He tenido suerte. Ayer mismo salí a pasear y al volver la cabeza descubrí que me seguía una bandada de pollitos. Estuve caminando hacia la caída del sol, porque la luz que más me gusta (como a la inmensa mayoría de seres) es la que desprenden los adoquines y los árboles a esas horas del día. Iba ensimismada, no obstante. En mis cosas. Para mí el campo, aunque sólo sean las afueras suburbiales a las que me he mudado, es un punto de fuga. Hacia dentro. Regresé antes de que hubiese anochecido. No hice mucho caso, pero ya en casa de nuevo oí un pío pío. Me acosté pronto. En la televisión no había ninguna de mis series favoritas. Por las mañanas he de madrugar. Primero cojo un autobús y luego un tren para llegar a la oficina.
Supongo que ha sido un golpe de suerte. No llevaba ni media hora sentada ante el ordenador, cuando he visto aparecer por la puerta mi bandada de pollitos. He supuesto que tendrían hambre y sed. He abierto el cajón y no me ha sorprendido encontrar dentro una bolsa con pienso y un platillo. Ahora mismo, mientras continúo con mis tareas, ellos están ahí, bajo mi mesa, picoteando y mirándome de hito en hito, felices. Alguien se ha quejado. Pero como ha sido la de siempre, la que se queja por todo, nadie le ha echado cuentas. Un alegre pío pío ha inundado la oficina de mundos sugestivos.
La mayor suerte es que después me ha empezado como a oler a humo. A frío. A leña. A gallinero. A arrabal. No entiendo apenas de las cosas del campo. Hasta ahora he llevado la típica vida urbanícola de suburbio. Pero no he sentido aprensión. Ha sido sólo un aroma exótico. Mientras tecleaba, mientras los pollitos dormían arrebujados en torno a mis pies. Al levantarme de la silla para ir al lavabo he mirado el asiento con ansiedad. Nada. He tomado el bocadillo de todos los días con mis compañeras en la cafetería de la empresa. Por la tarde me he sentido sola. Claro, sin los pollitos, que aparecen y desaparecen según les da la gana. Luego he pasado el resto de la jornada tecleando con vigor, como si buscase con un pico imaginario una perla en mitad del estiércol. Una vieja historia que me suena de los tiempos del instituto. He fichado la salida. De nuevo el tren y el mismo número de autobús. Al llegar me he cambiado. Ropa más cómoda y unas zapatillas. Durante el paseo la luz me ha resultado dolorosa. Por su ternura, por su calidez. Y he regresado a casa volviendo la cabeza cada cinco segundos. Pero ni rastro de ellos. De la bandada de pollitos. Al cerrar tras de mí la puerta he llorado. Un hipido incontenible. He cenado viendo mi serie favorita. Antes de acostarme, mientras me lavaba los dienes, he tomado una decisión: Ha sido una suerte, me he dicho. Luego ha venido el sueño, y el gallo ha comenzado a darme picotazos.
4 comentarios:
Acabo de entrar y leer tras ver tu mensaje y me acordaba de una frase de un libro que he ido a revisar -todo esto en seis minutos- para decírtela exacta. Luego era una chorrada, pero enlaza, ya digo, en la lectura que he hecho de tu post. Venía a ser que no hay nada más anónimo que un animal. Pero es que uno encima, ve a la pobre en la oficina con sus patitas ensayadas para dar bien a la tecla y los ojos clavados en ese sitio que debe de ser el mismo donde miran todas y cada una de las gallinas.
Feliz vuelta.
Magnífico, hombredebarro. A medio camino entre Cortázar y Auster. Un aplauso.
Aunque, si me permites una mínima sugerencia, yo mostraría con antelación el sexo femenino de la narradora, porque yo pensé que era un bombre hasta que aparecieron, ya un poco avanzado el relato, un adjetivo femenino en el primer párrafo, y otro en el segundo. Tú, como autor, lo ves desde el primer momento; pero yo, como lector, de pronto me sorprendo cambiándole el sexo al protagonista.
Y lo mostraría no ya con adjetivos, sino con algo representativo (aunuqe sea tópico): la falda que se arrebola, la melena con un lazo, el carmín en el labio, un bolso, un cabreo con el novio, un gesto femenino...
En fin, me meto donde no me llaman, pero solo era un micro-consejo técnico.
Abrazos,
Tal género de locura, empero, si se inclina hacia lo deleitable, según ocurre con frecuencia, reporta no mediano placer tanto a los que están poseídos por él como a aquellos que lo presencian, sin que éstos tengan que estar locos por ello. Pues tal especie de locura está mucho más extendida de lo que cree el vulgo: El loco se ríe del loco y se proporcionan mutuo placer, y no será raro que veáis que el más loco se burle con mayores ganas del que lo está menos.
Del Elogio de la locura, de Erasmo. Es lo que me ha venido a la cabeza leyendo al león y a la entrañable gallina.
Estupendo.
Me gusta el surrealismo que desprende el relato, es verosímil. Por cierto, ¿estás haciendo una especie de monográfico sobre animales? La gallina, el león...
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