martes, 24 de abril de 2012

Rho






Un hombre se encuentra con Rho cuando abre la ventana y se asoma al exterior. El hombre y Rho llevan sin verse un montón de años y mira por dónde hoy Rho se ha parado en mitad de la calle y ha mirado a una ventana cerrada, que en pocos segundos alguien ha abierto. Quien ha asomado la cabeza se ha sorprendido de ver a Rho mirando hacia arriba, pero estas cosas pasan. No tienen mucho que decirse. En realidad nunca se han dicho nada, pero se conocen. Este encuentro que apenas dura unos minutos, lleno de sorpresa e incredulidad, se adueña de sus vidas. El hombre abandona el plato de comida que tenía en la mesa, abandona la casa, abandona su trabajo. Rho renuncia a su vida callejera, deja de husmear dentro de las papeleras y los contenedores. Decide hacer una llamada telefónica. Regresa a su casa, donde es bienvenido. Después de abrazar a sus hijos se acerca a la ventana. En la calle un hombre que nunca ha dormido a la intemperie no deja de pensar en que ese momento está a punto de llegar. Por fin Rho se mete en su cama después de tantos años. El hombre que lo ha tirado todo por la borda se siente libre a pesar de los temores. Rho alarga un brazo con timidez, con temor, pero también con deseo y con las puntas de los dedos comprueba que la cama es un territorio desolado, inabarcable.





La imagen es el retrato del pintor Adrian Paul Allison por Emil Botto Hoppé

miércoles, 11 de abril de 2012

Ni


Ni perseguía a aquellos tipos como si se moviese por una ciudad acelerada. Nos valdría imaginar una película de la época del cine mudo. En una barbería, por ejemplo. En una floristería, en una pastelería. Lugares predispuestos al gag. Era un mocoso todavía ese Ni, levantaría poco más de un metro del suelo, pero pasaba la mayor parte del tiempo fuera de las aulas. Se buscaba la vida, hacía bien los recados, y como le gustaba la compañía de los adultos, allá que iba él. Estaba todavía muy lejos de ser el Ni que todos conocimos años más tarde, pero lo podemos imaginar a tenor de lo que alguna vez ha contado. Sus padres lo esperaban ansiosos cada día. Entre ellos usaban el lenguaje de los signos y la pantomima. Ni les hacía imitaciones de los conocidos con los que había pasado la jornada, representaba las ocupaciones y tareas a las que se había entregado y finalmente se sacaba del bolsillo un buen puñado de monedas y unos cuantos billetes. Si tuviese que elegir una época feliz de su vida, sin duda Ni se quedaría con aquellos meses.

En la imagen Harold Lloyd

miércoles, 4 de abril de 2012

Mi



Quiero destacar un gesto que ha hecho un hombre que toma café en este café y una pastillita de chocolate belga. Hay un gesto que no me ha pasado desapercibido, porque Mi es muy observador e inmediatamente lo ha descrito en su libretita de notas. Un gesto que le ha llamado la atención: no es otra cosa que una manera especial de coger la servilleta y llevársela a la boca. Hay ahí algo como de descubrimiento del mundo, como esa rutina insignificante que de pronto nos desvela un matiz escondido. Puede ser incluso una revelación. Tantas veces habrá Mi visto a alguien que se limpia la boca con una servilleta. Habrá gesto más insignificante que este y más rutinario en una café en el que se toma el café acompañado con una pastillita de chocolate belga, y sin embargo, en esta ocasión Mi ha encontrado algo diferente, algo más allá del simple coger la servilleta blanca entre los dedos y acercársela a los labios. Ha sido Mi, de tantos artistas como se reúnen en este café, quien lo ha descrito en su libro de notas, que pronto el lector interesado podrá leer. Yo también he visto lo que ese hombre ha hecho, pero no le ha dado mayor importancia, me ha parecido normal, he seguido con lo mío, pero Mi ha parado, ha dejado de atender a lo que atendía, que no era el gesto de ese hombre, y ha seguido con absoluta atención cómo se llevaba la servilleta blanca de hilo a los labios gruesos, sensibles, tapando la boca blanda, pertinaz. Luego ha descrito el gesto en su libretita. Y claro, allí el gesto ya ha dejado de serlo. Inmediatamente todos hemos pasado a ser una metáfora en este café que no es un café, donde nadie toma café y no hay chocolate belga, donde nunca ha estado Mi y aquellos que todavía se arriesgan a lleverse un pañuelo a la boca son muy reservados, conque no se sabe si se están arrimando una servilleta a la boca o arreglándose el nudo de la corbata.

En la fotografía de Franz Hubmann: Heimito von Doderer (último a la derecha) junto a Dorothea Zeemann y Wolfgang Fleischer en el Café Hawelka (Viena, Austria).

martes, 3 de abril de 2012

Lambda


Vuelve nuevamente a mirar para ver que no viene. No es de esos que te dicen yo no espero ni cinco minutos. Él está dispuesto a esperar cinco días en una esquina. Y de igual manera con las llamadas telefónicas. Pone el móvil sobre una mesa y se sienta a mirarlo, a mirar que no suena. Abre el buzón para ver que no le ha llegado la carta que nadie le ha escrito. No necesita las pruebas que Lambda no le da, ni los besos ni las palabras. Se acuesta a esperar las caricias que no le llegan, y de esa forma él es feliz porque la reconoce a ella en todo lo que le niega. En lo más hondo Lambda le arrebata la existencia, pero no se va a preocupar él por una nimiedad así. En alguna parte se habrán de producir sus encuentros, a algún lugar habrán de llegar sus mensajes, ¿en qué país, o mejor dicho, planeta, los besos de Lambda se estrellarán contra los pulposos labios de quien no la desea? Aquí, mientras tanto las cosas son como son y más vale aceptarlas bien que mal.

La fotografía es de Norman Parkinson

lunes, 2 de abril de 2012

Kappa



En su gran mandilón Kappa limpia el filo del cuchillo. Se repasa con los dedos los gruesos labios brillantes, grasientos. Apenas ve. Es como un banco de niebla. En mitad de la llanura. Está ahí como una montaña, pero también como una ciénaga. No tiene paredes, tampoco musculatura. Alguien lo ha modelado, pero se está escurriendo como el sudor del hombre que se le acerca. A las puertas de la ciudad, el forastero se enfrenta a Kappa, la criatura que se relame, el comedor de pastores flacos. Pero nadie más que el forastero ve eso. Para los demás Kappa es una fuente, un pozo donde refrescarse, un jardín, un oasis. Mientras los mercaderes descansan en sus sombras antes de entrar en la ciudad, saborean sus frutos y beben su agua, el forastero siente en carne propia las afiladas cuchillas de sus dientes.

La fotografía es de Ruud Van Empel