viernes, 13 de agosto de 2010
La cicatriz
Nuria Forteza, Cicatriz 1, 2001, Aluminio y cremallera
Tengo una cicatriz en la barriga a la que nunca le he dado importancia, pero creo que ya va siendo la hora de empezar a tenerla en cuenta. Está ahí desde que me operaron de apendicitis cuando era un niño. Es un costurón feo en un lugar también feo y piloso. Alguna vez he comentado que tenía una cicatriz en la barriga, pero no habrá muchos que lo recuerden, no estoy seguro ahora de si me he atrevido a levantarme la camisa y enseñarla. No es ese tipo de cicatriz que te hace más interesante, al borde de la ceja, por ejemplo, que sirve para potenciar un aire pasional. No, es un simple remache quirúrgico, que ha ido tomando el aspecto de una cremallera olvidada. Sin embargo, hay una relevancia sorda en su borde endurecido cuando me paso la yema de los dedos por encima. Pone frontera en un territorio sin delimitaciones políticas. Inducido por una vaga e imprecisa sensación de morbosidad me gustaría pedirle a algún espectador anónimo que acercase sus labios a mi cicatriz, pero el pudor me lo impedirá a última hora, bien lo sé. Es un celofán de piel satinada y muerta que brilla cuando me tiendo en el sofá al lado de la ventana y la luna me cae encima con su lujuria aceitosa, fría. Mi cicatriz se yergue ante mí con la reclamación de su importancia, percudida, secreta también, y desvelada de un sueño sin amanecer. Cerró el tajo que con el bisturí me habían abierto, estuvo fresca y ahora la recuerdo cruda, tierna, dolorosa. Cosida por una mano que no realizó con ella su mejor obra, es como la letra torpe y grande de un aprendiz. Han pasado los años de su abrochamiento solidificado, objetual, pudiendo decir que mi cicatriz de la barriga es como aquel guijarro que conservo desde que estudiaba lejos, como el libro del que nunca he pensado deshacerme, como el anillo que nunca he tenido, que por mucho que no me pertenezca, nunca dejará de ser mío si así lo quiero. Mi cicatriz, ya es hora de decirlo, de nunca. La comisura de un vacío sonriente que se petrificó en el primer paso. Ahí, o mejor dicho, desde ahí, ella se vuelve a pronunciar a estas alturas de la vida. Está donde está como testigo, como vigía de quien mira dentro, como guardián de los pasos no dados, de las palabras pronunciadas con el defecto de dicción, de la ridícula estrategia de afrontamiento de. Tantas veces la cicatriz bajo la camisa olvidada, inexistente, sin expresión. Y mírala ahora, por el contario, cómo dice más que una lengua, parloteando como un loro, mi cicatriz parlanchina, que me interpela mientras me tomo una cerveza fresca, el borde del botellín frío sobre su borde de muerte, de anticipo de muerte, y quiere que le consulte mis decisiones, quiere que la reclame como órgano sentimental, exigiendo un puesto de privilegio como el corazón, como el cerebro, como el brazo. Y admito todas sus exigencias, al punto de que creo que finalmente estaré en sus manos.
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