jueves, 31 de enero de 2008

La moto


Mi hermano Rafalito y yo eramos igualitos. Hasta en los andares. Y en los gustos. Ni papá era capaz de conocernos, sobre todo si tenía encima una pea. La única capaz de distinguirnos: mamá. La de travesuras que hacíamos echándole las culpas al otro. Pero Rafalito y yo, con la misma cara, con este mismo pelo de panocha y con unos granos que se nos escapaban de la cara, hacia la barbilla o la frente, teníamos dos sinos muy distintos. Por donde mamá nos conocía, por el fondo de los ojos. Era lo que ella le decía a todo el mundo. Y cuando decía mi Fali, suspiraba. A lo mejor nadie se daba cuenta, ni siquiera mi hermano, pero yo sí. Hasta que supe por qué.
No éramos mucho de ir a la escuela. Nos escapábamos. Ya sabe usted cómo era la juventud de entonces. Los hombres a la mar, las mujeres en sus tareas. Pero los chavales estábamos díscolos. Busquimanos nos llamaban. Porque peinábamos las playas y los caminos entre los pinares, a ver lo que caía. A lo primero andurreando, si es que desde chiquitito tenías ese gusanillo. Después, ya con una motillo, o con un quad. Y claro que caía, claro que sí. Buenos lotes, como tabletitas de turrones bien apretadas, envueltas en papel con ese color caca, forrado con plástico. Y anda que no éramos buenos, Rafalito y yo. Teníamos un radar especial para los fardos de hachís que habían tirado desde las barcas. Ahí van los gemelos, decían los viejos sentados en el muelle, mientras cosían las redes. Cada uno a lo suyo. Papá en la taberna, era lo suyo.
Rafalito dijo de meternos hacia Punta Blanca. Por qué por ahí. Hazme caso. Cogimos la Bultaco amarilla. Los dos. Esquivamos a los munipa. Salimos desde los corrales. La manejaba yo. Era él el que me decía: sube por ese camino o baja por ahí. Yo le hacía caso sin rechistar. Mamá se había quedado con la telenovela puesta. Vamos a dar una vuelta, le dijimos. Tened cuidado. Fali, insistió, cuidado. Y suspiró, como si el amor de Luis Enrique por una criadita de la hacienda la conmoviese. Pero yo sabía que el motivo no era otro que mi hermano. Allí atrás, en equilibrio, sobre la Bultaco, a la que de repente yo le soltaba el embrague, y de un acelerón se ponía a dos patas. Gritamos como dos vaqueros del rodeo en el oeste, y cuando los guardias aparecieron en el pinar, nosotros ya estábamos en la otra punta, hacia la escollera, bien calladitos, con cien ojos en la cara. Ahí, ahí. Nuestra pesca.
Vuelve, me dijo. Ya habíamos escondido el tesoro. Pero no había mapa. En los tiempos del abuelo los pesqueros celebraban una buena captura haciendo sonar las sirenas, cuando entraban en el puerto. En los tiempos de papá, apenas se habían oído las sirenas de los barcos. Nosotros demostrábamos nuestra alegría haciendo el caballito. Aunque también nuestra rabia. De repente solté el embrague y aceleré. Porque lo que más nos apetecía era tomarles el pelo a los guardias. Hacerles rabiar.
Rafalito salió despedido hacia atrás. Nunca antes había ocurrido. Su cabeza fue a parar al empedrado. Se la abrió. Se quedó con los ojos abiertos. Los pelos, de este mismito color que yo tengo, amarillos como el maíz, se le fueron hundiendo en una salsa espesa, como si fuese una mermelada. De color rojo. Me asomé dentro de Rafalito, por la puerta que había en el fondo de sus ojos. Y allí estaban aquellos suspiros perdidos de mamá. Usted a lo mejor no lo cree, pero han pasado ya muchos años. Pues todos los días desde entonces he buscado a través de los míos. Pero nada, ni una señal. En todo lo demás si que éramos idénticos. Nadie supo decidir quién de los dos había quedado con vida. A mamá no le cupo duda, cuando alguien le llegó con la noticia.

miércoles, 30 de enero de 2008

La playa


La verdad es que hacía un día espléndido y la playa estaba llena de sombrillas de colores chillones. Nos costó encontrar aparcamiento. Eso sí. Los chicos se pusieron un poco nerviosos. También Luisa y yo. Pero la discusión se evaporó como una gaseosa, en cuanto metí el coche en aquel hueco.
-Aquí no es gratuito.
-Pero vamos a estar todo el día.
Antes de las doce Carlitos ya se nos había perdido y los vigilantes de la playa lo buscaban con sus binoculares. Apareció a las dos y media en brazos de un bañista. El hombre exhausto. Carlitos ahogado. Mi Carlitos muerto en sus brazos. Flácido como un manojo de algas. Sus pulmoncitos llenos de agua. Lo recogió Luisa y enseguida lo sostuvo contra su pecho. Yo sentí que algo se paraba en el mundo para siempre. Vi un reloj roto. Luisa lo transportaba como si simplemente lo estuviese cambiando de una cama a otra. Como si lo estuviese llevando dormido de nuestro dormitorio al suyo. Cuando le pidieron que lo deposistase en la camilla de la ambulancia se negó en rotundo. Para darle mi último abrazo a Carlitos, tuve que abrazarme también a Luisa. En el centro de un hermoso día de verano. Con el sol, desde su punto más vertical, cayendo sobre la playa. Oí gritos y risas a lo lejos. Por el aire llegó un balón de plástico de Nivea. Nos golpeó en la cabeza a Luisa y a mí. Con esa blandura que consigue derretir el tiempo. Vi un reloj blando. Me lancé al agua, a buscarlo, a ver si todavía lo podía sacar vivo. A mi Carlitos. Buceé hasta que sentí que me estallaban los pulmones. Pero no dí con él, aunque sabía que en alguna parte pedía socorro. Socorro, como si tuviese branquias. Me enredé los pies con unos matorrales de algas. Me arañé las manos con las aristas de las rocas. De un impulso desesperado emergí de nuevo a la superficie, a la vida, a la vigilia. Mis ojos ante un reloj despertador: tic-tac-tic-tac. A la verdad desnuda de Carlitos. Tan callado. Triste, silencioso. Allá del otro lado, como lo fue en este. La verdad es que nadie lo vio meterse en el agua. El bañista se lo había encontrado bocabajo y le había cerrado los ojitos. Nos lo entregó como si estuviese dormido. Cuando Luisa lo recibió en el seno de sus brazos. Está dormido. Comenzó a decir. Está dormido. Y a veces ella o yo vamos hasta su cama. A ver si es que está en ella. Dormido. Pero en la cama sólo hay una colcha, cruel y sin arrugas. Como la superficie del mar en calma. Donde su ausencia tiene cobijo.
Ahí está. Callado. Triste y silencioso, sin bulto. Carlitos oye nuestros pasos aproximarse a su cama. Pero ya nada le importa. Nada.

lunes, 28 de enero de 2008

Batiburrillo. Reboltijo.


La semana pasada firmé el contrato de edición. El título del libro será Mucha suerte, de aquí en adelante, la OBRA, como dice en el contrato. Es una colección de cuentos. Está muy bien eso de firmar un contrato para que te publiquen algo de lo que te definitivamente te quieres deshacer. Lo que los editores no saben es que yo hubiera estado dispuesto a las más bajas faenas para que se llevasen la OBRA de mi vera. Sin embargo, me van a dar un porcentaje de las ganancias que se obtengan de aquellos ejemplares que consigan/amos vender. Me pregunto si alguna vez llegaré a ser el hombre más rico del mundo gracias a mi pluma. La de escribir. ´


La semana pasada terminé una serie de 10 historias con los fantasmas como protagonistas. Alguno de vosotros leisteis algunas. Cuando cerré la última, en la que se volvía, como en un bucle hacia la primera, sin cerrarla, le puse un título genérico, "Los invisibles" y la mandé a un blog en el que el protagonista es el cuento. Por si su autor tiene a bien publicarla en un apartado de inéditos. Todavía lo soy. Barajé varios títulos antes de decidirme por el que os he dicho. Por ejemplo, "Amigos imaginarios".


Araña, Tarántula y Dragón son los amigos imaginarios de mi hijo Santiago, que tiene 4 años. Dice que todas las cosas que hay en el mundo son sus amigos imaginarios. Pero yo sé que esos tres son aquellos con los que él más habla. Para los adultos los amigos imaginarios son sus fantasías, pero también sus fantasmas, así que podríamos llamarlos amigos, o enemigos imaginarios.


Mi mujer ha llegado al mediodía con una bolsa de aguacates duros y verdes, recién cogidos del árbol, que le ha regalado un compañero del trabajo. Voy a contar ahora una pequeña intimidad: cuando yo conocí a mi mujer, y viceversa, yo portaba en la mano un aguacate muy verde, e intentaba hacer con él una ensalada. Estuve un buen rato golpeándolo contra todo lo que alcancé a encontrar a mi alrededor, hasta que grité: Este puto aguacate es como las personas, no madura ni a golpes. Lejos de espantarse, que hubiera sido lo lógico, a ella eso le hizo mucha gracia.


Bueno, basta ya de intinimiedades. Este es el bolg de un escritor, con una OBRA. Vayamos a la literatura. Quiero deciros que acabo de leer dos libritos muy breves, pero intensos, de un escritor napolitano llamado Erri de Luca. En la solapa, ¿tendrá mi OBRA solapa?, viene una foto y una noticia sobre su vida en la que se nos dice que es (era) un obrero de la construcción, que a los 17 años se integró en la organización Lotta Continua. Luego he sabido que dejó la obra y que es un buen aficionado al alpinismo. Los libros están en Akal Literaria y son Aquí no, ahora no y Montedidio.

En el primero, el protagonista, tartamudo, recupera la historia de su infancia através de unas fotografías tomadas por su padre. La interlocutora de la historia es su madre, "Me miras con el gesto severo en el que permanece el eterno reproche que nos hacías de niños: aquí no, ahora no" (p.42). Esto es, la infancia como el espacio de la inconveniencia. Ese estar siempre fuera de lugar. "Iba al colegio y aprendía que Italia era una península, una tierra firme, no un barco. Tenía seis años y la resignación a los desengaños que entraña esa edad: corregía la silueta del mundo, sí, no era un barco, era una bota, pero ya no me importaba." (p.48) Nápoles en la posguerra, miseria y pobreza, donde el protagonista crece. "Custodiaba una porción de no plenitud, iba mal, comenzaba a crecer."

En la página 73 hay una errata, lapsus o falta ortográfica, como se quiera ver: "reboltijo".

Espero que mi OBRA no tenga. Muchas.

En el segundo libro, Montedidio, se nos cuenta la historia de este barrio de Nápoles, através de un muchacho de 13 años que aprende a trabajar y a enamorarse, aferrado a un bumerán que no acaba de lanzar al aire. Amigo de un zapatero judío venido del norte de Europa, ángel que esconde en su joroba unas alas. Son también los años de posguerra. La madre del chico agoniza en un hospital, el padre lo excluye de la situación y el muchacho aprende el significado de lo que es crecer.

Ambos textos están atravesados por un profundo sentimiento religioso. Cristiano. Aunque el autor se confiesa agnóstico, no obstante, es un gran conocedor de los textos bíblicos.


viernes, 25 de enero de 2008

La poesía


Es esta cosa que tenemos los poetas que estemos donde sea, quizás lo que nos ronda por la cabeza son unos versos incompletos, aunque nos hayamos alejado de ellos años y kilómetros. En mi caso, una eternidad y un abismo puestos ahí, como muro de Berlín, por un frasco de pastillas en un mal momento. Mi recuerdo es en un cuarto de estudiante, de madrugada, estoy solo y lleno de fervor, con un entusiasmo por mí mismo que intento disimular, a través de una sacrificada entrega a las musas, invisibles en mi compañía. Mis compañeros de piso han salido de marcha. Doblo el papel hasta dejarlo como un pitillo plano y lo meto en una grieta de la pared. Es una nota con unos versos para nadie. Mi nadie eterna. Mi nadie de siempre. A la que le he ido dejando poemas a medio terminar en los lugares más insólitos. Y ahí queda, para la nadie de mi aventura. Al cabo empiezan a salir versos de todas partes. Están intactos. Pero un buen día me cunde una necesidad extraña, deseo regresar, pasar por encima de ese muro de Berlín. O por debajo. A través de un túnel que con los dientes podría ir abriendo desde este cementerio. De modo que me planto en aquella habitación de la grieta. Ipso facto. Ni mucho ni poco tiempo después de haber vivido en ella. Cuando el piso ya no es de estudiantes. Así que por un lado lo encuentro irreconocible a causa de las reformas. Por otro, enseguida me doy cuenta de cuál es el espacio que otrora había ocupado mi cuarto. Y reconozco la pared de la grieta, que palpita a mis extrasentidos, cubierta por un discreto empapelado. En el cielo truena una tempestad. Qué mejor momento, me digo. Para el terror clásico. En mitad de la sala un hombre fuma en silencio con las piernas cruzadas: unas medias elegantes y un hermoso par de zapatos de tacón de color rojo. Como sus labios. Relámpago, lluvia y humo de cigarrillo, y trueno. Allí mismo emergí yo. Como si hubiese escarbado bajo tierra, através de los sótanos de los edificios. Con los dientes. En mitad de la sala también. Detrás del hombre. A su cogote. Con la palidez y el frío que te da pasar un tiempo a la sombra. Del camposanto. Cuando le pareció el tipo se levantó y se fue a otra habitación. En ese momento aprovecho para acercarme a la pared de marras. Como una alimaña viva la nota con los versos no deja de chillarme para que la rescate. De la nada, del vacío, de ese lugar al que se han ido mis ojos, traigo una sencilla fórmula para acabar el poema. Arranco el empapelado con los dientes. Es lo único con lo que puedo hacer algo de fuerza. Los dedos están tan agusanados que se desharían en el intento. Pero lo realmente difícil es hacer que la puñetera pluma escriba. Desde la boca.

miércoles, 23 de enero de 2008

En la basura


No soy mala, pero a lo largo de estos años supongo que habré cometido muchas maldades. Me pasó contigo, bichito mío. Contigo me abrí un agujero en la cabeza que no puedo rellenar de nada. No te olvido. Braceabas y parecías una rata grande o un monito sucio. Te dije: no te voy a alimentar, eso no. Y hasta pareciste entenderlo, porque dejaste de berrear. Como si aceptaras tu sino. El de esos hijos de reyes que hay que sacrificar. Cógelo con ese paño grande, le dije. Apriétalo, que no respire más. Y te llevó lejos, al otro extremo de la ciudad. Para que el camión de la basura te triturase. Pero aquellos minutos, que pensé que eran insuficientes para que continuases existiendo, bastaron. Me hicieron este agujero. Luego lo limpiamos todo y nadie supo nunca. Le pregunté a él. Que me contase lo que había hecho. Y me dijo que te llevó bajo el brazo, dentro del chándal, por un camino por el que nadie subía. Y que te dejó dentro de un contenedor. Que ya ibas ahogado. Una rata grande muerta, pensé. Y te empecé a olvidar. Al principio fue fácil. Ninguna noticia en los periódicos. Nada en la tele. Yo seguí con mi trabajo. Con las cosas de los chicos, que me tenían siempre en un sobresalto. El uno cada dos por tres expulsado del instituto, el otro hecho un príncipe, cada vez que iba a verlo por aquel locutorio, que me decía: madre, no te preocupes por mí, que aquí soy el amo. Y es que se hacía respetar. Aunque yo supiese que no iría a ninguna parte. Como su padre. Una bala en el entrecejo. Luego la cosa se torció: empecé a pensar en tí. Pensaba en tí a cada momento. Pero siempre callada. Y a mi lado empezaste a crecer, invisible, pero siempre conmigo. Con ese aire de rata, de mono, de chico. Con esa sonrisa. Un día me lo dijiste con los ojos: no te preocupes, mamá. Me llamaste por primera vez mamá. Y volviste a callarte. Te voy a comprar ropa, te dije. Y te pusiste muy contento. Porque seguías envuelto en aquel paño o trozo de toalla, como si fueses hijo del mismísimo Tarzán. Fuimos a Prenatal y las dependientas creyeron que lo que me llevaba era para mi nieto. No les dije que todo era para tí, porque no podían verte. En casa intenté ponerte el pantaloncito y la camisa, pero no supe cómo hacerlo. Vieja inútil, me dije a mí misma. Pero no. Imposible. Hace ya mucho que no lo intento. Tampoco tú le has dado mayor importancia. No eres como esos chiquillos que van por las tardes al parque. Tú eres muy diferente y eso se nota cuando te miro y sobre todo cuando tú me miras a mí.

martes, 22 de enero de 2008

Mordiendo


Sabía que de haberla la escapatoria me llegaría por los dientes. El tipo me había empujado hacia el interior de un callejón. Antes de perder el conocimiento me dedicó una sonrisa y con la misma me recibió cuando volví en mí. Pero ya estaba esposada. Su trato era muy educado, exquisito, pero firme. En otras circunstancias no digo que la situación no hubiese sido muy morbosa. Pero lógicamente estaba asustada. La historia carecía de un pacto previo entre sus actuantes. Acababa de salir de clase e iba pensando en la tarea que el monitor nos había propuesto para la siguiente, cuando de repente me ví arrastrada por la fuerza de aquel toro. Sin duda había hecho aquello en otras ocasiones. No voy a negar que conseguía transimitirme cierta confianza, a pesar del recelo y del miedo naturales que me embargaban. Como aquel cirujano prestigioso a cuya merced me había entregado para me devolviese a su sitio los pechos, después de haber amamantado a tres criaturas. Le dije que si me soltaba estaba dispuesta a olvidar lo que hasta entonces había ocurrido. Me contestó que cuando acabase sería lo contrario. Jamás iba a olvidarlo. Estaba muy seguro de que me iba a dar placer.
-Además, me dijo, tanto a tí como a mí nos esperan para cenar.
Actuó con magistral eficacia. Dejé de temerlo en el justo instante en el que comprendí que se me ofrecía en sacrificio. Apreté las mandíbulas y a continuación las abrí con esa fiereza de los animales acorralados. Lo agarré de la cara con las fauces. Y tiré. Tiré varias veces sin tener en cuenta la naturaleza de sus alaridos. La sangre nos empapó. Y a continuación me tocó a mí gritar. Luego me desesposó y me mostró el camino al baño. Me duché. Al despedirnos le ví los cortes que le había hecho en las mejillas con los colmillos.
-No es nada, me dijo.
Se hizo una cura de emergencia. Después de todo no había mucho que decir. Sin despedirnos cada uno tomó un camino diferente. Yo me volví. Caminaba como un zombi. Y sentí que el aire de la ciudad se entristecía, espesándose a su alrededor. Miré la hora y apresuré el paso, como si quisiera darle patadas a la niebla. Con ese afán tan mío de luchar contra la melancolía. No me gustaba hacerles esperar para la cena.

lunes, 21 de enero de 2008

Extrañamiento


Lo que ocurrió fue que después de detener el coche me entretuve buscando unos papeles para la reunión. Y oí la música. Normalmente no me doy cuenta de lo que suena. Conduzco pensando en los asuntos del trabajo. Una parte importante de él consiste en mantener reuniones periódicas con otros agentes. Así que oí aquellos golpes de guitarra y miré afuera, cuando de un vehículo que acababa de aparcar se bajó el único agente que me hace sombra en las ventas. No lo perdí de vista hasta que entró. La barriga me dio una punzada. Decidí quedarme allí, que era el paso obligado para el resto de asistentes a la reunión. Normalmente me gusta llegar con unos minutos de antelación. Luego llegó la nueva jefa de zona. Aparcó y se estuvo repasando los labios en el retrovisor. Cuando se apeó miró hacia mi coche, pero no se dio cuenta de que yo estaba dentro. Revisé en torno a mí el habitáculo y me sentí arropado por la música. Dejé que pasasen por delante todos los asistentes a la reunión. Cuando entré en la sala ya habían empezado. Estuve distraído. Tomé unas pocas notas al tuntún, sin enterarme, porque observándolos ahora me parecía que, de un momento a otro, alguno entraría en crisis. Pero la reunión transcurrió durante toda la tarde como tantas otras. Se diseñó un nuevo plan para lograr más rendimiento. Aporté mi experiencia, pero de modo mecánico, distraído. A la salida fuimos a tomar unas copas. Me acerqué a la nueva jefa de zona antes de que lo hiciese mi rival en ventas. A la segunda copa ya habíamos decidido alejarnos de allí. Cada cual en su coche para vernos en la habitación de un hotel. Llegué el primero al parking y de nuevo me quedé un rato en el coche oyendo la música. A gusto en aquel habitáculo al que nunca le había dado este uso. La observé otra vez. Volvió a retocarse los labios en el espejo. Luego salió y se dirigió al ascensor. Sentí una tristeza grande, pero no pude dominar la erección y me desahogué. Abrí la guantera y saqué las esposas que me regalaron en la oficina el año pasado. A ambos nos esperaban en casa para cenar.
Lo que sucede ahora es que mis ventas han caído en picado. Paso mucho tiempo en el coche oyendo música y observando a la gente. Me gusta hacerlo, porque me da una sensación poderosa. Mayor que el éxito que he conocido hasta ahora: dinero, mujeres y prestigio. Cuando me canso de mirar, abro la guantera, saco las esposas y me voy detrás de alguien, pero a la hora de cenar siempre estoy en casa.

domingo, 20 de enero de 2008

Por los aires


Tengo memoria en los dedos. Lo que no tengo son dedos. Me acuerdo de cómo era tu piel, tus pliegues y la humedad de tu interior. Pero volaste con mis dedos. Te desintegraste. Esparcida en muchos trozos. Así que ahora para mí lo real son las pesadillas. Estallas en el universo y uno de mis dedos vuela contigo, acariciando tus labios. Un ojo tuyo va a caer en una rama, donde se clava como si fuese un fruto. Llueves y también mis diez dedos son sucios goterones de sangre y carne rota. Despierto y es eso, memoria. Un arbol de muchas ramas, en el que estás tú ensartada a cachitos. Era tu bomba. Lo decías. Esta es mi bomba. ¡Cuánto tuviste que esperar para que llegase el momento de colocar tu bomba! Estabas radiante, con tu bomba debajo del brazo. Me guiñaste un ojo. Por fin, querías decir. Y allá que traspusimos juntos, felices de poder cumplir con nuestro sueño de terroristas. Sin embargo, algo falló. Mis dedos te estaban tocando la cara y se desintegraron contigo.
Me acuerdo del instante anterior al estallido. Una sonrisa. Salí de allí dando traspiés, sin manos. Me acuerdo tanto de nuestros planes, de nuestros sueños, de nuestros deseos de justicia, que a veces no puedo reprimir las lágrimas. Lágrimas que al rodar cara abajo se hacen dedos. Dedos con los que me toco la cara en el instante en el que el deseo de conseguirlo me hace estallar. De modo que ya no soy otra cosa que memoria. Un árbol de muchas ramas cuyos frutos son sangrientos.

sábado, 19 de enero de 2008

En alta mar


Aquí dentro del camarote tendido en mi litera y con tu foto. Y sin embargo, ahí fuera también, en esa noche inmensa del océano, con los motores del barco comiéndose el silencio. Las redes extendidas. Miles de peces que en tus sueños son hormigas. En los míos pájaros. Aquí, en mi turno de descanso, sin fuerzas para leer la revista. Ojeo las fotos. Y miro la tuya pegada en la litera que tengo encima. Olor a pies, a sábanas sucias. A esperma. Y fuera miro la luna hundida en el agua, las estrellas, mientras una vez más soporto las mentiras del uruguayo. El chino se ríe de mí. Pero eso ocurre en cubierta, ahora estoy aquí, con tu foto mirándome. Ronquidos. Ganas de coger a un hombre y romperle el cuello. Un hombre que se quedó temblando en la tierra firme. Un hombre al que el suelo se le va a escapar de los pies. Para lo que hay que ser paciente. Dibujar dentro de la cabeza todos los detalles. Repasarlos. Y darle tiempo a ese hombre para que haga lo mismo. Cuántas veces no te sueño viva de nuevo y despierto pensando que lo ocurrido fue un mal sueño.
Todas las noches entro en sus pesadillas. Llevo un arpón en la mano. No le hablo. Y él rompe a llorar. Gime. Como debiste gemir tú suplicándole que no te hiciera daño. Como mamá ha imaginado que debió ser tantas veces. Porque pensó que quizás estabais solas, mamá y tú solas en el mundo. Así que no contó conmigo. Pero el mar devuelve casi todo lo que se lleva. A papá se lo quedó como tributo. A mí no me quiere. El mar. Tarde o temprano estoy de nuevo en casa. Tuve que volver en avión para encontrarte al otro lado de esa piedra con tu nombre, donde hasta entonces sólo había existido la ausencia de papá. Un nicho vacío, que ahora tú tampoco sabes llenar. Porque la muerte te pilló así, en una deshora. Lo que a él no va a ocurrirle. Ya lo sabe, ya me espera. Se lo digo todas las noches: lo voy a hacer con mi arpón.

jueves, 17 de enero de 2008

Pornostar

Natalia, me dirás que estoy loco. Y que ni siquiera tu nombre es ése. Pero a mí no me importa. Yo te llamo Natalia. Eres Natalia. Mi Natalia. Como aquel personaje que, según mi opinión, bordaste. Y ya que me atrevo a pensar en tí, no vayas a creer que lo hago sin tener un lugar y un tiempo perdidos, a los que llevarte. Hay un rinconcito en mi duermevela, en la parte de allá de mis sueños, pero no aquí, no en esta existencia, Natalia, donde quiero tener tiempo contigo. No se trata de follar. Bueno también de follar. Podemos follar al principio, o al final, o al principio y al final. Ya veremos eso. Desde el mostrador he visto poco mundo, eso sí es verdad, insuficiente en conocimientos geográficos. Quince años viendo pasar hombres y mujeres. Pero eso ya es algo. Una de las cosas que sucede en el 100% de los casos es que en estos asuntos no hay reglas fijas. Sería más fácil quizás si tú fueses la nueva vecina del cuarto, pero no lo eres. Qué le vamos a hacer. De quien yo estoy enamorado es de tí. Naciste en un pueblecito de Oregón. Yo en esta ciudad. Al otro lado del océano. Pero le doy gracias a Dios, porque te he podido conocer a través del cine. Muchos se han enamorado de Marilyn o de Nikole Kidman. Pero no las han visto en las posturas indecentes con las que yo te he conocido. A las otras, después de todo, las madres las pueden ver en sus películas. Pero cómo le enseño yo a la mía cualquiera de tus títulos. No puedo, si no quiero que le dé un ataque al corazón.
-Mamá, te presento a mi novia.
Y, no obstante, es por eso por lo que te quiero tanto, Natalia. Por eso te siento tan cerca de mí. Al haber encendido la mecha de millones de pajilleros en todo el mundo. Te escribo esta carta, que espero que te traduzca alguien, para hacerte saber que al otro lado de tu existencia y de sus posibilidades, estoy yo. Solo. También en el negocio. Regento un sexshop. Así que entiendo tu mundo. No dejo de soñar contigo. Es más fácil de lo que parece. Si tú no quieres venir, me lo dices y lo dejo todo. Tampoco es tanto lo que he de abandonar. Y si nada de eso ocurre, Natalia, mi vida, que sepas que aquí siempre hubo alguien que te quiso. Me pareció que quizás te podría alegrar saberlo. Eso y que sueño que me comes el rabo.

Suicida

Hay veces que creo que ya ha llegado el momento. De sujetar la pistola sobre la sien y apretar el gatillo. O en el pecho. El disparo. Porque tiene que ser. No por otra cosa. Pero me despisto, me inquieto con otra pequeña preocupación que contribuye a desgastarme más. Virtudes también se inquieta, me observa en silencio, con una olla en la mano, o ante el grifo abierto que deja correr el agua. Me observa cuando cree que estoy despistado. Siento su preocupación como si fuese una caricia temblorosa y exasperante por la espalda. Ha encontrado y leído las notas que he dejado en cualquier parte. Y ahora no me puedo perdonar el descuido. Me imagino delante del espejo de nuestro dormitorio. Me imagino en ese instante anterior. Después del tiro ya me cuesta imaginarme. Después sólo me imagino a Virtudes. Sola. Cansada. Delante del grifo que deja correr el agua. Parada en el instante antes de salir corriendo hasta nuestro dormitorio. Ya sin la preocupación. Ya sin ella. Y es que ahora estoy aquí, Virtudes. Aquí, al otro lado. Solo. Y no es peor sitio que ese en el que tú estás. Y es que tenía tantas ganas de irme. Pero no me pegué un tiro. No lo hice. Dejaré actuar al tiempo, me dije. A ver qué pasa. Nada. A veces creo que ya ha llegado el momento. Es cuando me busco en los espejos, pero no estoy. De ponerme una soga al cuello y darle una patada a la silla. O de usar un veneno. Sigo con esa idea. Y la escribo en cualquier parte. Papeles que dejo atrás, pero que ya no te pueden causar inquietud ninguna, que no puedes encontrar dentro de un cajón, como estás ahora, dos metros bajo tierra, querida Virtudes.

martes, 15 de enero de 2008

En el bosque


Aquí hace tanto frío que he de escribir con la trenca puesta. Me he sacado los guantes de lana, porque no acierto a dar en el teclado. Los pies son ahí abajo ese inmenso porcentaje de iceberg que Heminway quería oculto para los cuentos. Sobre la superficie, la nariz roja, el aliento hecho vaho. Y la historia en la pantalla. La parte que, frase tras frase, empiezo a intuir. Poco. Sé que hace frío y que escribo. Que estoy solo en la cocina. Que en las otras habitaciones podría haber otras personas. Seguramente en ellas el ambiente sería cálido. A lo mejor en una hay una buena estufa o alguien se toma una taza de chocolate caliente. No obstante, hice un viaje muy largo para estar solo en esta cabaña. Y ahora hace tanto frío que mi mente se empieza a llenar de temores. No poder terminar el relato que comencé en la ciudad. En aquel instante en el que decidí venirme hasta aquí. Me levanto y voy a verte al dormitorio. Pareces dormida, con el libro caído en el regazo. Como si estuvieses esperando pacientemente a que yo terminase mi historia. Así que regreso a la tarea algo más tranquilo. Soy muy lento, muy meticuloso. He troceado tu historia en pequeñas viñetas. Tu nariz la he puesto en un bote de mermelada. Y sobre ella reconstruyo el momento en el que nos vimos por primera vez. Tu empujabas el carrito de la abuela por el pasillo. Sonreímos y yo me fijé en tu nariz. Y en tus labios. Tus labios en otro tarrito, como dos frutas. Tu corazón a fuego lento en un cazo sobre el hornillo de gas. Será toda mi comida hoy. Te pienso así, pero no hay cuidado, ni yo soy un mal imitador de asesino sicópata, ni tú dejaste nunca que te acariciase el corazón. Me conformo con tenerte dormida bajo una manta al otro lado de la puerta. Así que cada dos frases me levanto y llego hasta tí: unas veces estás y otras no. Es como el terror que me causa estar aquí, con este frío: va y viene.

lunes, 14 de enero de 2008

Tormenta

Siempre es igual en esas noches. Al azote de la lluvia contra la fachada del edificio, al azote del viento contra los toldos de la terraza, al azote de los rayos en el cielo y, a los pocos segundos, de los truenos, lo que hago es vestirme y sentarme en la oscuridad. Eso sí, fumo. Como mucho, cruzo las piernas y fumo. Completamente vestido. Aunque sea todavía de madrugada y falten unas horas de sueño para ir a la oficina. Luego habré de desvestirme, me quitaré la chaqueta, la camisa de seda, la falda, las medias, ese corpillo negro que tanto me gusta. Y con las toallitas me desmaquillaré. Los párpados sombreados, los labios rojos, las mejillas. Frente al espejo, insomne y cansado, como después de todas esas noches de tormenta de mi vida, que he pasado en la penumbra. A lo sumo fumando, con las piernas cruzadas, haciendo el núcleo de mi ser esa ausencia, ese no haber sido como me siento. Vestido con tus ropas, Adela.

jueves, 10 de enero de 2008

Mi modo de sostener la cabeza


Después de muchos ensayos ante el espejo y delante de la puñetera camarita que venía incorporada al portátil y que definitivamente se ha jodido, he aquí una imagen del menda, en exclusiva, sosteniéndose la cabeza con la mano. Ante el asombro familiar por mis payasadas, argüí muy digno que quería pasar a la mayor gloria literaria con una estudiada puesta en escena de mi melancolía. El resultado está dentro de la postura que Lichtenberg colocó en sexto lugar, sin olvidarnos de que pasó por alto la tercera manera. La llamó la de la templanza, en la cual la cabeza descansa en la mano llana y es útil para los dolores de muelas. Mi variante consiste en desplazar la mano hasta tapar uno de los ojos, en cuya presión consigue descansar de la miopía que me afecta (ay, amigo mío, he tenido que quitarme las gafas para poder llevar a cabo esta posturita), girar la cabeza y mirar al objetivo uniocularmente, cual Polifemo, que enfrentó a aquellos astutos griegos. Me satisface la imagen resultante porque representa al escritor como un ser monstruoso, que no tiene por qué identificarse con el individuo binocular, que comienza a existir desde que la mano cae desganada, y la chorla ha de mantenerse en equilibrio con la sola ayuda del cuello, también pescuezo.

miércoles, 9 de enero de 2008

Recortes fotográficos



Aquella tercera forma de sostener la cabeza con la mano que Lichtenberg olvidó consignar en su exiguo tratado ha sido propuesta por Andrés Virreynas como la manera impaciente, en la que la cabeza, con el apoyo de la barbilla, cae sobre la palma de la mano, y los dedos quedan libres para manifestar con tamborileo su ansiedad o aburrimiento. Entre otras pruebas iconográficas aporta esta imagen, la más extendida del poeta peruano César Vallejo (1892-1938). La misma que aparece en la portada y contraportada de su obra poética completa en Alianza Literaria (2ª edición, 2006), que recién he comenzado a leer. Dice: “ una expresión de fastidio o desconsuelo o quizás de amargura, donde la impaciencia parece haberse sosegado pero solo para dar pie a la desesperanza.”
La foto está tomada en el Parque de Versalles en el verano de 1929 y en ella aparece también, aunque la historia de la literatura la haya recortado, la señorita Georgette Phillipart, con la que se casaría cinco años más tarde, y fue tomada por su amigo Juan Domingo Córdoba. La pareja está sentada en una escalinata y bajo el sombrero del poeta, que vemos en la esquina inferior, sus rodillas puede que estén en contacto con las de la muchacha.
En la imagen se ve bien su aspecto mestizo de tez renegrida, producto del antiguo cruce de abuela india con sacerdote gallego, la nariz ancha de boxeador y el azabache engominado de su melena. Quiero advertir sobre el tamaño de la sortija del dedo medio en la mano que sostiene el bastón. César Vallejo era un individuo contradictorio. Asumió los postulados marxistas y viajó a Rusia en 1927, adhiriéndose al Partido Comunista del Perú. No obstante, en 1928 le envía una carta a su hermano Victor encargándole que mandara decir en su nombre una misa al apóstol Santiago, patrón de la ciudad en la que había nacido, Santiago de Chuco, por una promesa hecha. Al mismo tiempo que es descrito por sus amigos como alguien que pronto perdía los papeles si había alcohol de por medio, su viuda lo recuerda meticuloso, ordenado y severo. Los testimonios de su esposa hablan de un carácter seco, hasta el punto de que una vez muerto, a ella le bastaba una réplica de su mano y la mascarilla mortuoria para sentirse acompañada; sólo echaba en falta sus pasos.
En alguna ocasión César Vallejo contó que después de arreglar un encuentro con una prostituta, la chica no dejaba de sonreír, y al ser interrogada por el motivo, ella le contestó que al mal tiempo buena cara. El poeta tomó sus ropas, se vistió y salió del cuarto profundamente abatido. El mal tiempo era yo , ¿entiendes? No dejaba de repetirle a su confidente.
Antes de que se marchara del Perú, en la época en la que era un oscuro poeta provinciano, un importante escritor de la época, Clemente Palma, le dijo: "¿Usted cree, señor Vallejo, que colocar una imbecilidad sobre otra es hacer poesía?".
No leía demasiado y al parecer tenía conciencia, esa conciencia desquiciada de ciertos tarados, de la importancia de su obra, en la que intentó inventar el lenguaje de nuevo, para llegar a una comunicación en la que se quería prescindir de los malos ententidos de lo archisabido.
Trilce es el título de uno de sus libros de poemas, el que vino después de Los heraldos negros. Trilce es una palabra inventada.
Pero por qué esa cara agria, de perro, junto con la coquetería del dandy, bastón y sortija. Y sobre todo, por qué no vemos a quien lo padeció, a esa sufrida Georgette. No tiene el mismo significado poner ese careto solo que en compañía.
César Vallejo, mucho nos tememos, no era persona normal y corriente, pero farsante como el que más.

sábado, 5 de enero de 2008

Sin apoyar la cabeza



Antes de nada empecemos por este Lichtenberg (1742-1799), que escribió sus ideas, apuntes y aforismos en esas libretas o cuadernos de asiento para los tenderos, admirado por Kant, Schopenhauer, Nietzsche o Canetti, solitario, jorobado, el menor de 17 hermanos y uno de los principales representantes de la ilustración alemana. Como podemos ver en el retrato que nos ilustra, el autor de las 62 maneras de sostener el rostro carece de cuello, y la cabeza recae directamente sobre un tronco que sufría de escoliosis. Así que al parecer poca falta le hizo la ayuda de la mano y el antebrazo para sostener la estampa de su melancolía, esa bilis negra de la que habló Aristóteles, que ya Durero (1471-1528) representó en un grabado con un ángel que había dejado caer su rostro sobre un puño cerrado.
Supongo que la edición más accesible será la de Aforismos, ocurrencias y opiniones en Valdemar.
El autor del catálogo, cuyo rostro nos muestra un intenso aire de aislamiento y tristeza ofrece una postura que han seguido algunos escritores a la hora de ofrecerle a la posteridad el estado del alma que hace que la cabeza adquiera esa pesantez que el diccionario define como tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que no encuentre quien la padece gusto ni diversión en nada. Una de las más hermosas y exactas definiciones de la RAE.
Pensemos por ejemplo en los retratos de Kafka, el praguense con cara de murciélago. Nunca se echa la mano al rostro.
Su melancolía está en el triángulo que conforman sus ojos, sus orejas y ese pecho que adivinamos hundido.
En este punto si alguien tiene a bien explicarme como puedo enlazar una imagen a este texto, os pongo el grabado de Durero.

viernes, 4 de enero de 2008

62 maneras de apoyar la cabeza




Quiero abrir esta nueva sección en el blog, según el esbozo que hizo en una página de sus aforismos Georg Christopher Lichtenberg (1742-1799), cuyo texto dice lo siguiente:

“En realidad hay 62 maneras de sostener el rostro con la mano y el antebrazo.
1)La meditabunda, con el pulgar de la mano derecha colocado en la sien derecha, el índice en la frente y los demás dedos recogidos sobre el ojo como una especie de sombrilla.
2)Una un poco más recatada donde los últimos tres dedos forman un puño.
4)( sic) El puño entero, donde sólo las primeras falanges (las más próximas a la mano) sostienen la cabeza; los carpos forman un ángulo hacia fuera.
5)El puño entero, con el ángulo de los carpos hacia dentro; se trata de una de las apoyaturas más sólidas; tiene una variante: el puño presiona la mejilla a profundidad y la cabeza da una impresión de pesantez, la boca se levanta y el ojo queda casi cerrado por la presión.
6)La de la templanza, donde la cabeza descansa en la mano llana, útil en dolores de muelas.

Naturalmente, además de estos géneros principales hay muchas graduaciones en el paso de una postura a otra que no se pueden describir aquí. Si se ejecutan con la otra mano, aparecen 6 apoyaturas meramente simétricas, y como cada género se puede combinar con otro, surgen más. Así se pueden inventariar.
Pero aún hay que pensar en una séptima postura, la autocomplaciente, donde la barbilla es sostenida por el pulgar y el índice.”


(Lichtenberg, Aforismos, FCE, México, 1989, citado en 62 maneras de apoyar la cabeza ( y unas cuantas más), de Andrés Virreynas, Tumbona Ediciones, México, 2007)


Según lo cual y a partir de sus cálculos, de estos 7 géneros sencillos, se conforman 62 maneras distintas de apoyar la cabeza.
No obstante, enseguida se ve que olvidó la postura número 3.


Si alguien tiene a bien explicarme como colocar en el blog imágenes procedentes de la red prometo ejempflificar estas posturas a través de retratos y fotografías del género humano. De la mano, eso sí, de los autores citados arriba, que son los que han manejado la idea desde el primer momento. Que no quiero atribuirme originalidad ninguna en este asunto.

Navidad y algo más


Lo que ha dado de sí estos días, más allá de las celebraciones navideñas, ha sido la recepción del modelo de contrato para la publicación de un conjunto de relatos. Hasta donde entiendo el contrato me parece bien. No se me pide ni un euro. La editorial se compromete a la difusión y distribución de la obra a través de internet y, según dicen, por los canales habituales del mercado del libro. Pero de sobra sé que en asuntos de este tipo el problema siempre está en llegar a tener visibilidad en un mercado controlado por los grandes grupos. Por otra parte yo empiezo y ellos también. Todavía no he firmado nada. A ver. A mí como experiencia y plataforma para emprender futuros proyectos ya me vale.
En cuanto al título he tenido algunas dudas. Entre un número, el de total de cuentos, el que le endosé a la selección en el momento del envío o el que definitivamente creo que va a llevar. Que no es el título de ninguno de las historias que conforman el conjunto. Más adelante, cuando esté seguro, lo anotaré aquí. Se trata de una expresión algo paradójica entre lo que viene a decir y lo que en primera instancia parece desprenderse de lo contado. En lo que hay un deseo de darle a esa expresión un matiz de contenido nuevo. Uno es así, qué le vamos a ser. Un puto tocapelotas.
No he escrito nada, cuando un vago plan era la continuación de la serie Fotos.
En cuanto a la lectura, mejor.
Como era muy previsible en mí, he dejado de lado (no sé hasta cuando Las benévolas de Jonathan Littell), y a la sombra de mi reciente descubrimiento de Dalton Trevisan, me he acercado a la Nueva antología del cuento brasielño contemporáneo (Universidad Nacional Autonoma de México, 2ª edición, 2001).
En previsión de que el todavía en el aire libro de relatos de mi autoría llevase una foto con mi careto, me he agenciado 62 maneras de apoyar la cabeza (y unas cuantas más), de Andrés Virreynas, en Tumbona Ediciones, México 2007. Muy ilustrado y gráfico. Ya hablaré de él.
De la biblioteca pública saqué una edición de cuentos de Kafka con un estupendo tamaño de letra para quienes empezamos a tener la visión algo confusa. Kafka para mí es sobre todo humor. Y sentido de la tragedia.
Ajuar Funerario de Fernando Iwasaki me ha decepcionado. Historias breves y microrrelatos de aire actual, pero construidos sobre una concepción muy anticuada de lo que es el terror. O es que a mí el terror me da la risa. Menos mal que no he llegado a comprar el libro. Era de la biblio.
En una excursión para disipar la nube que la orgía navideña había levantado sobre mi cabeza, me hice con Vida de un loco, de Ryunosuke Akutagawa, en Emecé, Argentina, 2006. Tres relatos de un autor que se suicidó en 1927 con una sobredosis de pastillas. La manera de narrar de un japonés que quiere trasladar la tradición oriental al conocimiento que él tenía de la literatura occidental. Interesante como otra referencia a la hora de buscar modelos que no sean los archisabidos.
Y para la memoria sentimental, en un mercadillo dominguero y por pocos céntimos, conseguí una novela que leí hace más de treinta años y que en cierta ocasión le vendí a un librero de lance: Tiempo de castigo, de Henry Jaeger, Barcelona, 1966. Supongo que uno de aquellos bestsellers de la época, pero que a mí me sirvió para iniciarme en la lectura de lo que me iba dando la gana leer.
Follar, lo que se dice follar, he follado poco.
A ver si en Enero leo menos.