domingo, 14 de junio de 2015

Western


Alguien de la organización, que había leído lo que yo había escrito, se puso en contacto conmigo y me invitó a participar en el homenaje que se le hizo al director de cine Enzo G. Castellari en el poblado del oeste de Tabernas. Me pareció una buena forma de escapar a las ambiguas noticias que acababa de recibir de mi médico y que tanta inquietud me habían provocado. Me reservaron una habitación en un hostal y me pagaron un billete de ida y vuelta a Almería. Enzo es ya un elegante setentón de escasa cabellera blanca y piel bronceada. Estuvo muy amable y simpático y habló de un futuro proyecto para rodar en el desierto almeriense con Quentin Tarantino como actor. El norteamericano siempre ha alabado las películas del italiano, tan llenas de acción y humor, que debutó en el cine como director en el año 1967 con "Voy... lo mato y vuelvo". La primera película suya que yo vi en el cine la anunciaron como Tiburón 3, aprovechando el tirón de la saga iniciada por Spielberg, aunque su título original fue El último tiburón y todavía hoy es casi imposible verla en Estados Unidos, demandada desde su estreno por Universal Pictures. Para mí fue muy emotivo encontrarme con un director que me lo ha hecho pasar en grande y sobre el que he escrito en numerosas ocasiones. Después del homenaje, que tuvo lugar en el Saloon de Fort Bravo, se proyectó Keoma, un western casi bíblico. Pero el sonido era tan malo que decidí salir afuera a fumarme un cigarrillo. Las estrellas estaban espléndidas y había una gran luna en el cielo. Le pedí fuego a una sombra que tenía un cigarrillo en una mano y entablamos conversación. Creo que la historia del pistolero negro da para una especie de western de hoy. Me acuerdo del que ambientado en las años cincuenta, sin tener, no obstante, nada que ver, se tituló Los valientes andan solos. Esto es lo que me contó aquel hombre con tantos silencios y sobreentendidos como palabras: se llamaba Secu, pero allí se hacía llamar Joe. El pistolero negro. Secu había crecido a orillas de un río y había sobrevivido gracias a la basura y la chatarra tecnológicas. Su único vicio, su único lujo, consistía en ver películas de video VHS en un reproductor que él mismo se había fabricado con piezas de aquí y allá. Sus favoritas eran las del oeste, porque había conseguido un buen lote procedente de España, así que había ido aprendiendo el idioma por medio de los diálogos de, por ejemplo, Por un puñado de dólares o La muerte tenía un precio. De cualquier forma su modo de hablar estaba contagiado definitivamente por la manera de expresarse de ese hombre sin nombre que apareció en esas y otras películas: laconismo, sentencias breves, humor, paradoja. El resto de sus compatriotas aspiraban a un trabajo en los invernaderos, a un vehículo para recorrer los mercadillos de los pueblos, a formar parte de una cuadrilla de albañiles. Secu cruzó medio continente africano en manos de las mafias y se arriesgó a meterse en una embarcación sin saber nadar, porque sabía que todas aquellas películas que él admiraba se habían rodado en un territorio que seguía siendo un escenario cinematográfico. Se empeñó en buscar a los últimos pistoleros y ser él mismo uno de ellos. El pistolero negro. Joe. Momentos antes de despedirnos me dijo:
-Como puedes ver soy un tipo grande y con el sombrero, las botas y el cigarro lo soy todavía más. He probado muchos ataúdes, pero ninguno me viene bien. Mi padre era carpintero y uno de las cosas que más le encargaban eran ataúdes. Aquí le tenéis mucho miedo a la muerte. No me importaría que me enterrasen desnudo directamente en la tierra. Lo que no quiero es un ataúd estrecho. Un ataúd que no sea de mi tamaño, sino del de un hombre pequeño.
-Entiendo, le dije.
Joe dio el encuentro por finalizado y se montó en un hermoso y fuerte ejemplar de caballo. Se alejó del Saloon camino de poniente y yo ya no regresé a la proyección. Me fui al restaurante e indagué sobre él, pero nadie supo darme noticias. No había entre los componentes del grupo que actuaba en el espectáculo ningún jinete negro. No quiero hacer ningún tipo de insinuación fantástica. Por la noche un autobús nos llevó a Tabernas, donde estaban los alojamientos de los invitados. Volví a sacar el tema, pero nadie había visto a un jinete negro y comencé a dudar de mí mismo. Mis amigos me acusan de peliculero. A la mañana siguiente otro autobús nos llevó a Almería para que cada cual regresase a su lugar de origen. En un momento dado miré por la ventanilla y allí, en medio de una rambla, como si en su vida no hubiese otro objetivo, imaginé un jinete que cabalgaba con toda la lentitud y obstinación de que era capaz su caballo, y de nuevo se me vino a la cabeza aquel título que ya se había usado una vez. Los valientes cabalgan, mejor que andan, solos. Pensé: soy un tipo grande, las botas, el sombrero y el cigarro me hacen más grande, si no encuentro un ataúd de mi medida me veré condenado a vagar eternamente.
Regresé a mis quehaceres el lunes y ese mismo día volví a pedir cita para mi médico, que era un buen amigo. Le dije que estaba cagado, pero que haría lo posible por afrontar lo que tuviese que ser. A estas alturas sé que no tengo demasiado tiempo. A veces me ataca una fantasía: he reunido todos mis ahorros y he alquilado un pequeño cortijo, desde el que cabalgo todas las tardes hacia poniente. A veces desde los coches me saludan, pero yo sigo todo lo obstinado y despacio que puede ir mi caballo hacia el Infierno, donde sé que me encontraré con Joe. El jinete negro. No hay ataúd suficientemente grande para nosotros. No.

Este relato aparece en el número 4 de la revista La rara, año 2015, monográfico dedicado al valor.