sábado, 26 de septiembre de 2009

P, la ciudad



Fotografía: Pandemonium, de Abraham Cabello.

P es una ciudad que observa al forastero. La manera más fácil de llegar a ella es cruzando un gran puente, pero también se puede seguir el perfil de la costa, con lo que el puente se observaría desde lejos. Bajo el puente las sombras aúllan. P se abraza a un río y bajo los puentes que cruzan ese río las sombras aúllan. Hay hoteles y dentro de las habitaciones los huéspedes oyen los gritos y aullidos nocturnos, con los que se estremecen antes de quedarse dormidos, vigilados por los ojos que se asoman detrás de orificios practicados en las paredes. En P existen habitantes que nunca se despegan de sus observatorios. Nunca abandonan su puesto vigilante para dar un paseo, para hacer recados. A P también se puede llegar en tren. A sus afueras. Se corre entonces un riesgo. No se puede dar seguridad aquí de que el taxista no te lleve fuera de la ciudad para ingresar en ella por el puente. No se trata de un timo. El precio de la carrera no aumenta con esta excursión. Pero hay forasteros que sienten fobia a cruzar un puente y eligen el tren pensando que así lo evitan. No siempre se puede estar seguro de ello. Generalmente cuando uno llega a P llueve y sus habitantes se disculpan por no poder ofrecer un espléndido y soleado día. Quienes proceden de tierras meridionales quizás echen de menos algo y no sepan lo que es, hasta que se den cuenta. En esta ciudad, en P, apenas encontrarán cucarachas. Sólo unas pocas refugiadas en lugares estratégicos. P es una invención, pero con una existencia fuera de toda duda. P es un sueño de la inspiración que hunde sus pezuñas arqueológicas en el lugar del no y la muerte, de la nada, mientras celebra una vez al año una reunión a la que sólo acuden aquellos de sus hijos que llevan una marca de nacimiento en el centro de la espalda. Tiene forma de globito areostático. Está hecha de piedra, P. Y de dudas, con Ayuntamiento, alameda, pastelerías, museo y el trenecito del verano para los turistas, que no cruza ningún puente. Algunas calles ofrecen la ilusión de que sus paseantes se han detenido y contemplan el cielo, pero no es así. En otras quienes parece que suben en realidad bajan. Debajo de los bancos de cualquier parque hay objetos que han llegado allí por propia cuenta. No obstante, en P es fácil que todo esto le pase inadvertido al viajero, porque la ciudad finge una existencia provinciana en el rincón del mapa donde ha sido situada. Hay que andar muy atento. La mitad de sus moradores se toma en serio a los demás después de a sí mismos. La otra mitad vigila para que eso sea así. Siempre hay excepciones. Conviene que el viajero las busque. No siempre andan por los mismos lugares. Alguna vez es una monjita en el santuario de las Apariciones, otra vez es un administrativo del consistorio, o una cajera de la cadena de supermercados Choice. Se les distingue porque hacen excentricidades. Durante unos años a uno de los hijos de la ciudad le dio por ir con el pene, largo como un día sin pan, al aire. Se convirtió en un atractivo turístico, en un punto móvil de visita obligada para ciertos viajeros, aquellos que renunciaban a subir al trenecito. En P puedes soñar que debajo de sus piedras hay una ciudad invertida, que es la ciudad de los que no tuvieron sueños. P es la vida sembrada de desvaríos, el justo premio para los locos. En una colina hay un hospital que se llama Monte del Cielo, allí nacen sus hijos, a veces mueren, de uno de ellos, recién muerto, procede esta voz. En P un vampiro sí se refleja en los espejos, en los escaparates de sus comercios. En P se cuida a los vampiros desde que son críos y no se les obliga a vestir chándal en las clases de educación física, ya que pueden asistir a ellas con su capita negra de forro rojo. A P le ha salido, sin embargo, una enfermedad en el extrarradio, es como un cáncer que la devora imperceptiblemente, pero ya ha empezado a desaparecer. P se extingue. Asistimos al principio de su fin. Llevará siglos, pero un día sólo quedará en pie la última piedra y sobre ella su último habitante, su postrer hijo. No todo el mundo cree que P haya empezado a volatilizarse como los sueños. Plofff. Por eso las medidas que se toman para evitar las tragedias que están por venir no son todavía eficaces. Ni siquiera todos sus habitantes están de acuerdo en que P exista, así que menos que algo que no existe deje de existir. Todo es muy complicado en P, aunque el forastero contemplrá una vida sencilla, administrativa, burguesa. Hay que mirar bajo las alfombras, podría decirse. Todo el mundo se conoce en P. Vaya putada, dice la gente joven. Qué tranquilidad, dicen sus padres. Una vez al año la ciudad de P enloquece, no sus habitantes, sino sus edificios, lugares y rincones. Los inmuebles hacen muecas: puertas y ventanas que se abren y cierran. Los estanques se deshacen en llanto. Los libros de la biblioteca municipal se arrojan por la ventana y pasan días enteros vagabundeando por las huertas del extrarradio. Los pozos salen hacia fuera y el aire se llena de trampas en las que nadie cae. Los forasteros conocen a P por otros forasteros que la visitaron en el pasado. P es una gran desconocida. Nada de lo dicho hasta ahora ayudará mucho a conocerla tal como es. Porque la esencia de P es, como la de todas las demás ciudades, Z, H, L,V, mucho más cambiante de lo que su imperturbabilidad le permite creer a quienes pasean por sus calles. Cada uno lleva una P distinta en su bolsillo. A veces uno mete la mano y sólo halla unas pelusas, que desprecia con asco. Ahí está el error.

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