martes, 11 de enero de 2011

Todo el dolor del mundo


Ben Shahn, Wheat Fields, 1958

Así lo veo: ella es hermosa como una berenjena que ha perdido la tersura, que se ha ido arrugando a lo largo de los días. Por su color externo apagado, por su carne gris que tan pronto empieza a oscurecerse. La he mirado a la cara porque no sabía qué le podía decir y me ha venido a la mente esta idea. En tan poco tiempo, en sólo unas semanas, su vida ya no es la misma. Mírala, es una mujer dentro de un coche. Yo la imagino detenida en un semáforo con la cara triste, y los ojos húmedos. Luego sale a la circunvalación y conduce, como siempre lo ha hecho, con prudencia unos veinte minutos de tráfico intenso, hasta que se vuelve a detener tras una fila de vehículos con ocupantes somnolientos, acatarrados, hoscos. Tengo un temor, que no es absurdo del todo. A veces me da miedo que las pastillas que está tomando le hagan perder reflejos y se estrelle. No sé qué le puedo decir, si hay palabras que den algún consuelo y que no suenen falsas, palabras que enuncien con sencillez lo que uno siente, que uno no sabe qué sentir ni qué decir. Al abrirle la puerta nos hemos abrazado. Nada más, un abrazo breve, de personas que no tienen demasiada confianza. Al separarse he visto su cara, que en estos días terribles se ha ido desmejorando. Los seres doloridos, vapuleados, despiertan una crueldad infinita en preguntas que uno se hace a sí mismo, tales como de qué manera consiguen tener el aguante que tienen, cómo pueden seguir adelante. Uno nunca sabe qué haría en sus casos. Uno tiene ese cinismo de no saberlo. Si a otra cualquiera le hubiese ocurrido lo que a ella, sería ella quien exclamaría: esa pobre mujer. Ahí está, en su trabajo, con sus tareas, con el mismo sentido de la responsabilidad por hacer bien lo que tiene que hacer. Me ha pedido una llave inglesa para apretar un tornillo por el que escapa agua de la lavadora. Ha decidido que el próximo día traerá una llave más grande, porque la que le he dado no llega a abarcar el tornillo. Buscará dentro de una caja de herramientas. Ella es la mujer que se encarga en su casa de eso, y de todo. Ahora lo importante es tener la cabeza ocupada, intentar no pensar demasiado para no volverse loca. De repente llora, y dice: si yo no estaba pensando en nada, pero llora sin poder parar. Los objetos siguen ahí. Las fotografías. Son menciones de algo, del sueño que una vez fue. Como rastros de tinta en el papel que hablan de la sangre, del tacto, de la espesura de la piel en mitad de la noche. Los vestidos dentro del armario, el móvil que una vez sonó y su sobresalto fue de salírsele el corazón por la boca. Ha sonado el móvil de la niña, no puede ser, sin batería, lo habrás soñado o te estarás volviendo loca. Te estarás volviendo loca. Dormíamos siempre juntas, me dice, mi niña y yo. Dormían siempre juntas, me dijo alguien, pero ella no ha vuelto a meterse en la cama, para qué, dice, para volverme loca, pregunta, no ha lavado aún las sábanas. Huelen a ella, todavía huelen a ella. Lo estropeada que está esa muchacha, no dicen: es hermosa como una berenjena que ha perdido todo su brillo, las vecinas, las alcachofas, los manojos de acelgas cortados hace días. Me dice: yo es que no quiero ver a nadie, que nadie me pregunte. Yo me monto en el coche y sin mirar para ninguna parte llego aquí.

1 comentario:

J. G. dijo...

curiosa historia, me despista la foto, la integro y digo sí, una parte propone y a la otra no le disgusta

saludos