martes, 29 de septiembre de 2009

La biblioteca


Stuntkid: "Homo lapis"

Imagínate que un hombre y una mujer están encerrados en la biblioteca provincial. Que ya es cerca de la medianoche. La mujer se quedó dormida en un sillón de lectura y nadie advirtió su presencia allí. El hombre es todo un experto en quedarse dentro de ciertos establecimientos en los que pasar la noche. Va de un lado para otro. La mujer despierta aturdida, pensando que está en la sala de descanso del hospital en el que trabaja. El hombre pasea tranquilo por las distintas salas repartidas en tres plantas. Tiene una linterna en uno de sus bolsillos, pero la luna llena aún no la ha hecho necesaria. La mujer mira alrededor e intenta situarse. Se le acelera la respiración. Se toca la cara como si quisiera confirmar su corporeidad. El hombre busca acomodo en el lugar de los periódicos y ni siquiera allí tiene que echar mano de su linterna, pues la luz del alumbrado público se cuela por el amplio ventanal. Empieza por donde siempre, por pura diversión, por la lectura de su signo zodiacal. Luego repasa los resultados deportivos y después sigue la evolución de la crisis económica, intentando entender los detalles técnicos. La mujer por fin se ha dado cuenta de cuál es el lugar en el que se halla. Se alegra de estar allí. El hombre saca de su macuto una manzana y le da un mordisco. Esta biblioteca le trae a la memoria otra, así es siempre. Las asocia mentalmente. Como las mujeres. La mayoría son distintas, pero de vez en cuando una te hace recordar a otra. El hombre no es un experto en mujeres, pero sí en bibliotecas vacías a media noche. Apenas duerme. Insomnio crónico. Completa el crucigrama. La mujer ha empezado ya a buscar los lavabos, porque quiere beber agua y lavarse la cara. El grifo, nada más ser accionado con mucha prudencia, hace un gran estruendo, así que la mujer sólo deja escapar un hilillo de agua. Regresa a la sala y se dirige a la puerta. El pomo cede, sube las escaleras y ante la siguiente puerta, con el corazón agitado como un pajarillo bajo la tempestad, sólo ha de empujar. Camina por un pasillo estrecho con estantes llenos de libros a uno y otro lado. De vez en cuando vislumbra el título de un libro que ha tenido en préstamo en su casa. O el nombre de un autor al que le gustaría leer. Desde la calle penetra la potente luz de una farola que hay en la fachada. Y también está el disco de la luna en el cielo.
El hombre se ha levantado. Repasa los autores de la letra M. Ya traía una idea para esta noche. La mujer llega a la punta del pasillo y gira para tomar el contiguo en sentido inverso. Entonces grita. Y el hombre también grita.
La mujer vuelve al pasillo de antes corriendo y el hombre también corre por el suyo hacia delante, con lo que vuelven a encontrarse de nuevo por la punta. Esta vez chocan.
-Eh, grita ella.
Él se abraza a ella involuntariante, sólo por la fuerza del choche.
-Suélteme, grita ella.
Él obedece y se retira.
-Me he quedado encerrada, dice.
-No se preocupe.
-¿Quién es usted, el vigilante?
-No.
-Quiero salir de aquí.
-Me parece que hasta que abran por la mañana eso va a ser imposible.
-¿Quién es usted?
-También estoy aquí encerrado.
-Me parece increíble.
-Pero es cierto. Estaba buscando un libro cuando usted gritó y me asusté.
-¿Un libro, estaba usted tan tranquilo buscando un libro?
-Claro, para pasar la noche, sufro de insomnio.
-Dios mío.
-Siento que se haya asustado.
-Me quedé dormida y supongo que nadie se dio cuenta.
-Ah, sí, yo la ví, pero pensé que estaría descansando un momentito.
-¿Y a usted que le ha pasado?
-En mi caso es voluntario. Me llamo Julio Yllera.
-Yo soy Casandra, bueno Gloria.
-Qué interesante, tiene usted dos nombres.
-Sí, interesantísimo, dice ella.
-No tendrá usted sueño después de su siesta. ¿Qué le gusta leer?
-En esta situación no sé qué decirle.
-No se preocupe. Mire, llevo años de biblioteca en biblioteca. Pero me gustaría que nos pudiésemos tutear.
La mujer se abraza a sí misma buscando de nuevo su corporeidad, para comprobar que lo que está viviendo no es un sueño.
-Vale, dice ella, rendida.
-Diviértete, de hecho estoy por asegurar que estas contenta por haberte quedado encerrada. Quizás mi presencia te ha hecho cambiar de opinión.
-¿Pero quién es usted?
-¿Nos tuteamos?
-¿Quién eres?
-Hasta hace poco un vagabundo, desde que has aparecido tú uno de esos genios de la lámpara sin lámpara.
-Si lo que quieres es tranquilizarme estás consiguiendo todo lo contrario.
-Perdona si te he parecido un pirado.
-No sé, me gustan, por ejemplo, los cuentos de Clarice Lispector, pero no sé si buscarlos por la C o por la L.
-No conozco a ese autor.
-Era una mujer.
-Ah.
-De pequeña siempre tuve una fantasía que creo que es recurrente en todo el mundo. La de quedarme encerrada en unos grandes almacenes durante toda una noche, para poder disfrutar de ellos como si se tratase de un parque de atracciones. Pero nunca pensé que eso me pudiera ocurrir en una biblioteca. Cuéntame qué te hizo ir de un lado para otro.
-Me quedé solo. Nada me ataba. Empecé a dejarme llevar por mis piernas, me cuesta mucho tomar caminos de vuelta. Le quiero dar la vuelta al mundo.
-Yo he salido muy poco de esta ciudad.
-¿No te gusta viajar?
-Estoy volcada en mi trabajo, soy enfermera.
-Bueno, pero de vez en cuando tendrás vacaciones.
-Tengo una amiga más joven que yo que ha estado en medio mundo y ha regresado aquí. No sé, si me marchase yo no volvería. Me iría a otro lugar, simplemente. Me gusta estar en un sitio, lo que no sé ahora es si me gusta estar en este.
-P es una ciudad muy cambiante, yo he llegado detrás de otros viajeros y no he encontrado lo que ellos vieron y dejaron escrito. Es la primera vez que llego a una ciudad subterránea que no sabe que lo es.
-Quizás eso sea todo.
-Supongo que por la L, ¿no? Si es Clarice Lispector, este será su apellido.
La mujer se acercó al hombre y le rodeó el cuello con sus brazos.
-Supongo que sí.
El hombre le dijo que estarían más cómodos al fondo del pasillo, donde era engullido por las sombras.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Un café literario




-Yo creo que los problemas son los mismos en todas partes, dice el poeta número 1, y luego se lleva la copa a la boca con cierta satisfacción.
-Mira, yo tuve que cambiar mi nombre para poder empezar a publicar. Nadie quería mis poemas. Yo no sabía si eran buenos o malos, pero seguía escribiendo, hasta que un amigo me hizo un comentario que me dio la solución, me dijo: he leído un poema que me ha gustado mucho, pero todavía más me ha gustado el nombre del poeta, y cómo se llama, le pregunté yo, Hjalmar Flax, me contestó, joder que sí, le dije, aquella misma noche en casa me bauticé a mí mismo en todos mis escritos para poder competir con nombres tan eufónicos como Cintio Vitier, Dylan Thomas, Dulce María Loynaz, Ezra Pound, Haroldo de Campos, Idea Vilariño, Joan Brossa, Walt Whitman, Roque Dalton y un montón más de poetas que a ver cómo te resistes tú a publicar si vienen con sus poemitas bajo el brazo y carita de no haber matado una mosca, dice el poeta número 2, detrás de una nube de humo tras la cual adopta un aire espectral, pretencioso, después de haber ofrecido la frívola imagen de todos esos ilustres vates, como escolares, en busca de editor.
El poeta número 3 levanta la mano, el camarero acude y pide un whisky con agua. Se remueve en su asiento y dice:
-España está llena de cafés como este, llenos de perturbados como vosotros, a los que les pica el culo por la misma razón, de poca higiene. Al poeta número 4 las salidas del número 3 no le hacen gracia nunca. Su mirada se llena de rencor:
-¿A tí no te pica el culo ni eres un perturbado?
El poeta número 5, que cierra el círculo sobre la mesa, interviene:
-También hay poetas con nombres espantosos, no sé, se me ocurren Rabindranath Tagore, Miguel Hernández, Arthur Rimbaud, Federico García Lorca, Gerardo Diego, Jorge Luís Borges.
-¿No te parecen esos nombres de poetas?
-En absoluto, a mí me viene un pichón de esos con una carpetita sudada llena de folios mugrientos y no se come ni un colín.
-Ya no es sólo el nombre, se trata de la vida, de llevar una vida acorde con la poesía.
-Y de morir también.
-Lo que yo digo, la poca higiene hace que os pique el culo, lo que no me explico es por qué no os rascáis, en vez de soltar por la boca tantas sandeces.
-Mira, número 3, no tiene puta la gracia.
El número 2 volvió a retomar el hilo:
-En M, que es una ciudad que os recomiendo conocer, yo viví allí sólo dos meses, conocí a un poeta que se llamaba Miguel Hernández, como el poeta Miguel Hernández, con lo que se veía obligado a usar su segundo apellido, que era Torralbo. Una vez le pregunté si no hubiese existido el poeta Miguel Hernández si él hubiese usado el Miguel Hernández sin más, pero se limitó a sonreírme y a agitar la coctelera. Era barman y dueño de un garito que se llamaba El cantor de Jazz. Luego supe que después de 20 años poniendo copas y celebrando conciertos, exposiciones y poniendo la mejor música jazz de M, después de haber ganado muchísimo dinero y haberlo dilapidado también, cerró el pub y estudió Historia del Arte. Le escribí y me envió algún poema. Casi todo lo que tenía era inédito. Lo invité a conocer P y me dijo que un viaje le haría muy bien, que últimamente no iba demasiado sobrado de ánimos. Os hablé de él entonces, pero seguro que no os acordáis.
-Si hubieses dicho algo, a mí no se me habría olvidado, te lo estás inventando ahora. ¿Cuándo estuviste tú en M, dos meses con tu culo picajoso fuera de este café?
-Pero no le dio tiempo. En esos últimos años su situación económica se había deteriorado y vivía en un piso compartido. Bebía y tomaba medicamentos. Una noche se quedó dormido con un cigarrillo sin apagar en la mano o en los labios o vete tú a saber. Murió en el incendio. Sólo tenía 43 años.
-Vaya, Clarice Lispector, que me parece que tiene un nombre espantoso, como de personaje de novela barata, tuvo más suerte. Sólo se quemó una mano.
-A mí los que me gustan son los poetas que se arrojan por las ventanas, me parece que hacen bien. Como Tomás González. Claro, con ese nombre.
-Paul Celan se tiró al Sena.
-Por supuesto, no era para menos, con ese nombre.
-Yo creo que los problemas son los mismos en todas partes, volvió a insistir el poeta número 1.
-Bueno se trata de intentar averiguar qué frontera quiere cruzar uno, si la de la muerte o la del amor. Si lo que uno quiere es cruzar la frontera del amor para llegar a la muerte o la de la muerte para llegar al amor.
-¿A vosotros no os pica el ojete terriblemente?
El poeta número 4 se levantó indignado y miró al poeta número 3 con ganas de arrancarle los ojos.
-Yo me marcho, dijo.
El poeta número 3 sonrió, por lo que el poeta número 4 rectificó su decisión. No estaba dispuesto a cederle la victoria al otro.
-Mejor me quedo.
-Corren rumores de que el escritor Andrea de Vicente anda por este café, de que incluso podría ser alguno de nosotros.
Imagínate esta conversación en la década de los 60. Ahora una después, en los 70, y así sucesivamente en los 80, en los 90, a finales del siglo 20, y en la primera década del 21.
Bajo el mármol del velador los cinco poetas tendrían desenfundados sus penes, largos y gruesos, como reptiles en reposo. Se habría puesto de moda entre escritores. Pero ninguno de ellos sería el autor de Casandra. El poeta número 6 camina ensimismado por las calles hasta que sus pasos lo llevan ante el café. El poeta número 6 entra en el café, toma asiento y antes de tomar parte en la tertulia cumple con el ritual: se saca el pene, que no es ni tan largo ni tan grueso como los de sus amigos, pero que está en proceso de llegar a serlo gracias al naturalextender del que se ha provisto discretamente por correo. Le resulta dulcísimo oír la cantinela sempiterna del poeta número 1, ya sabes, que los problemas son los mismos en todas partes.

sábado, 26 de septiembre de 2009

P, la ciudad



Fotografía: Pandemonium, de Abraham Cabello.

P es una ciudad que observa al forastero. La manera más fácil de llegar a ella es cruzando un gran puente, pero también se puede seguir el perfil de la costa, con lo que el puente se observaría desde lejos. Bajo el puente las sombras aúllan. P se abraza a un río y bajo los puentes que cruzan ese río las sombras aúllan. Hay hoteles y dentro de las habitaciones los huéspedes oyen los gritos y aullidos nocturnos, con los que se estremecen antes de quedarse dormidos, vigilados por los ojos que se asoman detrás de orificios practicados en las paredes. En P existen habitantes que nunca se despegan de sus observatorios. Nunca abandonan su puesto vigilante para dar un paseo, para hacer recados. A P también se puede llegar en tren. A sus afueras. Se corre entonces un riesgo. No se puede dar seguridad aquí de que el taxista no te lleve fuera de la ciudad para ingresar en ella por el puente. No se trata de un timo. El precio de la carrera no aumenta con esta excursión. Pero hay forasteros que sienten fobia a cruzar un puente y eligen el tren pensando que así lo evitan. No siempre se puede estar seguro de ello. Generalmente cuando uno llega a P llueve y sus habitantes se disculpan por no poder ofrecer un espléndido y soleado día. Quienes proceden de tierras meridionales quizás echen de menos algo y no sepan lo que es, hasta que se den cuenta. En esta ciudad, en P, apenas encontrarán cucarachas. Sólo unas pocas refugiadas en lugares estratégicos. P es una invención, pero con una existencia fuera de toda duda. P es un sueño de la inspiración que hunde sus pezuñas arqueológicas en el lugar del no y la muerte, de la nada, mientras celebra una vez al año una reunión a la que sólo acuden aquellos de sus hijos que llevan una marca de nacimiento en el centro de la espalda. Tiene forma de globito areostático. Está hecha de piedra, P. Y de dudas, con Ayuntamiento, alameda, pastelerías, museo y el trenecito del verano para los turistas, que no cruza ningún puente. Algunas calles ofrecen la ilusión de que sus paseantes se han detenido y contemplan el cielo, pero no es así. En otras quienes parece que suben en realidad bajan. Debajo de los bancos de cualquier parque hay objetos que han llegado allí por propia cuenta. No obstante, en P es fácil que todo esto le pase inadvertido al viajero, porque la ciudad finge una existencia provinciana en el rincón del mapa donde ha sido situada. Hay que andar muy atento. La mitad de sus moradores se toma en serio a los demás después de a sí mismos. La otra mitad vigila para que eso sea así. Siempre hay excepciones. Conviene que el viajero las busque. No siempre andan por los mismos lugares. Alguna vez es una monjita en el santuario de las Apariciones, otra vez es un administrativo del consistorio, o una cajera de la cadena de supermercados Choice. Se les distingue porque hacen excentricidades. Durante unos años a uno de los hijos de la ciudad le dio por ir con el pene, largo como un día sin pan, al aire. Se convirtió en un atractivo turístico, en un punto móvil de visita obligada para ciertos viajeros, aquellos que renunciaban a subir al trenecito. En P puedes soñar que debajo de sus piedras hay una ciudad invertida, que es la ciudad de los que no tuvieron sueños. P es la vida sembrada de desvaríos, el justo premio para los locos. En una colina hay un hospital que se llama Monte del Cielo, allí nacen sus hijos, a veces mueren, de uno de ellos, recién muerto, procede esta voz. En P un vampiro sí se refleja en los espejos, en los escaparates de sus comercios. En P se cuida a los vampiros desde que son críos y no se les obliga a vestir chándal en las clases de educación física, ya que pueden asistir a ellas con su capita negra de forro rojo. A P le ha salido, sin embargo, una enfermedad en el extrarradio, es como un cáncer que la devora imperceptiblemente, pero ya ha empezado a desaparecer. P se extingue. Asistimos al principio de su fin. Llevará siglos, pero un día sólo quedará en pie la última piedra y sobre ella su último habitante, su postrer hijo. No todo el mundo cree que P haya empezado a volatilizarse como los sueños. Plofff. Por eso las medidas que se toman para evitar las tragedias que están por venir no son todavía eficaces. Ni siquiera todos sus habitantes están de acuerdo en que P exista, así que menos que algo que no existe deje de existir. Todo es muy complicado en P, aunque el forastero contemplrá una vida sencilla, administrativa, burguesa. Hay que mirar bajo las alfombras, podría decirse. Todo el mundo se conoce en P. Vaya putada, dice la gente joven. Qué tranquilidad, dicen sus padres. Una vez al año la ciudad de P enloquece, no sus habitantes, sino sus edificios, lugares y rincones. Los inmuebles hacen muecas: puertas y ventanas que se abren y cierran. Los estanques se deshacen en llanto. Los libros de la biblioteca municipal se arrojan por la ventana y pasan días enteros vagabundeando por las huertas del extrarradio. Los pozos salen hacia fuera y el aire se llena de trampas en las que nadie cae. Los forasteros conocen a P por otros forasteros que la visitaron en el pasado. P es una gran desconocida. Nada de lo dicho hasta ahora ayudará mucho a conocerla tal como es. Porque la esencia de P es, como la de todas las demás ciudades, Z, H, L,V, mucho más cambiante de lo que su imperturbabilidad le permite creer a quienes pasean por sus calles. Cada uno lleva una P distinta en su bolsillo. A veces uno mete la mano y sólo halla unas pelusas, que desprecia con asco. Ahí está el error.

jueves, 24 de septiembre de 2009

La vampiresa de la eternidad (la chica que ha robado los relojes)



En la imagen: Tura Santana

La chica ha viajado, ha conocido otras ciudades en otras partes del mundo. Salió de ésta, de la que nos ocupa desde el principio, con sus puentes sobre el río, con su corona de montes alrededor y su facultad de Bellas Artes. Tiene una colección de fotografías en una maleta del cuarto de la pensión en la que vive desde su regreso. Y ahora aparece con un hatillo de terciopelo lleno de relojes. Los expone sobre la cama, elije uno, sale y llama a la dueña de la casa.
-Tome, le dice.
-Qué bonito.
-Es para usted.
-Oh, gracias.
En cuanto la mujer se lo abrocha a la muñeca se avalanza sobre ella como si fuese una alimaña salvaje.
La chica tiene familia en la ciudad, pero nadie sabe de su regreso. Ni siquiera la reconocen cuando se cruza por la calle con sus primos. Ha pasado por una prestigiosa escuela de interpretación norteamericana. Consigue trabajo en una floristería a pesar de su estilo gótico y la clientela aumenta.
-Te quiero invitar a comer, le dice el dueño del negocio, se te da muy bien y estoy muy contento.
A los postres el hombre se le insinúa, le habla de regalos. La chica sonríe, se muerde la boca con picardía y por debajo de la mesa lleva la punta de su bota negra hasta tocar una pierna del hombre, que solicita nervioso la cuenta y le propone tomar café en su casa. Es viudo. Allá que van. Pero no prepara café, ya que el hombre se arroja sobre ella nada más cruzar el umbral.
-Tranquilo, tranquilo, le dice ella, mientras se aparta y comienza a desnudarse. Cuando el hombre por fin se aproxima para penetrarla, ella abre las fauces sobre su rostro y de un bocado le arranca un trozo de mejilla. No permite que el otro se mueva y allí mismo se lo bebe entero. Luego lo descuartiza y lo envuelve bien.
A las 5 en punto está de nuevo en la tienda. El primer cliente de la tarde es un hombre con la mano izquierda vendada.
-¿En qué le puedo ayudar? Le pregunta ella, que casi imperceptiblemente sobresaltada ya ha reconocido al relojero al que atracó.
-Quiero rosas, dice el hombre.
-¿Una docena?
-Sí, no, mejor, dos docenas.
-Muy bien.
-¿No me reconoces? Le pregunta el hombre.
-Sí, es usted el joyero de La Oliva.
-No sabía que trabajaras aquí.
-Desde hace muy poco tiempo.
La chica lleva puesto un reloj que el joyero reconoce.
-No temas, le dice, estamos en el futuro, 15 minutos antes de que realmente yo entre por esa puerta. He venido a avisarte.
La chica entra dentro a preparar un ramo con 24 rosas. No sabe si el hombre está tendiéndole una trampa con la que la quiere acorralar. Decide que es mejor dejarse ver arrepentida, pero al volver al mostrador el hombre ya ha desaparecido. Mira hacia la calle. Ni rastro. De todas formas no deja de preparar el ramo, porque adivina que regresará pronto, como así ocurre.
-Aquí tiene, le dice, nada más verlo entrar.
El hombre sonríe, se aproxima para contemplar el trabajo y en ese instante siente que alguien le desgarra las visceras. Enseguida cae al suelo como un plomo. La chica lo lleva a la trastienda y allí lo descuartiza. Mientras lo está envolviendo, poco antes de la hora del cierre suena la campanilla que advierte de la entrada de alguien.
Es un hombre con un largo y grueso pene al aire.
-Me gustaría encargar un centro de mesa, dice.
-Espere un momento, por favor.
La chica termina de colocar en una bandeja un trozo irreconocible del relojero.
-No hay prisa, dice el nuevo cliente.
La chica sale con un cuchillo en la mano y apunta la polla de quien ya sabrás que es Andrea de Vicente (seudónimo).
-No tengas miedo, dice el escritor.
-Guárdate eso o te prometo que te la corto de cuajo en un santiamén.
La chica ha hablado de tal forma que Pedro (Andrea de Vicente) obedece sin rechistar.
-Vaya diíta llevo hoy, dice la chica.
-Me gusta tu reloj, dice el escritor.
-No tientes a la suerte, dice la chica.
Cambio de registro de los actuantes. Ella aprendió en una escuela norteamericana, él sin salir de su habitación.
-El centro iría por Interflora, dice el escritor.
-Entonces lo tendrá que elegir usted de este catálogo, dice la chica.
-Es para mi agente, está histérica, le he dicho que he destruído un manuscrito.
-¿Y lo ha destruído usted de verdad?
-No.
-Pues entonces este. Las calas van muy bien para ese tipo de casos.
-Estupendo, ¿cuándo lo recibirá?
-Si usted quiere, mañana a primera hora, antes de que le dé tiempo de salir de casa para el trabajo.
-Estupendo, ¿y ahora le importa que me vuelva a sacar mi largo pene al aire?
-Haga lo que quiera.
-Muchas gracias, adiós.
-Gracias a usted, espero volver a verle por aquí, a usted y a él, le dice la chica, señalandole el lagarto que asomaba por fuera de su portañuela.
La chica hace el pedido y luego echa el cierre. Regresa a su pensión y allí se encierra en su cuarto. Saca la maleta de su armario y se sienta en la cama, donde le dan las tantas contemplando las fotografías. El amanecer la sorprende mirando la esfera de uno de los relojes. Por fin a las 8:30 se levanta y se dirige a la ducha.

martes, 22 de septiembre de 2009

El hombre que viaja a los próximos 15 minutos



Hubo, sencillamente, un error. Al paciente que dormía en aquella cama le inyectaron la medicación de quien dormía en otra. Pudo haber muerto, pero no lo hizo, sus defensas reaccionaron de un modo que dejó fuera de juego a los médicos que se hicieron cargo de la situación, sin embargo estuvo en coma. Cuando volvió en sí preguntó por su familia. Todos se alegraron. El hombre expuso su caso en los medios de comunicación para que una cosa así no volviera a ocurrirle a nadie. Anunció que no denunciaría judicialmente al hospital y este gesto le granjeó algunas simpatías, pero también levantó suspicacias. A los pocos días de volver a su trabajo se dio cuenta de que tenía una capacidad nueva que podríamos llamar anticipatoria. Podía ir y venir a lo largo de los próximos 15 minutos desde el punto en el que se hallaba. Al principio, claro, no comprendía lo que le estaba pasando, pero poco a poco, Mariano, que así se va a llamar aquí, fue entendiendo que podía acelerar su vida por la autopista en la que todos los demás circulaban a una velocidad constante. Trabaja en una relojería-joyería en una de las calles más céntricas de la zona comercial. Es uno de esos negociones familiares consolidados, con solera y raigambre, al que los varones de la saga no han podido sustraerse. Mariano sonríe cada mañana durante el trayecto que hace hasta allí desde su casa, vuelve al mediodía con el mismo humor sonriente y por la tarde repite ida y vuelta saludando a unos y otros. El percance que le ha ocurrido mientras estaba en Monte del Cielo ingresado no le ha variado el carácter. Mantiene en secreto lo que en realidad es un superpoder, desplazarse en esos próximos 15 minutos de la vida que le aguardan. Supone él que se lo debe a la medicación errónea que le inyectaron y que estuvo a punto de costarle la vida. Estas cosas siempre son así, y se produce una mutación, imperceptible en su caso, porque, como queda dicho, Mariano sigue siendo el perfecto comerciante de provincias con una vida que algunos calificarían como existencia de mierda que está contento con su basura diaria. Una forma como cualquier otra de ser feliz, dirían otros, un modo de estar en el mundo con grandes dosis de humanidad. Dígase aquí: un tipo despreciado por muchos que a su vez desprecia a otros tantos, con el que no es difícil identificarse cuando saluda a sus vecinos, a sus clientes, a sus amigos al entrar en el bar para desayunar, un buen amigo con quien salir de copas un sábado por la noche, con un secreto que en más de una ocasión pugna por salírsele de los labios hacia fuera. Mariano no tarda en descubrir que desplazarse al futuro implica que cada vez que ello ocurre el pasado se modifica y se regresa a un punto desconocido, con lo que uno no va descubriendo tanto el porvenir, como lo que fue y no fue al mismo tiempo. Mariano vive los días a latigazos, acelera bruscamente y se deteniene en un lugar al que ha de renunciar por el solo hecho de haber llegado hasta allí, por la misma razón que quien dice que viene del futuro nunca nos podrá entregar como prueba el número de la lotería. Mariano atiende a la señora que le solicita unos pendientes, y con el rabillo del ojo estudia la figura inmóvil del Jesucristo local, que contempla embelesado cómo la mujer los va sacando de un lienzo de terciopelo, los alza para su contemplación y finalmente se los coloca para estudiar el efecto en sus orejas. En los relojes de la tienda sus manecillas o la numeración digital marcan angustiosamente la misma hora. Pero dentro de la esfera del reloj, que el comerciante lleva en su muñeca, el minutero comienza una aceleración imperceptible al principio, hasta que ya es más que evidente. Mariano siente una de esas caídas al vacío que se suelen dar instantes antes de que uno se quede dormido. Y flashhh. Mariano deja a la señora que se está probando los pendientes y a su hierático admirador atrás, atendidos por una sombra vana de sí mismo, y aparece 15 minutos más tarde en el mismo lugar, adonde la hora que marcan los relojes se va aproximando a la que él tiene en su muñeca, como si a los goznes oxidados de esos minutos les costase ceder al avance de la manecilla más larga. Está solo y contempla cómo la dispar pareja avanza calle arriba, comprueba los billetes que acaba de recibir y antes de meterlos en la caja fuerte tiene a alguien que le apunta y le pide el dinero y todos los relojes. Es una chica muy pálida con la mirada heladora y una tranquilidad que consigue que Mariano se orine encima. En ese instante el minutero de su reloj comienza a retroceder y tras él se lanzan el resto de minuteros que hay en la tienda. Vuelve al punto de partida, al momento en que la anciana reclama la opinión de su joven acompañante, y este se la da con un gesto muy sutil. Ella asiente y la sombra fantasmal de Mariano recobra la vida con una sonrisa.
-¿Así pues, estos?
La mujer y el hombre se miran y asienten.
-Una elección perfecta, son los que mejor le quedan a la señora.
-Yo pienso que, no sé, los extraterrestres no deberían tomarse ciertas libertades como las de criticarnos a nosotros, los humanos, verá, yo creo que es como si un forastero llegara a esta hermosa ciudad y lo pusiese todo patas arriba, una cosa así no se debería consentir, ¿ no?
Mariano abre los ojos como si fuesen dos ventanas de par en par.
-Creo que sí, le dice al hombre.
La mujer le sonríe a Mariano con aire cómplice y Mariano le replica en la misma sintonía, mientras con todo el esmero de la profesión le prepara los pendientes en un estuche. Está algo aturdido todavía contemplando cómo tan estrambótica pareja avanza calle arriba, cuando hay algo que le parece que ya ha vivido: es una chica de esas que llaman góticas, muy pálidas, con piercings en los labios y unas lentillas que le ponen en la mirada una nube de ceniza.
-Busco un reloj para el día del padre, dice.
-¿Algo clásico?
-Sí, tiene que ser clásico, dice.
-Un chico me acaba de hablar de los extraterrestres dando por hecho que ya están entre nosotros, me ha dejado muy impresionado, dice Mariano.
La chica se limita a un escueto:
-Ya.
-¿Y sabes, yo puedo transportarme a los próximos 15 minutos, saber lo que va a ocurrir, regresar aquí y cuando de nuevo llegue a los próximos 15 minutos ver que ya no ocurre lo que ocurrió?
-Qué flipe, ¿no? Creo que me voy a llevar este, ¿cuánto cuesta?
-Espera que te lo mire.
-Da igual, casi que me los llevo todos.
-No me hagas daño.
-No te lo haré si me haces caso.
-Desde que entraste por esa puerta sabía que me ibas a atracar, tengo ese superpoder.
-Guay, ¿no?
-No creas, no tengo con quien hablar.
-¿No tienes amigos? Pareces simpático, el típico pringado simpático.
-Me tomarían por loco.
-Bueno, pues suerte, yo me tengo que marchar.
-¿Vas a salir corriendo?
-¿Vas a llamar a la poli?
-No.
-Pues entonces no correré.
Mariano se quedó viendo cómo la chica que lo había atracado avanzaba calle arriba. Comprendió que hacía años que no lo pasaba tan bien, quizás desde aquellos juegos imposibles de la infancia. Abrió uno de los cajones que tenía bajo el mostrador sólo por pura reacción nerviosa, puso la mano contraria en el filo y enseguida quiso encajarlo enérgicamente, con lo que se tronchó la punta de los dedos y no pudo reprimir el llanto.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Hermanos



Fotografía: Chadwick Tyler

Papá al volante es una época de optimismo, ese que muchos ven como el hombre imbécil, confiado, vestido de fantoche, con gorra y sortijas de pelo en los muslos. Mamá amorosa suda y se abanica. No existe el aire acondicionado. Allí atrás los gemelos y la niña disputan y ríen, todos camino de la playa. La niña dice que puede leer el pensamiento, hacer que las cosas se muevan con sólo mirarlas, adivinar lo que estás pensando. Piensa en un árbol, le dice a papá. Se concentra y dice:
-¡Pino!
-Justo.
Piensa en otro.
-¡Ciprés!
-Oye sí.
Crashhh.
Piensa en otro, papá. Papá, piensa en otro. Papá con la cabeza abierta contra el volante, el capó aplastado contra el tronco de un árbol. Dime, Gloria, bonita, contra qué arbol nos estrellamos, Un eucalipto. A Jesús le asalta un golpe de risa y espurrea un bocado de fajitas desde su boca contra la mesa. Qué chulo, qué accidente de tráfico más chulo, dice Pedro, que es escritor y está abierto de pleno a la estética.
Han reservado en el restaurante mejicano para cinco como todos los años, pero sólo están ellos tres. Siempre celebran el cumpleaños de los viejos allí. Ellos solos. Papá y mamá se quedaron camino de la playa con unos ojos grandes de sorpresa de no creerse lo que les había pasado. Papá cumpliría 75 y mamá 78. Era un pelín mayor que papá, pero parecía muchísimo más joven. No es un comportamiento normal. Estrellarse y dejar a 3 huerfanitos. Celebrar todos los años el cumpleaños de los que ya no pueden cumplir años. Pero todo tiene una explicación. Estrellarse parece el destino de los seres humanos desde el punto de vista metafórico: papá, bajo el primer aire superficial, era un hombre concienzudo, responsable, consciente de las bromas que no tienen gracia, y mientras tarareaba la letra de aquella canción italiana se dejó llevar por un impulso irreprimible de aniquilación. Crashhh. Ni contra un pino ni contra un ciprés, sino contra un eucalipto. Muy chulo estéticamente, pero con unas consecuencias trágicas en la familia. Nadie lo apreció en su belleza. Nadie interpretó tampoco que papá hubiese acelerado contra aquel tronco, y de las hipótesis barajadas la que se impuso es que se mareó y se salió de la carretera. En cuanto a la celebración anual de los cumpleaños de papá y mamá en el restaurante mejicano, vayamos por partes. La comida mejicana y la celebración de los cumpleaños eran los dos únicos puntos en los que estaban de acuerdo los 3 hermanos, en primer lugar, y en segundo, era la única forma que habían concebido para deshacerse de los fantasmas de papá y mamá, que seguían en la casa de Lérz, a orillas del río del mismo nombre. Si van cumpliendo años, les irán apareciendo achaques hasta que la casa de Lérz les empiece a resultar incómoda y prefieran ocupar su lugar en el cementerio, pensaban ellos. Y para cumplirlos, celebrarlos. Viva México, cabrones. Así los dos muertos se habían ido haciendo viejitos.
-¿Y qué planes tenéis? Preguntó Gloria.
-Pues yo iba a terminar mi tercera novela y me he atascado. No sé, quizás pase unos días distraído escribiéndole un prólogo a Cien años de soledad.
-¿Pero tú la has leído? Preguntó Jesús.
-No creo que haga falta, ya es un clásico. Los clásicos están en el aire.
Lo que estaba al aire era el largo pene de Pedro, pero nadie se daba cuenta porque quizás pasaba por ser un burrito en su regazo.
-Ya no es sólo escribiendo, para mí se ha convertido en un talismán,se justificó ante sus hermanos.
-Te van a llamar la atención, dijo Gloria.
A regañadientes consintió en guardárselo.
-¿Y tú, hermanita?
-Jesús quiere que desfile.
-¿Ah, tienes una nueva colección?¿En qué te has inspirado esta vez?
Pero no esperó la respuesta de su gemelo al que no se parecía.
-Qué familia tan original, dijo, tan creativa, añadió, tan extraña, tan..., pero se quedó en suspenso, y se volvió a sacar el pene, tan de esta ciudad de toda la vida, ¿verdad?, somos.
El rincón mexicano estaba de bote en bote. Una chica se dio cuenta de que el pene de Pedro no era un burrito en su regazo, se lo dijo al director de sala y éste se acercó a la mesa de los tres hermanos. Se inclinó sobre la oreja del escritor y le cuchicheó algo.
-Ahora vengo, queridos.
Cuando regresó la tarta de cumpleaños ya estaba sobre la mesa.
-Papá y mamá, sabemos que estáis aquí con nosotros, así que necesitamos vuestra ayuda para apagar estas velas.
Hay gente que necesita morirse dos veces para morirse. No es el caso de este narrador, que se murió a la primera, como ya sabes, en el primer capítulo, en el hospital donde trabaja ella.
-¿Qué ha pasado? Le preguntó Gloria a su hermano exhibicionista.
Pero él se limitó a guiñarle un ojo. Este narrador fue diluyéndose en el aire hasta que casi consiguió desaparecer, si no lo hizo es porque el corazón le falló en el último momento. Viva la anorexia, cabrones. Lo más bonito de todo es el amor de familia, el cariño de tus padres, de tus hermanos. Yo quizás no lo tuve o no supe sentirlo. No sé muy bien, fui de hospicio en hospicio, de una familia de acogida a otra. Por eso en cuanto me morí me fijé en estos tres. Aunque tienen sus cosillas no podrían vivir uno lejos del otro. Me gustaría presentarme, pero no sabría cómo, quizás, sin querer llegar a ser cursi o grandilocuente, podría decir que soy el alma de esta novela, su esencia discursiva, algo así como una forma de entender la muerte que creo que habría que recuperar. Gloria me ha descubierto arriba, en Monte del Cielo, ha dado la voz de alarma y ya nada han podido hacer por mí.
-Hoy he encontrado a un chico muerto en su habitación, dice Gloria, mientras el jefe de sala trae personalmente la cuenta y dice que están invitados a unos chupitos de tequila. Viva México, cabrones, gritan los tres al unísono, porque ese es el delgado hilo de amor que les queda.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Un escritor que ha terminado su novela y miente diciendo que está atascado



Blow job, de Terry Richardson

Se llama Andrea de Vicente (seudónimo) y tiene el pene largo como un día sin pan. Lo lleva fuera mientras teclea el último capítulo de una novela de 1500 hojas, larga como un día sin pan. Así ha hecho durante los últimos tres años. Tres años con el pene al aire y no se ha resfriado ni una sola vez. La novela toca un tema de actualidad desde su óptica.
-¿Tiene usted alguna manía a la hora de escribir?
-Desde que empecé con esta novela siempre lo hago con mi largo pene al aire.
En casa, pero también en la biblioteca provincial, ahí, con eso fuera, le dijo la bibliotecaria a los dos policías. Andrea de Vicente seguía con eso fuera cuando los policías le pidieron que los acompañase. Cerró su portátil, se metió la culebra dentro del pantalón y se dejó conducir hasta la comisaría, donde explicó quién era (ocultando el seudónimo) y qué hacía con el pene al aire. No es mi primera novela, dijo.
Pone la palabra fin y se guarda el pene. Por la tarde le envía un email a su agente diciéndole que se ha atascado con la historia. Va a mentirle durante las próximas semanas, con la novela terminada. Por la noche sale con otros amigos escritores, que admiran su pene y se ríen de sus novelas, aunque fingen lo contrario. De madrugada su pene acabará siendo engullido, pero con el humo del tabaco y el aturdimiento alcohólico es incapaz de reconocer quién puede llevar a cabo tal proeza.
-No te reconozco, dice, y luego añade:
-No te pierdas mi próxima novela si te gustan las cosas largas.
Queda exhausto y al abrir los ojos allí está solo.
A nadie con un calibre bucolaringeo humano le cabe eso, porque eso no sólo es largo, sino también gordo. Andrea de Vicente suele recurrir a su fantasía en esos menesteres, pero no se duda aquí de que el escritor estuviese acompañado en ese momento. Estaba de enhorabuena, aunque se había pasado la noche diciendo que se había atascado, que no le encontraba sentido a lo que hacía después de más de 1000 hojas. Ese tipo de cabrón que no sabes si es que es así de nacimiento, porque ya desde entonces tenía un pene fuera de lo común, o es que la vida lo ha hecho así, porque adónde va nadie con un pene como el suyo. Decidió sacárselo mientras estuviese escribiendo la novela, como si de esa forma llevase a cabo un exorcismo, una limpieza. Pensamos que le vino bien. La novela se titula Los zombies viajan en patera. Para no engañar a nadie. Una aventura con las cartas bocarriba.
Por la mañana recibió una llamada de su agente. Pelirroja, lesbiana, hola, cómo estás, Andrea, en el contestador del móvil, tómate unos días de respiro y verás como la inspiración vuelve a tu lado. Te envío por email el agradecimiento de Isabel Allende por el prólogo que escribiste sin que nadie te lo pidiera y sin haber leído el libro, pero que publicaste en tu blog.
O ponte a pintar, quizás si pintas unos días y te olvidas de la novela la inspiración vuelva a tu lado, porque Andrea de Vicente también pinta y lo hace, como quizás estás a punto de intuir, con una brocha muy especial, con esa que le regaló la misma naturaleza y que hasta aquí no ha sido designada por medio de su más sonoro apelativo, una de esas palabras que vibran en el aire con el mismo orgullo que una bandera y que no es otra que, entona conmigo, polla.
Como comprenderás la vida de Andrea no es fácil en esta ciudad de provincias, sobre todo si sus conciudadanos ignoran que él es quien se esconde bajo ese nombre, Andrea de Vicente, que ya ha tenido éxito, que se ha hecho un público y que sobrevive con lo que escribe. Pasa por ser, simple y llanamente, un escritor de inéditos que nadie quiere publicar, alguien con poco juicio, que ya ha protagonizado varios escándalos por mostrar en público sus genitales.
Andrea de Vicente ocupa una parte de la vieja casa de Lérz, a orillas del río con el mismo nombre. En las otras dos viven su hermana Gloria y su gemelo, Jesucristo, al que todos llaman a la cara Jesús, con el que ya apenas guarda parecido. La segunda novela de Andrea de Vicente se tituló Casandra y se insipiró para escribirla en su hermana. Una noche Pedro, que es el verdadero nombre de nuestro escritor, bajó al dormitorio de su hermana y le enseñó una historia que había escrito. Ella la leyó y dos lágrimas gordas y pesadas se le escurrieron por las mejillas.
-Tienes un don, le dijo.
Pedro se prometió a si mismo en secreto que le haría a su hermana un monumento inmortal. No pudo ser en la primera novela, pero sí a la siguiente, 1245 hojas mecanografiadas y una dedicatoria. A Casandra, porque su generosidad me dio fe en mí mismo. Debajo de esa costra de pelo en pecho refrito siempre hay un tierno corazón a punto del colapso.
Los zombies viajan en patera es, por supuesto, la narración del apocalipsis. La épica del final de la raza humana a manos de los muertos vivientes, que sólo tienen que cruzar el Estrecho de Gibraltar para conquistar la resurrección. Andrea de Vicente es un escritor al que le gusta entrar en detalles y no escatima con las descripciones.
-Recuerda que mañana celebraremos el cumpleaños de papá y mamá. A las dos y media, le dijo Jesús desde la puerta, sin pasar al interior de la habitación.
Pedro miraba el techo planeando enviarle un email a su agente para decirle que había echado al fuego el manuscrito interrumpido. No había más copias que las que él tenía. Le hizo un breve gesto despectivo a su gemelo y éste antes de marcharse le birló un libro azul.

martes, 15 de septiembre de 2009

Un cleptómano



Jared Leto, por Terry Richardson

Sobre la mesa hay una gran variedad de objetos a los que les cuesta convivir: lo pesado amenaza a lo frágil, lo líquido mancha a lo sólido, lo perecedero se corrompe, lo vivo escapa, lo muerto ilumina. Sobre la mesa va depositando el ladrón sus botines. Es un hombre diagnosticado y está sometido a una terapia. Sufre, claro, y el sufrimiento y la tragedia le dan un aire de hermosura a la que cualquier mujer se entregaría, pero nuestro chico es gay. Mejor para él, y para los que buscan un rato de melodrama, porque enseguida te echa su rollo, mira lo que me pasa, pero vamos a follar o qué, le tienen que decir la mayoría de las veces, porque merece la pena aguantarlo un poquito, incluso comprenderlo, intentar ayudarlo. Su nombre, Jesus. Y por bocas malvadas, Jesucristo, pero él de eso no se entera. No está mal puesto el mote. Cuando camina por la calle de la Oliva es como si paseara por encima de las aguas.
Hay un sicólogo al que Jesús y otras personas con su mismo problema van todas las semanas. Allí hacen eso a lo que la dramaturgia cinematográfica se ha aficionado de una manera excesiva: se ponen unos frente a otros y cuentan lo que les parece, o lo que el sicólogo les propone. El sicólogo, de hecho, les ha pedido permiso para grabar las sesiones. Se cree un poquito director de cine, se las da de creativo.
-Me he vuelto a follar a la enfermera, dice quien está frente a Jesús, un chico con aire grotesco.
-Le he inventado un nombre y la llamo por él, a ella parece gustarle. La tía tiene novio, a veces está fuera esperándola bajo la lluvia. Ella sale y se marchan juntos. Muchas veces no hace ni un cuarto de hora que me la estaba cepillando dentro del cuarto de las escobas.
El chico sonríe como si esperara una felicitación, pero los demás hacen mohines de asco. Jesús lo contempla con sus los ojos expandidos por esa fuerza naturalista con la que el otro habla.
-¿Y qué nos quieres decir con eso?
-Con eso no sé, pero hoy le he sacado a un cirujano la cartera y ya me he fijado en un reloj de oro. Mientras me la tiraba, estuve examinando mi botín.
-¿Y con qué nombre te diriges a ella?
-Casandra.
-Pobre chica.
-No te creas, también yo soy un pobre diablo.
-A ella que la apoyen en su grupo de terapia, nosotros es a él a quien tenemos que ayudarle, apostilló Jesus.
Todos se volvieron a mirarlo. Tenía razón.
Jesús piensa en su hermana Gloria, que trabaja en un hospital, pero iba a ser mucha casualidad que esa Casandra fuese ella. Además, las descripciones que su compañero de terapia hace de su lugar de trabajo no coinciden con lo que su hermana cuenta. Para él la clínica es como un gran burdel celestial, lejos de cualquier tiempo. Ella se refiere siempre a la precariedad de las instalaciones, a las deficiencias de los equipos, al caos organizativo, al espectáculo estremecedor de la muerte.
Bla, bla, bla. Jesús no oye las otras intervenciones, sólo oye su propio discurso mental y no vuelve a abrir la boca ni en esta ni en las próximas sesiones a lo largo de las semanas siguientes. Entro por una punta de las galerías. No lo puedo evitar. Miro unos pañuelos. Digo que le quiero regalar uno a mi madre. Un pañuelo para una señora a la que le gusta el estilo clásico, discreto. La dependienta aprueba la decisión de Jesús, que le parece un chico muy educado, como son ahora los chicos, con su melena y sus barbitas, pero con qué cara de buena persona. Claro que sí, señora, lo es. Tardará en descubrir, si es que lo hace, que le falta un pañuelo y para entonces ya no lo relacionará con un chico que olvidará enseguida, porque sus impresiones no porfían en su memoria. Jesús dejará caer el pañuelo sobre la mesa al entrar en su casa, donde están todos los botines de la quincena. No pasa nada si volvéis a coger algo que no os pertenece, les dijo el sicólogo cinéfilo. Pero sí es importante que sea lo que sea aquello que robéis lo vayáis poniendo todo junto en un lugar bien a la vista de vuestra casa. Nada de esconder nada. Ahí me ha caído a mí el pañuelo encima, no sé si te acuerdas de mí, me presenté en el capítulo anterior, el que se acababa de morir en Monte del Cielo y todavía no había sido descubierto, pero ya con superpoderes. Pues mira, ya soy las cenizas en esta urna que Jesús se trajo a casa, una especie de conciencia narrativa consustancial a la muerte, perdona que me ponga altisonante. Cuando un chico viene a su casa y le pregunta qué es este revoltijo, Jesús se explaya en su problema. Todo tiene una parte divertida. En este caso es cómo ha llegado cada uno de esos objetos hasta aquí. Se parten el culo, pero Jesús tiende a ponerse pesadito con las lamentaciones. Entonces ellos le suelen decir vamos a lo nuestro, me vas a comer la polla o qué. Claro, claro, dice él. Tanto mutismo donde el sicólogo, que le cuesta una pasta, y luego con la gente inocente no es capaz de mantener el control. Jesús, no lo retraso más, es un diseñador de moda muy moderno, provinciano, lo que significa doble ración de modernidad. Y además tiene un gemelo al que no se parece: el otro no es que esté gordo de intelectualidad, sino que la vida le ha alargado los huesos, su masa muscular se ha compactado y tiene un pene sobresaliente, frente a Jesús, cuya constitución corresponde más al modelo asiático reprimido. Ha hecho una colección de ropa inspirada en los trabajadores del matadero municipal y quiere que su hermanita del alma participe en el desfile.
-Podrías ser modelo, le dice él.
Pero ella lleva una vida alienigenada, sin contacto con la realidad, en Monte del Cielo, un lugar cambiante y metafórico. No le importa darle gusto a su hermano y desfilar, pero ese no es su mundo. Intenta averiguar dónde se halla su mundo, si es la chica que algunos sueñan que es, como esa Casandra a la que se refiere el camillero o estas cenizas o aquella novela que le dedicó el gemelo de Jesús , o la enfermera superada por las angustias y amarguras de los que sufren, como le gusta sentirse.
Viva México, cabrones. Y la anorexia.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Una enfermera



Calendario Vogue de Terry Richardson, el mes de Agosto de 2009 es Jourdan Dunn

Si sólo te describo el uniforme pensarás que esta chica vivió hace cuarenta, no sé, cincuenta años, pero si te digo que trabaja en una clínica privada que se llama Monte del Cielo y que lo que se pretende es que el cliente, o el paciente, se sienta como en el cielo, aceptarás conmigo que no sólo no hay anacronismo entre esa minifalda blanca cortísima, la cofia y los zuecos y la tecnología que tiene implantada en su clítoris para disfrutar al máximo de las sensaciones digitogenitales, sino que entre el aspecto externo y las convicciones más íntimas hay una continuidad perfecta, sin contradicciones, reservas o traumas. Seguimos en el siglo 21, con aires de pop vintage. ¿Es que nunca está uno del todo en el futuro? Hay quien sí, por ejemplo, el hombre que viaja a los próximos 15 minutos, pero no todo el mundo tiene superpoderes, casi nadie, para seguir con la misma tónica de inexactitud. Y por el momento este es el capítulo y la presentación de la enfermera, a la que vamos a darle un nombre sugerente, poderoso, imbatible, qué te parece, te pregunto, Casandra. Casandra, desde ahora. Y a veces la enfermera. Pero su aire, no dejémonos llevar a engaños, es frágil, aniñado. Hay pacientes, clientes sin tapujos, que piensan que Casandra y sus compañeras no son tituladas en enfermería, malpensados, porque todas ellas han sido excelentes estudiantes y ahora son profesionales de una competencia contrastada. La belleza a veces nos nubla el pensamiento, nos agita los sentidos y nos enerva los neurotransmisores. Si caminas por los pasillos de Monte del Cielo te parecerá que te adentras en una mansión de sensaciones sutiles, a través de uno de esos filtros que hacen la luz mucho más sedosa de lo que es, como si le pusieramos a la lente de nuestros ojos una media. Allí los enfermos no parece que tengan cáncer sino spleen. No es cuestión de dinero, sino de educación, dicen ellos. Casandra lleva en su silla de ruedas a doña Carmen, a la que le han sido amputadas las dos piernas. Doña Carmen se ha puesto esta mañana unas perlas y se ha repasado los labios con coquetería. Tienen que hacerle unas placas.
Es todo lo que tú esperas. Las enfermeras están liadas con los médicos. En el caso de Casandra tiene un affair con alguien a quien todavía es pronto para desvelar. Se perdería la gracia. Y en eso consiste mi trabajo. Te aviso: estoy ingresado en Monte del Cielo y me parece que desde hace poco muerto, pero nadie se ha dado cuenta aún. No van a tardar en descubrirme, quizás unos segundos, pero más que suficientes para mí, con los superpoderes que te confiere la muerte, para contar todo lo que me he propuesto.
Cuando Casandra entra en una habitación la seguridad de su carácter encauza los titubeos, la melancolía, los sueños inquietos de la noche, de modo que los pacientes recobran la compostura y se incorporan en la cama al tiempo que ella levanta las persianas y deja pasar la luz natural. Ella levanta las piernas y deja que un toro negro la embista. Su belleza quebrada, sutil, efímera les despierta los deseos. De protegerla, de someterla, de contemplarla, de compartir con ella unos segundos más. Nadie adivina la existencia de Casandra fuera de allí. Ni clientes ni compañeras ni el amante ni los familiares que van de visita. Pero nadie pocas veces es nadie. Como ya supondrás, lo que viene ahora es su vida fuera de allí precisamente. Casandra cuando no es enfermera, cuando no es frágil ni aniñada, Casandra cuando no es hermosa ni amable, sin el uniforme ridículo con el que se ve obligada a trabajar, lejos de Monte del Cielo. Ni siquiera puede seguir llamándose Casandra, porque su nombre verdadero es Gloria. De hecho es Gloria también en el hospital, para sus compañeros, no para el amante misterioso, para los pacientes que fantasean con ella abierta de piernas con un toro incrustado en su centro, para su novio de toda la vida, desde los 15 años. Y como ya te estarás temiendo, Monte del Cielo es un hospital masificado, lleno de rencores contra la vida y de dolor. Eso sí, Monte del Cielo se llama Monte del Cielo, hace un rato y ahora. Poder cambiar de nombre es una gran ventaja, uno de esos superpoderes que te da la muerte. Porque la muerte lo invade todo, lo ocupa todo, es todo cuanto existe en esta historia. La muerte tiene todas las ventajas económicas, elimina los complejos, te libra de llevar encima cargas inútiles y lo que es más importante: te da libertad de movimientos. Gloria se cansó de ser Gloria, de llamarse Gloria, y yo la llamé Casandra. Mira: es Inés, Luisa, Marcela, Pati, Juana, Tere, Sonia. Es la enfermera. La enfermera entra en la biblioteca del hospital, que está al lado de la capilla. La biblioteca tiene dos partes diferenciadas: una general para pacientes, y la restringida, de uso profesional. La enfermera se acaba de descubrir una manchita en el brazo y quiere hacer una consulta. Que gran tragedia se avecina, que drama tan fuerte, de qué forma una chica como ella, en la flor de la vida, puede llegar a asumir lo que ya estás pensando. Pero sin esperarlo se halla de repente ante alguien que la perturba, alguien que la saca de sus casillas. Quien cada vez que se encuentran la da un nombre que no es el suyo, la llama Casandra. También trabaja en Monte del Cielo, pero no es el médico que ahora te esperas, sino un camillero sin estudios, sin modales, no demasiado limpio y por más señas, lenguaraz, que nunca hubiera sido admitido en ese Monte del Cielo idílico que hemos descrito más arriba. Mientras la penetra desde atrás con fuertes sacudidas una anciana los contempla desde la camilla abandonada en un rincón, la vieja babea sin entender lo que está viendo. El camillero no suelta en ningún momento algo que lleva en una mano, la cartera que le ha birlado en el ascensor a un tipo. Un tipo al que pronto le quitará el reloj. Una parte de la biblioteca se va a ocupar con los encamados por la pandemia, le susurra al oído aquel gañán que sólo la soltará después de un aullido. Desde la ciudad, Monte del Cielo brilla siempre en un alto como el gran escudo de un guerrero mitológico durante el día, por la noche parece un gran centro de operaciones extraterrestres.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Noticias de la provincia: el índice

Estas son las primeras notas o apuntes de la historia que os quiero contar. Me he dado cuenta de que si les pongo un número delante me sirven como título de los capítulos, o sea que ya tengo hecho el índice:


1 Una enfermera

2 Un cleptómano

3 Un escritor que ha terminado su novela y miente diciendo que está atascado

4 Hermanos

5 El hombre que viaja a los próximos 15 minutos

6 La vampiresa de la eternidad

7 Wladimir

8 P,la ciudad

9 Un café literario

10 La biblioteca

11 Los ciber

12 La finca de los crímenes: tipiquísimo

13 El periódico: Noticias de la provincia

14 El narrador muerto es un surfista de M enamorado de la chica bien, superficial y hermosa

15 Para que nadie se canse se le pone punto final




Asia, de Terry Richardson

jueves, 10 de septiembre de 2009

Cambios


No sé si te habrá ocurrido alguna vez: avergonzarte de ir con un libro debajo del brazo. A mí, muchas. En aquella ocasión se trataba de uno que acababa de sacar de la biblioteca pública. Me lo metí debajo de la camisa, dentro del pantalón. Luego entré en una librería nueva con intención de echar un vistazo. Subí y bajé la vista por los estantes. Y al salir por la puerta empezó a pitar la alarma. Todos me miraron y retrocedí compungido. Enrojecí mientras sacaba el libro, pero antes de explicar nada o de demostrar que no era lo que parecía, lo cual no me resultaría en absoluto difícil, preferí darle un giro inesperado a mi vida y eché a correr. Varios lectores de solapas me insultaron y se atrevieron a perseguirme. Alguno incluso con el libro que ojeaba en la mano, por lo que las alarmas volvieron a pitar. Pero nadie pudo darme alcance. Desde entonces inicié una existencia clandestina a la que enseguida me enganché. Me atreví por ejemplo a volver a la librería bajo un disfraz compuesto de bigote postizo y gafas oscuras. De pequeños hurtos fui a parar a asuntos bastante más complejos. En cuanto te vi supe qué era lo que tenía que hacer contigo. Me acerqué por la espalda y te puse el pañuelo en la nariz y la boca. Al despertar me dijiste que cantidad de veces habías soñado que alguien te hacía lo que yo te hacía. Abandoné por fin la ciudad contigo, amordazada en el maletero del coche. En la ciudad de vacaciones nos hicimos pasar por recién casados con un éxito rotundo. Hicimos amigos con facilidad porque éramos hermosos y carismáticos. Mientras uno de los dos los entretenía, el otro desvalijaba sus cajas fuertes. No obstante, nos lo pulíamos todo. Nos gustaba mucho la ruleta. A veces te preguntaban por esas marquitas de las muñecas, ciertas rojeces que te dejaban las cuerdas. Pero con tu gracia y espontaneidad despejabas cualquier sospecha. El detonante de que nuestra vida en común hubiera sido posible te ocultaba en aquel momento el rostro, pues hasta poco antes no sabías nada de él. Tú leías y yo le daba pequeños sorbos a mi combinado.
-No es un gran libro, me dijiste.
-Es cierto, te contesté, a pesar de que hasta que tú habías dicho eso, yo había pensado lo contrario.
Cuando lo dejaste en el suelo para ir a darte un chapuzón en la piscina, lo cogí y leí al azar por las páginas despatarradas.
-No, no lo es, dije, pero antes de que volvieras subí a la habitación.
Pasé ante tí arrastrando mi pequeño troley, pero no me viste. El libro volvía a ocultarte la cara, los ojos.
Ya sabes: coges lo imprescindible y te largas.
La vida que llevo ahora ¡es tan distinta!

Imagen: Estampa de la piscina La Isla, junto al río Manzanares en la década de los 30 (Autor: Damián Flores)

lunes, 7 de septiembre de 2009

3mutilaciones


1

He metido mi pierna en una bolsa de plástico
y he estado un rato dudando en qué contenedor tirarla.
Me gusta el vacío de mi pierna,
me gusta que el aire pase por su ausencia.
En el fondo de su nueva morada a mi pierna
se le habrán adherido tetrabricks de zumos
o de leche de soja, vete tú a saber qué cosas
habrán querido formar con mi pierna un nuevo ser,
celofanes de preciosos regalos quizás
o latas de espárragos, inclusive.
Yo le he deseado toda la suerte del mundo.
Mientras la cortaba, según la forma en que las piernas
vienen a este mundo, le he hablado de las maravillas
que verá, de los milagros de los que formará parte,
de los deseos que albergará.


2

Cuando me quedo en manos del barbero
imagino el calor de la sangre empapandome el pecho
y llego a ver mi cabeza dentro de su frigorífico,
al lado de una lata de aceitunas por la mitad.
No es difícil verme dando un paseo por ahí,
mutilado y con la cabeza, literalmente, en otra parte.


3

Esta ciudad era aburridísima antes.
Ahora ha mejorado mucho, digamos
que desde que las personas se clavan
alfileres en los ojos. La luna ya estaba antes
y la ciénaga y los búhos.
Tampoco son nuevos los puentes
con sus suicidas
ni las muñecas abandonadas entre escombros.
Ya os digo, todo era un muermo.
Hasta que un día el primero cogió
una aguja de calcetar y se dejó ir contra el segundo.
Y así sucesivamente en esta ciudad donde parece haber
infinitos habitantes.


La cabeza cortada de la imagen es la de Paul Naschy

domingo, 6 de septiembre de 2009

5CINCO


1

El arte de que te guste lo crudo

Empieza por la cocina, en buenos restaurantes,
con los carpaccios y los steak-tartar.
Aprovecha una visita al frigorífico y dale un tajo a un filete
con tu cuchillo favorito.
Luego compra un bebé y cómetelo tú solo en tres días.
Busca en internet gente como tú.
La hay. Pídela a alguien que te envíe su oreja.
Una oreja y luego los dedos.

Te cazarán tarde o temprano. Te meterán en la cárcel
y te llamarán monstruo, pero no les creas, no lo eres.
Eres igual que ellos. Sé amable siempre, viaja, conoce lugares
en los que la pobreza obliga a la gente a vivir en la calle.

Paga y trabaja. Vota las opciones menos radicales,
compra buenos electrodomésticos. Aprende a cortar de quien
sepa hacerlo mejor que tú. Reza. Y ofrécete a Dios.
Porque él siempre te estará mirando.




2

Tengo dinero suficiente para esta habitación de hotel
y eso me llena de orgullo.
Tengo dinero suficiente para tener aquí, si quiero,
una mujer que me complazca.
Pero me siento bien solo, tranquilo, sabiendo que el dinero
me llega. No les pareceré seguramente el gran poeta
de los sentimientos, y sin embargo llevo un rato delante de
la pantalla de mi portátil intentando escribir algo
sobre los sentimientos.
Quizás alguien piense que mi problema es que uso dinero
para comprar las emociones en las que me quiero sumergir.
Pero se equivoca. Mi problema es la métrica.



3

Tiendes la ropa mientras te contemplo
más bien mientras te espío desde mi atalaya suburbial
entre la parabólica que te deja la cara en sombra
y el aparto del aire acondicionado
No eres hermosa quizás tampoco inteligente
imagino la vulgaridad de tus sentimientos
y el único sentido de traerte aquí es que me sirves
como representación

4

He sacado la bandera al balcón para mostrarle mi apoyo al equipo nacional
Llamaremos al Telepizza El frigorífico está lleno de cervezas y le he encargado a mi colega que coja hielo de la gasolinera Luego va a ser la rehostia si ganamos saldrá todo el mundo a la calle a celebrarlo Pero ahora aquí estoy clavado al asiento viendo como una paloma persigue a otra por el alero de enfrente Y eso me ha dado una idea Con esa idea me he excitado y aquí mismo cinco contra uno ya he encontrado alivio Lo que tengo más a mano es la bandera.

Encerrad el párrafo anterior en un bocadillo de cómic. Supongamos que eso lo dice unos de los 20 millones de españoles que podría decirlo. Ahora abrid otro bocadillo y dejadlo en blanco. Pensad un poco las palabras que meteriáis en él, porque esas serán las del poema. Es así de fácil o de difícil.


5

No tienes lo que hay que tener para escribir lo que hay que pedir: LIBERTAD. Y aguantar que se rían todos los escritores que se ríen. ABAJO EL CAPITALISMO.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Extravíos


Foto de Chema Madoz

Hace años tuve que hacer un viaje en avión de una punta a la otra del país con un transbordo de varias horas por medio. Al llegar a mi destino me sentí muy solo, no porque no me esperara nadie, como así era, sino porque me puse delante de la cinta de los equipajes y mi maleta no salió, después de ver cómo el resto de los viajeros recogía las suyas y abandonaba la terminal. Me quedé mirando la cinta hasta que se detuvo, luego me dirigí a un mostrador dedicado exclusivamente a casos como el mío y allí comencé a sentirme víctima de una broma pesada del destino, al comprobar que, en efecto, de todo el pasaje con el que había viajado, era yo el único que reclamaba su maleta.
Una azafata muy bronceada, políglota sin duda, me miró con aire suspicaz. Antes de oírme me pidió el resguardo de la facturación, hizo varias llamadas para demostrar sus capacidades, esperó otra y finalmente sacó sus ojos por encima del marco fucsia de sus gafas para decirme que mi maleta estaba en Roma, mirándome con el asombro de que yo me encontrara allí, ante ella. Una sombra de duda pareció nublarle aquel semblante tostado por los rayos uva, sus ojos se oscurecieron como dos charcas bajo la tormenta, su nariz se movió como un álamo agitado por el cierzo, sus orejas se irguieron como liebres husmeando el peligro y de repente en torno a mí se creó un clima apocalíptico en el que me sentí aislado: empezó a reclamarme los billetes, las tarjetas de embarque que ya tenía, la autorización de mis padres permitiéndome viajar solo, el DNI y no sé cuántas cosas más.
-¿Prefieres viajar hasta Roma esta misma noche o esperas hasta mañana?, pensé que me diría de un momento a otro, con ese aire insolente con el que muchos adultos se dirigen a quienes ellos consideran unos críos. Pero se limitó a pedirme con cierta sequedad una dirección a la que enviarme la maleta a primera hora por la mañana. Le dí el nombre de mi hotel y volvió a levantar aquellos ojillos suspicaces por encima de las gafas de plástico. Pensé en lémures.
Le hubiera dicho:
-Vengo a encontarme con mi amante, que es un señor casado.
Pero me limité a encogerme de hombros. Y por otra parte, no me disgustaba en absoluto no perder la virginidad en aquel viaje.

Mientras mi maleta recorría en soledad, por diferentes cintas de transporte, los depósitos y bodegas de la ciudad eterna, yo me comía un sandwich de pavo frente a la tele y le contaba a mi madre lo sucedido.
-Me han perdido la maleta.
-¿Bueno, cómo es eso?, me preguntó ella en el tono que siempre la delataba. Como si yo fuese el responsable de lo sucedido.
-No sé, oye, yo estoy donde tenía que estar. En el hotel, cenando y a punto de meterme en la piltra. Es ella la que anda por ahí a su aire.
¿A su aire? ¿Qué quise decir con esa expresión, que mi maleta se había emancipado y se había ido a conocer el mundo? ¿Hoy Roma, mañana Teherán y luego Nueva York? Esperaba que no fuese así y que a la mañana siguiente alguien apareciese con ella cogida del asa ante mi puerta.

Me duché, me afeité (me gustaba pasarme la cuchilla por los mofletes lampiños) y cuando fui a vestirme tuve que echar mano de la ropa del día anterior, pues mis mudas seguían en aquella maleta, peregrina en la ciudad santa o vete a saber dónde. Mientras desayunaba apareció un agente de la compañía aérea. Sin duda se sorprendió al verse delante de un niñato, pero eso no le impidió darme las explicaciones que traía preparadas:
-La maleta salió de Roma de madrugada, pero hubo un trasvase de equipajes inesperado por causas técnicas y en estos momentos vuela hacia El Cairo, vía Atenas. Vamos a interceptarla y a última hora de la tarde se (dudó)...te la podremos entregar. Lamentamos el retraso.
-Pues yo sí que lo siento, estoy sin ropa limpia, le dije.
Se encogió involuntariamente de hombros, pero insistió en que a última hora de la tarde ya dispondría de mi equipaje.

Mi maleta demostró ser un bulto muy escurridizo. Cuando los mozos encargados de recuperarla llegaban al lugar en el que se suponía que había sido localizada, ella no había hecho nada más que partir hacia un nuevo destino. Traspuso hasta hermosas y exóticas ciudades, a las que yo nunca había viajado, y recorrió en soledad, como un náufrago asido a un tronco, muchos kilómetros de piélago sobre las cintas transportadoras. Mis asuntos en la ciudad concluyeron y llegó el momento de emprender el regreso a casa de mis padres con una bolsa de deporte en las manos, donde llevaba la ropa que había tenido que comprarme. Mi madre insistió para que esta vez no la facturase, en un tono con el que parecía reprocharme las ansias phileasfoguenses de la samsonite, que ella misma me había regalado por mi cumpleaños.
En los meses que siguieron me volvieron a llamar por teléfono para asegurarme en varias ocasiones que la maleta estaba de camino, después de facilitarme las coordenadas con las que seguían su rastro:
Desde Nueva Delhi, vía Ankara.
Desde Buenos Aires, vía Madrid.
Los empleados que se ocupaban de mi reclamación cambiaban o rotaban por turnos, pero todos tenían una excelente disposición para seguirle la pista a mi maleta. El asunto era para ellos una cuestión de prurito profesional. En una ocasión me quejé y me dijeron:
-Señor, su equipaje está perfectamente controlado y en breve dispondrá de él en esa dirección. ¿Sigue siendo la misma?
Después de varias mudanzas dentro de la ciudad ya no me acordaba si las señas que tenía la compañía aérea eran las últimas, pero contesté que sí.
Cuando mi madre estaba en su lecho de muerte me dijo:
-Hijo mío, ¿ha aparecido la maleta?
En sus últimos desvaríos era su principal obsesión. Le dije que sí para que se marchase tranquila.
En diferentes ocasiones, durante un viaje, pensé que la maleta volvería a mi encuentro en una de esas cintas transportadores que siguen girando cuando ya todo el mundo ha retirado sus equipajes. Cuando veía otra maleta extraviada, solitaria, dando vueltas en una cinta, sin nadie que se acercase a ella para rescatarla de su nostálgico periplo, siempre pensaba en el prolongado destierro de la mía.

Hace unos días volví a tener noticias, después de años de silencio en los que por largas temporadas había conseguido olvidarme de ella. Alguien me dijo por teléfono que en los archivos de la compañía tenían mi referencia para la entrega de una maleta, que habían encontrado en un depósito.
-Firme aquí, por favor, me dijo el mozo que me la trajo.
Estaba despellejada, tenía cortes y había sido aplastada en una de sus esquinas. Además le habían adherido una serie de pegatinas de los aeropuertos por los que había transitado.
Me quedé solo frente a ella, que a mis pies me ofrecía la dócil entrega de un perro. Antes de meterla dentro y tener que dar una serie de explicaciones, preferí tirar de la puerta tras de mí y largarme con ella de la mano. Era más ligera de lo que a primera vista había pensado y el contacto de su asa en mis dedos hizo que yo también me aliviase de mucho peso y me sintiese muy ligero, como si fuese capaz de darle la vuelta la mundo. Por lo pronto ya había doblado la esquina y seguía alejándome.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Viajar es un flipe


El lunes pasado emprendí un largo viaje de dos días en coche-carromato. Lo llamo así porque cargamos el vehículo hasta los topes y éramos 4 pasajeros en sus respectivos asientos y uno cómodamente instalado en barriga. Una de esas estampas de comedia mediterránea con niños y calor, gritos y desorden. Teníamos que cruzar el país de noroeste a sureste y decidimos hacerlo por la Vía de la Plata, que no es el camino más corto, pero el que menos, por ese mismo motivo, hemos usado en los años que llevamos yendo y viniendo de norte a sur cada verano.

Hicimos la primera parada para almorzar en Zamora y hete aquí que mientras callejeaba a los mandos del carromato buscando el camino del río Duero, nos topamos de frente por una calle semipeatonal con la curiosa figura del señor don Agustín García Calvo con su tradicional mezcla de aires ahippiado, flamenco y decimonónico que suele usar. Caminaba tranquilamente, con la camisa violeta anudada a la barriga, en dirección a su casa en la Rúa de los Notarios, a cuya puerta nos dirigimos un rato después, donde tiene su sede la editorial Lucina, que prácticamente sólo edita sus libros.

Quise pensar dos cosas: primera; que el ilustre lingüista, poeta, cuentista y metrista vive rodeado de mujeres, porque en un corto intervalo entraron dos en su casa, una de las cuales tenía aspecto de duendecilla inquieta, pues llevaba unos zapatos con un lazo de tela deshecho, a punto de pisárselo, y segunda ; que me comportaba como cualquier mitómano que viaja a Manhattan con ganas de cruzarse con Woddy Allen en la 4ª Avenida, pero en suelo patrio y con una gloria (¿de pitarra?). He de decir que yo al señor don Agustín García Calvo lo he leído muy poquito, pero que la influencia de su modo de vestir ha sido considerable en mi persona, por lo que siempre me acuerdo de él cuando me superpongo camisas. Hay gente que te marca con sólo pasar por delante de tí. Entre ellos incluiría al polaco Gombrowicz (que sólo metafóricamente ha pasado ante mí), al que he leído algo más que al zamorano. Sus libros son talismanes, amuletos simbólicos de difícil comprensión.

Después de este paseo después de almorzar al borde del río seguimos nuestro camino. Hicimos noche en Zafra, provincia de Badajoz. La toponimia de mi itinerancia veraniega es una de las cosas más hermosas de este verano tan castizo, alejado completamente del exotismo. Los dos saltimbanquis que me acompañaban hicieron sus piruetas y cabriolas en las camas del hotel. Para eso sirven los hoteles, y para los baños de espuma. Mientras tanto éste servidor de ustedes y ella miraban, derrotados por el cansancio, el techo. El techo de una habitación de hotel puede ser una cosa muy triste, pero también muy prometedora. Cada día doy por mejor empleado todo el dinero que la troupe tiene que gastar en hoteles. No voy a dar detalles de lo hermosas que son las dos plazas de Zafra, la grande y la chica. Sobre todo por la mañana temprano, antes de que se monten las terrazas de los bares.

Mientras mis artistas dormían dí un largo paseo matutino, que me llevó hasta la biblioteca municipal y la churrería. Por lo que aquí nos trae: allí empecé a hojear el último número de la revista Quimera (Julio-Agosto 2009) con un dossier de cuentos quiméricos, entre los que hallé a algunos autores de la blogsfera letraherida y me detuve en uno de Antonio Jiménez Morato, que enseguida salí a la calle a fotocopiar. El cuento se titula "Recogida de equipajes" y cuenta en primera persona cómo el equipaje de un pasajero de avión se extravía y llega a un aeropuerto diferente que su dueño, o bien es el viajero quien está en el lugar erróneo.

A todos los escritores y a todos los lectores nos entusiasman los vasos comunicantes en el ámbito literario.
Primero: Ángel Petisme acaba de publicar en Hiperión el poemario titulado Cinta transportadora, VII premio Claudio Rodríguez, en el que en el poema con el mismo título dicen unos versos:
“Mi corazón es un fósil astral.
Una maleta no reclamada
que gira en la cinta transportadora.”
Ésta es la primera frase del cuento de Antonio Jiménez Morato: “Lo más parecido al abandono es contemplar cómo van saliendo todas las maletas del vuelo por la cinta de equipajes menos la tuya.”

Pero lo que más me gusta de todo esto es (vanidad) que en este asunto también me reconozco como escritor.

Me explico. Mi hijo pequeño, uno de los saltimanquis de antes y una de aquellas cuatro personas en su asiento, tiene ya tres años y medio y unos días antes de que naciera mi suegra voló de ese noroeste hasta este sureste para estar en esa circunstancia. Con tan buena fortuna para mí que le perdieron la maleta. Con esa anécdota como excusa escribí unos días después un relato que titulé "Extravíos", que colgaré en la próxima entrada. Porque a los escritores les pasa por la cabeza lo mismo que a cualquiera, que a cualquier escritor. ¿Cuántos cuentos no habrá por ahí con este asunto como argumento?

Finalmente llegamos a nuestro destino, unos más cansados que otros. El de dentro de la barriga imagino que flotando a su rollo, todavía más flipado que yo mismo, que flipaba por los prodigios que había tenido la oportunidad de contemplar en ese viaje.