miércoles, 19 de diciembre de 2007

Dalton Trevisan


También llamado “El vampiro de Curitiba”, según tituló la colección de 15 relatos protagonizados por Nelsinho, un héroe vagabundo y provinciano que acechaba a las mujeres escondido en lugares cerrados y oscuros. Un vampiro al acecho de sus víctimas, cuyas andanzas, a veces siendo un adolescente, otras un adulto, se cuentan en 3ª y en 1ª persona.
Nació en Curitiba en 1925, estudió Derecho y tuvo dos hijas. Un escritor reacio a las entrevistas y a mostarse en público.
“En la calle oscura, sola, allá viene la ruca. La agarro por atrás y le aprieto el cuello. Calladito, digo. O te apago. La llevo a los matorrales, al lado de la vía del tren. Todo mundo desnudo, digo. Ella más que de prisa. Entonces me sirvo. La tía es a todo dar. Lo hace muy bien. Acepta sin problemas lo que tú quieras. No doy puñetazos ni digo groserías. Así es, carnal.”
Este minicuento aparece en “El vampiro de almas”, una antología de cuentos hecha en Méjico, que muestra el camino que sigue el cuento hasta el haikú.
Trevisan explora y muestra la crueldad provinciana. Todas sus historias transcurren en la ciudad en la que nació y ha vivido de una fábrica de botellas, Curitiba, Paraná, Brasil. Hace uso de un realismo costumbrista, pero también del existencialismo y del expresionismo.
En 1959 publicó “Novelas nada ejemplares”, en 1974 “El pájaro de cinco alas”, en 1979 “Virgen loca, locos besos”.
Desde 4 euracos se puede conseguir la primera en las librerías de viejo que se anuncian en la red.
En “Pao e sangue”, Joao y María se asesinan alternativamente a lo largo de los 22 relatos del libro.
Hasta el momento la única referencia más o menos accesible o encontrable es la que hemos dicho de “Novelas nada ejemplares”, de la que la semana pasada conseguí un ejemplar editado en Caracas, Venezuela, en 1970. Sé que en 1989 Laia lo editó en Barcelona. Pero poco más. 30 cuentos.
¿Lo conocen los editores? ¿Y si lo conocen, cómo permiten que el público español no se pueda acercar a este interesantísmo cuentista?
“Trevisan pertenece a una tendencia narrativa que no se vale de la literatura para redimir o condenar al hombre, sino para acercarlo a nuestros ojos, mostrárnoslo y, (...), hacernos comprender que es nuestro semejante,que somos idénticos a él.” Son palabras sacadas de la presentación y la contraportada escritas por otro brasileño de su quinta.
“Tendida de espaldas en la cama,ojos abiertos, manos cruzadas sobre el pecho, ella imitaba al muerto allá en la sala.”
“El muerto en la sala” es un cuento de 7-8 páginas llenas de crueldad, miedo y justa venganza.
“Tio Galileo” se puede leer en la red, pero no soy capaz de poneros el enlace. Si en Google ponéis: Tio Galileo trevisan os sale. Merece la pena.
Al brasileño le gusta hacer referencias al corazón: “se encogía el corazón medroso como un bicho bajo el pie que lo va a pisar” (p.174); “Abrió la canilla de la pileta. El agua corrió mansamente por el corazón afligido: era el murmullo de la casa. No estaba solo” (p.152).
Muerte, soledad, miedo,enfermedad, abandono, vejez o infancia son algunos de los motivos por los que este escritor transita.
Nada que ver con lo que el público lee.

domingo, 16 de diciembre de 2007

Efferalgan, literatura y mucho amor


La semana ha estado complicada.

El lunes después del puente fue como hundirse hasta las rodillas en la realidad. Trabajo, gestiones domésticas, dolor muscular.
El martes ya no hubo escapatoria: gripe.
Gripe: dolor y fiebre.
Miércoles: más de gripe. Pleno en la consulta del médico: hemos concertado cita para los cuatro. Más de gripe: los minutos no pasan. La noche es eterna. Todos los teletiendas están ahí, como sintonía de fondo.
Jueves: empieza a disiparse el dolor y la fiebre. Ya puedo leer algo. Ni pensar en escribir, nula capacidad de ocurrencia. Empiezo “Las benévolas”, de Jonathan Littell, un tomaco en papelbiblia, que me interesa enseguida, pero que temo por su extensión.
Buscando otra cosa encuentro en la red una referencia a Dalton Trevisan, un autor brasileño fiel a las distancias cortas. Husmeo y hallo que hay un ejemplar de “Novelas nada ejemplares” en la librería de lance Abadía.
Viernes: regreso al trabajo y me encuentro el follón que mi ausencia en periodo de exámenes de la primera evaluación me ha provocado. Me llevo a casa una bonita colección de trabajos escolares sobre Catulo, unos, y otros sobre La poesía lírica arcaica griega.
Nos hemos recuperado todos excepto el pequeño, que con 20 meses suena como si bebiese aguardiente por las mañanas. Lleva tres días sin salir de casa y por la tarde se rebela: me arroja a la cara su muñeco favorito y el chupete, así que he de salir con él a dar un paseo, que nos sienta a los dos muy bien.
Sábado: Pablo sigue tosiendo y con fiebre. Nos vamos a Urgencias de excursión. De camino recojo el libro de Dalton Trevisan. Editado en Caracas, Venezuela en 1969 por Monte Ávila Editores. 15 euracos, 208 páginas tostadas por el tiempo, 25 cuentos.
Salimos de Urgencias con un nuevo tratamiento para Pablo. Comemos cerca del Hospital. Santiago quiere paella. Encontramos un sitio muy anodino con una comida casera excelente. Nos prometemos comer allí cada vez que volvamos a Urgencias de excursión.
Por la tarde todo el mundo duerme una siesta y a última hora vamos a un cumpleaños infantil en el que Pablo y Santiago lo pasan de maravilla.
Domingo: Los cuentos de Dalton Trevisan son apabullantes, han conseguido que desplace mi interés desde “Las benévolas” hacia ellos.
Abro mi correo y tengo una noticia que llevaba días esperando: hay alguien que quiere publicar una selección de mis relatos.
Estoy contento, por supuesto, pero lo soñado siempre es superior al momento de la realidad, en la que yo tengo las piernas hundidas por las rodillas.

domingo, 9 de diciembre de 2007

El terrorista bueno


Hace ya unos meses intenté subirme a un avión con un explosivo camuflado como mermelada. Me confiscaron los cuatro botes y una vez en el avión decidí que aplazaba su secuestro para otra ocasión. Por fin ésta llegó el viernes pasado. Pasé un alambre en forma de percha y las instrucciones bajadas de internet para convertirlo en un arma convincente. Una parte importante de mi mundo fantasioso se gestó con el personaje de McGuiver, que era capaz de transformar un clip en una llave maestra. Sin embargo, de nuevo fracasé. Me tocó ir en el asiento de enmedio, y en el del pasillo una de esas ancianas francesas hincó la frente sobre sus rodillas y no fui capaz de saltarla por encima e ir a buscar la percha, con la que pretendía desviar el vuelo a un lugar quizás más exótico que los castizos madriles, adonde, si nadie lo remediaba, me dirigía para asistir a una boda.
Las medidas de seguridad para acceder a los aeropuertos no son capaces de intimidar a los terroristas buenos como yo. Me paso los vuelos imaginando distintas formas de dirigirme a mis compañeros de pasaje para anunciarles que mejor que el destino al que nos dirigimos sería, por ejemplo, aterrizar en Atenas. En fin que llegué con mi señora a Barajas. Si soy bueno no es por otra cosa que porque el 90% de lo que pienso no lo practico. La bondad en mi caso es una elección, que, por otra parte, no sé si va a durar mucho.
He dicho mi señora porque ya tengo edad para ello. Lo que no tengo es cabeza para tener una señora. Bueno, sea como sea, ella y yo cogimos el metro y llegamos adonde teníamos que llegar para cambiarnos de ropa. Yo me puse un traje negro y adopté perfil de enterrador, de asesino eficaz. Ella se puso uno de esos vestidos globo, que luego camufló bajo un abrigo. En la recepción parecían estar acostumbrados a todo, así que nadie se sorprendió por nuestras pintas. Fuimos a comer a una de esas tabernas en las que siempre hay oreja y torreznos. Y después ya casi que era la hora. Teníamos que llegar a la iglesia de San Antonio de la Florida. Por el camino mi señora, digo, ella, y yo nos preguntábamos si veríamos las pinturas de Goya.
El metro es un lugar en el que un terrorista bueno lo primero que hace es comprobar si las papeleras han sido selladas. Luego estudia con disimulo la disposición de las cámaras de seguridad. En el metro, ella y yo. A mi señora le prestaron un abrigo de otra época. Para cuando hacía más frío en Madrid. Así que se echó a sudar en el metro. Ella porque tenía calor y yo porque, aunque sea bueno, los terroristas siempre sudamos en las ratoneras.
La celebración fue en un hotel con un portero vestido de lacayo del 19. Es de agradecer encontrar de vez en cuando manifestaciones así de elocuentes de lo que significan las categorías. Lo refuerzan a uno en ese mundo interior de absoluto terrorista. Ni bueno ni malo.
Muchas amigas de la novia eran azafatas y estaban muy buenas, así que el terrorista bueno se reconcilió con el mundo y sus disparidades, diferencias y desigualdades. Le ayudó además el whisky.
De vuelta al albergue, donde ella y yo compartíamos habitación con cuatro muchachos ahippiados, nos reímos un buen rato de todo y de todos. Pero sobre todo de nuestros aspectos, a la par que nos encontrábamos muy guapos y muy buenos, ella como ella y yo como terrorista.
Las pinturas de Goya representan el milagro de San Antonio de Padua, en el que el santo resucita a un muerto en Lisboa. Alrededor de este motivo una serie de personajes de la época con trazos más o menos gruesos, muchos abocetados: le gente corriente y moliente, los tipos de la calle. De ese modo, ir a Madrid volvió a ser un curioso placer. La cola para comprar lotería en Doña Manolita tenía una cuantas decenas de metros. Al lado, en la casa del libro, dí con otra historia que seguramente no leeré nunca: Manual del perfecto terrorista de Mathias Enard. Sonreí con suficiencia.

martes, 4 de diciembre de 2007

Fotos ( 3 )


Tengo miedo, hija mía. Aquí, en ésta tu hermano torció el gesto. Durante una temporada salió en las fotos haciendo muecas. Papá se enfadaba muchísimo. El era el fotógrafo, y tu hermano aprovechaba el momento en el que más concentrado lo veía, buscando un encuadre, para doblar la boca y bizquear. A tí luego te hacía muchísima gracia, pero papá amenazaba a tu hermano con castigarlo,
me toma el pelo,
me decía a mí. Yo intentaba explicarle que era cosa de chiquillos. Cuando empezaste a colgar tus fotos en internet, nos pediste a todos que posáramos.
Pon caras,
me dijiste. Y te saqué la lengua.
Tus hermanos apretaron la boca y subieron las cejas, pero papá fue incapaz de mover un músculo del rostro.
Tengo miedo, mi vida, de no volver a verte. A veces pienso que eso es lo que va a ocurrir, pero no se lo digo a nadie. Me he pasado la tarde delante del espejo, esperando al joven experto de la policía que viene a estudiar todas tus fotos. He estado haciendo muecas sin parar. He hecho las muecas que hacía tu hermano y las que hacías tú imitándolo, mientras jugabais a la familia que sale de vacaciones y se hace fotos delante de los monumentos. En una de ésas he sentido que ya nunca jamás iba a volver a verte. Y me he echado a llorar. He llorado como si me pudiera deshacer en el llanto para ir a reunirme contigo. Luego ha llegado el policía.
Buenas tardes,
me dice , unas buenas tardes normales, como si nada, como si su presencia en casa fuese lo más natural. Es un muchacho muy atento y procura tratarme con un cuidado exquisito. Ha notado mis ojos enrojecidos e hinchados. Ayer me pidió permiso para escanear las fotos. Yo no he sido capaz de decirle que me enseñe a ver, a mirar, a buscar en esas imágenes congeladas un rastro que nos pueda proporcionar pistas sobre lo que haya podido pasar contigo. Mientras el joven policía y su ayudante hacen su trabajo, me voy a la cocina a prepararles un café.
Gracias,
me dicen, como si adivinasen lo que he estado pensando antes de que llegaran, que no te voy a volver a ver nunca más. De modo que tengo que aceptar que la vida ya cuenta con esa posibilidad, de que no volver a verte está en los cálculos del universo. En la rutina de todo lo que abarcan mis sentidos, de todo lo que veo, toco, huelo, oigo o pruebo, tú eres y serás ausencia. Para siempre.
Me gustaría saber lo que ellos piensan. Pero son muy profesionales. No se les escapan gestos. No hacen ningún tipo de mueca.
Al llegar con el café en la bandeja los dedos se me deshacen en las manos, la bandeja va al suelo y el café cae sobre ellos. Ahí estás en esa fotografía escaneada, con un gorro que yo misma te tejí. Me miras, me sonríes y me guiñas un ojo.
Luego llega la noche, la noche se introduce en mí con un dolor morboso. Es una tortura ver las sombras comiéndose la casa. La noche avanza hacia un abismo de sueños congelados, como si una fina película gelatinosa me recubriese el cuerpo entre la carne y la piel. Son las peores horas. Las horas en las que a los enfermos les sube la fiebre. También a mí me atenaza una garra por el cuello. Me abrazo a tu peluche, al peluche de tu infancia. A ese peluche que arrinconaste detrás de todos tus nuevos abalorios, detrás de tus collares con púas, detrás de tus medias rotas y tus gorras. Un peluche de color rosa con el que dormiste durante tantos años. Un peluche que conservará tu olor, aunque lo meta cien veces en la lavadora. Y con él me voy a la cama.
Allí los sueños son fotos y yo nunca antes había soñado de esa manera. Siempre sueño despierta. No sé si habré dormido desde que no estás, hija mía. No lo creo. He cerrado los ojos muchas veces y en todas una imagen tuya ha acudido a mí, como si fuese la punta de una lanza que me atravesase el cuerpo de parte a parte. Ahora, con los ojos cerrados,
está dormida,
le ha dicho papá a tus hermanos, te vuelvo a ver guiñándome y sonriendo. Y esa película de gelatina que me recorre por debajo de la piel comienza a cristalizarse en duras puntas, que se me clavan en una carne tumefacta y embotada. Me gustaría arrojarme de cabeza contra las paredes, me gustaría hundirme en un río helado, me gustaría que me estallasen los pulmones, pero nada de eso ocurre definitivamente, sobrevivo a todos los segundos de dolor. Y cuando abra los ojos, cuando despierte, esperaré que tú estés ante mí, guiñándome un ojo y sonriendo, como si todo hubiese sido un sueño, un mal sueño. Para eso aprieto los dientes, los aprieto tanto que luego me cuesta abrir la boca, como tú en esas fotos de desafío al mundo, en las que miras a la cámara sin tu sonrisa habitual. En esas fotos que quizá eran un ensayo de tu desaparición. No lo sé. Supongo que el joven policía y su ayudante, los expertos en la interpretación de esas imágenes también se habrán dado cuenta. Quizás sea algo que ocurre en todas las adolescencias. Pero todas las adolescentes no desaparecen de la noche a la mañana sin dejar rastro. Tampoco creo que todas las adolescentes se entretengan fotografiando su sombra, a lo sumo viéndola. Y tú tienes en tu blog un montón de fotografías bajo el título de Jardín de sombras.
A mí las sombras siempre me han aterrado. Y en esos brazos espectrales proyectados sobre la pared o en esas figuras desvalidas que son manchas en la luz sólo hallo agujeros a la nada. Como cuando en el sueño me sonríes y me guiñas y yo extiendo la mano. Y mi mano se cierra en el aire.
Otra mano invisible me ahoga.
Eso es una sombra, maldita sea. ¿Era eso lo que querías averiguar? ¿Por eso te has marchado? ¿Para eso alguien te ha arrancado de tus días de experimentos con las sombras?
Déjala dormir,
dice alguien. Y yo mantengo los ojos cerrados un rato más. En el momento justo al abrirlos podrías estar tú ahí, mi vida, con una sonrisa y un guiño de tus ojos. Como en la fotografía.

domingo, 2 de diciembre de 2007

La cocina al público


Hace unos años me gustaba un restaurante de especialidades asiáticas, con abundancia en las filipinas, en el que los cocineros preparaban los platos a la vista de los comensales. Te aupabas a un taburete y te asomabas a una barra circular que servía de mesa, dentro de la cual había unos tipos ágiles y sudorosos, barbilampiños, muy morenos, que con aire de piratas temerarios se acercaban, armas en ristre (cuchillos y trinchadores), y en la plancha que te correspondía preparaban la comida en tu misma cara. Hasta que un buen verano, en una de esas campañas de promoción veraniega, los chicos etarras decidieron que el lugar era idóneo para colocar una bomba. Una zona turística y masificada, que a pesar del empeño de todo quisqui en afear, conserva todavía cierto encanto. La bomba explotó. Cuando regresé al lugar, los piratas se habían marchado, supongo que a cocinar en parajes con menos sobresaltos y con la misma cantidad de ladrillos. Echo de menos aquel rincón. Era muy entretenido y curioso ver la manipulación, el corte y la preparación de lo que encargabas para comer en aquellas manos expertas. No sé por qué (o sí que lo sé y lo digo por mera figura de la retórica), pero esto del blog es un poco como esa forma de cocinar.
Veamos.
Un blog es un espacio óptimo para el diario, sea del tipo que sea. En un blog se puede contar, por ejemplo, ya que hemos empezado hablando de una manera curiosa de comer y de cocinar, que anoche estuve en una cena benéfica. Mi primera vez. En favor de una asociación que se ocupa de traer en verano niños bileorrusos afectados por la contaminación de Chernóbil. La comida fue lo de menos. Ya lo dijo un humorista invitado:
-¿Cómo habéis comido? ¡Bien! Me alegro, porque ¡pagar lo mismo por comer mal!
Un escritor metaboliza todo lo que come en argumento para escribir. En las fechas que se acercan habrá multitud de ocasiones para ello. Comidas y cenas en el trabajo, con familiares, con amigos. La ocasión nos la pintan calva para relatillos con la mesa como punto de flexión. ¿Inflexión? ¿Sí?
Anoche hubo, aparte de un documental sobre los niños bielorrusos y la asociación que los acoge, dos humoristas sobre el escenario. Uno de ellos llevaba 12 años sin actuar, 12. Y se le notaba. No por lo que dijo su presentador sin ningún empacho:
-Reíos aunque no os haga gracia. Que luego se ríe uno de cualquier cosa que no la tiene. Celestino lleva 12 años sin subirse a un escenario y esta noche está aquí por la asociación y por los niños.
¿Celestino al alba? Me pregunté mentalmente. Los escritores lo metabolizamos todo en la misma dirección.
A Celestino las dos décadas y pico fuera de la circulación se le notaban, porque, aunque tenía gracia (si como a mí, te gusta también la sal gorda), su humor era absolutamente incorrecto. Personajes como el borracho-gangoso, el gangoso-pedorretas, el mariquitasúcar, el cateto y Antonio Gala. Al final aplaudimos sin que mediara la compasión. El humorista estrella hizo de niño, otra figura con la que ya ha llovido sobre mojado, desde que Tony Leblanc le pusiera a los zagales voces de imbéciles.
Al final lo pasé mejor de lo que yo creía que una cena benéfica podía dar de sí. Supongo que la culpa se la podría echar a mi metabolismo, que empieza a conducir este blog como diario de mi vida social. Vale.
No obstante, no quiero que la cosa se quede sólo ahí. Un escritor quiere escribir siempre. O bien un escritor no quiere escribir nunca. Más o menos, más o menos, repito, sólo más o menos, viene a ser lo mismo. Así que este blog también puede ser como la cocinilla del escritor. Y ya que puede ser la cocinilla, me digo pensando, por qué no es la cocina. Es decir, por qué no hago en este blog lo que hacían aquellos piratas malayos con los trinchadores. Por qué no cocino un poco a la vista del público.
Y de ahí es de donde surge la idea del relato Fotos, del que ya he publicado aquí dos entregas.
Se trata de ir escribiendo, ir publicando e ir sabiendo lo mismo que los lectores y no tener posibilidad de dar marcha atrás para rectificaciones.
A lo dicho, pecho.
Pues eso, que además como crónica de mi exxxperiencia sólo me queda contar lo que he hecho esta mañana.
Mientras esperaba que mi mujer saliese de una obra de teatro infantil, a la que finalmente ha tenido que ir sola, porque Santiago (el mayor, 4 años recién cumplidos) la ha dejado colgada, yo he estado paseando con Pablo (el pequeño, 20 meses).
Nuestra suerte ha sido inmensa. La calle también estaba llena de teatro: actuaciones callejeras de música, estatuas humanas y el rosario de Nra. Sra. de los Remedios y del Stmo. Niño del Rosario.
Algunos de mis mejores amigos de vista iban en la procesión con un gran cirio encendido. Como amigos de vista me refiero a esos con los que quizás nunca he cruzado más de una palabra o dos, o ninguna, pero que por alguna razón me son especialmente simpáticos a fuerza de coincidir con ellos en mis vagabundeos, solo o con la troupe, con la que a veces hago las giras.
Allí iban, sin ningún tipo de prejucios, a la cabeza, velón en mano, disfrutando de la ciudad y de la oportunidad de ser contemplados por todos los mirones, el viejo que me vende los cigarrillos sueltos, el charlatán para sí mismo, el hombre de los abrigos superpuestos y la vieja de los collares.
Al otro lado de la acera, entre los curiosos, había una chica con el pelo negro muy corto y dos mechones largos de color rojo. Iba con un compañero de larga melena azabache. Los dos de luto, muy pálidos y entristecidos bajo la luz solar. Onda siniestra.
Ey, me dije, ahí está. Pensé que muy bien esa podría ser mi chica desaparecida en el relato Fotos.
Qué suerte no poder ir atrás para corregir, he pensado después. Porque lo mismo me hubiese dado por añadirle esas dos guedejas rojas a mi heroína. Y maldita la falta que le hace.
Como la cocina al público, la literatura a veces pide que se le muevan los ingredientes con cara de temerario. De pirata.