me he declarado en la primera frase: no creo en la realidad.
Sin embargo, hoy no me ha quedado más remedio que rellenar una encuesta en mi puesto de trabajo. Ya era el último aviso que me daban.
Como a estas alturas ya se huelen algo de mi poca fe, me invitaban humorísticamente a que en todo caso se la diese a mi hijo mayor, de 4 años, para que él la cumplimentase por mí. He cedido y he procedido a marcar una serie de cruces en los ítems correspondientes. Poco, a veces, mucho, bastante. Eran las opciones. Los enunciados de los ítems eran de muy dudosa interpretación, pero sin matices.
He cumplimentado la encuesta sobre el clima de convivencia en los centros escolares con la aplicación de un niño de 4 años, que ha sido lo que finalmente se me ha pedido. Aunque he procurado incurrir en algunas contradicciones.
Por mi falta de fe en esa realidad perseguida por la encuesta.

Lo que más me asombra es que algo que ya se sabía hace más de 2000 años se haya olvidado.
Para qué coño se reponen las obras de teatro clásicas de comediógrafos y tragediógrafos latinos y griegos todos los años en Mérida. Para qué va la gente al teatro o al cine. No me lo explico.
¿Para qué se inventan las historias? Yo venía creyendo que era para suplir la ausencia, el vacío que deja en nuestras vidas una realidad fugitiva, huidiza, volátil, i-ne-xis-ten-te. Pues no. Parece que es para otra cosa. Parece que la realidad se atrapa con una encuesta y que las historias sólo sirven para adornar o darle un valor añadido de caché cultural a nuestras vidas.
Como sigamos yendo a la ópera, o al cine, y al teatro, y sigamos leyendo, como si en ese acto, en vez de inventarnos o inventar el mundo, sólo estuviésemos entreteniendo el poco tiempo libre que nos dejan ocupaciones mayores, acabaremos por creer que la realidad es lo que dicen las encuestas, la televisión, los periódicos.

Los de hoy hablan de Josef Fritzl, un ingeniero electrónico jubilado de 73 años, que ha mantenido encerrados a su hija y a tres de los hijos de ambos en el sótano de su casa durante dos décadas y media. Otros tres hijos, producto de la relación incestuosa del ingeniero con su hija, vivían en la parte de arriba de la casa, como si fuesen sus nietos.
En una fotografía veo al anciano con las manos entrelazadas por debajo del vientre. En la de al lado se nos muestra el cuarto de baño que había construído en el zulo, donde estaban encerrados su hija y sus tres hijosnietos.
A pie de foto leo: El monstruo y su cárcel.
Pero él no parece un monstruo, sólo un hombre mayor, seguro de sí mismo. Y el cuarto de baño tiene detalles de una cotidianeidad doméstica con huellas entrañables, como la pegatina de un pulpo en los azulejos, una estrella en el calentador o un elefante de goma sobre la repisa del espejo.

Desde luego, la historia es terrible. Ha tenido lugar en una tranquila localidad austriaca que se llama Amstetten, no lejos de Viena. Josef ha sido un hombre amable, educado, aficionado a la pesca. Ha vivido entre sus vecinos, como cualquiera de nosotros, en compañía de su esposa y de sus seis hijos, que se han hecho hombres y mujeres. Y nadie, ni siquiera su esposa, punto increíble donde los haya, inverosímil desde una óptica narrativa, se ha percado de la doble vida que venía llevando desde 1984, cuando decidió encerrar a su hija Elisabeth en el sótano.

En este asunto yo no acierto a dar con la realidad. Parece que Josef ya ha sido bautizado mediáticamente como “el monstruo de Amstetten”. No obstante, insisto, el viejo ingeniero electrónico parece un hombre. Lo ha sido hasta que ha confesado. Un hombre normal y corriente. ¿Cómo es posible pasar tan pronto de la categoría de hombre o ciudadano a la de monstruo? Uno de los viejos comediógrafos latinos, Terencio, dijo, a través de uno de sus personajes, en un sencillo latín: Homo sum, humani nihil a me alienum puto, que quiere decir: soy un hombre, pienso que nada del hombre me es ajeno. Lo hizo en una obra que se llamaba “El atormentador de sí mismo”.
Así que si Josef Fritzl es un monstruo, todos lo somos. Pero si todos los demás somos hombres y él, hasta hace poco, lo ha sido, no me cabe duda de que también ahora, después del descubrimiento de su historia, lo sigue siendo. Un hombre en toda la extensión de la palabra. Un hombre perdido en una realidad fugitiva, inexistente.

Imagínense a Josef contestando una encuesta telefónica. Dando respuesta a unas preguntas, por ejemplo sobre su intención de voto en unas elecciones, o su opinión sobre determinados detergentes. Después de colgar, qué comentaría con su esposa en el piso de arriba, o con su hija en el sótano. ¿Porque qué era lo real? ¿Lo que sucedía arriba, a la luz del vecindario, o lo que tenía lugar abajo, en el reino de esas sombras, a las que hemos arrojado a los monstruos, de donde de vez en cuando salen a la luz? Porque su hija, a la que empezó a violar cuando apenas tenía 11 años, es el verdadero monstruo de toda esta historia.
En la actualidad tiene algo más de 40 años y el pelo y la piel blancos y cenicientos. Lo mismo que los hijos de los dos, que nunca salieron del zulo.
Esos son los seres de las sombras. Los monstruos, las víctimas. Aquejados de graves dolencias en los ojos y la piel, a causa de tan prolongado encierro sin ver la luz del día, asomados al mundo a través de un televisor. Josef Fritzl, con sus cejas enarcadas, sus límpidos ojos claros y su bigote recortado, es tan perfectamente humano como cualquiera de nosotros.

El terror y el miedo han anidado en el corazón de los monstruos clásicos del cine y la literatura. Josef Fritzl, ingeniero electrónico, pescador aficionado, un miembro más de un tranquila comunidad de vecinos, es el padre de unos nuevos monstruos, seres desprotegidos, que no van a tolerar la luz del sol ni la libertad de ir a donde quieran.

Y es que Josef Fritzl pronto se dio cuenta de que la realidad no existía. De que daba sus pasos sobre un suelo y un fondo de trama azul, como esos que se usan en el cine y la televisión para meter a los personajes en determinados escenarios. Así que decidió inventar el mundo. Y para ello procedió como los antiguos tragediógrafos y comediógrafos clásicos. Arriba iría la comedia, con su máscara sonriente, su esposa e hijos, nietos y amigos, trabajo y aficiones. Y abajo, la tragedia, con una mueca dolorosa en la máscara, el incesto, la cremación del cadáver de un bebé, las violaciones, el amor enfermizo, los celos y la condena.

Este viejo arrogante va a llamar mucho la atención de los escritores. Se va a escribir mucho sobre él. Porque con su confesión acaba de renovar el ciclo de los mitos. Sin duda hay un dolor real, una pesadilla que atormentará de por vida a esos seres. Porque sin duda lo que no había era un mundo real bajo sus pies. Así que catalogar a Josef como monstruo y sentir pena por su hija y por todos los que han sido víctimas suyas, no va a servir para instaurar la realidad. Imagínense a Josef, sólo por un instante, contestando una encuesta. Eso sí que resulta pavoroso.

domingo, 27 de abril de 2008

El sacaleches



Afirmación:
El microrrelato, así a grosso alfonso, es una mierda.

Demostración:

Desengaño
El espía que surgió del frío se quedó helado cuando le trajeron la cuenta.
(Pág. 48, de Venidos del miedo, de Julián Sánchez Caramazana, editorial Páginas de Espuma)
Ni como chiste tiene gracia.

Meteorología aplicada
Hace tiempo me pagaron con un cheque sin fondos de un Banco de Niebla. Gracias a no haberlo podido cobrar, he gozado siempre de claros.
(Pág. 159, de De lo tuyo a lo mío, de Pere Calders, Laia Literatura)
Supongo que no se refiere a Niebla, pueblo de la provincia de Huelva, sino a una Niebla metafísica. Puede que como punto de partida no esté mal para una historia. Pero se vuelve a optar por la gracieta, que ya venía anunciada en el título.

Hipnosis
Me propuse hipnotizarla. Nos miramos fijamente a los ojos. Eran los suyos unos ojos de mar, calmos, hermosísimos. Me fui perdiendo en sus profundidades. Sin darme cuenta, terminé siendo yo el hipnotizado.
(Pág. 246, de Grandes minicuentos fantásticos, Hipnosis es de Ángel Guanche)
Cualquier dibujo animado de esos en los que los ojos empiezan a convertirse en órbitas tiene más gracia, porque la paradoja es de una profundidad nula a estas alturas, que no digo yo que no fuese interesante en el siglo 19.

Historia fantástica
Contar la historia del día en que el fin del mundo se suspendió por mal tiempo.
(Pág. 274, de Grandes minicuentos fantásticos, Historia fantástica es de Augusto Monterroso)
Pues ea, a contarla, otra vez con la gracieta meteorológica.
El otro tema.

El caso Zafón. Peliagudo.

Veamos una de las cosas que dice Justo Navarro en su reseña ¿crítica?
En Blablabelia, sábado 26 de Abril, 2008.
“Carlos Ruiz Zafón es un devoto de la literatura y ha erigido un museo de lugares literarios, semejante a la Disneylandia de réplicas de edificios monumentales, o al Pueblo Español de Barcelona, que,cuando en la Exposición Universal de 1929, duplicó fabulosamente calles y casas en una síntesis de la arquitectura vernácula.”

Intelijencia dame el nombre exacto de las cosas. ¿Qué quiere decir Justo Navarro? Yo adivino un rodeo, una de esas perífrasis que en tiempos de censura sirven para decir lo que no puedes decir. Si un tipo va a vender un millón de libros, hay mucho en juego, para que venga un guapo a decir: esto es cartónpiedra.

Más adelante dice el reseñista:
“A Carlos Ruiz Zafón le gustan las frases ritualmente literarias. Si su héroe entra en la casa que acaba de alquilar, lo hace como una legión de “exploradores británicos adentrándose en las tinieblas de un milenario sepulcro egipcio”. El atardecer cubre el cielo “como un sudario rojo”. Barcelona es “un perpetuo y negro crepúsculo de humo de fábricas”

Intelijencia, ¿y ahora cuál es el nombre?
Tópico.

Justo Navarro, al que no he leído mucho, sólo hace tiempo una novela sobre dobles, es un autor económico, de obras contenidas, de pocas páginas. La obra de Zafón tiene 668. ¿Cuántas le habrán parecido prescindibles?

Supongo que es dura la vida del escritor que no ha llegado ser un firmabragas. Supongo que hay necesidad de sobrevivir en un mercado que está atrofiado por fenómenos como la zafonmanía. Supongo que es difícil decir lo que te parece una novela que le va a gustar a un millón de lectores. Sólo lo supongo.

Y del otro lado la alternativa indie, la nocilla. El infantilismo ya en el nombre como apodo generacional. La estrategia comercial al servicio de la calidad cultural. De la literatura de autor de ruptura.

Qué manera de tocar los huevos, oiga.

Por ahora me quedo con este rollo de la literatura de blog, con este té de señoritas provincianas. Tan pudorosas, tan bienpensantes. Mi pastelito tiene una buena dosis de veneno, quizás es que soy sólo un envidioso que considera el éxito prueba de incapacidad o inmoralidad. O quizás sea otra cosa. Vete tú a saber.

Después de ir el viernes a urgencias para que me pusieran un chute de corticoides y un poco de oxígeno para la crisis asmática, me puse a repasar los lapsus de la edición de “Mucha suerte”. Supongo que en las lamentables condiciones en que me hallaba se me habrán colado tantos como conseguí pescar.

Han estado aquí también Marcos y María, por dar dos nombres fingidos, en una visita relámpago de fin de semana con extensión incluida a Granada. Han dejado a las niñas a más de mil Kilómetros en la ciudad de P. Ella cada cuatro horas tenía necesidad de un lugar discreto para sacarse leche, pues está amamantando a la pequeña. Me ha pedido que por favor no contara nada de eso en este blog. Le he dado total seguridad de que era lo primero que iba a hacer. Pero al final, en la disposición de materiales, lo he dejado para el final.

Un beso, Marcos y María (nombres fingidos que coinciden exactamente con los originales).

Y en cuanto al lema que comparto con Pajares, follar, follar, follar, en ello estamos. Amigos.

viernes, 25 de abril de 2008

100cienCIEN


Esta es la entrada número 100.

¿Y qué?

Si la alergia me lo permite intentaré empezar a corregir las pruebas para la edición de "Mucha suerte".

A simple vista, lo primero que se me ocurre decir es lo fácil que es cagarla.

Pero ya no hay vuelta atrás.

El día del libro me ha tocado tanto las pelotas que han conseguido lo que pretendían. Que odie la lectura. Todo el mundo recomendando un libro. Y yo, como Pajares, lo único que quiero es follar, follar, follar.

Otra cosa: la microficción, así a grosso alfonso, me parece una mierda.

La generación nocilla, así a tarro lleno, una pringue innecesaria.

Zafón, de bote pronto, un firmabragas. Qué suerte tiene.

El rollo este de la literatura de blog una merendilla de viejas.

Joder, qué a gusto. Mi entrada cien100.

Para lo mío también hay. Pero a lo mío que le den los demás. Por donde más me duela.

La corrección, sólo en la ortografía, amigos.
Lo dicho: qué fácil es cagarla.

miércoles, 23 de abril de 2008

Pera con alas



He dicho en más de una ocasión que a mí la música no me gusta. Sin embargo, me gustan los musicales, en película y en teatro. Si matizara la rotundidad de la afirmación tendría que decir que en mi casa nunca, o muy pocas veces, oigo música. Pero sí lo hago en los trayectos en coche. Viajes largos, o en el ir y venir del trabajo.
Cuando era más joven, o joven a secas, me gasté uno de los primeros sueldos en un equipo de música. Pero la relación entre el aparato y un servidor fue una pasión con grandes dosis de fingimiento. Por otra parte, nunca he usado uno de esos aparatos que sirven para oír música por la calle o en el autobús. Nunca tuve un walkman, que era lo que se llevaba en mi época. He preferido siempre los ruidos de la gente, los retazos de conversaciones, y el silencio. No obstante, he disfrutado y disfruto de la música en los bares. Los elijo según el tipo de música que ponen. Lo que quiere decir que tengo algunas preferencias. Desde luego no se fuma y se bebe de la misma manera según lo que estés oyendo. Lo único que me gusta hacer si fumo es beber y escuchar música. Por ejemplo.

Pero insisto, a mí la música ni fu ni fa. Quizás ese sea el motivo por el que me gusta Erik Satie, que escribió lo siguiente: “Todo el mundo les dirá que no soy músico. Es verdad”. He oído a Satie y me ha gustado, un piano a secas, pero he leído a Satie y me ha gustado más. Porque ha dicho que el piano, “como el dinero, no resulta agradable más que a quien lo toca”. Los escritos de Erik Satie no existieron nunca como obra unitaria. Los libros que circulan por ahí son distintas recopilaciones procedentes de diversos archivos o colecciones. Tengo ahora mismo a mano Cuadernos de un mamífero, publicado en El Acantilado, y Memorias de un amnésico y otros escritos, de Ediciones Ardora.
En Memorias de un amnésico y otros escritos dice lo siguiente:

“En la vida se puede evitar con tino más de un problema. Interrumpir el servicio militar. Excusarse por un entierro. No pagar a la modista. Votar contra el gobierno. Se puede, según la fantasía de cada uno, no escoger más que lo divertido.” (pág. 108)

“No es “moderno” dar una impresión solemne. El último grito pide otra cosa: dar una impresión “imbécil”, por ejemplo.” (pág. 110)

En el verano del 2002 hice un viaje en coche por la Bretaña y Normandía. Una delicia, uno de esos casos en los que el aburrimiento y el placer se dan la mano. Y sientes que todo es felizmente predecible. Ciudades pequeñas, limpias, silenciosas, fáciles para el peatón y para el automovilista. Nada que ver con Italia, por ejemplo. La temperatura agradable, los cielos apaciblemente nublados. La gente ordenada y puntual, inflexibles con las horas de cierre y apertura de los establecimientos. En definitiva, orden y tranquilidad. Lo mismo puede ser maravilloso que un puto coñazo. Pero bien, el caso es que una tarde, pudo ser, veamos, la del uno de Agosto, por qué no, llegamos al encantador puerto, el viejo dique, de Honfleur, que pertenece al departamento normando de Calvados, en el estuario del Sena. Entre los ilustres hijos de esta ciudad, que no llegará a los 10.000 habitantes está Erik Satie. 1866-1925. En ella su casa natal convertida en museo, que no llegamos a visitar porque ya estaba cerrado. El caso es que el icono que anuncia y simboliza la casa es una pera con alas. No sé si el artefacto surrealista, o más bien dadaista, está hecho a partir de un dibujo del músico o no, pero el caso es que a su muerte se encontraron en su habitación, muy bien ordenados en cajas de puros, miles de dibujos e inscripciones extrañas en minúsculas cartulinas, que jamás le había mostrado a nadie. Lo que emparenta al músico con otro grafómano cada vez más conocido. Robert Walser. Durante el resto del viaje el único salvoconducto que usamos para cualquier cosa fue decir “pera con alas”. Cuando no había otra cosa que decir: “pera con alas”, y en un descuido en mitad de la conversación: “pera con alas”.

Ahora un músico que odio: Andrea Bocelli.
Un amigo que pasa gran parte de su vida traspasando la música a los nuevos formatos tecnológicos me regaló, años ha, una caja de cintas de hierro, cuando lo nuevo era el cromo, o viceversa. Pues el susodicho tenor, de marras, estaba dale que te pego en el coche, y yo como copiloto soportándolo, cuando giré la cabeza hacia atrás para descubrir que en la última parada nos habían roto la ventanilla y se habían llevado una serie de bolsas que iban en los asientos traseros. Evidentemente esto ocurrió en España, entre Pinto y Valdemoro. Es curioso, desde entonces he pasado por allí un buen número de veces, pero mi animadversión no se ha desarrollado contra esos lugares, sino contra el Bocelli de las marras dichas.

Y ahora un musical, género total donde los haya. Anoche estuve viendo en dvd The Rocky Horror Picture Show. Al contrario de lo que me ocurre con la música puedo decir categóricamente que el cine sí me gusta. No demasiado el cine por la pantalla de la tele, pero a veces no queda más remedio. Cine y música. Vaya. Ahí también hay sus más y sus menos. Le agradezco a la película La soledad que carezca por completo de banda sonora. Es que ni en los títulos de crédito. Olé. En muchas pelis la música es un recurso facilón para crearte el clima que la historia no es capaz de conseguir. Pero, si la peli es musical, eso ya es otro asunto. Si es The Rocky Horror..., tiene toda mi entrega. Poesía, música y relato. Todo en uno. Poca naturalidad, una ciencia ficción muy light, terrorock y una muy divertida afectación.

No me gusta la música, empero me gustaría que la vida fuera un musical. Un musical descerebrado. Digamos en el que revoloteasen peras con alas. ¿No venden en los sexshops pollas y chochos saltarines, incluso con alas? ¿No tienen alas las compresas? Una de las cosas de las que queda uno convencido después de haberla visto es muy importante. Se trata de la comprobación de que el liguero, las medias y el corsé de fantasía, le quedan tan estupendos a los hombres como a las mujeres, lo cual es muy fácil de comprobar en casa.

Allá por 1895 Erik Satie se mandó hacer 7 trajes de terciopelo idénticos, que llevó sin interrupción durante diez años, lo que le reportó el apodo de Velvet Gentleman. Tampoco esa es mala lección.

Puestos a elegir ni siquiera hay por qué hacerlo. Los hombres que nos vestimos por los pies lo hacemos por fuera y por dentro.

lunes, 21 de abril de 2008

En primavera déjame de cuentos



Foto: Primavera I, enviada por Nina a la galería de imágenes de Photoshop Designs.

A mí la primavera me sienta como un tiro. Empieza la alergia y es cada vez más pronto. Antes era Mayo la nariz de payaso. Los picores de garganta y los ojos de brótola. Pero este año llegó con Abril. Ya no puedo pasar sin los antihistamínicos. La primavera es un polen que me hace estornudar y me inocula una indefinida melancolía. Por no decir flojera. Y esa sensación de haber perdido algo sin saber muy bien qué. Porque las gafas las tengo puestas, las llaves tampoco son. Y siempre acaba por aparecer el bolígrafo que andaba buscando. Me quedo pensando en qué es lo que me falta, porque es algo lo que me falta, sin ser ninguna de las pérdidas que ya conozco. Trae además la sensación de que los esfuerzos son vanos, de que es absurda invención todo. Y sueño. Ganas de dormir a todas horas, aunque luego me despierto de madrugada con el terror de no poder volver a dormirme. Y las putas flores tan bonitas. Y más horas de luz. Y ganas de bañarme en la playa, pero unas ganas raras, porque no me baño. En otoño, a veces, esas ganas son más reales y me baño. Si el agua no está demasiado fría, claro. Y ellas que empiezan a sacarse los abrigos y las trencas y las medias negras y demuestran no ya que tienen brazos y piernas, sino que son casi como los que recordábamos, incluso mejores. En el aire van suspendidas las partículas que me hacen estornudar y las que me distraen más de lo conveniente. Esas que te dejan pensando en no sabes muy bien qué es lo que estás pensando.

El caso es que con estos antecedentes, el otro día, ella y yo nos metimos en el cine a las once de la noche. No voy a dar el título de la película, porque no quiero hacerla culpable. Sin embargo, ya nunca sabré si me gustó o no. Porque me pasé el tiempo que duraba luchando contra el sueño. Hacía tiempo que no sufría tanto. Me irritó la postura en la butaca y la cambié cien mil veces. Me desesperó la historia en la pantalla, en la que no entendí que sucediese nada digno de ser contado y los personajes me irritaron. En varias ocasiones me dí por vencido cerrando los ojos, pero otra parte de mí se rebelaba, empeñado en contemplar las imágenes. Dí más de una cabezada. Y más de una vez me sobresalté, la última instantes antes del final. No sé bien si me perdí partes fundamentales o sólo fueron segundos, pero la peli ha dejado en mí una huella traumática a pesar de lo reducido de su metraje. A la salida ella y yo comentamos que quizás con la mitad del tiempo habría sido más que suficiente. Aunque no se durmió como yo, también le pilló cansada. Un sábado a las once, después de una dura semanita.

De cualquier forma si pensara en una escena con la que me hubiese divertido esa sería la de la visita de los dos mormones al viejo. Está realmente bien. El viejo los atiende, los escucha pacientemente y a las palabras del libro de los mormones responde con las de Marx y Engels, creando un lazo extraño, intenso y muy humano. Lo cual me llevaría a recordar las visones que a menudo tengo en mi barrio de inividuos vestidos de tal manera que se adivina a la legua que son visitadores religiosos.

¿Y todo para qué?
Para escribir un cuento. Les doy la línea general. Si hay ahí alguien a quien la primavera lo deje intacto y tiene ganas de aprovechar la idea que me lo diga, o que no me lo diga, y que lo haga con mi beneplácito. Ya saben, a veces hay quien quiere ponerse a escribir y no sabe de qué. Yo sé de qué, pero me faltan las ganas. O las fuerzas. Bueno se trata de un tipo que va predicando de casa en casa como visitador religioso. Y tiene alergia. Estacional, primaveral. Y el tipo se pasea por la ciudad con su buen rollo y un lagrimeo constante. A veces se queda dormido en un sofá ajeno. A veces siente las tentaciones de la carne. A veces duda de su fé. A veces echa de menos a un compañero, porque él va solo. Vive en un hostal. En una ciudad que no es la suya. Pongamos por caso que está separado y que antes de abrazar sus creencias era cartero. Por ejemplo.
No sé si será la astenia primaveral o no, pero me da una pereza horrorosa escribirlo. Ya me he quedado dormido un par de veces ante la hoja en blanco del ordenador.
Y mientras tanto, esas putas flores tan bonitas.
Si además te pones a buscar una imagen en Goggle y pones Primavera te sale la chica de arriba. O ella o Botticelli. No lo dudé.
Aaaaachiiiiíssss.

viernes, 18 de abril de 2008

Los grandes escritores






Para ser escritor no hay nada como parecerlo. Se puede llegar a conocer a un escritor sin leer ni una sola línea escrita por él. Con sólo mirar viejas fotografías en las que aparezca. Leer alguno de sus libros servirá para otros menesteres, pero en absoluto hemos de fiarnos de lo que dice. Un escritor de raza miente. Miente ante todo y sobre todo. Si quieren conocer a un escritor no lo lean. Busquen fotos suyas y mírenlo como si fuera un viejo y lejano pariente muerto. Si lo que quieren es otra cosa abran el libro y comiencen a leer. Nada más. Después, si les ha gustado lo que han leído, no abran el pico. Era lo que acaban de leer.

Los estudiantes de letras estudian a los escritores sin leerlos. Hacen bien. Leerlos es el principio para no querer estudiarlos. Y sus profesores lo saben. Lo sé bien. Soy profe.

He aquí un cursillo acelerado e intensivo para dar a conocer a tres escritores. Dashiell Hammett, William Faulkner y Juan Benet. Lo único que necesitamos es mirar sus retratos. La lectura de su obra es opcional, no aporta nada significativo a nuestro conocimiento sobre ellos y ni siquiera será tenida en cuenta para subir nota.

A los tres se les ha puesto el pelo blanco y a los tres se les mantienen las cejas y el bigote considerablemente oscuros.

William Faulkner lleva una corbata a rayas diagonales y tiene unos ojillos blandos e irónicos, más amables que su boca en una primera impresión, aunque enseguida se advierte una línea sutil y expresiva bajo el bigote, complementaria del modo de mirar.

Dashiell Hammett lleva un corte de pelo muy americano, a cepillo. Su modo de mirar es afilado, inquisitivo. El traje a rayas, la corbata moteada, esa frente altiva y la boca sin cerrar del todo, le dan el aire de los bajos fondos, con pinta de matón a sueldo.

A Juan Benet el flequillo lacio le oculta la frente. El rostro, triangular, queda prensado en la palma de la mano entre cuyos dedos sostiene un cigarrillo, en una actitud de espera, resignada, ausente de la sandez de su interlocutor.

No cabe duda de que son tres grandes escritores. Y no nos ha hecho falta leer ni un solo párrafo suyo para darnos cuenta de eso. Basta mirarlos un rato como grandes escritores.
Fotos:
Dashiell Hammett, Culver Pictures, Inc.
William Faulkner, Carl Van Vechten, 1954.
Juan Bentet, no he encontrado referencia.

jueves, 17 de abril de 2008

Estudios fotográficos



Tengo una afición que no sé si será enfermiza. O algo perversa. ¿Insana? Cada vez que paso por delante del escaparate de un estudio fotográfico, he de detenerme para la contemplación de esas instantáneas que muestran sin pudor las poses más arriesgadas y relamidas del abrazo nupcial en parques y playas, alcazabas y castillos. Ahora que llega la época de las comuniones comienzan a despuntar también las de los tiernos marineritos o almirantes y sus impúberes novias. Me divierten no porque sean fotos divertidas, sino por todo lo contrario, me divierten por lo aburridas que son. Previsibles y bochornosas, contribuyen en su gratuidad a entretener ciertos paseos sin rumbo, o con el rumbo perdido.
Siempre me pregunto cómo es que los protagonistas de esas escenas dan su consentimiento para ser exhibidos de tal guisa, con unas galas que no favorecen ni al mejor pintado, cuanto más al común de los mortales, a los que nos suele ocurrir que en esos trajes de ceremonia adquirimos un aspecto sudoroso, precario y digno de lástima. Sólo hay un traje que siente peor que ése. El de baño.
A veces se me ha ocurrido hacer fotos de esos escaparates, pero nunca lo he llevado a cabo, porque soy muy perezoso para hacer fotografías. Se me olvida la cámara hasta en los momentos más oportunos para tener una cámara a mano. Me gusta ver fotografías, no hacerlas. Como a quien le gusta leer libros, no escribirlos. En mi caso en este punto y momento prefiero escribir un libro que leerlo. Cada cual a lo suyo.
Pero no quiero desviarme del asunto primero. De un tiempo a esta parte ha surgido un nuevo género en esos estudios de fotografía. El retrato picante de chicas. Esto es, la guapa del barrio o de la escalera, sin necesidad de ser modelo profesional, con un simple título de oftalmología o veterinaria, o con las riendas bien sujetas en una de las cajas del supermercado, llega a pensar que, liberando de ropa su espalda y girando la cabeza, o sentada desnuda con las brazos y las piernas cruzadas por delante, ofrece un modelo de belleza intemporal. Quizás esté en lo cierto. Pero a mí me dan escalofríos columna arriba y abajo.
He de reconocer que estos retratos me perturban bastante, y eso que no desconozco del todo uno de los subgéneros pornográficos más interesante en estos tiempos: el amateur.
Ese erostismo soft, intrascendente y superficial de muchas chicas de barrio o de la city está colgado de las paredes de muchos dormitorios de este país. Sólo pensarlo me lleva a imaginaciones descabelladas. De todas quizás la imagen que más clavada está en mi retina es una en la que la modelo, que ya no era una jovencita, llevaba una mantilla, con su correspondiente peineta, resbaládole por el cuerpo desnudo, entre sombras aterciopeladas, en una de esas poses de mujer con las piernas abiertas, que me hacen pensar en una influencia mal asimilada de Julio Romero de Torres.
Pero no seré yo quien juzgue a mis congéneres. Que sea el dios Apolo en su caso el que sentencie los casos más graves. A mí me basta con que esas imágenes me entretengan el paseo. No obstante, a veces lo que ocurre es que la imaginación se dispara sola.
Como en los cuentos, al anochecer supongo que un novio se sale de su cartulina con la chaqueta al hombro. Es probable que se acerque a la chica en pelotas detrás de un gran peluche. Y no es difícil que ocurra lo que algunos ya temerán y otros desean, mientras la novia duerme recostada bajo unas buganvillas y los marineritos abren los ojos como platos.
La temperatura cultural de un país no se mide a través de ningún observatorio. Es suficiente asomarse al escaparate de un fotógrafo para darnos cuenta de que lo que impera es un gusto malo, malo. Pero muy entretenido. Lo mismo que en la literatura.
Ilustra el texto una versión muy poco digerida de aquella imagen de American Beauty. Procede de photolooksevilla.blogspot.com

miércoles, 16 de abril de 2008

El mar, idiota, el mar


Foto: CeuElchedigital

A mí el circo me gusta entre otras cosas por los payasos. Sin embargo, he ido poquísimo al circo. Quizás porque a mí lo que de verdad me gustan son las metáforas y el circo es una de ellas. Y mucho más los payasos. Para entender el mundo a través de sus metáforas no hay nada mejor que ir mucho al cuarto de baño con los más variados pretextos. Lo que sé del circo lo he meditado en mis ratos ociosos en ese lugar haciendo muecas delante del espejo. El caso es que quiero hablar de unos personajes muy conocidos de todo el mundo, los payasos de la tele, que si bien pudieron parecer un sucedáneo del mundo del circo en cierta época, son esencia pura del fenómeno circense, no sólo por su diltada historia en la pista, sino también por la estructura paradigmática que nos ofrecen para entender los procesos del ser humano, ya sea bombero, tenorio o lector del gas.

Del grupo inicial Gaby, Fofó y Miliki con Fofito, que todo el mundo recordará, se pasó después de la muerte de Fofó, al formado por Gaby, Miliki, Fofito y Milikito. Cuando Milikito se fue para ser Emilio Aragón, el grupo pasó a ser: Gaby, Miliki, Fofito y Rody. Luego se marchó Miliki. Gaby, Fofito y Rody llevaron entonces por toda España su espectáculo “El fabuloso mundo del circo”. Gaby crearía más adelante la troupe “Los Gabytos”, que actuarían ya sin él, después de su retirada. Por su parte Fofito y Rody formaron un duo. Y Miliki se embarcó en “El circo del arte”. A continuación Rody también dejó las payasadas para querer ser presentador televisivo. Y Fofito participó con otro payaso, Chifo, y con el malogrado Mané en “Los trilocos”.
He ido poco al circo, ya os lo dije, pero he chupado mucha tele. Hasta que sale Fofito de “Los trilocos” y se reúne de nuevo con Rody para hacer un programa infantil llamado “Tras 3 tris”. De este programa surge un disco, “¡Mamma mía!”, que será denunciado por una asociación de consumidores por inducir a la agresividad infantil e incluso al suicidio. Se trata del corte número 8, titulado La canción de los hijos, que entre otras cosas divertidas dice:

“Se quita el zapatito, se clava el piececito con unos clavitos, plas, plas, plas.”
“Con una tijerita bien afiladita, cortamos la naricita casi al ras, morder el labiecito con los dientecitos, dar un puñetazo en el maxilar.”
“Cortar el vidriecito de la ventanita sin estropearse el uniformito y todos muy alegres del noveno piso saltar a la calle sin gritar, saltar a la calle sin gritar, saltar a la calle sin gritar.”

Autores: Rody y Fofito. Unos genios.

Como sea, se puede observar, por la evolución de las formaciones que se suceden, que se produce una brecha familiar por la cual quedan de un lado Miliki y Milikito, y del otro los hijos de Fofó, Fofito y Rody, y Gaby con los suyos. Pues bien, llegar aquí siginifica que un partido u otro hay que tomar. O te alineas con los relamidos Miliki, que cultiva el secreto afán de ser cada día más parecido al recientemente desaparecido guionista del cine español Rafael Azcona, Milikito-Emilio Aragón, de falsa sonrisa y proteicos afectos, y la inefable Rita Irasema, de una cursilería estrábica insoportable. O bien eres de los Fofitos.

Yo sin lugar a dudas soy de los Fofitos y su causa es la mía. Recientemente Fofito exponía en público los problemas que había tenido con el alcohol y denunciaba que no conseguía encontrar trabajo a causa del boicot promovido por su tío Miliki y su primo Emilio Aragón. Un buen payaso, un hombre normal, un mal actor, que aparece en Torrente 3, donde hace de pistolero, y en cuyo rodaje, según cuenta él mismo, se le escapaban los tics de payaso. Autor de una letra como la que hemos visto más arriba, tuvo que arrepentirse públicamente de algo que está a la altura de las historias de Edward Gorey o Tim Burton.

Así que desde aquí y desde ya llamo para que se reivindique la vuelta de Fofito a la tele. Para que los mejores no sean arrinconados por los más poderosos. “El mar, idiota, el mar”, quizás la mejor frase de estos payasos, después de la archiconocida “¿Cómo están ustedes?” El rostro de Fofito tiene las huellas del tiempo, cómo no. Mierda de vida. Payaso. El labio fruncido es su sonrisa, como la seriedad de palo fue la del viejo Buster Keaton, cuando al final de su carrera trabajaba como gancho para bromas televisivas.

lunes, 14 de abril de 2008

Hirsutismo rubio






En un día tan señalado como el de hoy, en el que aparece la bandera republicana para recordarnos los malos tragos de la historia, me veo impelido a hablar de uno de los temas que más me obsesionan desde el punto de vista político. El hirsutismo rubio. Según el DRAE que manejo, hirsutismo es un “Brote anormal de vello recio en lugares de piel generalmente lampiños. Es más frecuente en la mujer.” Os ahorro la definición de rubio. Por otro lado voy a ceñirme al hirsutismo rubio masculino. Bien pensado, el DRAE se podía haber ahorrado el añadido después del punto, no aporta nada. ¿Qué hace en una definición esa dudosa coletilla estadística “Es más frecuente en la mujer”, sino poner de manifiesto que los ancianos y venerables académicos sienten cierto placer morboso con el asunto. Pelillos a la mar, que dirán los castizos. La única bandera, por otra parte, bajo la que me pondría, es la muy literaria de la calavera con las tibias cruzadas, y tampoco sé cuántos de sus dictados soportaría. La bandera de la corona o la bandera republicana me la sudan. Lo siento. El caso es que el heredero del actual monarca, al que hoy se le declaran un gran número de adeptos: soy republicano y juancarlista. He tenido que oírle a un locutor de radio. Tócate los huevos. Decía que su herdero, Felipe, esto es, sufre a ojos vista de ese serio problema que es mayoritario en la mujeres, de hirsutismo. En su caso rubio. Lo mismo que aquel Javi de la televisiva serie Verano azul, héroe repelente donde los haya habido, y ahora polimacarra en El comisario, también televisiva serie infumable. Y no quiero dejar de pasar la oportunidad para decir que la tele no es que me guste, me apasiona. A estas alturas alguien se preguntará cómo se yo de la afección que aqueja a estos dos casi ficticios personajes. ¿Los he visto desnudos acaso? No, nunca. Ni siquiera los he visto en carne y hueso. Pero me he fijado, háganlo ustedes, en que: Felipe tiene el pelo áspero, no ya en la cabeza, sino también el los brazos y en las cejas. Y Javi-polimacarra-Artero lo mismo. A los dos se los come la barba si se la dejan. Asimismo el reloj se les queda enterrado en la muñeca bajo una espesa pelambre de matojos de color amarillo. Esto ya es suficiente para, con el mismo rigor con el que los padres de la lengua han definido el vocablo, detectar en ellos el grave problema, el cual supongo que en los tiempos que corren estarán atajando con una versión de las técnicas de esa Corporación Dermoestética que siempre ha ofrecido las fotos del antes y del después en su publicidad. Damos por hecho que tanto uno como otro tienen la espalda limpia de pilosidades, como los campos de trigo recién recogidos. Pero respetamos su antes y su después. A nosotros nos basta con saber que pertenecen a un subgénero de la masculinidad, a la sombra protectora de un icono de los setenta como John Holmes, estrella del porno. O de la compleja figura de Steve Macqueen. Rubios de pelo duro todos, de los cuales no me extrañaría que un día se descubriese que como aquellos alienígenas de V comían ratas vivas, miembros de una secta secreta con curiosos ritos de iniciación. Imagínense el problema que tiene la corona en su casa. Al fin y al cabo en casa de Javi-Artero-macarra el asunto es una cuestión privada. Pero lo de Felipe nos puede afectar a todos. ¿Quieren que a sus hijos los gobierne algún día un rey con semejante curriculum de pelos a cuestas? Sinceramente, yo no. ¿Qué puedo decirles de Steve Macqueen? Ah, sí, que fue el actor en el que Copola pensó para hacer el papel de Kurtz en Apocalypsis Now. Pero el avanzado estado del cáncer que padecía se lo impidió. Al final Kurtz fue Marlon Brando. La historia del cine nos ofrece esta sencilla lección. Para el papel, un gordo. Un rey gordo será más de fiar que uno rubio y crespo. El problema es que a los reyes nadie los elije. En cuanto a John Holmes, qué decir, quizás que es la bisagra necesaria para comprender desde el hirsutismo tradicional, moreno y landiano, ese otro, que tanta curiosidad nos provoca, el de los rubicundos príncipes. Por si acaso el día de hoy yo lo he decidido pasar bajo la “Jolly Roger”, enseña de los piratas, con sus huesos mondos y lirondos sobre el negro campo de la noche.

domingo, 13 de abril de 2008

Delgadez y gordura


Puede que llegue un momento en el que los escritores empiecen a engordar. Me está sucediendo a mí. No sólo son los años, la dieta y el sedentarismo, sino también es el punto de vista. Se ensancha. Y busca un espacio físico para su dilatación.
Por si acaso concurrieran varios factores en este proceso, acabo de jalarme dos bocadillos de queso curado con aceite. Para poder enfrentarme a la tarea de la mañana.
Cuando el escritor es muy delgado entra en las historias de perfil, convencido de que tiene que emplear armas blancas, de que su trabajo es como el de un cardiólogo que opera con un bisturí de precisión. Luego da unos puntos de sutura y a otra cosa, mariposa. Es agudo, afilado, punzante, incisivo. Penetra la realidad, se adentra en los aspectos más curiosos, esos que a la vista de todo el mundo estaban esperando una linterna esclarecedora para verlos con ojos diferentes.
Todos los escritores, casi todos, digamos, empiezan teniendo ese aire de figurín atrevido que sale de las sombras. Cuerpo grácil, fibroso y gatuno. Como escritor de relatos, de cuentos, de historias, he aspirado a la agilidad, a la elasticidad, a la fuerza para pegar saltos, a la seguridad volátil de los trapecistas.
No me gusta que me echen el rollo y procuro no echarlo yo. Si no sé de qué estoy hablando no importa, sí importa si no quiero saberlo. No sé por dónde voy precisamente para averiguar el camino de a dónde llego. He leído cuentos en los que no he entendido ni una palabra, pero que me han abierto un espacio. Vale. Algunos de Clarice Lispector. Uno se adentra por territorios mentales con esa ligereza. Uno quiere imitar el modo de andar de cuantos escritores delgadísimos caminaron por encima de las aguas. Uno está ahí, no queriendo engordar, aligerando el plato de alimentos, con cierta vocación anoréxica, celestial.
Uno escribe buscando esos territorios de lo no trillado. Y uno piensa es de agradecer. Esto es, de agradecérmelo. Por qué no va uno, escritor con cuerpo para el baile, a pensarlo. Ahí, como los toreros que salen por las noches a las dehesas para enfrentarse, desnudos, bajo una luna de estampa, a la muerte. Porque uno sabe que el arte no existe sino en momentos sublimes. O eso es lo que le han dicho a uno. Esto es, el arte es escurridizo, ligero, inaprensible. Delgadito.
Pero de un día para otro no. El caso es que como sea, uno empieza a engordar y se da cuenta de que también hay escritores gordos. Escritores que se desenvuelven en la anchura, con vientre y papada sobresalientes, con grandes tetas de matrona, con piernas rollizas como si fuesen bebés atrofiados. Uno ya sueña con esas dimensiones y comienza a doblar las esquinas como los gordos. Se plantea uno que tiene que empezar a acercarse a las historias con nuevos estratagemas. Ya no vale colarse por las rendijas o saltar los muros para ver lo que tapaban. Hay que sentarse a la mesa, hay que disponer los materiales, hay que elegir el orden de los platos, hay que buscar un vino, tiene que haber reservas de postres. Uno ya no tiene ni edad ni cuerpo para agarrase al trapecio. Y menos para caminar sobre las aguas. Uno lo que quiere es sumergirse y desarrollar una buena capacidad pulmonar, nadar sin prisa, rodeado de horizonte por todas partes.
Uno quiere empezar a escribir de otra manera. Como el gourmet que atenta contra su salud para desarrollar el gusto. Y no puede dejar uno de pensar dentro de su muy iconoclasta mitología personal en Marlon Brando, el más escritor de todos los actores. O a mí me da gana de decirlo así. Porque el arte tiene también esa consistencia gelatinosa, carnal, rolliza, de los seres rotundos. Gordos.

viernes, 11 de abril de 2008

Buscatesoros


Vinieron sus hijos a verlo. El viejo ya no lo recordaba, pero se trataba de su cumpleaños. Adelita, la hija, lo había llamado la noche anterior por teléfono.
-Papá, mañana iremos a hacerte la fiesta.
Pero, qué podemos decir, el viejo se mostró conforme con todo sin enterarse de nada. Tan en otra cosa siempre. Siempre, siempre distraído. No obstante, al verlos aparecer con aquellas disposiciones para celebrar una pequeña fiesta-merienda, fingió que estaba al tanto. Cuando mencionaron las velas, cayó en la cuenta, pero equivocada. Pensó que era el cumpleaños de Luís, el hijo.
-Ah, las velas, no lo sé, por ahí habrá de las del año pasado.
-Luís, te pedí que por favor las comprases tú, que a mí me iba a venir muy mal.
Ahí el viejo se dió cuenta de que la cosa iba por él. Ni siquiera había oído las felicitaciones que sus hijos le habían dado en el momento en el que les abrió la puerta de la calle. Acabó soplando sobre una cerilla.
-Vamos papá, que se derrite.
Adelita siempre impaciente. Enseguida sirvió las tres raciones.
-La que sobre, papá, la metes en el frigorífico.
El viejo relamió la cuchara. Para disgusto de su primogénita.
-Bueno, y ahora los regalos.
-Bueno, bueno, el regalo, que es uno de parte de los dos.
-Gracias, hijos, pero no teníais por qué, yo ya soy un viejo. A ver, pero bueno, qué es esto.
El viejo pensó: una aspiradora. En los últimos tiempos Adelita estaba obsesionada con la limpieza. Y Luís habría aceptado cualquier propuesta de su hermana.
-Ábrelo.
-Pero, bueno, qué sorpresa, qué es. No me imagino qué puede ser.
-Ábrelo.
La impaciencia de los hijos era manifiesta. Se notaba que habían tenido un momento de inspiración de cierta importancia y les ilusionaba ver cuanto antes la reacción de su padre, el viejo deprimido, que se estaba temiendo lo peor. La aspiradora.
-¿Qué es, papá?
-No lo sé.
-Termina de abrir el envoltorio.
-Tiene un mango largo.
Ya no le quedaba casi ninguna duda al viejo de que era la aspiradora, pero como vió a sus hijos en una especie de arrebato infantil, intentó mantener el fingimiento del suspense, de la sorpresa. Lo hizo como pudo, porque lo que realmente le apetecía en aquel momento era estar solo viendo un programa de la tele.
Al ver el cacharro, pensó, literalmente: la puta aspiradora. Aunque enseguida no estuvo tan claro. Lo parecía, sin duda, pero no. No era una aspiradora. Se quedó parado, suspendido de una expresión bobalicona, con la boca abierta y las manos aleladas. Sus dos hijos reaccionaron al quite:
-Es un detector, un detector de metales.
-Un buscatesoros, papá.
-Ajá, confesó, por un momento me hicísteis pensar en una jodida aspiradora.
Adelita hizo un mohín, significativo de que a ella una aspiradora no le parecía un mal regalo para su puñetero padre, viudo desde hacía menos de un año.
-Mira, papá, para que salagas a darte tus paseos por la playa o por el encinar con él. Hay mucha gente que encuentra cosas valiosas. Me dijeron que era muy entretenido. Servirá para que te distraigas y dejes de pensar siempre en lo mismo.
Aquella misma noche el viejo, como de costumbre, durmió muy poco. Por la mañana, a pesar del apuro que le daba, salió con su cacharro.
-¿Qué llevas ahí, Pepe? Le preguntaban.
-Un buscatesoros.
Se le quedó el mote. Buscatesoros. Era verdad que jugar con aquel chisme le resultaba muy entretenido. Claro que encontraba cosas: chapas, monedas, algún reloj, muchas latas de refresco. Todo aquello que extraviaban los turistas en un día de playa, o los domingueros en una jornada de campo.
En cierta ocasión un hombre le pidió ayuda para encontrar una sortija con ese típico valor sentimental. El viejo se empleó a fondo, repasó la palya hasta que dió con ella. A los pocos días halló un pastillero lleno de píldoras azules y amarillas, pero no apareció nadie que se lo reclamara. La mayoría de los días salir con el buscatesoros era una manera de pasar el tiempo. Caminaba auscultando la tierra, con los ojos perdidos en la punta de sus pies, ensimismado en sus cosas, que ya eran asuntos de otro tiempo. Cuando levantaba la vista y miraba el azul o el horizonte se mareaba. Para él las cosas habían ido perdiendo su importancia, aquella sólida consistencia que alguna vez les otorgó. Empezó a echar de menos a su mujer. Por primera vez en su vida. Hasta entonces había pensado que había querido a su mujer, pero no demasiado, que podía haber querido más, quizás a otra, aunque nunca se atrevió a engañarla. Su vida había ido por unos derroteros pacíficos, sin vaivenes importantes. Se había sustentado en los pilares de la rutina, el cariño y la estabilidad. Adelita y Luís habían sido unos hijos modélicos. Sin embargo, en el fondo de su corazón era capaz de reconocer el sabor de uno de esos platos tibios, cuando de rigor hay que tomarlos o fríos o calientes. La depresión que arrastraba, y a la que todos le habían encontrado causa en la muerte de su esposa, tenía ramificaciones menos definidas, ramas muy delgadas dibujadas en la niebla. Se sorprendió playa arriba y abajo, con los auriculares del artilugio puestos, pensando en ella, en su mujer. A los pocos días la recordaba bajo aspectos nuevos y desconocidos, que en su momento había pasado por alto y que ahora se la presentaban bajo una luz misteriosa e interesante. Esa capacidad de su memoria para traerle detalles en los que nunca se había fijado, pero que estaban ahí, en uno de los rincones de su cerebro, comenzó a abrirle una herida que nunca había sentido. Buscó aquel plato tibio en su corazón, pero ahora parecía que lo hubiesen metido en un microondas a máxima potencia. Le quemaba las manos, el deseo. Tan viejo, tan absurdo, con sus auriculares de buscatesoros. En el ropero matrimonial seguía teniendo los vestidos de su mujer. Sus hijos le habían dicho en mil ocasiones que se deshiciese de ellos, pero ahora se alegraba de no haberlo hecho antes. De un manotazo los sacó todos. Comprendió que eran trapos, telas sin sentido, porque ella no estaba.
En el encinar halló una caja, una especie de joyero. Estaba cerrado y necesitaría una llave para ver lo que había dentro. Cuando llegó a su casa se tendió en la cama de su dormitorio con el hallazgo sobre el pecho. Luego cerró los ojos.

miércoles, 9 de abril de 2008

Escondido para mí


Ocurrió sin que me diese tiempo de pensar en nada. Pulsé uno de los botones y cuando alguien me preguntó quién era le dije que correo comercial. Pero una vez dentro del portal no supe a qué piso había llamado, puesto que iba distraida. Le dí un repaso a los nombres en los buzones y me decidí por aquel en el que figuraba uno de mis favoritos, qué curioso, que por no ser frecuente, pero al estar allí, por eso mismo, adquiría cualidades de señal del destino. Fabián ramírez Linares. Escrito así. Y Lourdes Carson. Así también. Mi nombre favorito es Fabián, no Lurdes. En el espejo del ascensor me repasé la ropa, puse la falda en su lugar y me limpié las comisuras de los labios de pintura, un marrón oscuro. Fue ella. La que abrió la puerta. Supuse que Fabián estaría en el trabajo. Me dijo, supongo que Lurdes:
-Pasa, enseguida estoy contigo.
Era evidente que me confundía con una persona a la que estaba esperando. Cuando volvió me encontró sentada en la silla, cabizbaja. Arrepentida.
-¿Es la primera vez que vienes?, me preguntó.
Moví la cabeza afirmativamente antes de encararla.
-Tranquila, todo es muy sencillo.
Al oír esas palabras me alegré de estar allí y no en cualquier otra parte.
-¿Entonces lo acordado por teléfono?
-Sí, le dije.
Me señaló el paso a la habitación contigua. Estaba en penumbra, pero estratégicamente alumbrada en algunos puntos por velas aromáticas. Ella se sentó a un lado de la mesita y me invitó a ocupar la silla de enfrente. Sobre un tapete de terciopelo había una baraja de cartas, unas piedrecitas de colores amontonadas, varios ángeles, una jarra y un ramillete de listones de madera con inscripciones de caracteres chinos. Me adelantó un vaso de agua al que le añadió unas gotas de tinte azul, que al ir diluyéndose adoptaban diversas formas fantasmales.
-Bébetela, me ordenó.
Repitió la operación. Otro vaso, esta vez con unas gotitas de tinte amarillo. Y también me lo bebí. Al tercer vaso de agua completo (no podía dejar nada), después del tinte rojo, ya me estaba orinando. Me entregó uno de esos recipientes que se usan para las analíticas. Cuando regresé con él, lo traspasó a otro vaso. Lo levantó en medio de aquella penumbra. Me dijo:
-Ahora piensa en lo que hablamos esta mañana.
Me quedé pensativa, pero porque no sabía qué pensar. Era evidente que estaba ocupando el lugar que le correspondía a otra persona. Intenté fingir unos pensamientos que no fuesen míos, pero sólo se me venían a la cabeza las preocupaciones propias. Aquellas que llevan a una chica, a una mujer, hoy en día el término chica es muy extenso, a actuar como yo lo hacía. Tocar en la puerta de unos desconocidos y dejarse llevar por la típica comedia de los errores. No era la primera vez que actuaba así desde que estaba sola. El sinsabor de la vida de los últimos meses me impulsaba al sinsentido.
Cuando Lurdes la nigromante se llevó el vaso a los labios dí un respingo, y cuando se tragó lo que yo había meado me puse automáticamente de pie y le dije:
-Perdona, pero aquí hay una terrible confusión.
No obstante, Lurdes ya no estaba en sí. Comprendí que nada de lo que pudiera decirle tendría efecto sobre ella.
-Lo que buscas está escondido en el jardín de tu casa paterna, debajo de la pérgola.
Me quedé callada, a la espera de que saliese de su trance. Mi padre no reconocía ni su rostro en un espejo, así que menos recordaría que había vivido sin jardín y sin pérgolas. Permanecí muda. Poco a poco Lurdes fue volviendo a su ser.
-¿Has averiguado lo que querías saber?
-Sí.
Supuse que no se acordaba de nada de lo que había hecho o dicho durante el trance. Igualico que mi padre, cuya existencia actual, desligada de los recuerdos, era como un pedazo de madera en medio del mar. El trozo de una nave abatida por las olas y el viento. Casi como yo, que iba de un lado para otro, vistiendo los ropajes de la desorientación más absoluta. Allí donde veía que se formaba una cola me ponía. Cuando llegaba mi turno fingía interés o necesidad, pero me era indiferente asistir a una ópera o sacar dinero de un cajero automático.
-No tengo una tarifa. Puedes darme lo que quieras.
Como no tenía dinero, le entregué la alianza de casada, que seguía llevando en el dedo a pesar de todo. Me acompañó hasta la puerta y antes de cerrarla me dijo:
-Has hecho bien en deshacerte de él.
En el ascensor pensé que quizás todo aquello tenía más sentido que el aparente. A lo mejor los errores son una cadena. A lo mejor al final de una sucesión de extravíos se llega al lugar de los aciertos. Entré en un bar y había unos chicos jugando a los dardos. Una anciana le daba de comer a la máquina tragaperras.
A ver, me dije. Piensa. Un jardín y una pérgola. ¿Tan segura estás de que siendo pequeña no viviste en una casa que los tuviese? Pero sólo me acordaba de apartamentos pequeños, de alquiler, en los que papá y yo no solíamos pasar más de un curso. Una niña que miraba las cosas como si las cosas no existiesen, como si fuesen formas fantasmales, y un hombre viudo que se ganaba la vida con una baraja.

Me gustan los puentes por las posibilidades que te ofrecen: una orilla u otra, o bien el vacío. Lo crucé como tantísimas otras veces. Pensando en lo que es un puente. Me asomé para ver la corriente y no pude dejar de pensar que en alguna parte, en el jardín de una casa llena de amor, bajo la pérgola en la que se habían columpiado todos los sueños de una familia, había algo escondido para mí. Sólo para mí. Mirando el agua que pasaba por debajo me entraron unas ganas irreprimibles de mear.

lunes, 7 de abril de 2008

Un domingo, en un viaje


-Tenemos una reserva, dice el viajero ante el mostrador del hotel.
El recepcionista le recoge el bono. Lo comprueba y le entrega las llaves al hombre. Ella se ha mantenido en segundo plano. Pero de camino al ascensor destaca su importancia por su modo de caminar. Elástico. De ahí en adelante el recepcionista tratará con él, pero no dejará de mirarla a ella por la espalda. Como si él se esfumase de camino al hall o a la calle. Como si él saliese de una nube de niebla al aproximarse al mostrador. El recepcionista habla con él mientras no deja de pensar en ella.
-En la primera planta, de 7 y media a 11, contesta el recepcionista, cuando vuelven de cenar y él pregunta por el desayuno. Ella se ha ido directamente a la puerta del ascensor. De ahí a un cuarto de hora ella estará a cuatro patas en el suelo de la habitación. El recepcionista mira su reloj a las doce y ya se la imagina haciéndole la felación al viajero. Lo que es cierto es que a las doce y media los dos duermen. El viaje ha sido largo y se han perdido en varias ocasiones. A las tres de la madrugada él sueña, es una cosa pueril. No se atreve a decirle al peluquero que el corte de pelo que quiere es el mismo que lleva un actor famoso. Ella está hecha un ovillo, respira pesadamente y deja escapar un soplo de gas. Abajo el recepcionista mira una película pornográfica. A las cinco ella se monta sobre él y a las cinco y diez ya están resoplando. A las y veinte vuelven a estar dormidos. El recepcionista dormita en una cama abierta en el cuarto de recepción.

-Buenos días, dice él.
El recepcionista del turno de mañana le responde. Son las ocho. Él entra en el comedor y se sirve en el buffet para el desayuno. Luego se da un paseo por las calles más que solitarias de la ciudad en esa mañana de domingo. Es un hombre madrugador. Ella no. Pretenderá dormir hasta las diez y media, justo a tiempo para poder bajar a desayunar. La ciudad es amurallada. El propósito de él es rodearla completamente. Le parece una buena idea como primera toma de contacto. Pasea con las manos en los bolsillos, piensa en ella. Llega a la catedral. Entra. Faltan pocos minutos para las diez. Se detiene en una de las capillas del ábside, donde un viejo clérigo con artrosis celebra la misa. Su parroquia se compone de varias ancianas, un lisiado y un muchacho con la ropa bien planchada. Aún no se ha dado la comunión. Lo decide sobre la marcha, mientras observa las vidrieras. Le parece buena idea, algo así como una broma íntima. Llega el momento y se pone en la fila. Abre la boca y deja que los dedos retorcidos y muy blancos del cura dejen caer la hostia sobre su lengua. Regresa a su sitio con recogimiento. Sabe que con ella allí nunca se hubiese atrevido a hacerlo. No por nada. En el fondo le gustaría sorprenderla con una actuación así, pero teme que a uno de los dos se le escapara la risa. Piensa que le gustaría que ella lo viese allí, en aquella capilla, segundos después de comulgar. Le gusta lo que acaba de hacer.

Completa el paseo por lo alto de la muralla. Hay algunos corredores en pantalón corto. Al bajar por la puerta más cercana al hotel se cruza con el joven bien planchado que comulgó delante de él. El muchacho le sonríe. Y de repente siente un malestar profundo. No es eso, chico, quiere decirle, pero no lo hace. Yo no soy un meapilas como tú. Lo he hecho para poder contarle a ella la historia, nada más. Ahora regreso con ella. Estará todavía en la penumbra, en la habitación sin ventilar, cargada de las miasmas de su cuerpo y el mío. Me meteré en la cama. Se desperezará y volveremos a joder. En cuanto se corra ella, lo haré yo y le diré que vengo de comulgar. El recepcionista lo mira con una muy leve señal de reconocimiento cuando pasa de camino al ascensor. Son las once. Para en la primera planta para ver si ella está desayunando. No. Cuando abre la puerta, encara la espesura de la oscuridad. Avanza a tientas. Se mete en la cama después de quedarse en pelotas. Ella lo recibe. Mientras él lame las partes relamidas, ella le pregunta si la ciudad es bonita. Él le contesta que mucho, y que se puede pasear por la muralla. Cuando ella deja de gemir, comienza él. Y antes de que todo acabe acierta a decirle:
-Es domingo, puta, en vez de estar aquí follando deberías ir a comulgar.
Entonces ella le da una bofetada y él se corre. Hay una imagen que le ha sobrevenido en el último momento: un chico sonriente, con una raya perfecta en el pantalón y un peinado como el que a él le gustaría hacerse, si se atreviera a pedírselo a su peluquero. Es el chico de la catedral. Sólo lo supone: un gran enculador.

jueves, 3 de abril de 2008

Sociedad literaria


Ayer fuí a cambiarle el aceite al coche. Entretuve la espera con el periódico en la cafetería de una gasolinera. En las páginas de cultura, esas que buscamos todos los plumillas, encontré una entrevista del escritor Eduardo Lago a un novelista libanés del que yo no tenía noticias. Elias Khoury.

P. Entonces, ¿qué es la literatura?
R. La buena literatura es un tributo a la fragilidad humana y por tanto a la muerte. Creo que la literatura, como todo el arte en general, es un diálogo que los muertos mantienen con los vivos. (...)
(El País, miércoles 2 de Abril de 2008, página 42)

Ayer llegó a mis manos, por azar, más o menos, por casualidad, más o menos, por suerte, más o menos, la revista de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Málaga, que tiene un nombre muy hermoso y legendario, robador de europa, aunque ese aspecto pajizo y atrofiado de todas las revistas que llevan bajo su nombre un epígrafe que dice: literatura, arte, pensamiento. El número cinco correspondiente a noviembre de 2007. En la primera hoja lo que a continuación:

El pasado 9 de abril, murió en un incendio en su casa Miguel Hernández Torralbo. Miguel fue el dueño de El Cantor de Jazz, el pub que, durante la década de los ochenta y parte de los noventa, fue lugar de reunión de la vida literaria y artística: casi todos los actos que se celebraban en la ciudad (lecturas poéticas, conciertos, exposiciones) tenían su epílogo en la penumbra del Cantor; casi todos los escritores que pasaban por Málaga terminaban la noche -en conversación con los amigos malagueños- con un cóctel de Miguel en los labios. A finales de los noventa, la cosa decayó. Miguel cerró el Cantor y empezó a estudiar Historia del Arte. Terminó la licenciatura y empezó el doctorado. Durante ese periodo universitario, se incorporó, desde el principio, al consejo de redacción de Robador de Europa; después terminaría alejándose de la Facultad, de la revista y de casi todo. Tenía 43 años y dejó algunos poemas. Este espacio quiere ser un homenaje al amigo que -siempre con una vida al límite- fue un apasionado de la poesía, de la literatura, de la música.
F.R.N.

Ayer por la noche busqué en Google el rastro de Miguel, al que conocía poco más que de vista a lo largo de muchos años. Me puso copas. Yo se las pagué y le dije hola y adiós. Después del bar, llegué a verlo en su bicicleta, con cierto aire que se me antojó inocente, casi pueril, con su boina ladeada. Hola. Nada más. En la red aparece un poema suyo en LiberLect. Revista de Literatura, nº7, 11 de junio, 2003.

Sociedad literaria

Como el que arrastra un cadáver
que se resiste a morir,
nuestras palabras se tensan
buscando un destino
que ya sólo evoca una cruel rendición.
De nada sirve entonces proclamar nuestra entrega,
señalar un camino ya andado
que no quisimos recorrer al revés.
Ciegos de gloria hacia la nada vamos
en este tiempo que no conocerá perdón.
Acaso algún día descubriremos
por qué el cadáver mudo que arrastramos
nos mira, implorando que lo dejemos morir.

De madrugada, anoche, oí unas sirenas, un gran estrépito. No voy a cometer la canallada de ponerle un bonito epílogo a esta historia. La noche que Miguel Hernández Torralbo se abrasó entre las llamas de su casa, quizás yo dormía, digámoslo así, a pierna suelta, y nada me hubiera podido despertar, aunque los coches de bomberos hubieran metido mucho follón con sus sirenas, seguro, hasta llegar a su casa de madrugada. Tal vez.

martes, 1 de abril de 2008

La moneda del valor


Es un lugar en el que se dan cita quienes buscan trabajo y quienes lo ofrecen. Allí pueden encontrarse diversas actitudes, pero la mirada más frecuente denota ansiedad, necesidades. Eso entre la mano de obra. Entre los empleadores refulge el brillo de quien está en condiciones no sólo de elegir, sino también de premiar o castigar el esmero o el desinterés por las tareas encomendadas. Se premia señalando con un dedo como si apuntasen con un revólver. Se castiga con el desdén. Todos los días no hay trabajos para todos. Un hombre, uno de los pocos indiferentes, un orgulloso, es bien conocido. Nunca trabaja mal. Pero tiene una actitud intolerable. Demuestra poco aprecio por sus contratistas y por el trabajo. Coge su dinero y no dice ni adiós. Gasta en sí mismo todo lo que gana. No tiene unos hijos ni una mujer que dependan de su sueldo. Sus vicios son los propios de la soltería: el tabaco, el alcohol y las mujeres de pago. Si hay, gasta; si no, encuentra fiado. Dentro del bolsillo nuestro indiferente lleva hoy una piedrecita que acaba de recoger de la calle. Tiene una forma redondeada. Parece una moneda antigua, como si los relieves del chino configurasen la efigie de un emperador antiguo. Es lo que el hombre imagina. Y todavía más: que el valor de esa moneda es incalculable. No le cabe duda de que lo que acaricia dentro del bolsillo del pantalón es un guijarro sin valor, pero el hombre sueña, ¿por qué motivo no va a hacerlo, sólo porque aquel lugar es un mercado de hombres?

Una furgoneta lo deja en el tajo. Tiene que abrir una zanja para meter una cerca. La casa del empresario está a la vista. El hombre indiferente ve cómo una mujer y las que parecen sus tres encantadoras hijas suben a un todo terreno. El hombre las mira desde la distancia. Acaricia con grosería la efigie de su ficticio emperador. Se la introduce con los dedos, dentro del bolsillo, hacia la cueva cálida de la ingle. Las mujeres pasan en el vehículo por su lado. Se detienen para hablar con el capataz. La mujer mayor soporta la mirada intolerable del empleado eventual, sus tres encantadoras hijas pasan del miedo a un sentimiento que experimentan por primera vez, ese deseo de asomar la cabeza por un lugar prohibido. El hombre les sonríe, se saca la piedrecita del bolsillo y se la arroja a ellas por la ventanilla. Las tres lanzan adelante sus manos para recogerla. Pero sólo una, la de enmedio, la alcanza. Sonríe satisfecha, como si acabara de ser elegida. Las otras dos se muestran disgustadas en cuanto el todo terreno echa a andar. El hombre es consciente de que la contrariedad puede causarle a la madre un colapso en los próximos días.
-Tira esa piedra por la ventana, le dice a su hija.
La chica arroja al aire un dedal que acaba de recoger del asiento. Esa misma noche el empresario conocerá esta historia. No volverá a contratar al hombre, a quien no parece molestarle, todo lo contrario, se le intensifica la sonrisa de la indiferencia, con unas gotitas de certidumbre. La semilla que ha puesto en la imaginación de las chicas es más fuerte que todas las prohibiciones paternas de acercarse a la ciudad para conocer el lugar en el que se contrata a los empleados eventuales.

De una en una, en días casi consecutivos, las tres hermanas merodean por los aledaños del lugar. Usan disfraces, aunque si bien su padre no anda por allí, porque ha salido en viaje de negocios, si hay muchos conocidos que podrían alertarlo. El hombre indiferente ya no es contratado por nadie, porque ha caido sobre él un veto. La sonrisa que adorna ahora su rostro es significativa con unas gotitas de misterio.
-¿Por qué nos arrojaste una piedra por la ventana el otro día?, pregunta la hermana mayor.
-¿No te has fijado que más bien parece una moneda antigua? Fue un regalo.
La hermana mayor ha estado a solas con algún chico, pero al desnudarse ante él siente que cualquier cosa de las que vaya a ocurrir a continuación la desconectará para siempre de “esos chicos”. También sabe que ésta será la primera y la última vez que vea a solas al empleado eventual de su padre. Cuando llega a la casa detiene el coche al lado de la zanja. Allí hay un pico. Lo coge y lo lanza con todas sus fuerzas al aire, pero es tan pesado que lo único que consigue es estar a punto de clavárselo en un pie.

La hermana de enmedio le dice:
-Te devuelvo tu moneda, supongo que es muy valiosa y que te hará falta.
Él contesta:
-Sólo es una piedra.
Para la chica es la primera vez, pero no tiene miedo, sino una confianza ciega y absoluta en él.
-Tu padre no lo va a consentir.
-No me importa, nos veremos en secreto.

La hermana pequeña viene a avisarle. El padre se ha enterado.
La sonrisa del hombre indiferente pronuncia su curva. No es dado a los melodramas.
-Gracias, le dice a quien es todavía una niña.

Cuando el empleador y su capataz llegan al lugar de contratación se paran todos. Todo el mundo está serio. Los que apuntan con el dedo se llenan de justa ira, los que esperan el disparo de la contratación no saben donde esconder ni los ojos ni las manos, porque como conejos asustados, ya son y se sienten culpables. Pero ni rastro del otro. Indiferente y con una sonrisa de inteligencia viaja a otra parte. A otro mercado de hombres. En el bolsillo lleva una piedrecita, recoge varias más del suelo y las junta todas. Las hace tintinear como si fuesen monedas, su sueldo, aquello que le permitirá comprar lo que quiera.