martes, 25 de enero de 2011

El invitado


La fotografía es de Adolph de Meyer

Abrí la puerta de la calle para salir de la casa, después de haberlo pasado realmente mal con la despedida. Soy de ese tipo de personas que no saben abandonar una reunión, que esperan para marcharse a que se disuelva. Allí, en la puerta de la calle, esperando, encontré a un hombre al que no le había dado tiempo de poner el dedo en el timbre. Se sobresaltó él y me sobresalté yo. Pase, yo ya me marcho, le dije, aparentando una resolución que no tenía y que me había dejado exhausto. El hombre dudó, era evidente que hubiera querido anunciar con un timbrazo su llegada antes de pasar al interior de la casa. Están en el jardín, le dije. Advertí que la situación le resultaba embarazosa. Mire es que no soy un invitado cualquiera, dijo. Me limité a encogerme de hombros, porque a esas alturas me encontraba al borde de una crisis nerviosa. En ningún momento había deseado aparecer por allí, pero había sido presionado de una manera muy vil por alguien que ni siquiera había hecho acto de presencia, y ahora en la puerta, cuando ya había conseguido escapar, me encontraba con aquel embrollo. En esas apareció un conocido que no sabía que yo me marchaba y se alegró de la coincidencia de que el recién llegado y yo nos conociéramos. Nos echó la mano por encima de los hombros y nos quiso empujar hacia la “fiesta”. Pero ninguno de los dos cedimos. Yo ya me marchaba, le dije, e hizo un gesto de desilusión, que cambió hacia la incertidumbre, cuando miró al otro, cuyo semblante se había ido emborrascando. Cuando el impertinente se marchó diciendo sandeces, el recién llegado me tendió la mano y se presentó. Me alegro por usted, yo espero marcharme en unos minutos. Dejó que yo cerrara la puerta y luego él llamó al timbre no sé si con la inconsistente esperanza de que le abriera el dueño. Me alejé de la casa muy despacio, con curiosidad por ver cómo se desarrollaba el episodio, pero un pudor muy arraigado en mi persona me impidió espiar para ver quién le abría la puerta. Torcí en la esquina con un sentimiento frustrante por partida doble, en primer lugar porque la velada había resultado pesada y difícil, y después porque me alejaba de allí con una última insatisfacción, consistente en averiguar a qué se había presentado aquel individuo en aquella casa. Deseé, como así ocurrió, que llevase a cabo una masacre, con lo que obtuve un resarcimiento acorde a mi sacrificio. Volví a coincidir con ese hombre en otras puertas y siempre me alegré de verlo, la verdad sea dicha, esperando en la puerta por la que yo escapaba.

1 comentario:

Lansky dijo...

La muerte...siempre tan educada.