domingo, 28 de agosto de 2011

Abochornado




La primera parte de mi vida me la pasé viajando. Estaba contento de haber llevado a cabo aquellos sueños que otras personas sólo podían o sólo se atrevían a planear. Luego tuve hijos y llegó el momento de buscar dónde asentarnos. Lo hicimos en una comarca tranquila, con viñedos, cerca de una ciudad provinciana, donde tuvimos que hacer nuevas amistades con la noble intención de echar raíces. Nos ganábamos la vida como hosteleros, alquilando las habitaciones de la casa que tras muchos esfuerzos conseguimos rehabilitar. En cierta ocasión alojamos a una familia, que era como el reflejo de la nuestra, durante una semana del mes de Agosto. Era como el reflejo de la nuestra, pero añado que con el retraso de unos años, es decir, sus dos hijos eran menores que los nuestros y la pareja empezaba a buscar un lugar donde establecerse después de haber llevado una existencia nómada. Nos vimos reflejados los unos en los otros y enseguida se estableció una corriente de simpatía. Les animamos a emprender la siguiente etapa en la que sus vidas estaban a punto de ingresar y ellos nos adoptaron como modelo de que había garantías de éxito. Sus planes consistían fundamentalmente en abrir una clínica quiropráctica. Por las noches cenábamos juntos en la terraza y después de que los niños se fuesen a la cama, los suyos a dormir y los nuestros a chatear con los amigos, nos tomábamos unas copas que eran cortesía de la casa. La noche anterior a su partida amortiguamos el canto de los grillos con algo de música para bañarnos en la piscina, en cuyos bordes colocábamos las copas, lo que nos parecía, y así lo dijimos, la máxima expresión de las posibilidades que la vida ponía a nuestro alcance, resumido en la satisfecha exclamación de: Esto sí es vida. No sé cómo ocurrió, quizás ella pasó a mi lado chapoteando y me rozó sin querer, pero de repente estábamos abrazados. Allí, un abrazo que duró unos segundos solamente, me agarró con fuerza el pene erecto bajo el bañador y me lo estrujó. Ni él ni mi mujer advirtieron nada, porque no había luna y porque estaban distraídos. A los pocos minutos pensé que lo ocurrido había sido una proyección de mis fantasías, puesto que la mujer me gustaba, habíamos tenido cierto grado de intimidad familiar y posiblemente después de esa noche no nos volveríamos a encontrar. No obstante, ella me confirmó enseguida lo ocurrido, cuando me propuso que acercáramos unas tumbonas que estaban en la otra parte del jardín. Su marido y mi mujer charlaban mientras fumaban un cigarrillo con los pies metidos en el agua. Estaba claro que no se moverían de ahí en unos minutos. Ella y yo nos besamos en la oscuridad. Cuando regresamos al borde de la piscina nuestros respectivos estaban algo incómodos con la ausencia y se disponían a recoger. Él adujo que al día siguiente el viaje sería largo y tendrían que turnarse en la conducción. Ella y yo nos vimos obligados a separarnos. A la mañana siguiente me levanté con una resaca espantosa, cuando ya se habían marchado. Me hubiese gustado despedirme de ellos, dije, pero mi mujer rompió adrede uno de los platos que estaba metiendo en el lavavajillas. Temí que ella le hubiese contado algo a mi mujer antes de marcharse, así que yo no era capaz de abordar el asunto. Quizás sólo eran unos celos pasajeros y no sabía nada de lo ocurrido. Pero al año, más o menos, cuando de nuevo pensaba que aquel episodio había sido producto de mi imaginación, fruto de una crisis pasajera, recibimos una postal en la que nos daban buenas noticias acerca del negocio que acababan de montar, también nos daban las gracias por la estupenda estancia que habían tenido en nuestra casa y anunciaban que en cuanto tuviesen unos días libres volverían a hospedarse con nosotros. Si soy sincero he de decir que deseaba volver a verla, a tenerla entre los brazos, y que la promesa de una nueva oportunidad me llevó a un estado de enajenación inquietante. Con cada llamada, con cada nueva reserva, me alteraba. Intentando disimular ante mi mujer, llegué a cometer errores graves, producto de los despistes y los estados de ensimismamiento en que caía. Mi mujer apenas me hablaba ya y yo casi que no lo había notado. Mis hijos se daban cuenta de la tensión que había entre nosotros y nos evitaban. Hasta que un buen día sonó el teléfono, levanté el auricular y volví a oír su risa despreocupada. Aquel timbre metálico que ya no salió de mi cabeza hasta que de nuevo la tuve ante mí. Nos gustaría la habitación de la otra vez. Venían sin niños, que se habían quedado en casa de unos amiguitos, según dijeron. Los nuestros pasaban el fin de semana fuera, así que teníamos la casa entera para los cuatro. Subieron a dejar las maletas y a descansar un rato mientras mi mujer y yo preparábamos la cena. Yo no sabía lo que mi mujer sabía, pero lo que estaba claro era que ella le caía a esas alturas profundamente antipática. Me lo dijo, pero yo apelé a su celo profesional. No dejan de ser unos clientes, le dije. La velada resultó difícil, un atolladero del que salimos con dificultad y cansados. Ni yo me atreví ni mi mujer quiso invitarlos a unas copas. Todos nos retiramos pronto. Cuando pensé que mi mujer se había quedado dormida bajé al salón de la tele y me senté a esperarla. A los pocos minutos oí que la escalera crujía y el corazón se me quiso salir por la boca. No esperaba encontrármelo a él, pero lo que al instante se hizo evidente que él también se sentía decepcionado conmigo. Pretextamos una excusa delante del frigorífico y cada cual regresó a su dormitorio. Me metí en la cama y tuve la impresión de que mi mujer fingía dormir, aunque no acababa de estar seguro. Supongo que todos pasamos una mala noche. Después del desayuno los huéspedes salieron de excursión. Mi mujer y yo estuvimos todo el día atareados con las labores domésticas. Avisaron que cenarían fuera de casa y ya no los volvimos a ver hasta la siguiente mañana del domingo en que tenían prevista la partida. Hicimos una despedida teatral, muy hipócrita. Yo abrí la puerta de la cancela para que el coche pudiera salir del jardín. Entonces hice algo. Una especie de llamada triste e innecesaria. Levanté la mano en un gesto apagado, estéril, inadvertido para ellos, pero no para mi mujer, que resopló llena de vergüenza ajena, e hizo que yo deseara ser tragado allí mismo por las fauces de la idílica comarca en la que nos habíamos instalado después de una vida itinerante, casi que despreocupada.

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