sábado, 29 de noviembre de 2008

Declaración ante la Academia


La mayor parte de los señores académicos, críticos y profesores despreció mis escritos aduciendo que plagiaban obras mayores, en intención y envergadura, por lo que consideraban que entretenerse con ellos era perder el tiempo. Asímismo el público no especializado, al no encontrarse mi obra en los anaqueles de las historias comerciales, me desdeñó con esa pretenciosa suficiencia que tiene el público no especializado, el lector o peatón de a pie. Ello me llevó en su día a declarar un aspecto personal que me hubiera gustado dejar de lado, pero no hallé otra forma para encontrar un hueco entre las preferencias literarias del gran público, tras el visto bueno de los suplementos culturales. Señores, soy un mono, escribí. Un artículo en el que declaraba mi verdadera naturaleza de simio. Sin metáforas. Le pedí a un fotógrafo que viniese a mi despacho y me sacase una instantánea sentado delante del ordenador. Acompañé mi declaración con la fotografía, pero como hubo quien habló de fraude, de estrategia publicitaria y de tomadura de pelo, decidí llamar a un programa de la televisión para hacer las mismas declaraciones de viva voz. Con cierto anacronismo en mis maneras aparecí en batín, con o en pantuflas, y una cálida cachimba entre los dedos. El entrevistador me pidió permiso para pellizcarme. Para que el público viese que realmente yo era un mono y no un hombre escondido bajo un disfraz. Conté que había escrito un número no despreciable de relatos que los académicos se empeñaban en ignorar, lo que repercutía en la escasa difusión de mis libros entre el público mayoritario. Dejé claro que no pretendía poner por delante de la mayor o menor importancia de mi obra mi naturaleza de mono. Que no deseaba usar una anécdota extraliteraria para colocar mis libros en los anaqueles de los centros comerciales. Pero ocurrió, por supuesto. Encabecé todas las listas de libros más vendidos y fuí el escritor que más ejemplares firmó. En tertulias, cafés y foros de internet se comenzó a insinuar que mis textos eran endebles incluso para un simio. Y es que hubo una legión de monos que comenzó a bajar de los árboles para venir a las ciudades del mundo civilizado. Aprovechaban dos rutas que ya se habían consolidado con el tráfico de drogas y con la inmigración ilegal. Los monos contamos las cosas con una perspectiva particular, que no es ni mejor ni peor que la de los demás escritores, pero a la que la crítica no ha tenido más remedio que darle el nombre de perspectiva simiesca. Si nunca hubiese revelado mi naturaleza de mono, los señores académicos no habrían tenido la oportunidad de actualizar las categorías de sus manuales, lo que siempre es de agradecer en las disciplinas humanísticas, que en determinadas épocas padecen un anquilosamiento aparente frente a otras ciencias en continuo cambio. Los diarios de todo el mundo han colocado mi fotografía en sus portadas a raíz de mi ingreso en la Academia. La literatura ha conseguido la atención de todos los focos y miradas, señores y señoras académicos, gracias a un mono. No es mi intención personalizar tal honor en mi nombre, pero no quiero dejar de darle a mi especie el reconocimiento que se merece. Ni siquiera cuando fue admitida la primera mujer en esta noble institución se llegó a un nivel tan alto.
A estas alturas de la vida, con las edades que uno ya maneja, todos los reconocimientos los recibe uno con alegría, por supuesto, pero también con una relativa indiferencia, o un bienhumorado desapego. Nunca me atrevería a decir que desprecio. Acepto gustoso el honor de pertenecer a la Academia. Les doy las gracias a mis padrinos y a todos aquellos que apoyaron mi difícil candidatura. Espero cumplir con mis obligaciones dentro de la noble institución y no dejar de aportar mi perspectiva simiesca en todas aquellas tareas que puedan verse enriquecidas por la misma. Por otra parte, me propongo dejar de fumar, ya que por los estatutos queda expresamente prohíbido para todos los académicos de número. Antes de entrar en esta sala he dado las últimas caladas. Nunca he sido yo mono de pitillos o cigarros puros. Lo que siempre me sedujo fue la calma y serenidad que proporcionan los aparejos y el ritual de cebado y prendido de las pipas. Pero me avengo a los consejos de la ciencia médica y sobre todas las cosas a las normas de esta mi nueva casa.
Señoras y señores académicos, el público nos contempla como referencia y espejo en el que reconocerse. Soy consciente de mi papel como autoridad. Hasta en el país más importante del planeta un negro ha logrado ser presidente. La Academia no es ajena a las transformaciones que experimenta la sociedad. Ante todos ustedes lo digo con todas las letras, sin que suene a exabrupto o a provocación, sin elevar la voz, pero con una claridad rotunda. Permítanme que me aclare la voz con un sorbo de agua. Voy a dejar de lado los méritos literarios que considero que me han servido para ingresar en la Academia. Soy un mono.

lunes, 24 de noviembre de 2008

La cabina




En la última gira mundial del Circo Americano, cuando andaban por Gredos, hubo un detonante que hizo que aquel payaso llorase como una magdalena. De por si su número, Bertoliiiniii y sus cosiiicas, tenía mucha llantina. Era un payaso de la escuela llorona. Cuanto más lloraba él, más se reía el público. Claro que había truco. Entre la ropa llevaba escondido un depósito de agua que accionaba, a veces con frenesí, para que el llanto le saliese como si se tratara de una regadera humana. Miradme, les decía, entre hipidos. Lloro como una magdalena. Y a continuación cogía una magdalena, la metía en un tazón lleno de agua, la sacaba y la estrujaba, para que no quedase duda de que las magdalenas, no sólo son capaces de despertar un mundo dormido en aquel que les hinca el diente, sino que también se prestan a experimentos, en los que pierden toda su dignidad. Proust le dio a la magdalena un estatus iconográfico y simbólico que él pretendía, consiguiéndolo, todo sea dicho, cargarse. La magdalena estrujada de Bertoliiiniii, mientras Bertoliiiniii lloraba sobre el regazo del público que estaba sentado en las primeras filas, lograba imponerse en la imaginación de los niños, y en la de sus padres, porque la inmensa mayoría de ellos no había leído a Proust. Y quizás nunca lo iban a leer.
Este escritor de plagios está obsesionado con Proust, con las únicas 166 páginas que ha leído dos veces de toda su obra. Proust como reto le aburre. En su pensamiento están todas las posibilidades. En el pensamiento del autor de plagios: leerlo, no leerlo, leerlo a medias, decir que lo ha leído sin hacerlo, hacerlo y negarlo, etc.
Pero a lo que el narrador iba al principio, al detonante que le hizo llorar al payaso a mares, digamos, para que no nos distraiga la bollería. Ocurrió fuera de la pista. Un día que hubo que cancelar la función por un corte eléctrico en el pueblo en el que iban a actuar. Había luna llena. Cuando estuvo claro que no habría función, el payaso llorica se dio una vuelta y acabó sentado a la puerta de una casa, sobre un improvisado taburete hecho con una tabla sobre dos troncos en el suelo. Escabel para tomar el fresco por las noches. No había nadie, porque todo el mundo merodeaba por las aledaños de la carpa. Encendió un cigarrillo y de repente la vio allí. Delante de sí. Iluminada no ya por la luna, que era perfecta en su circunferencia, sino por su propia luz interior. La cabina telefónica. El corazón le pegó un salto en el pecho y a continuación la tristeza se apoderó de él. En una larga gira mundial, aunque uno se encuentre en ese momento en Gredos, todos los lugares están muy lejos de todos los lugares. Aunque en el bolsillo llevaba el teléfono móvil y en su agenda estaban aquellos números que solía marcar con desperanza o ilusión, la cabina telefónica lo enfrentó a los fantasmas de la soledad. Fumó y bebió de su inseparable petaca. La cabina telefónica estaba en aquel lugar perdido de la sierra para conectarlo con el universo. Un universo de números que eran la puerta de entrada a cálidas palabras de comprensión, a voces emocionadas de poder hablar con Bertoliiiniii, el payaso del que tanto habían oído hablar a sus amigos. La cabina le ofrecía el paso de una dimensión a otra, de la magdalena llorona y las risas del público, de las rutinas en una vida de sucesivas desgracias; alcohol, ordenes judiciales de alejamiento, caravana desvencijada y maloliente, entre otras, a la dimesión de la armonía celeste, del amor universal. Entonces el llanto se apoderó de él, lo agarró por la garganta y lo sacudió como si fuese un saco sin voluntad. Desde luego que lloró como una magdalena, pero no es de creer que a alguien, que le hubiese visto en aquel rincón de un pueblo en Gredos, enfrentado a una cabina telefónica, le hubiese hecho gracia su llanto. Quizás los lugareños ya sabían que aquella conexión que les ofrecía la cabina era con la nada, que se abría al otro lado de las montañas. La nada de unos hijos o nietos que se habían marchado de allí a una ciudad, en la que encontraban más y mejores oportunidades. Cuando el payaso se levantó del improvisado banco para tomar el fresco, ya se le habían cerrado todas las puertas a las que mentalmente había acudido para pasar a la otra dimensión. La cabina seguirá en aquel lugar para quien se atreva a penetrar en ella, para quien sea capaz de usarla. Él ya está fuera de allí, en el lugar donde son depositados todos los que se quedan encerrados en una cabina. Volvió a su caravana dando un rodeo por las tabernas del pueblo. Dando un rodeo por otros pueblos en los que no hubo corte de la corriente eléctrica y pudieron actuar. Llorando noche tras noche en la pista central, dando traspiés de borracho, que a los niños no le pasaban desapercibidos y que los padres de las criaturas no podían creer. Luego iban y le pedían cuentas al empresario:
-Anoche el payaso Bertoliiiniii estaba como una cuba. Si vuelve a pasar no vuelvan por este pueblo.
Cada vez que en uno de esos lugares daba con la cabina telefónica, la única quizás que había, se sentía tentado de entrar en ella y pasar a la dimensión de las estrellas, pero con su mala suerte, se decía, seguro que acababa en el lugar equivocado. Y no hacía nada. Bueno sí. Una cosa. Bebía como un cosaco. Hasta que un día el Circo Americano en su gira mundial recaló en Madrid. El payaso entró en una cabina de la que no pudo salir. Unos operarios lo recogieron y lo depositaron en unos almacenes municipales llenos de cabinas con personas atrapadas dentro.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Frío



Preferiría no hacerlo. Preferiría no contestar a esa serie de interrogantes que el lector se plantaerá sobre mí. Dónde nací, cómo me crié, a qué edad comencé a sentirme viejo. Estoy ante sus ojos, ¿no es suficiente? Me han admitido en un supermercado. Tengo asignadas dos tareas principales: reponer las existencias de los productos que se vayan agotando y marcar los precios. Las dos actividades me satisfacen por igual. A ellas me entrego con aplicación y disciplina. Llego muy temprano, antes de que comience mi turno. Y me marcho horas después de que haya acabado. Estoy en el supermercado, eso es todo. Un lugar como otro cualquiera. Un lugar como una casa en la que vivir, un lugar como un coche en el que viajar, un lugar tan extraño como cualquier otro lugar. Por eso he decidido no moverme de aquí. Sin embargo, preferiría no tener que dar explicaciones. Preferiría no llevar a cabo ninguna de las tareas para las que he sido empleado. Soy consciente de que mi actitud provoca reacciones violentas, desesperadas, adversas, o compasivas. Tampoco me pasa inadvertido que mi actitud no es tan singular como pudiera parecer en un primer momento. Estoy plagiando a aquel célebre Bartleby, del que escribió Herman Melville un delicioso, pero muy triste relato. ¿Lo recuerdan? ¿No lo han leído? Bartleby el escribiente. Vayan a una biblioteca de urgencia. No son más de 60 páginas.
Fuera de estos pasillos hay un mundo, un universo, viajes asequibles, hoteles al borde de la playa, que son una ganga. Pero aquí, en estos pasillos también hay un mundo, un universo, la posibilidad de viajar, aunque ni lo de fuera ni lo de dentro me interesa. Quiero estar aquí, eso es todo. Hasta aquí he llegado y aquí me quedo. El encargado me ha pedido que abandone las instalaciones, que descanse, que vea al médico de la empresa. Pero a todo le he contestado lo que ya sabéis:
-Preferiría no hacerlo.
Me gusta la sección en la que están los artículos de camping, las balsas neumáticas, los platos de papel. Me enfrento a ellos como un hombre de goma en un paisaje artificial. Mis pensamientos tienen la consistencia inerte y pasiva del plástico. Me detengo en una esquina, al lado de los figurines publicitarios, hasta que alguien al cabo de un buen rato descubre mi presencia humana, se sobresalta y me pregunta:
-¿Me podría decir dónde están las cantimploras?
-Preferiría no hacerlo, le contesto.
Ante lo cual el cliente corre por el pasillo como si hubiese visto al mismísimo demonio.
Alguien denuncia mi actitud. Alguien que no tolera que yo sea lo que soy, una presencia que pone en cuestión la historia, esa retahíla de chismes, alguien me quiere poner un ojo negro.
-Ese tío lo que es es un imbécil, dice.
Alguien dice:
-Dejadlo en paz. Hace bien. Denuncia el consumismo salvaje que está destruyendo al hombre.
Alguien dice:
-Pues yo lo veo guapo, triste, pero guapo.
-Llama a seguridad, dice otro.
-Esperad a que cerremos, recomienda el encargado.
Estoy vestido con el uniforme de la empresa, una chapita me identifica por mi nombre, aunque como ya habréis supuesto, prefiero no darlo. Estoy de pie en un pasillo con herramientas de jardinería. Y de allí me voy a la sección de conservas. Me gusta estar entre latas. Mirar las pilas. En cuanto sale a la calle el último cliente, el encargado se me acerca y me pide que me marche.
-Ya no trabajas aquí, me dice, te han despedido.
Lo miro.
-No has hecho nada de lo que te han ordenado, me dice.
Lo miro. El encargado es un hombre compasivo. Pronto a él también lo despedirán.
Al mirarme parece que le alumbra a los ojos un brillo de intuición, de modo que acaba adivinándolo.
-Está bien, puedes pasar esta noche aquí, pero mañana te quiero fuera, me dice.
Miro un rascacielos de latas de atún, me alejo de él y me meto por uno de los pasillos de las ofertas, adonde aún no han llegado los reponedores.
A la mañana siguiente viene a verme el supervisor. Como ya hay clientes y no quieren montar un espectáculo, deciden volver a esperar al cierre nocturno. Muchos clientes dicen:
-Es ese.
Me señalan. Saben que vivo aquí, que no obedezco ninguna indicación, que nadie sabe de dónde vengo y que la documentación que me han encontrado es apócrifa.
-Qué vida tan triste, exclaman.
-No sé, quizás es más triste la nuestra, dice un viejales, que me da ánimos.
No sé para qué me los da.
-Ánimo, resiste, aguanta, me dice.
Pero no entiendo qué me quiere decir. Lo miro. Simplemente preferiría no marcharme, eso es todo. No estoy reivindicando nada. Algunos creen que es una protesta en contra de la crisis, de los recortes que ha producido. Por la noche el supervisor me arroja a la calle. Físicamente. A otros los ha despedido. Uno de ellos es el encargado compasivo. En la calle me coloco a un lado y me quedo allí. A la mañana siguiente el vigilante me retuerce un brazo, pero ha de dejarme en paz pronto, porque se presentan las cámaras de la televisión. Una reportera me pregunta:
-¿Eres el moderno Bartleby?
La miro. Eso es todo.
-¿Eres consciente del plagio que estás cometiendo al actuar de este modo?
La vuelvo a mirar.
-¿Piensas marcharte de este supermercado?
-Preferiría no hacerlo.
La periodista le pide al cámara un plano y dice:
-Esa es la frase, señores. Ahora, en el estudio, damos paso a todo un experto en este trastorno, el señor Vila-Matas, que ha escrito un libro sobre quienes lo padecen.
En torno a mí hay un corro de curiosos que opina.
-Pero qué es, pregunta uno.
-Ese hombre se niega a cualquier cosa y no se quiere marchar del supermercado, dice otro.
-Ah, no, no puede ser, por su propio bien tendría que irse.
-Ya está aquí la policía.
Me meten en el furgón entre abucheos y aplausos.
Por la tarde, en comisaría, me anuncian la visita del señor Vila-Matas.
Estoy de espaldas a la puerta de la celda, recostado en el camastro, con las palmas de las manos juntas entre las rodillas. La humedad me cala los huesos, tengo metido el frío dentro, lo que me provoca una leve y constante tiritera.
-Date la vuelta, me ordena el policía.
No me muevo.
Detrás de mí adivino un gesto amenazante, un puño en alto. Y la aceptación comprensiva del señor Vila-Matas.
-Está bien así, dice, no es necesario. ¿Me oyes, verdad?
-Preferiría no tener que hacerlo.
Me duelen los huesos, tengo una costilla rota. Y no dejo de temblar con espasmos provocados por la fiebre.
-Quiero escribir un relato-reportaje sobre tí, me dice.
-Preferiría que no lo hiciera, le contesto, de espaldas.
-Lo entiendo y me parece bien que te niegues, pero yo lo haré. No te voy a preguntar nada, sólo voy a estar aquí contigo un rato, veinte minutos.
Paso todo ese tiempo temblando, sacudido por los escalofríos.
-Adiós, dice por fin.
No le contesto.
Gracias sobre todo a quien haya transcrito mi letra, temblorosa y sucia. Cuando tú, lector, estés acabando este relato, primero y último de cuantos he escrito, yo ya habré dejado de temblar, de pasar frío.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Cara de tonto



Se me ha quedao cara de tonto.




Primero porque el lunes grabé una entrevista, que en teoría se iba a emitir hoy en el programa La libélula. En teoría, en la práctica no ha sido así.




Segundo porque corrí a decírselo a mi mamá y ella salió corriendo a la ferretería a comprar un cable pal radicocasete pa poder oírlo.


Así que mi mamá pensó que se había equivocao de cadena.


-No, mamá, no la han puesto, le he dicho, a lo mejor piensan que es tan mala que no merece la pena emitirla, pero a mí no me han avisado.




En su lugar han puesto otra entrevista. Muy bien. Pero yo esperaba la mía. Pa una vez que iba a poder hablar de mi libro a los cuatro vientos. Todos los escritorcillos queremos hablar de nuestro libro. El de los otros en el fondo nos importa un puto carajo. Eso es lo que me importaba hoy a mí el de Alberto Olmos, Tatami. Alberto Olmos, por si a alguien le importa, es el titular de Lector-malherido, blog muy interesante que reparte, reparte y se queda con la mejor parte.


Lo dicho: hoy, por mal que estuviese, me había hecho a la idea de oír la mía. Y mi mamá también.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Mucha suerte en Radio 3 en el programa La libélula


Hoy he grabado una entrevista para el programa La libélula de Radio 3, en RNE, con Mucha suerte como excusa para irme por los cerros de Úbeda y otros picos. Si el miércoles 19 del presente, de 3 a 4 de la tarde, sintonizáis la emisora me podréis oír. Si no es así, me oiréis.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Sed

El escritor Joseph Roth

No sé si fue la suerte, el azar o la providencia, pero mi vida experimentó un cambio, cuando alguien a quien yo no conocía de antemano y tampoco volvería a ver después, me entregó una importante cantidad de dinero. Imagínense. Un desconocido se les acerca y les entrega dos billetes grandes. Mi vida, ya les digo, cambió, porque en ese momento contraje una deuda, que acordé pagar en la parroquia. Los que conozcan la historia original, sabrán que yo era uno de esos clochards que vivían bajo los puentes. A los que se acerquen a ella através de este plagio, he de advertirles que durante toda mi vida experiementé una nefasta sed de vino, que hizo que se malograsen todos mis proyectos. El vino no es malo, consigue suavizar las aristas cortantes del mundo. Es el vino el que hace el mundo esférico. Si no fuera por él, sería un dodecaedro, por ejemplo. Para mí el vino es el elemento gracias al cual existe una ley de la gravedad que no es severa. Pero todo lo que yo pueda decir del vino son cosas de borracho. Como punto de vista el de un borracho es intolerable a la hora de explicar una historia, a la que le exijamos un mínimo hilo de coherencia. Por eso el que haya llegado aquí está a tiempo. Mejor haría en dejar de leer. Por mi parte, a mí me es indiferente, gracias a dos buenos vasos de vino, que me he tomado antes de ponerme con este relato.
Todo iba bien al principio, cuando bebía. A los demás les iba bien siendo abstemios. Con el dinero que ganaba me pagaba un cuarto, un par de comidas diarias y todo el vino que me apetecía. Pero luego vino la crisis, hubo recortes y me echaron del trabajo. Ya no tuve dinero. Me acostumbré a la calle, al refugio de los puentes y a comer poco. Pero seguí bebiendo. Lo más difícil, sin blanca, para mí, era calmar aquella sed. En cuanto caían en mis manos unas monedas iba a la tienda y las gastaba en vino, así que cuando aquel caballero me entregó los billetes y yo acabé por aceptarlos no sin ciertas dudas y temores, me fuí a un restaurante y me bebí dos botellas de buen vino con una frugal comida. Pensé que quizás la calidad del vino contribuiría a calmar mis ansias de beber. Por el contrario aquel vino excelente las abrió. Y en la cena me eché al coleto otras dos. El mundo, todo hay que decirlo, no había pasado de parecerme una ciénaga a parecerme un oasis. Pero yo me sentía mejor, sin duda.
Yo era un homeless honesto, así que cuando el tipo me ofreció los dos billetes, mi primera reacción fue el rechazo.
-No se preocupe, cójalos, me dijo, y en cuanto pueda hacerlo me los devuelve.
En ese momento repicaron las campanas de la parroquia. El hombre hizo un gesto significativo que señalaba en el aire aquella vibración metálica. Resolvió la duda que traslucían mis ojos al apuntar brevemente:
-En el cepillo de la iglesia. Con eso su deuda estará liquidada, dijo.
Y se marchó. Fue entonces cuando supe que no volvería a verlo, e incluso que me costaría trabajo más adelante saber si este episodio me había ocurrido realmente o sólo se trataba de una ensoñación. El vino iguala con el color de los sueños las vivencias más patéticas.
El dinero en el bolsillo se convirtió en un motor de felicidad para mí. Ese dinero me proporcionó ropa limpia, un aspecto aseado, una cama a cubierto y mi suerte cambió. Conseguí más dinero para seguir saciando mi sed de vino. Volví a saborear el cálido abrazo de las mujeres y el humo del tabaco. Recuperé el placer de la oscuridad en una sala de cine, la música de los bailes. Y todo comenzó a marchar medianamente bien, aunque por una u otra razón nunca tenía tiempo de devolver aquella cantidad. Y cuando lo intentaba, mis ganancias menguaban al punto de que se me hacía imposible su restitución. Me sentía en deuda con aquel hombre que me había ayudado y mi deseo era saldarla cuanto antes, pero como no me resultaba fácil, mi sed aumentaba. Sólo conseguía cierta calma con el cuerpo lleno de vino. Sin embargo, en ese estado perdía toda noción de mí y no tardaba en acabar en la calle, arruinado de nuevo. Hasta que volvía a ocurrir. Otra vez la providencia ponía en mis manos una buena suma de dinero. Todo volvía a empezar. Y la deuda me volvía a agobiar.
Una noche encontré a un hombre en un puente.
-¿Qué vas a hacer? Me preguntó.
Sólo por eso me di cuenta de lo que estaba a punto de hacer. Bajé del petril al que me había encaramado.
-No me molesta que saltes, si crees que es lo mejor, me dijo.
Yo ya estaba en el suelo, mirando la corriente del agua como si fuese una fuente inagotable de vino.
Me tendió un tetrabrick. El caldo era agrio, asqueroso, pero me hizo bien. En el bolsillo ya sólo me quedaban unas monedas.
-Me han encargado buscar a un cortador de leña, la paga no es mucha, pero el trabajo durará todo el invierno. ¿Te interesa?
No hice ningún gesto, pero él me tendió un papelito con la dirección. Al día siguiente me presenté en el lugar sin la menor idea de a qué y por qué, pero lo hice, quizás porque estaba desesperado. Porque el vino ya no conseguía aplacar las dentelladas que el mundo me daba.
La mujer me presentó un montón de leña en un patio trasero. Aquél no era trabajo para alguien debilitado por el vino. Me ahogaba en cada golpe, la mayoría de los cuales resultaba infructuoso, pero al cabo de las horas ya había conseguido un montículo que la patrona consideró suficiente. Al día siguiente me dolía todo el cuerpo, pero sobre todo los brazos. Tomé vino en el desayuno para mitigar el dolor, y volví a la casa con la insana idea de darme un hachazo en una mano o en una pierna, tal era mi deseperación y poca claridad de ideas, pero apenas levanté la hoja hacia el cielo me desmayé.
En el hospital no me aguantaron mucho tiempo.
-Sí sigues bebiendo de esa manera, me dijo el médico, morirás en unos meses.
No me aclaró cuánto se alargaría mi vida si dejaba de beber, pero desde aquel momento sólo tuve una idea por la que vivir el plazo con el que me habían sentenciado. Quería a toda costa cumplir mi promesa de devolver el dinero al cepillo de la parroquia. Y quería beber, volver a saborear el vino de la vida, aquello que era lo único que me había gustado de verdad y me había hecho tan feliz como desdichado. Era todo lo que sabía. Me senté en un escalón y contemplé a aquellas buenas gentes, mis conciudadanos. Abstemios unos y otros, borrachos como yo.
El río acunaba en sus brazos minerales la criatura enferma, con sus chimeneas altas, humeantes, de una ciudad gris, húmeda y triste. El río cantaba una nana de mal presagio y la ciudad boqueaba sin esperanza. La visión, el sueño, el delirio me llevaron de taberna en taberna, donde todo el mundo sabía quién era yo. Los bebedores me sentaban a sus mesas y yo les contaba mi propósito y les dibujaba uno de esos retablos alucinados de los charlatanes, de los profetas, de los borrachos. Todo el mundo quería invitarme y oírme. Apagaban mi sed y me entregaban unas monedas. En primavera pareció que mi cuerpo podría estallar de un momento a otro, me había convertido en un globo etílico, de mejillas rojas, con el eterno bigote mojado, la ropa percudida y el tesoro de mis ganancias a resguardo, en uno de esos dobladillos miserables que cosen el miedo y el fracaso en las ropas de los indigentes.
Entre la cofradía de los mendigos se había instaurado la creencia de que yo alimentaba mi avaricia con afán. En unos meses envejecí treinta años.
-Viejo, empezaron a llamarme todos.
-Viejo, me dijo aquella voz en el puente. Otra vez el puente.
Lo miré y sus ojos me produjeron un escalofrío. Sus ojos, no el cuchillo que empuñaba.
Abajo el agua circulaba como un río negro de vino en el que la luna se bañaba. Se me secó la lengua, la boca entera.
-Amigo, le dije, ¿me puedes dar un trago?
El tipo me dió la primera cuchillada en uno de mis bracitos de marioneta, delgados como cordeles a los lados del pellejo tenso de la panza.
-Viejo, dame todo el dinero que llevas encima.
-¿Me ves pinta de acaudalado comerciante o qué? Le dije con sorna.
-Sé que guardas una cantidad importante para saldar tu estúpida deuda, me dijo, te lo he oído contar muchas veces.
-También me habrás oído contar que el río se levanta de su lecho por las noches y arropa a la ciudad cuando tirita de frío, dije.
-Puto borracho de los cojones, exclamó, y me dió la segunda cuchillada en el hombro escuálido.
Luego me alcanzó la cara.
-Si no me das todo ese dinero que escondes para llevarlo a la parroquia, te abriré por la mitad y luego te arrojaré al río.
El plan me parecía de lo más acertado y así se lo comuniqué a mi asaltante.
Cuando el acero rajó el pellejo abultado de mi vientre, ambos pensamos que el vino que se alojaba en su interior saldría a borbotones como de un odre, pero manó una sustancia viscosa, magmática, vientre abajo, como si lo hiciera por la pronunciada colina de un etna antropomórfico. El líquido sanguinolento me empapó los pantalones y se me escurrió por las ingles. La boca me ardía, seca como un árido territorio sahariano. Caí al suelo, todavía con un hilo de borrachera en mis ojos, el suficiente para ver venir hacia mí a mi asesino en busca del tesoro. Me palpó todos los bolsillos, todos los escondrijos en los que podría haber ido acumulando una fortuna, mi deuda pendiente. El río se levantó de su lecho, con su oscura barba vinosa y me acogió de manera protectora.
Supongo que estoy muerto y que aún así sigo siendo un puto borracho de los cojones. No sé. Supongo que éstas son cosas de borracho y habrá quien piense que es mejor no echarles cuentas. No seré yo quien les quiera quitar razón. He contado mi historia animado por el calor del vino y al acabarla me han venido más ganas de vino. Habrá quien se pregunte qué fue del dinero, si lo llevaba encima o se me seguía escurriendo como agua de las manos. A los borrachos el dinero nos importa muy poco. Tanto si es para ganarlo como para gastarlo. En el fondo lo que me ha movido a contar esta historia es deciros lo difícil que resulta saldar una deuda, una de esas deudas de verdad, no la miseria por la que nuestros acreedores se contentan con, al menos, vernos en la indigencia. Eso, y mi amor por el plagio.

martes, 11 de noviembre de 2008

El blog de Mita


Cuadro de Javier Pagola que aparece en una entrada del blog de Mita


Desde su blog, Corrientes de agua y azahar, Mita me está haciendo una promoción impagable a través de un emotivo post que ha escrito después de leer Mucha suerte.


Se lo agradezco a ella y a cuantos se han interesado por el libro.

viernes, 7 de noviembre de 2008

La metralleta

Metralleta Stein, José Antonio de la Loma, 1974, película inspirada en la vida de Quico Sabate, resistente libertario antifranquista, integrante de la guerrilla urbana itinerante en Cataluña, pero ambientada aproximadamente 20 años despues de sus acciones.


Salí temprano de mi casa. Compré el periódico y me senté en un bar con las ofertas de trabajo por delante. Pronto me di cuenta de que la tarea sería ardua y algo más tarde advertí que también infructuosa. Pero mantuve las formas, lo típico, ya sabéis, lo habréis visto en el cine infinidad de veces, un chico va rodeando con un rotulador rojo aquellos anuncios que cree que le pueden interesar, luego queda patente que no. Que no hay nada para él. Así estuve hasta que la gente pasó del desayuno al aperitivo. Luego cambié mis dos últimos billetes por monedas y me senté delante de la máquina tragaperras con el firme propósito de pasar delante de ella el resto de mi vida. Empecé a introducir monedas por la ranura y durante una hora las gananacias apenas compensaron las pérdidas. Pero desde que una chica con el uniforme de Mercadona se sentó en una de las mesas, que había a mis espaldas, la balanza inclinó su fiel hacia la otra parte. Fue casual: miré sin intención en el espejo y la vi. Cuando se marchó temí que mi suerte volviese a cambiar de signo, así que me levanté para pedir un refresco en la barra. Una mujer se acercó a la máquina y comenzó a alimentarla, sin que ello me importase en absoluto. Al cabo de veinte minutos la mujer se marchó mascullando algo, visiblemente contrariada. Me senté de nuevo en el taburete y estuve allí hasta que el bar cerró. Cuando llegué a mi casa metí en un bote de la cocina los dos billetes y puse el resto del dinero, que eran ganancias, encima de la mesa. Me acosté y me quedé dormido enseguida. A la mañana siguiente volví a salir pronto de mi casa con aquella cantidad de dinero que consideré necesaria para pasar todo el día jugando en las tragaperras. Antes de sentarme en un taburete y empezar a echar monedas por la ranura, compré el periódico y marqué una serie de ofertas de trabajo, que finalmente no se ajustaban a mi perfil profesional, según las palabras de mis entrevistadores telefónicos. A mediodía por fin metí la primera moneda. La música, que la máquina entonó desde ese instante hasta que a la hora del cierre me levanté para marcharme a casa, llenó mis oídos, mi corazón, todas mis expectativas. Metí en un bote dos billetes como los que ya tenía guardados y el resto del dinero volví a dejarlo sobre la mesa. En la cama recé sin fervor, pero con buena memoria. Llevaba treinta años sin entonar una plegaria. A la mañana siguiente me descubrí en la ducha una inusitada erección, que satisfice con el recuerdo de la chica del Mercadona. Aquella tarde, cuando la vi aparecer por el espejo retrovisor de la cafetería sentí que mis mejillas se ruborizaban. Mientras ella estuvo allí con sus compañeros fuí ganando. Cuando se marchó comencé a perder y la racha duró hasta la hora del cierre. Llegué a casa y pude echar dos billetes al bote de mis ahorros, pero apenas me quedaron unas monedas para el día siguiente. Antes de cerrar los ojos me acordé de ella. Le di un beso imaginario y me quedé dormido. Tuve un sueño de metralletas. Un chico como yo buscaba trabajo. No lo encontraba y se entretenía jugando a las máquinas. En cierto momento la tragaperras fallaba y al comprobar si es que se había desenchufado de la corriente el muchacho encontraba una metralleta apoyada en la pared, con la misma naturalidad que si fuese un mocho. El muchacho, o sea, yo, empuñaba el artilugio con reverencia, salía a la calle y comenzaba a disparar en derredor con una inmensa alegría por poder hacer saltar por los aires astillas, cascotes, cabezas. Todos me felicitaban y me decían:
-Ya tienes trabajo.
-Me gusta mi trabajo, pensaba yo.
A la mañana siguiente volví a mi rutina ludópata. Miré detrás de la máquina antes de meterle la primera moneda. Perdí todo lo que había cambiado en pocos minutos, así que regresé a mi casa y saqué de aquel bote dos billetes, que no me llegaron más allá del medidodía. Antes de la hora del cierre ya lo había perdido todo y miré de nuevo detrás de la máquina.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

La Clandestina y Editores Policarbonados


Un reportaje sobre la labor librera y editora de estos amigos en Madrid:




Para Diciembre están preparando un nuevo trabajo en el que he tenido la suerte de participar.