Anoche dejamos a los niños con mis padres y mi mujer y yo fuimos al cine. Vimos una película de miedo, luego buscamos donde cenar algo y después nos tomamos una cerveza en un pub, que me gusta porque le han pasado treinta años , así como a su dueño, y no ha perecido con ninguna moda. Las ha soportado todas. También su dueño. Su pelo encanece más rápidamente que el mío. Lógico, ya que me lleva los años suficientes para que no sea de otra forma.
Un tipo se me acercó y me dijo:
-¿Antonio?
Lo reconocí enseguida, pero no recordaba su nombre.
-Sí, perdona, ¿cómo te llamabas?, le dije, al tiempo que le estrechaba la mano. Nos alegrábamos de vernos, podía apreciarse en nuestros rostros sonrientes.
-Claro, son tantas caras.
-Te dí clase en Campanillas, le dije, para que se diese cuenta de que realmente me acordaba de él, pero hace ya muchos años que me fuí de allí, apostillé.
-Victor. Victor Serrano, me dijo.
Antes de que me diese su nombre, un flash me iluminó la mente al recordar con exactitud su caso. Doce años atrás se había presentado a los exámenes de Setiembre acompañado por su madre, que me pidió que, aunque su hijo no iba a hacer gran cosa, lo aprobase para que se pudiese presentar a las pruebas de acceso a la policía municipal. En este tiempo había perdido pelo. Comparé mentalmente mi pelambrera con la suya y me alegró advertir que lo que en mi caso era un ligero avance de las entradas, en el suyo era un notorio clareo en el cartón. De hecho en la época en la que fuimos pupilo y profesor, él llevaba melena larga a lo Gun&Roses, y yo greñas, esa madeja residual de los estudiantes de letras, de la que me deshice con el tiempo por un corte algo romano.
-Estás igual, me dijo. Siempre se alegra uno a partir de cierta edad de estar igual, o al menos de que los demás se lo digan a uno. A ver hasta cuándo dura.
-Aunque noto, dijo, mirando a mi mujer con cierto aire de complicidad, una mano femenina. Siempre ibas a clase con las camisas arrugadas y por fuera.
El caso es que en ese momento mi camisa seguía yendo por fuera del pantalón y lo que conservaba de su planchado no se lo debía a mi mujer, sino a Toñi, a la que me niego llamar asistenta o por el estilo.
-Tú sí que vas elegante, le dije. Cosa que era absolutamente incierta. Llevaba dos pendientes brillantes y cuadrados en las orejas, una camisa gris de brillo muy ajustada al cuerpo, una corbata relumbrante como la camisa con el nudo flojo, los pelos ralos de pincho y unas muñequeras de imitación de uno de esos diseñadores horteras y muy caros.
-Tú te querías ir a la policía, ¿no?, le pregunté.
-Me fuí a la guardia civil, me dijo.
Recordé en ese momento, no obstante, que, en aquella época en la que fue mi alumno, se empeñaba en que lo llamase Axel, como el cantante de Gun´s and Roses. Seguía siendo un pirado. Era a todas luces evidente el rastro que las drogas habían dejado en sus ojos, en sus maneras y, sobre todo en sus explicaciones:
-Yo aprobé por los pelos y me mandaron a Tenerife, dijo. Y añadió:
-Allí dí con un sargento que estaba loco y o yo le pegaba un tiro a él o él me lo pegaba a mí.
En ese instante se me hizo presente que como alumno mío estuvo un año más en el instituto con mi asignatura sola colgada, ya que la intercesión de la madre no fue eficaz. Pensé que a mí también habría tenido motivos para odiarme. O para pegarme un tiro.
Desde la puerta su amigo empezó a meterle prisa.
-Para no buscarme una ruina, me dí de baja, baja total, con el sueldo completo. Estoy jubilado.
-Coño, el sargento no se llamaría Vega, le dije, sin otro propósito que establecer una alianza de comprensión con aquel hombre que había tenido que soportar semejante paquete.
-No. Así que tengo 32 años y llevo jubilado desde los 28.
Desde la puerta el otro lo apremiaba, así que levantando la mano dijo estas últimas palabras de camino hacia la salida y nos dejó a mi mujer y a mí con dos alforjas repletas de dudas, que intentamos resolver con suposiciones mientras volvíamos a casa en coche.
Al despertar esta mañana e ir al cuarto de baño no ha sido esta la primera historia que se me ha venido a la cabeza. Había un corte de luz. Como casi todos los domingos por la mañana últimamente, provocado por las obras del metro. No he sido capaz de entrar a oscuras y he abierto la puerta con la vana esperanza de que la claridad de fuera lo iluminase. Tampoco había agua, claro. Como la necesidad de entrar era perentoria, he tenido que vencer mi prevención de encontrarme con un fantasma allí. Y puesto que mi mujer seguía en la cama me he sentado en mi trono de rey auténtico con la puerta de par en par. Ahí he pensado en Victor Serrano: he repasado sus palabras, su atuendo y sobre todo el dato de su jubilación. En estos doce años alguna vez me había acordado de él, más en concreto de su caso. Por primera vez en mi vida he sentido una solidaridad inquebrantable con un sargento de la guardia civil.
2 comentarios:
cierto
genial
muchas gracias
luna
Un final de estos estaba yo esperando hacía tiempo.
¡Me ha gustado!
Saludos.
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