viernes, 29 de octubre de 2010

Alquimia



Hombre-árbol, de Marco Solares



No debo decir que he sobrevolado la ciudad, pero se me permite decir que he soñado sobrevolarla. Todo empieza a darme un poco igual, sinceramente. Habrá quien piense que he perdido el juicio y quizás no le falte razón. Estoy subido a un árbol, soy mi hijo mayor subido a un árbol y soy mi mujer en ese mismo árbol cuando era niña. El suelo está lleno de flores, hermosas flores carnívoras. Leo el libro que más me ha gustado en mi vida, un libro imposible, un libro que no se lee, no puede leerse, pero yo lo leo concienzudamente y hallo en él un consuelo y una paz inefables. El libro me cuenta que estoy muerto, que he de empezar a pensar que estoy muerto, que el jardín en el que me hallo nunca existió, que el árbol al que estoy subido hunde sus raices, existentes, en un espejo, que las plantas me quieren jamar. Es destino de todo aquel que pierde la vida ser devorado y ha llegado mi momento. Bajo del árbol, poso los pies en el suelo y enseguida empiezo a ser engullido. Sé que muchas personas han deseado lo que me está ocurriendo. A medida que desaparezco una de las flores va adquiriendo forma de homúnculo. Conforme menguan, zampadas, las extremidades de mi cuerpo, van surgiendo de los tallos en la floresta grotescos apéndices soñados. No para ahí la cosa. Ya no existo. Existe ahora un ser arbóreo que quiere encontrar el camino que lo traiga aquí, de donde borrará toda huella que haga referencia a mí.

sábado, 16 de octubre de 2010

Banquete


Delante de mí un hombre iba pegando en los árboles, en los contenedores y en las paredes del barrio un cartel con la leyenda que enseguida me hizo pensar en el abuelito. Auxiliar de geriatría titulado con carnet de manipulador de alimentos, se ofrece para cuidados de personas mayores. Esa misma tarde hice una llamada al móvil que figuraba en la parte inferior del pasquín. Me gustó su tono de voz segura y concertamos una cita para el día siguiente. Le presenté al abuelito, que lo miró con su sonrisa desencajada, con esa fina ironía lacrimosa de las víctimas, pero no se dejó intimidar. Se notaba que aquel hombre, que se llamaba Pedro, estaba acostumbrado al trato con dementes, a manejar con soltura y sencillez el desahucio humano, físico y mental. Palpó las carnes flojas del viejo con ternura y calculó acertadamente su peso, cuando lo trasladó en brazos de la cama a la silla. Respiré aliviado, sinceramente, porque en casa todos habíamos llegado ya al límite. El abuelito había sobrepasado de largo la centena. Pedro abrió una ventana al aire y la luz en nuestra sofocante existencia de viejos cuidando a viejos. Un domingo, después de muchos años sin haberlo hecho antes, salimos a comer fuera. El abuelito lo miró todo como si lo olisquease en el aire, pues apenas veía, parecía un gusano albino saliendo del interior de la tierra. Engulló los granos de arroz que Pedro le puso en la punta de la cuchara y cuando regresamos por la tarde a casa, estaba feliz y babeante. En realidad, todos fuimos renqueando por el pasillo, camino de nuestros dormitorios, en un estado de especial excitación por la estupenda salida que habíamos llevado a cabo. Al día siguiente le manifestamos a Pedro, después de haberlo hablado entre nosotros, si no sería posible que se viniese a vivir a casa, con unas nuevas condiciones, para que se ocupase no sólo del abuelito, sino también de mamá, con la idea de tenerlo cerca pronto también los demás. Pedro aceptó ilusionado, pues su trabajo era una vocación. Nos levantó de uno en uno en brazos, de la alegría, al tiempo que nos daba el peso y apreciaba la blandura de nuestras carnes. Nos mejoró la existencia notablemente, con excursiones y salidas a lugares de la ciudad por los que nunca antes habíamos sentido interés. Animó a otros ancianos a que nos visitasen para charlar, tomar la merienda o jugar a las damas. A todos, tarde o temprano, los izaba en volandas y les daba el peso. Algunos que sabían de su habilidad se lo solicitaban y Pedro los complacía sonriente. El mediodía que me encontré al abuelito en la cocina, corrí a llamar (apoyado en mi bastón) a mamá y a mis hermanos. Les costó reconocerlo, pues estaba como un conejo desollado, dividido en trozos para un guiso, pero desde la encimera nos miraba con sus inconfundibles ojillos húmedos. Salimos de allí sin ningún tipo de alarma, conscientes de que no hay moneda cuya cara no tenga una cruz. Desde luego disfrutamos de la comida con un vasito de vino que Pedro nos sirvió con gentileza.

martes, 5 de octubre de 2010

La habitación


Penetré en la habitación sin muchas expectativas, algo ensimismado. El hombre que había dentro salió a mi encuentro, de frente, y me dio una buena bofetada, sonora, lúcida, que acabó por hacerme comprender dónde me encontraba: en la habitación. ¿Y tú de dónde vienes?, me preguntó, con el semblante desabrido, abierto. Vengo de fuera, le contesté. Afuera no hay normas, afuera sólo hay vagos inútiles, sólo aquí comprenderás lo que es la ley. Ya me iba dando cuenta, me toqué la mejilla con sonrisilla irónica y se volvió a enfurecer. Aquí las costumbres son diferentes, todo el mundo desea entrar en la habitación, pero son muy pocos los que lo consiguen. Pasarás mucho tiempo mirando esa pared cada día, te conocerás mejor después de haberlo hecho, me dijo. Pensé que era una broma, pero en esas volvió a darme un guantazo, reglamentario, medido. Cerró la puerta y me miró, no con una sonrisa malévola, sino con magisterio. Y eso me puso los pelos de punta.

domingo, 3 de octubre de 2010

Presentación en Granada de Velas al viento


El próximo martes día 5 en Granada, en el Museo Casa de los Tiros, se presenta la antología que publicó recientemente la editorial Cuadernos del Vigía, titulada Velas al viento. Los microrrelatos de la nave de los locos, a cargo del profesor Fernando Valls, que en esta ocasión estará acompañado por Andrés Neuman. Me hace mucha ilusión formar parte de ese libro y me gustaría acudir, pero no sé si eso será posible.

Aquí más información.