La tenía tan cómodamente instalada en mi deseo que, cuando aquella mañana la puerta del ascensor se abrió ante mis narices con ella dentro, no la reconocí. Pero era ella. Hacía pocos minutos me había despertado con el ruido sordo que hacían la punta de sus tacones yendo y viniendo sobre mi cabeza.
-Buenos días, me dijo.
-Hola, buenos días.
La puerta volvió a cerrarse para continuar el descenso. Siguió con el retoque interrumpido delante de un espejito que llevaba en la mano. No supe qué hacer, pero ella me sonrió con naturalidad.
-Por la mañana todo son prisas, dijo.
Sonreí, aunque ya me sentía mal. Raro. Noté que me faltaba el aire, que apenas me podía mover. Porque ella había adquirido nuevas dimensiones. Añadió otro comentario. Era tan simpática que mareaba. Su boca, sus ojos limpios no mostraron inquietud ninguna ante el gruñido que se oyó a continuación. Se le proyectó un hocico ancho y húmedo, con dos orificios proporcionados, como si fuese un gran botón de color rosa. No me cupo la menor duda de la naturaleza de aquella metamorfosis. Era lo que siempre me había dado miedo: ver cómo los seres se trasformaban en mi presencia. No obstante, yo sabía que ella seguía allí, al lado o debajo de lo que veía, aunque no pudiese verla. A ella. El aire de la cabina empezaba a enrarecerse.
-Oink, oink.
Intenté mantener la compostura sabiendo que era una alucinación. Agaché la cabeza, luego la levanté, miré los dígitos en el avisador de cada planta. Las cosas normales que se hacen dentro de un ascensor. Sin embargo, no pude cambiar la posición de los pies, porque el inmenso volumen de su cuerpo me había ido aplastando contra la pared del fondo. No se me había ocurrido nada que decirle. Cuando le puse las manos encima deseé con todas mis fuerzas que ella estuviese retirada, que sólo cayesen sobre el animal que yo veía. Su piel era rosada y cerdosa. Tenía un tacto prieto y agitado. Me miró con los ojos de un animal que se siente atrapado. Con ese deseo de huír que yo tan bien conocía. Mi abismo, mi fondo, se asomó al suyo sin posibilidad de rescate. Supuse que en los ojos del animal estaban los ojos de ella. Los que hacía unos segundos me habían sonreído mientras se retocaba con el espejito en las manos.
De repente sentí que no iba a tener una ocasión mejor que aquella. Me abracé al animal deseando que ella estuviese en él. Le estampé un beso en el hocico. Estaba húmedo y fresco. No fue tan arriesgado ni difícil, porque me tenía apretujado contra el fondo. Se volvió de repente y quedó encajada entre mis piernas. Procuré por todos los medios apartarme, pero me fue imposible. El roce lo hizo todo. Al tiempo que los calzoncillos se me anegaban de un calor pegajoso, una llama sin fuego me incendió las mejillas. Llegamos a la planta baja.
-Adiós, me dijo ella al salir.
-Adiós.
No sé si había logrado que nada hubiese salido de mi cabeza. Me parecía tan difícil: empecé a arrastrarme detrás de sus pasos. Fuí dejando un rastro de baba. Pero tomé una decisión temeraria para el tipo de ser en el que me había convertido. Seguirla. Un caracol tras sus repetidos oink, oink. Se detuvo en el carril de la Chupa. A los pocos minutos paró un vehículo y se montó en él. Mi miedo era ahora que los transeúntes me aplastasen con sus grandes zapatos. La concha no podía protegerme de ellos. Pero no me quedó otro remedio que emprender el lento y penoso camino de vuelta.
La única prueba que puedo ofrecer de toda esta aventura no es más que ese fino hilo de baba que brilla a contraluz.
3 comentarios:
me gustó, mucho.
jo, ¡qué güeno, qué marrano y qué kafkiano!
Está cara, la baba de caracol en el mercado negro...
hay quien la cultiva en el jardín (para consumo propio ¡eh!)
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