lunes, 28 de septiembre de 2009

Un café literario




-Yo creo que los problemas son los mismos en todas partes, dice el poeta número 1, y luego se lleva la copa a la boca con cierta satisfacción.
-Mira, yo tuve que cambiar mi nombre para poder empezar a publicar. Nadie quería mis poemas. Yo no sabía si eran buenos o malos, pero seguía escribiendo, hasta que un amigo me hizo un comentario que me dio la solución, me dijo: he leído un poema que me ha gustado mucho, pero todavía más me ha gustado el nombre del poeta, y cómo se llama, le pregunté yo, Hjalmar Flax, me contestó, joder que sí, le dije, aquella misma noche en casa me bauticé a mí mismo en todos mis escritos para poder competir con nombres tan eufónicos como Cintio Vitier, Dylan Thomas, Dulce María Loynaz, Ezra Pound, Haroldo de Campos, Idea Vilariño, Joan Brossa, Walt Whitman, Roque Dalton y un montón más de poetas que a ver cómo te resistes tú a publicar si vienen con sus poemitas bajo el brazo y carita de no haber matado una mosca, dice el poeta número 2, detrás de una nube de humo tras la cual adopta un aire espectral, pretencioso, después de haber ofrecido la frívola imagen de todos esos ilustres vates, como escolares, en busca de editor.
El poeta número 3 levanta la mano, el camarero acude y pide un whisky con agua. Se remueve en su asiento y dice:
-España está llena de cafés como este, llenos de perturbados como vosotros, a los que les pica el culo por la misma razón, de poca higiene. Al poeta número 4 las salidas del número 3 no le hacen gracia nunca. Su mirada se llena de rencor:
-¿A tí no te pica el culo ni eres un perturbado?
El poeta número 5, que cierra el círculo sobre la mesa, interviene:
-También hay poetas con nombres espantosos, no sé, se me ocurren Rabindranath Tagore, Miguel Hernández, Arthur Rimbaud, Federico García Lorca, Gerardo Diego, Jorge Luís Borges.
-¿No te parecen esos nombres de poetas?
-En absoluto, a mí me viene un pichón de esos con una carpetita sudada llena de folios mugrientos y no se come ni un colín.
-Ya no es sólo el nombre, se trata de la vida, de llevar una vida acorde con la poesía.
-Y de morir también.
-Lo que yo digo, la poca higiene hace que os pique el culo, lo que no me explico es por qué no os rascáis, en vez de soltar por la boca tantas sandeces.
-Mira, número 3, no tiene puta la gracia.
El número 2 volvió a retomar el hilo:
-En M, que es una ciudad que os recomiendo conocer, yo viví allí sólo dos meses, conocí a un poeta que se llamaba Miguel Hernández, como el poeta Miguel Hernández, con lo que se veía obligado a usar su segundo apellido, que era Torralbo. Una vez le pregunté si no hubiese existido el poeta Miguel Hernández si él hubiese usado el Miguel Hernández sin más, pero se limitó a sonreírme y a agitar la coctelera. Era barman y dueño de un garito que se llamaba El cantor de Jazz. Luego supe que después de 20 años poniendo copas y celebrando conciertos, exposiciones y poniendo la mejor música jazz de M, después de haber ganado muchísimo dinero y haberlo dilapidado también, cerró el pub y estudió Historia del Arte. Le escribí y me envió algún poema. Casi todo lo que tenía era inédito. Lo invité a conocer P y me dijo que un viaje le haría muy bien, que últimamente no iba demasiado sobrado de ánimos. Os hablé de él entonces, pero seguro que no os acordáis.
-Si hubieses dicho algo, a mí no se me habría olvidado, te lo estás inventando ahora. ¿Cuándo estuviste tú en M, dos meses con tu culo picajoso fuera de este café?
-Pero no le dio tiempo. En esos últimos años su situación económica se había deteriorado y vivía en un piso compartido. Bebía y tomaba medicamentos. Una noche se quedó dormido con un cigarrillo sin apagar en la mano o en los labios o vete tú a saber. Murió en el incendio. Sólo tenía 43 años.
-Vaya, Clarice Lispector, que me parece que tiene un nombre espantoso, como de personaje de novela barata, tuvo más suerte. Sólo se quemó una mano.
-A mí los que me gustan son los poetas que se arrojan por las ventanas, me parece que hacen bien. Como Tomás González. Claro, con ese nombre.
-Paul Celan se tiró al Sena.
-Por supuesto, no era para menos, con ese nombre.
-Yo creo que los problemas son los mismos en todas partes, volvió a insistir el poeta número 1.
-Bueno se trata de intentar averiguar qué frontera quiere cruzar uno, si la de la muerte o la del amor. Si lo que uno quiere es cruzar la frontera del amor para llegar a la muerte o la de la muerte para llegar al amor.
-¿A vosotros no os pica el ojete terriblemente?
El poeta número 4 se levantó indignado y miró al poeta número 3 con ganas de arrancarle los ojos.
-Yo me marcho, dijo.
El poeta número 3 sonrió, por lo que el poeta número 4 rectificó su decisión. No estaba dispuesto a cederle la victoria al otro.
-Mejor me quedo.
-Corren rumores de que el escritor Andrea de Vicente anda por este café, de que incluso podría ser alguno de nosotros.
Imagínate esta conversación en la década de los 60. Ahora una después, en los 70, y así sucesivamente en los 80, en los 90, a finales del siglo 20, y en la primera década del 21.
Bajo el mármol del velador los cinco poetas tendrían desenfundados sus penes, largos y gruesos, como reptiles en reposo. Se habría puesto de moda entre escritores. Pero ninguno de ellos sería el autor de Casandra. El poeta número 6 camina ensimismado por las calles hasta que sus pasos lo llevan ante el café. El poeta número 6 entra en el café, toma asiento y antes de tomar parte en la tertulia cumple con el ritual: se saca el pene, que no es ni tan largo ni tan grueso como los de sus amigos, pero que está en proceso de llegar a serlo gracias al naturalextender del que se ha provisto discretamente por correo. Le resulta dulcísimo oír la cantinela sempiterna del poeta número 1, ya sabes, que los problemas son los mismos en todas partes.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

A mí, de poeta, me gusta Francisco Franco.

Fernando García Pañeda dijo...

El horror, el horror...