martes, 1 de abril de 2008

La moneda del valor


Es un lugar en el que se dan cita quienes buscan trabajo y quienes lo ofrecen. Allí pueden encontrarse diversas actitudes, pero la mirada más frecuente denota ansiedad, necesidades. Eso entre la mano de obra. Entre los empleadores refulge el brillo de quien está en condiciones no sólo de elegir, sino también de premiar o castigar el esmero o el desinterés por las tareas encomendadas. Se premia señalando con un dedo como si apuntasen con un revólver. Se castiga con el desdén. Todos los días no hay trabajos para todos. Un hombre, uno de los pocos indiferentes, un orgulloso, es bien conocido. Nunca trabaja mal. Pero tiene una actitud intolerable. Demuestra poco aprecio por sus contratistas y por el trabajo. Coge su dinero y no dice ni adiós. Gasta en sí mismo todo lo que gana. No tiene unos hijos ni una mujer que dependan de su sueldo. Sus vicios son los propios de la soltería: el tabaco, el alcohol y las mujeres de pago. Si hay, gasta; si no, encuentra fiado. Dentro del bolsillo nuestro indiferente lleva hoy una piedrecita que acaba de recoger de la calle. Tiene una forma redondeada. Parece una moneda antigua, como si los relieves del chino configurasen la efigie de un emperador antiguo. Es lo que el hombre imagina. Y todavía más: que el valor de esa moneda es incalculable. No le cabe duda de que lo que acaricia dentro del bolsillo del pantalón es un guijarro sin valor, pero el hombre sueña, ¿por qué motivo no va a hacerlo, sólo porque aquel lugar es un mercado de hombres?

Una furgoneta lo deja en el tajo. Tiene que abrir una zanja para meter una cerca. La casa del empresario está a la vista. El hombre indiferente ve cómo una mujer y las que parecen sus tres encantadoras hijas suben a un todo terreno. El hombre las mira desde la distancia. Acaricia con grosería la efigie de su ficticio emperador. Se la introduce con los dedos, dentro del bolsillo, hacia la cueva cálida de la ingle. Las mujeres pasan en el vehículo por su lado. Se detienen para hablar con el capataz. La mujer mayor soporta la mirada intolerable del empleado eventual, sus tres encantadoras hijas pasan del miedo a un sentimiento que experimentan por primera vez, ese deseo de asomar la cabeza por un lugar prohibido. El hombre les sonríe, se saca la piedrecita del bolsillo y se la arroja a ellas por la ventanilla. Las tres lanzan adelante sus manos para recogerla. Pero sólo una, la de enmedio, la alcanza. Sonríe satisfecha, como si acabara de ser elegida. Las otras dos se muestran disgustadas en cuanto el todo terreno echa a andar. El hombre es consciente de que la contrariedad puede causarle a la madre un colapso en los próximos días.
-Tira esa piedra por la ventana, le dice a su hija.
La chica arroja al aire un dedal que acaba de recoger del asiento. Esa misma noche el empresario conocerá esta historia. No volverá a contratar al hombre, a quien no parece molestarle, todo lo contrario, se le intensifica la sonrisa de la indiferencia, con unas gotitas de certidumbre. La semilla que ha puesto en la imaginación de las chicas es más fuerte que todas las prohibiciones paternas de acercarse a la ciudad para conocer el lugar en el que se contrata a los empleados eventuales.

De una en una, en días casi consecutivos, las tres hermanas merodean por los aledaños del lugar. Usan disfraces, aunque si bien su padre no anda por allí, porque ha salido en viaje de negocios, si hay muchos conocidos que podrían alertarlo. El hombre indiferente ya no es contratado por nadie, porque ha caido sobre él un veto. La sonrisa que adorna ahora su rostro es significativa con unas gotitas de misterio.
-¿Por qué nos arrojaste una piedra por la ventana el otro día?, pregunta la hermana mayor.
-¿No te has fijado que más bien parece una moneda antigua? Fue un regalo.
La hermana mayor ha estado a solas con algún chico, pero al desnudarse ante él siente que cualquier cosa de las que vaya a ocurrir a continuación la desconectará para siempre de “esos chicos”. También sabe que ésta será la primera y la última vez que vea a solas al empleado eventual de su padre. Cuando llega a la casa detiene el coche al lado de la zanja. Allí hay un pico. Lo coge y lo lanza con todas sus fuerzas al aire, pero es tan pesado que lo único que consigue es estar a punto de clavárselo en un pie.

La hermana de enmedio le dice:
-Te devuelvo tu moneda, supongo que es muy valiosa y que te hará falta.
Él contesta:
-Sólo es una piedra.
Para la chica es la primera vez, pero no tiene miedo, sino una confianza ciega y absoluta en él.
-Tu padre no lo va a consentir.
-No me importa, nos veremos en secreto.

La hermana pequeña viene a avisarle. El padre se ha enterado.
La sonrisa del hombre indiferente pronuncia su curva. No es dado a los melodramas.
-Gracias, le dice a quien es todavía una niña.

Cuando el empleador y su capataz llegan al lugar de contratación se paran todos. Todo el mundo está serio. Los que apuntan con el dedo se llenan de justa ira, los que esperan el disparo de la contratación no saben donde esconder ni los ojos ni las manos, porque como conejos asustados, ya son y se sienten culpables. Pero ni rastro del otro. Indiferente y con una sonrisa de inteligencia viaja a otra parte. A otro mercado de hombres. En el bolsillo lleva una piedrecita, recoge varias más del suelo y las junta todas. Las hace tintinear como si fuesen monedas, su sueldo, aquello que le permitirá comprar lo que quiera.

2 comentarios:

Carlos Frontera dijo...

Posiblemente se tratara de la única forma de venganza posible del explotado frente al explotador.

hombredebarro dijo...

La única posible.