viernes, 17 de octubre de 2008

Amor por las islas


Verdadera imagen de "La isla de los muertos" de Arnold Böcklin, a la hora del Angelus, 1932, Salvador Dalí.

El escritor y su esposa, como pareja, podría decirse, amaban las islas. Otra cosa sería individualmente. Por separado no sería extraño que él las detestase y a ella le resultaran indiferentes por completo. Sin embargo, las islas, o los viajes a las islas, sufragados por los premios que ella conseguía en los concursos televisivos, se habían convertido en una de las articulaciones que vertebraban su relación.
-Nos encantan las islas, les decían a sus amigos.
-Amamos las islas, se decían mútuamente, como confirmación de su amor conyugal, cada vez que llegaba el momento de elegir un destino para las vacaciones.
-Para qué vamos a ir a los Alpes, si lo que deseamos es ir a una isla y recorrerla en un coche alquilado.
En sus proyectos de exploración insular siempre iba incluída la parejita, un niño parlanchín, algo mosquetero y pirata, y una niña soñadora, con trenzas de princesa.
Durante su participación en La ruleta de la fortuna la mujer tuvo un desliz absurdo con el presentador. Una circunstancia de poca trascendencia: fueron unos manoseos consentidos, un tira y afloja en un bache matrimonial, que en otro momento no la hubiese dejado tan indefensa como entonces, cuando se sintió sola y desorientada, insegura en lo físico e incapacitada en lo emocional. Los halagos del presentador del concurso penetraron por esa brecha. Ocurrió en el camerino, ella dispuesta a deshacerse de las bragas, él atónito ante la impericia y el patetismo seductor de la simpática concursante, que se echó a llorar en sus brazos, cuando él, con la punta de los dedos, exquistamente, ya le llevaba las bragas por las rodillas.
-No puedo, lo siento, perdona, dijo ella.
-Pero si has sido tú...
-Lo sé, perdona, no sé qué es lo que me ha pasado, estoy felizmente casada y mi marido y yo amamos las islas.
-Como quieras, dijo el presentador, que estaba acostumbrado a ese tipo de escollos eróticos, por lo que se sentía mucho más inclinado a los placeres de ciertas sustancias estupefacientes. O a afectos de pago, en forma de dulces efebos del lumpen suburbial. Así que él respiró con alivio. Ella volvió a casa con un premio mediocre, pero convencida de que sería suficiente para una escapada a cualquiera de las islas que ya conocían y tanto amaban. Un lugar desde el que poder reconstruir esa parte del muro derribado en su inexpugnable Troya conyugal.

El primer viaje a una isla fue el de la luna de miel. Él nunca había estado en una, pero siempre había pensado en ello con esa emoción que da la perspectiva de poder abarcar un espacio bien definido, la sensibilidad del conocimiento, de lo que es mensurable y proporcional al paso de un hombre que cree en la justicia, en lo que se puede abarcar con la vista, pero también con los brazos y los pies. Sus imaginaciones le llevaban de excursión por los acantilados, se abrazaba a los árboles y le gritaba al viento el nombre de ella. En la isla sentía la coherencia que en el continente se difuminaba, que se perdía en las brumas nostálgicas de las montañas, en los bosques con sus amenazantes sendas, con sus imposibles senderos a ninguna parte. Con un par de bicicletas dieron cuenta del perímetro de la isla durante el día y a la noche se acostaron satisfechos uno al lado del otro.
-El próximo viaje también lo haremos a una isla, dijo uno de los dos.
Y así empezó todo. Siempre buscando islas. Al principio solos, luego con el niño, después también con la niña. Hasta que empezaron a frecuentar algunas, en las que fueron teniendo amigos, gente que ya los esperaba de un año para otro. Lugares a los que volvían. A la misma casa de alquiler o a los mismos restaurantes. Ella había viajado de soltera con amigas a alguna isla, pero sin ninguna emoción especial, atraída sólo por las playas o por los centros de diversión. Sin embargo, aquella primera isla compartida con él, le abrió caminos que le parecían muy sugerentes a una emoción física que sentía de manera especial; el aislamiento, el mar, los límites.
Hablaron de ello. Y un buen día uno de los dos lo dijo a las claras:
-Amamos las islas.
Ella lo anunció en uno de los concursos televisivos en los que participaba.
-Conozco más de 100 islas, dijo.
Y añadió, aclarando:
-Con mi marido he viajado a más de 100 islas.
El presentador le preguntó sobre lo que pensaba hacer con el premio que se llevara:
-Espero que sea una cantidad suficiente para ir a las Seychells con mi familia.

En cierta ocasión él, el escritor de este relato, viajó solo a una isla. Y en otra le tocó hacerlo a ella. La oportunidad se le presentó a cada uno de manera circunstancial y por separado. Él hizo los preparativos con cierta incertidumbre, ella con la seguridad de quien ya conoce un espacio de fuerte impacto mental. Él llegó en barco, ella en avión. El escritor se fue aproximando poco a poco a la isla, mientras fumaba. Desde la cubierta contempló sus perfiles, los acantilados que ya conocía, las sombras que el ocaso proyectaba sobre el mar. Bajó la pasarela con una emoción ambigua, contenida. Puso el pie en el suelo del pequeño puerto y en ese instante deseó volver a subir al barco y regresar, pero eso ya no era posible. Uno tras otro encaminó sus pasos al hotel familiar, en el que en otras ocasiones se había alojado con su mujer y sus hijos. El reconocimiento de sus propietarios y su interés por su familia le parecieron enseguida detestables. Cumplía con el programa de actividades que le había llevado hasta allí y en el tiempo que le quedaba libre recorría ciertos lugares que le devolvían una impresión de ausencia casi insoportable. No obstante, por teléfono a ella no se atrevía a decirle nada sobre ese asunto.
-La isla está preciosa, pero te echo de menos.
Lo exacto hubiera sido:
-Aborrezco esta isla, porque estoy como cortado por la mitad en ella.
El escritor bebió todas las tardes para mitigar esa tumefacción que se iba apoderando de sus miembros, de su corazón.
En el barco de regreso no se volvió a mirar hacia la isla, vomitó por la borda y eso no fue todo. Siguió bebiendo. Cuando puso los pies en la tierra firme del continente las ojeras se le habían acentuado a lo largo del rostro. Ella se alarmó, pero lo supo disimular.

El avión la depositó a ella en el centro de la isla. Desde el aire la isla tenía forma de tortuga, como muchas islas. El viaje en taxi hasta el hotel le mostró una ciudad indiferente, anodina. Los asuntos que la habían llevado hasta ella se desarrollaron sin contratiempos y tampoco hubo ninguna actividad de recreo especial. Después de cada jornada volvía al hotel a cenar sabiendo que lo hacía en una isla, pero sin ni siquiera haber dado un paseo por una de sus playas. Se aburría, pero fue incapaz de confesárselo a él por teléfono.
-La isla está muy bonita, pero te echo de menos, le dijo a él, aunque exactamente no era eso. Se trataba de algo más difícil de explicar en una simple llamada. Desde el avión, cuando se alejaba por el cielo y dejaba atrás la isla, le pareció que todas las islas mantenían en su esencia (ser un trozo de tierra rodeado de agua por todas partes) cierta insustancialidad que dejaba la existencia de sus visitantes al descubierto. Vulnerables ante el vacío. En el continente, cuando ella y él se encontraron en la puerta de salida de los pasajeros, el beso les supo a papel, así de desaborido.

A pesar de todo ello cuando llegaron las vacaciones y se plantearon un destino, estuvieron de acuerdo en una cosa:
-Que sea una isla.
-Que sea una isla.
-Nosotros amamos las islas.

La mujer del escritor puso en funcionamiento La ruleta de la fortuna al tiempo que se veía desde su casa en el programa grabado de la tele. La existencia era así de rara. Ya había cobrado el premio y ya tenían un nuevo destino insular en mente. Por la mensajería de DHL les acababan de llegar los billetes y la confirmación de todas las reservas. Al abrir la puerta el escritor se encontró con la placa identificativa del mensajero.
El escritor oyó:
-“No os fiéis nunca del artista. Fiaos siempre del relato.”
Pero lo que el mensajero había dicho era:
-Firme usted aquí.
Le pareció que en algunos episodios de su vida iban encriptados ciertos mensajes que le daban a la misma un aire novelesco. Sincrónico. Consistía en ir recogiendo las pistas adecuadas. Personalmente, a título particular, podríamos decirlo, él detestaba las islas. Eso no era todo. ¿Y qué? Con ella, en la primera persona del plural, las cosas cambiaban y sin empacho decía:
-Amamos las islas, así que para qué ir a otro lugar.
(Como yo soy amigo de lo ajeno y hay amigos que seguro que no soportarán que me apropie de una frase sin que cite a su autor, he de decir que el mensajero de DHL es la representación de un escritor, cuyas iniciales coinciden con las de la empresa mensajera, y la frase entrecomillada no es mía, sino suya, pero no me da la gana de aclarar nada más. Es muy fácil.)

3 comentarios:

Luis Recuenco dijo...

Cachis, hombredebarro, siempre me dejas con una hebra de miel en los labios.

Un saludo.

Carlota dijo...

Un pirata (no sé si de islas) me trajo hasta aquí. Un auténtico placer leer este relato. Un abrazo.

Anónimo dijo...

A ver si se queda más tiempo Carlota con su chispa.