La verdad es que hacía un día espléndido y la playa estaba llena de sombrillas de colores chillones. Nos costó encontrar aparcamiento. Eso sí. Los chicos se pusieron un poco nerviosos. También Luisa y yo. Pero la discusión se evaporó como una gaseosa, en cuanto metí el coche en aquel hueco.
-Aquí no es gratuito.
-Pero vamos a estar todo el día.
Antes de las doce Carlitos ya se nos había perdido y los vigilantes de la playa lo buscaban con sus binoculares. Apareció a las dos y media en brazos de un bañista. El hombre exhausto. Carlitos ahogado. Mi Carlitos muerto en sus brazos. Flácido como un manojo de algas. Sus pulmoncitos llenos de agua. Lo recogió Luisa y enseguida lo sostuvo contra su pecho. Yo sentí que algo se paraba en el mundo para siempre. Vi un reloj roto. Luisa lo transportaba como si simplemente lo estuviese cambiando de una cama a otra. Como si lo estuviese llevando dormido de nuestro dormitorio al suyo. Cuando le pidieron que lo deposistase en la camilla de la ambulancia se negó en rotundo. Para darle mi último abrazo a Carlitos, tuve que abrazarme también a Luisa. En el centro de un hermoso día de verano. Con el sol, desde su punto más vertical, cayendo sobre la playa. Oí gritos y risas a lo lejos. Por el aire llegó un balón de plástico de Nivea. Nos golpeó en la cabeza a Luisa y a mí. Con esa blandura que consigue derretir el tiempo. Vi un reloj blando. Me lancé al agua, a buscarlo, a ver si todavía lo podía sacar vivo. A mi Carlitos. Buceé hasta que sentí que me estallaban los pulmones. Pero no dí con él, aunque sabía que en alguna parte pedía socorro. Socorro, como si tuviese branquias. Me enredé los pies con unos matorrales de algas. Me arañé las manos con las aristas de las rocas. De un impulso desesperado emergí de nuevo a la superficie, a la vida, a la vigilia. Mis ojos ante un reloj despertador: tic-tac-tic-tac. A la verdad desnuda de Carlitos. Tan callado. Triste, silencioso. Allá del otro lado, como lo fue en este. La verdad es que nadie lo vio meterse en el agua. El bañista se lo había encontrado bocabajo y le había cerrado los ojitos. Nos lo entregó como si estuviese dormido. Cuando Luisa lo recibió en el seno de sus brazos. Está dormido. Comenzó a decir. Está dormido. Y a veces ella o yo vamos hasta su cama. A ver si es que está en ella. Dormido. Pero en la cama sólo hay una colcha, cruel y sin arrugas. Como la superficie del mar en calma. Donde su ausencia tiene cobijo.
Ahí está. Callado. Triste y silencioso, sin bulto. Carlitos oye nuestros pasos aproximarse a su cama. Pero ya nada le importa. Nada.
7 comentarios:
Estremecedor. Me ha puesto el corazón en vilo. ¡Qué dolor, sólo imaginarlo!
Es sobrecogedor, Hombre de Barro.
Se me ha puesto la boca de piel de gallina y no puedo decir nada...
Estás atravesando un momento muy dulce, cabrón. Y cómo juegas con nosotros. Nos llevas a la playa, nos pones un diálogo nada al azar, situándonos en un texto costumbirsta, quizá sarcástico y de repente, zas, se nos ahoga el niño. A los que te leemos nos cae como un jarro de agua fría. Y a partir de ahí, por muchos balones de Nivea que nos caigan en la cara, no pedemos dejar de leer.
No, aquí no hay nada dejado al azar, ni un cabo suelto. Sabes con lo que juegas.
Por alguna razón me ha recordado a los cuadros de Hopper.
¡Eh, eso no se nos hace!
Nos has dado el día... Qué peligro tienen las palabras.
Me gustan mucho tus cuentos de barro. Hay dias en los que pienso en ellos cuando voy en el bus, pienso en ellos con los ojos abiertos. Eso nunca me pasa con los cuentos que leo que olvido casi siempre al instante.
Gracias
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