jueves, 3 de septiembre de 2009
Extravíos
Foto de Chema Madoz
Hace años tuve que hacer un viaje en avión de una punta a la otra del país con un transbordo de varias horas por medio. Al llegar a mi destino me sentí muy solo, no porque no me esperara nadie, como así era, sino porque me puse delante de la cinta de los equipajes y mi maleta no salió, después de ver cómo el resto de los viajeros recogía las suyas y abandonaba la terminal. Me quedé mirando la cinta hasta que se detuvo, luego me dirigí a un mostrador dedicado exclusivamente a casos como el mío y allí comencé a sentirme víctima de una broma pesada del destino, al comprobar que, en efecto, de todo el pasaje con el que había viajado, era yo el único que reclamaba su maleta.
Una azafata muy bronceada, políglota sin duda, me miró con aire suspicaz. Antes de oírme me pidió el resguardo de la facturación, hizo varias llamadas para demostrar sus capacidades, esperó otra y finalmente sacó sus ojos por encima del marco fucsia de sus gafas para decirme que mi maleta estaba en Roma, mirándome con el asombro de que yo me encontrara allí, ante ella. Una sombra de duda pareció nublarle aquel semblante tostado por los rayos uva, sus ojos se oscurecieron como dos charcas bajo la tormenta, su nariz se movió como un álamo agitado por el cierzo, sus orejas se irguieron como liebres husmeando el peligro y de repente en torno a mí se creó un clima apocalíptico en el que me sentí aislado: empezó a reclamarme los billetes, las tarjetas de embarque que ya tenía, la autorización de mis padres permitiéndome viajar solo, el DNI y no sé cuántas cosas más.
-¿Prefieres viajar hasta Roma esta misma noche o esperas hasta mañana?, pensé que me diría de un momento a otro, con ese aire insolente con el que muchos adultos se dirigen a quienes ellos consideran unos críos. Pero se limitó a pedirme con cierta sequedad una dirección a la que enviarme la maleta a primera hora por la mañana. Le dí el nombre de mi hotel y volvió a levantar aquellos ojillos suspicaces por encima de las gafas de plástico. Pensé en lémures.
Le hubiera dicho:
-Vengo a encontarme con mi amante, que es un señor casado.
Pero me limité a encogerme de hombros. Y por otra parte, no me disgustaba en absoluto no perder la virginidad en aquel viaje.
Mientras mi maleta recorría en soledad, por diferentes cintas de transporte, los depósitos y bodegas de la ciudad eterna, yo me comía un sandwich de pavo frente a la tele y le contaba a mi madre lo sucedido.
-Me han perdido la maleta.
-¿Bueno, cómo es eso?, me preguntó ella en el tono que siempre la delataba. Como si yo fuese el responsable de lo sucedido.
-No sé, oye, yo estoy donde tenía que estar. En el hotel, cenando y a punto de meterme en la piltra. Es ella la que anda por ahí a su aire.
¿A su aire? ¿Qué quise decir con esa expresión, que mi maleta se había emancipado y se había ido a conocer el mundo? ¿Hoy Roma, mañana Teherán y luego Nueva York? Esperaba que no fuese así y que a la mañana siguiente alguien apareciese con ella cogida del asa ante mi puerta.
Me duché, me afeité (me gustaba pasarme la cuchilla por los mofletes lampiños) y cuando fui a vestirme tuve que echar mano de la ropa del día anterior, pues mis mudas seguían en aquella maleta, peregrina en la ciudad santa o vete a saber dónde. Mientras desayunaba apareció un agente de la compañía aérea. Sin duda se sorprendió al verse delante de un niñato, pero eso no le impidió darme las explicaciones que traía preparadas:
-La maleta salió de Roma de madrugada, pero hubo un trasvase de equipajes inesperado por causas técnicas y en estos momentos vuela hacia El Cairo, vía Atenas. Vamos a interceptarla y a última hora de la tarde se (dudó)...te la podremos entregar. Lamentamos el retraso.
-Pues yo sí que lo siento, estoy sin ropa limpia, le dije.
Se encogió involuntariamente de hombros, pero insistió en que a última hora de la tarde ya dispondría de mi equipaje.
Mi maleta demostró ser un bulto muy escurridizo. Cuando los mozos encargados de recuperarla llegaban al lugar en el que se suponía que había sido localizada, ella no había hecho nada más que partir hacia un nuevo destino. Traspuso hasta hermosas y exóticas ciudades, a las que yo nunca había viajado, y recorrió en soledad, como un náufrago asido a un tronco, muchos kilómetros de piélago sobre las cintas transportadoras. Mis asuntos en la ciudad concluyeron y llegó el momento de emprender el regreso a casa de mis padres con una bolsa de deporte en las manos, donde llevaba la ropa que había tenido que comprarme. Mi madre insistió para que esta vez no la facturase, en un tono con el que parecía reprocharme las ansias phileasfoguenses de la samsonite, que ella misma me había regalado por mi cumpleaños.
En los meses que siguieron me volvieron a llamar por teléfono para asegurarme en varias ocasiones que la maleta estaba de camino, después de facilitarme las coordenadas con las que seguían su rastro:
Desde Nueva Delhi, vía Ankara.
Desde Buenos Aires, vía Madrid.
Los empleados que se ocupaban de mi reclamación cambiaban o rotaban por turnos, pero todos tenían una excelente disposición para seguirle la pista a mi maleta. El asunto era para ellos una cuestión de prurito profesional. En una ocasión me quejé y me dijeron:
-Señor, su equipaje está perfectamente controlado y en breve dispondrá de él en esa dirección. ¿Sigue siendo la misma?
Después de varias mudanzas dentro de la ciudad ya no me acordaba si las señas que tenía la compañía aérea eran las últimas, pero contesté que sí.
Cuando mi madre estaba en su lecho de muerte me dijo:
-Hijo mío, ¿ha aparecido la maleta?
En sus últimos desvaríos era su principal obsesión. Le dije que sí para que se marchase tranquila.
En diferentes ocasiones, durante un viaje, pensé que la maleta volvería a mi encuentro en una de esas cintas transportadores que siguen girando cuando ya todo el mundo ha retirado sus equipajes. Cuando veía otra maleta extraviada, solitaria, dando vueltas en una cinta, sin nadie que se acercase a ella para rescatarla de su nostálgico periplo, siempre pensaba en el prolongado destierro de la mía.
Hace unos días volví a tener noticias, después de años de silencio en los que por largas temporadas había conseguido olvidarme de ella. Alguien me dijo por teléfono que en los archivos de la compañía tenían mi referencia para la entrega de una maleta, que habían encontrado en un depósito.
-Firme aquí, por favor, me dijo el mozo que me la trajo.
Estaba despellejada, tenía cortes y había sido aplastada en una de sus esquinas. Además le habían adherido una serie de pegatinas de los aeropuertos por los que había transitado.
Me quedé solo frente a ella, que a mis pies me ofrecía la dócil entrega de un perro. Antes de meterla dentro y tener que dar una serie de explicaciones, preferí tirar de la puerta tras de mí y largarme con ella de la mano. Era más ligera de lo que a primera vista había pensado y el contacto de su asa en mis dedos hizo que yo también me aliviase de mucho peso y me sintiese muy ligero, como si fuese capaz de darle la vuelta la mundo. Por lo pronto ya había doblado la esquina y seguía alejándome.
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