Fernando Falcone: Metamorfosis, 2005
Desperté en mitad de la oscuridad y sentí que algo no iba bien. Quizás era la cena que la criada nueva nos había preparado la noche anterior. Alguien acababa de tirar de la cisterna y volvía a la cama. Agucé el oído para descubrir que era mi hermana, que regresaba a su dormitorio y cerraba la puerta tras de sí. Me toqué el estómago. Duro y abultado. Durante un rato dudé en levantarme, y cuando lo decidí, las piernas no me respondieron, así que lo pensé mejor: quizás no debía esforzarme inútilmente. La última vez que vi los dígitos rojos en la oscuridad eran las 3:45. Me volví a dormir aprisionado en un proceso de agarrotamiento que me paralizaba boca arriba. Tuve un sueño que iba a ser premonitorio. Un juez me condenaba a la pena capital por plagio. Mi única defensa consistía en repetir, sin que nadie me tuviese en cuenta, que yo no era responsable de la peripecia a la que el escritor me había sometido, que en todo caso era él el plagiario. Él quien debía de ser condenado, ya que yo no era una criatura real. Volví a entrar en el sueño con las preocupaciones derivadas de una situación tan difícil como ésa. Por la mañana, cuando las noticias de la radio-despertador saltaron a las 7:31, los hechos ya estaban consumados. Lo primero que pensé fue que no volvería a cenar tanto como la noche anterior. Me sentía abatido para iniciar una larga jornada laboral que no me permitiría el regreso a casa hasta más allá de las 7:30 de la tarde. Me dí unos minutos antes de empezar a levantarme para poner orden en mi cabeza. Repasé las tareas que me esperaban pendientes en la oficina, calculé el tiempo mínimo necesario para llegar al tren que me llevaría al centro, intenté encontrar un ritmo adecuado de respiración, busqué de nuevo esa satisfacción interna, que era orgullo personal, de poder seguir contando con una criada que se marchaba después de servirnos la cena, a pesar del descalabro económico de papá. Me pareció que de alguna manera lo que iba buscando para afrontar la nueva jornada, después de la pesada digestión nocturna, era sentirme útil y, sobre todo, que devolvía, cuando era necesario, lo que mis padres habían invertido en mi educación durante tantos años. Yo era ahora el encargado de que el nivel social y económico del que había disfrutado la familia no se viniese abajo. Eso era suficiente para levantarse. Decidí que era lo que tenía que hacer a las 7:36. Pero ninguna parte de mi cuerpo me respondió. Me quedé allí, en la penumbra, pensando que era la hora de levantarme, sin saber aún que no podía hacerlo, porque durante la noche me había transformado en un curioso insecto. Yo conocía, por supuesto, la historia de Kafka, no porque la hubiese leído, sino porque había visto la función teatral. Pensé que quizás me encontraba enfermo, pero antes de llamar a mi hermana o a mis padres, quise asegurarme, pues no me dolía nada. Vi una raya de luz bajo la puerta de mi habitación, lo que quería decir que mi hermana iba y venía ya por la casa.
-Gregorio, me dijo, ¿te has quedado dormido?
No me llamo Gregorio, como habrán podido suponer. Mi nombre es Juan. Pero sin duda se trataba de la voz de mi hermana. No le di mucha importancia al lapsus . Interpreté que ese era el nombre del chico con el que la había visto pasear por el centro de la ciudad. Estará pensando en él, pensé. Desde bien temprano, me dije. Yo a veces también me había despertado con un nombre extraño en los labios, incluso lo había susurrado contra la almohada.
-No, no, ya me levanto, le grité.
Pero al querer incorporarme no se produjo ningún movimiento perceptible en mi cuerpo. Noté la rigidez, una dureza que me paralizaba, así que me miré para descubrir que me había transformado en un bicho con una gran cantidad de patas a lo largo de un caparazón.
-Estaré soñando, pensé.
Cerré los ojos y los volví a abrir. Todo seguía igual. Volví a cerrarlos y los mantuve apretados durante unos largos e interminables minutos, al cabo de los cuales los abrí de nuevo y descubrí que ya era capaz de mover las patitas a mi antojo.
Mi hermana estaba en la ducha. Supuse que el tal Gregorio también podría estar pensando en ella con los dientes apretados contra la almohada, al tiempo que la invocaba por su nombre, entre jadeos, en una pensión solitaria. Una corriente desagradable me circuló por el interior de aquel cuerpo extraño y después ya no tuve dudas de mi metamorfosis. ¿No era Gregorio el personaje de Kafka? Me pareció que quizás se trataba de una broma pesada, de una pesadilla causada por la copiosa cena que la criada nueva nos había preparado la noche anterior.
Mi madre entró en la habitación, levantó la persiana al tiempo que me preguntaba si me encontraba bien y dio un alarido de terror cuando me descubrió encima del colchón, sin sábanas ni mantas que me cubriesen, porque se habían resbalado hasta el suelo.
-¡Juan!, gritó, pero no supe si se refería a mí o a mi padre, que en ese momento, como si hubiera adivinado algo, apareció en la puerta con una llave inglesa, que no dudó en arrojarme con todas sus fuerzas. La herramienta cruzó la habitación a través del aire, pero afortunadamente mi padre erró el tiro. Fue a dar en un cajón de la cómoda, donde abrió un agujero. Con todo aquel alboroto se presentó también en mi habitación mi hermana envuelta en un albornoz de color rosa. Lo que dijo nos sorprendió a todos. Ella sabría qué quería decir, nadie en aquel momento le preguntó nada:
-Dios mío, tarde o temprano, esto iba a pasar.
La miré con mis cien mil ojos de bicho repugnante.
-No le hagas daño, papá, es Juan.
Con los cien mil ojos miré a mi padre.
Mi madre tenía las manos en la boca, horrorizada.
-Somos víctimas de un plagio, le dijo mi hermana a mis padres.
-Por si no era suficiente la ruina económica, dijo alguien, uno de los tres, pero no me di cuenta de quién.
Me mantuvieron en secreto. El pretendiente de mi hermana aprobó unas oposiciones que lo convertían ipso facto en un respetable miembro de la comunidad admistrativa en la pequeña ciudad en la que vivíamos. A mis jefes, vecinos y familiares, mi hermana y mis padres les hablaron de una enfermedad nerviosa por la que me debía mantener alejado de cualquier preocupación, bajo los atentos cuidados de los especialistas médicos. Tuvieron que despedir a la criada nueva y apretarse el cinturón. Mi madre comenzó a trabajar desde casa y yo me sentía culpable por haber dejado de contribuir con mi trabajo a solventar las deudas que mi padre había contraído en su negocio. Mi hermana tenía miedo de que su novio descubriese las dificultades de su vida doméstica, por lo que fingía un buen humor inexistente, lo que fue minando sus nervios. Me empeñé en imaginar a quién se le había ocurrido aquella peregrina idea. La de hacerme despertar de un día para otro convertido en una repugnante cucaracha. El novio de mi hermana se llamaba Teófilo. No abreviaba su nombre.
-Necesito leer el libro de Kafka, le dije un día a mi hermana.
-Te lo traeré a la noche.
Vomité en cuanto comencé la lectura. Vomité sobre el libro. Nadie lo limpió. Mis padres se asomaban desde el quicio de la puerta y me decían que procurase estar en silencio. Se ponían una mano en la nariz, asqueados, indecisos, esperando un desenlace que no acababa de llegar. Mi hermana me acariciaba el caparazón, una vez que se había sobrepuesto al asco.
-Juan, quiero casarme con Teófilo, me dijo, me gustaría que lo conocieses, pero ya sabes que a lo mejor no es buena idea, es un hombre muy impresionable y con un sentido de la justicia y el deber algo intransigentes.
-No te preocupes, alguna vez te ví de su brazo de paseo por el centro.
-¿Cómo?¿Y por qué no te acercaste?
Aquel reproche cariñoso nos enterneció a los dos.
Mis padres decidieron acoger a un huésped. Me dijeron que no hiciera ningún ruido. El huésped cenaba en mi silla, en el lugar de la mesa en el que yo siempre me había sentado. Alabaron al huésped en mi presencia y eso provocó un sentimiento que hasta entonces yo no había conocido, los celos. Deseé que el huésped cayese por las escaleras y se descalabrase. Un día oí unos pasos extraños por el pasillo. Me arrastré por la habitación y golpeé la pared con el caparazón. Alguien intentó abrir la puerta de mi dormitorio, pero estaba cerrada con llave. Intenté gritar, pero hacía tiempo que yo sabía que había ido perdiendo las cuerdas vocales, así que me froté las patas en los laterales del caparazón y de ese modo conseguí unos sonidos lastimeros.
-¿Hay alguien ahí dentro?
Me volví frenético y conseguí armar un gran barullo al empujar con mi cuerpo la mesilla de noche.
Desde fuera alguien estaba forzando la cerradura. Seguí frotándome las patas hasta que quedé exhausto. En ese instante la puerta se abrió.
-¿Quién hay ahí?
La habitación estaba sumida en la oscuridad.
-Dios mío, qué olor.
Me arrastré por el suelo hacia el recuadro de luz de la puerta. Tropecé con algo, que se alejó de mí como si tuviese un resorte.
-¿Qué es eso?
Seguí avanzando. Arrastraba conmigo un montón de inmundicias que se habían acumulado bajo mi caparazón.
Primero fue el grito de espanto, luego el cuerpo cayó al suelo, a la altura de mi boca. Lo agarré por una manga y pude arrastrarlo hasta debajo de la cama. Volví a la puerta y conseguí encajarla. Pero nadie volvió a abrirla. Oí cómo la cerraban desde fuera. El hombre intentó volver en sí varias veces, pero enseguida caía en un delirio afiebrado, que en pocos días lo fue consumiendo, hasta que murió. Entonces me lo comí.
Mis padres y mi hermana volvieron a tener huéspedes en casa. El procedimiento siempre era el mismo. Un buen día, quizás cuando el muchacho llamaba a su trabajo, porque sentía punzadas en el vientre (gracias al exquisito guiso que mamá había condimentado, pues toda la casa olía a hierbas aromáticas), todos buscaban un pretexto para salir y dejarlo solo. No era descabellado pensar que el pobre diablo aprovecharía la soledad para vagar por la casa con cierta curiosidad, que nunca antes había tenido ocasión de satisfacer. En cuanto oía sus pasos delante de mi dormitorio, yo comenzaba a frotarme las patas contra el caparazón. Más o menos solía ocurrir casi siempre lo mismo.
Una noche en la que la mitad de un huésped estaba todavía debajo de mi cama comencé a oír gritos y portazos, y luego el llanto desconsolado de mi hermana. Mis padres iban y venían intentando calmarla, pero ella estaba fuera de sí, y arrojaba todo lo que iba encontrando a su alcance al suelo. Yo me acerqué a la puerta, por la que ya no hubiese podido salir de haberlo intentado. Mis movimientos eran torpes y lentos, mi cuerpo se había ido abotargando y la suciedad me había infectado las heridas que me hacía al arrastarme con la panza bocabajo. Intenté adivinar lo que ocurría. Me dí cuenta de que el novio de mi hermana había roto su compromiso con ella. Estaba furiosa, enloquecida y no dejaba de gritar su venganza. Mis padres intentaron calmarla, pero creo que sólo el cansancio lo consiguió. No volví a tener a mi disposición otro huésped, después de que dí cuenta del último, porque mis padres no volvieron a aceptar a ninguno más. Los días fueron pasando, y también las semanas; mi cuerpo se alimentaba de las reservas acumuladas en aquel periodo, en el que la casa había estado abierta a inquilinos solitarios, sin vínculos afectivos. Pero el hambre era cada vez más acuciante, me arrojaba contra la puerta intentando derribarla. Creo que con fuerzas suficientes la hubiera podido echar abajo y haberme comido a mis padres o a mi hermana, pero ya estaba muy débil para conseguirlo. Caí en un estado melancólico producido por el agotamiento, y enseguida me vi envuelto en los desperdicios entre los que vivía. Allí la vida se me fue yendo poco a poco, conforme con la muerte que estaba a punto de sobrevenirme. Antes de cerrar los ojos y dejar escapar el último suspiro un recuerdo me esponjó el alma, esa misma que estaba a punto de presentar ante Dios. Un día luminoso antes de que aquella locura hubiese comenzado. Mis padres estaban en el jardín: mi madre regaba sus flores y mi padre leía en el periódico la subida de sus cotizaciones en la bolsa. Mi hermana y yo jugábamos en el césped. Yo levanté los ojos al cielo y miré las nubes. Tenían formas muy diversas, señalé una y dije:
-Es un gato.
No se lo dije a nadie. Simplemente lo dije.
Antes de cerrar los ojos supe que estaba solo en la casa. Que mi hermana y mis padres contemplaban el cielo y quizás buscaban en él, entre las nubes, una forma familiar que les diese consuelo. Mi hermana había conseguido hacer las paces con su prometido y en unos meses se iba a casar. Su vientre aún no se había abultado, pero pronto se vería perfectamente que llevaba a alguien en su interior, como si se lo hubiese comido.
Desperté en mitad de la oscuridad y sentí que algo no iba bien. Quizás era la cena que la criada nueva nos había preparado la noche anterior. Alguien acababa de tirar de la cisterna y volvía a la cama. Agucé el oído para descubrir que era mi hermana, que regresaba a su dormitorio y cerraba la puerta tras de sí. Me toqué el estómago. Duro y abultado. Durante un rato dudé en levantarme, y cuando lo decidí, las piernas no me respondieron, así que lo pensé mejor: quizás no debía esforzarme inútilmente. La última vez que vi los dígitos rojos en la oscuridad eran las 3:45. Me volví a dormir aprisionado en un proceso de agarrotamiento que me paralizaba boca arriba. Tuve un sueño que iba a ser premonitorio. Un juez me condenaba a la pena capital por plagio. Mi única defensa consistía en repetir, sin que nadie me tuviese en cuenta, que yo no era responsable de la peripecia a la que el escritor me había sometido, que en todo caso era él el plagiario. Él quien debía de ser condenado, ya que yo no era una criatura real. Volví a entrar en el sueño con las preocupaciones derivadas de una situación tan difícil como ésa. Por la mañana, cuando las noticias de la radio-despertador saltaron a las 7:31, los hechos ya estaban consumados. Lo primero que pensé fue que no volvería a cenar tanto como la noche anterior. Me sentía abatido para iniciar una larga jornada laboral que no me permitiría el regreso a casa hasta más allá de las 7:30 de la tarde. Me dí unos minutos antes de empezar a levantarme para poner orden en mi cabeza. Repasé las tareas que me esperaban pendientes en la oficina, calculé el tiempo mínimo necesario para llegar al tren que me llevaría al centro, intenté encontrar un ritmo adecuado de respiración, busqué de nuevo esa satisfacción interna, que era orgullo personal, de poder seguir contando con una criada que se marchaba después de servirnos la cena, a pesar del descalabro económico de papá. Me pareció que de alguna manera lo que iba buscando para afrontar la nueva jornada, después de la pesada digestión nocturna, era sentirme útil y, sobre todo, que devolvía, cuando era necesario, lo que mis padres habían invertido en mi educación durante tantos años. Yo era ahora el encargado de que el nivel social y económico del que había disfrutado la familia no se viniese abajo. Eso era suficiente para levantarse. Decidí que era lo que tenía que hacer a las 7:36. Pero ninguna parte de mi cuerpo me respondió. Me quedé allí, en la penumbra, pensando que era la hora de levantarme, sin saber aún que no podía hacerlo, porque durante la noche me había transformado en un curioso insecto. Yo conocía, por supuesto, la historia de Kafka, no porque la hubiese leído, sino porque había visto la función teatral. Pensé que quizás me encontraba enfermo, pero antes de llamar a mi hermana o a mis padres, quise asegurarme, pues no me dolía nada. Vi una raya de luz bajo la puerta de mi habitación, lo que quería decir que mi hermana iba y venía ya por la casa.
-Gregorio, me dijo, ¿te has quedado dormido?
No me llamo Gregorio, como habrán podido suponer. Mi nombre es Juan. Pero sin duda se trataba de la voz de mi hermana. No le di mucha importancia al lapsus . Interpreté que ese era el nombre del chico con el que la había visto pasear por el centro de la ciudad. Estará pensando en él, pensé. Desde bien temprano, me dije. Yo a veces también me había despertado con un nombre extraño en los labios, incluso lo había susurrado contra la almohada.
-No, no, ya me levanto, le grité.
Pero al querer incorporarme no se produjo ningún movimiento perceptible en mi cuerpo. Noté la rigidez, una dureza que me paralizaba, así que me miré para descubrir que me había transformado en un bicho con una gran cantidad de patas a lo largo de un caparazón.
-Estaré soñando, pensé.
Cerré los ojos y los volví a abrir. Todo seguía igual. Volví a cerrarlos y los mantuve apretados durante unos largos e interminables minutos, al cabo de los cuales los abrí de nuevo y descubrí que ya era capaz de mover las patitas a mi antojo.
Mi hermana estaba en la ducha. Supuse que el tal Gregorio también podría estar pensando en ella con los dientes apretados contra la almohada, al tiempo que la invocaba por su nombre, entre jadeos, en una pensión solitaria. Una corriente desagradable me circuló por el interior de aquel cuerpo extraño y después ya no tuve dudas de mi metamorfosis. ¿No era Gregorio el personaje de Kafka? Me pareció que quizás se trataba de una broma pesada, de una pesadilla causada por la copiosa cena que la criada nueva nos había preparado la noche anterior.
Mi madre entró en la habitación, levantó la persiana al tiempo que me preguntaba si me encontraba bien y dio un alarido de terror cuando me descubrió encima del colchón, sin sábanas ni mantas que me cubriesen, porque se habían resbalado hasta el suelo.
-¡Juan!, gritó, pero no supe si se refería a mí o a mi padre, que en ese momento, como si hubiera adivinado algo, apareció en la puerta con una llave inglesa, que no dudó en arrojarme con todas sus fuerzas. La herramienta cruzó la habitación a través del aire, pero afortunadamente mi padre erró el tiro. Fue a dar en un cajón de la cómoda, donde abrió un agujero. Con todo aquel alboroto se presentó también en mi habitación mi hermana envuelta en un albornoz de color rosa. Lo que dijo nos sorprendió a todos. Ella sabría qué quería decir, nadie en aquel momento le preguntó nada:
-Dios mío, tarde o temprano, esto iba a pasar.
La miré con mis cien mil ojos de bicho repugnante.
-No le hagas daño, papá, es Juan.
Con los cien mil ojos miré a mi padre.
Mi madre tenía las manos en la boca, horrorizada.
-Somos víctimas de un plagio, le dijo mi hermana a mis padres.
-Por si no era suficiente la ruina económica, dijo alguien, uno de los tres, pero no me di cuenta de quién.
Me mantuvieron en secreto. El pretendiente de mi hermana aprobó unas oposiciones que lo convertían ipso facto en un respetable miembro de la comunidad admistrativa en la pequeña ciudad en la que vivíamos. A mis jefes, vecinos y familiares, mi hermana y mis padres les hablaron de una enfermedad nerviosa por la que me debía mantener alejado de cualquier preocupación, bajo los atentos cuidados de los especialistas médicos. Tuvieron que despedir a la criada nueva y apretarse el cinturón. Mi madre comenzó a trabajar desde casa y yo me sentía culpable por haber dejado de contribuir con mi trabajo a solventar las deudas que mi padre había contraído en su negocio. Mi hermana tenía miedo de que su novio descubriese las dificultades de su vida doméstica, por lo que fingía un buen humor inexistente, lo que fue minando sus nervios. Me empeñé en imaginar a quién se le había ocurrido aquella peregrina idea. La de hacerme despertar de un día para otro convertido en una repugnante cucaracha. El novio de mi hermana se llamaba Teófilo. No abreviaba su nombre.
-Necesito leer el libro de Kafka, le dije un día a mi hermana.
-Te lo traeré a la noche.
Vomité en cuanto comencé la lectura. Vomité sobre el libro. Nadie lo limpió. Mis padres se asomaban desde el quicio de la puerta y me decían que procurase estar en silencio. Se ponían una mano en la nariz, asqueados, indecisos, esperando un desenlace que no acababa de llegar. Mi hermana me acariciaba el caparazón, una vez que se había sobrepuesto al asco.
-Juan, quiero casarme con Teófilo, me dijo, me gustaría que lo conocieses, pero ya sabes que a lo mejor no es buena idea, es un hombre muy impresionable y con un sentido de la justicia y el deber algo intransigentes.
-No te preocupes, alguna vez te ví de su brazo de paseo por el centro.
-¿Cómo?¿Y por qué no te acercaste?
Aquel reproche cariñoso nos enterneció a los dos.
Mis padres decidieron acoger a un huésped. Me dijeron que no hiciera ningún ruido. El huésped cenaba en mi silla, en el lugar de la mesa en el que yo siempre me había sentado. Alabaron al huésped en mi presencia y eso provocó un sentimiento que hasta entonces yo no había conocido, los celos. Deseé que el huésped cayese por las escaleras y se descalabrase. Un día oí unos pasos extraños por el pasillo. Me arrastré por la habitación y golpeé la pared con el caparazón. Alguien intentó abrir la puerta de mi dormitorio, pero estaba cerrada con llave. Intenté gritar, pero hacía tiempo que yo sabía que había ido perdiendo las cuerdas vocales, así que me froté las patas en los laterales del caparazón y de ese modo conseguí unos sonidos lastimeros.
-¿Hay alguien ahí dentro?
Me volví frenético y conseguí armar un gran barullo al empujar con mi cuerpo la mesilla de noche.
Desde fuera alguien estaba forzando la cerradura. Seguí frotándome las patas hasta que quedé exhausto. En ese instante la puerta se abrió.
-¿Quién hay ahí?
La habitación estaba sumida en la oscuridad.
-Dios mío, qué olor.
Me arrastré por el suelo hacia el recuadro de luz de la puerta. Tropecé con algo, que se alejó de mí como si tuviese un resorte.
-¿Qué es eso?
Seguí avanzando. Arrastraba conmigo un montón de inmundicias que se habían acumulado bajo mi caparazón.
Primero fue el grito de espanto, luego el cuerpo cayó al suelo, a la altura de mi boca. Lo agarré por una manga y pude arrastrarlo hasta debajo de la cama. Volví a la puerta y conseguí encajarla. Pero nadie volvió a abrirla. Oí cómo la cerraban desde fuera. El hombre intentó volver en sí varias veces, pero enseguida caía en un delirio afiebrado, que en pocos días lo fue consumiendo, hasta que murió. Entonces me lo comí.
Mis padres y mi hermana volvieron a tener huéspedes en casa. El procedimiento siempre era el mismo. Un buen día, quizás cuando el muchacho llamaba a su trabajo, porque sentía punzadas en el vientre (gracias al exquisito guiso que mamá había condimentado, pues toda la casa olía a hierbas aromáticas), todos buscaban un pretexto para salir y dejarlo solo. No era descabellado pensar que el pobre diablo aprovecharía la soledad para vagar por la casa con cierta curiosidad, que nunca antes había tenido ocasión de satisfacer. En cuanto oía sus pasos delante de mi dormitorio, yo comenzaba a frotarme las patas contra el caparazón. Más o menos solía ocurrir casi siempre lo mismo.
Una noche en la que la mitad de un huésped estaba todavía debajo de mi cama comencé a oír gritos y portazos, y luego el llanto desconsolado de mi hermana. Mis padres iban y venían intentando calmarla, pero ella estaba fuera de sí, y arrojaba todo lo que iba encontrando a su alcance al suelo. Yo me acerqué a la puerta, por la que ya no hubiese podido salir de haberlo intentado. Mis movimientos eran torpes y lentos, mi cuerpo se había ido abotargando y la suciedad me había infectado las heridas que me hacía al arrastarme con la panza bocabajo. Intenté adivinar lo que ocurría. Me dí cuenta de que el novio de mi hermana había roto su compromiso con ella. Estaba furiosa, enloquecida y no dejaba de gritar su venganza. Mis padres intentaron calmarla, pero creo que sólo el cansancio lo consiguió. No volví a tener a mi disposición otro huésped, después de que dí cuenta del último, porque mis padres no volvieron a aceptar a ninguno más. Los días fueron pasando, y también las semanas; mi cuerpo se alimentaba de las reservas acumuladas en aquel periodo, en el que la casa había estado abierta a inquilinos solitarios, sin vínculos afectivos. Pero el hambre era cada vez más acuciante, me arrojaba contra la puerta intentando derribarla. Creo que con fuerzas suficientes la hubiera podido echar abajo y haberme comido a mis padres o a mi hermana, pero ya estaba muy débil para conseguirlo. Caí en un estado melancólico producido por el agotamiento, y enseguida me vi envuelto en los desperdicios entre los que vivía. Allí la vida se me fue yendo poco a poco, conforme con la muerte que estaba a punto de sobrevenirme. Antes de cerrar los ojos y dejar escapar el último suspiro un recuerdo me esponjó el alma, esa misma que estaba a punto de presentar ante Dios. Un día luminoso antes de que aquella locura hubiese comenzado. Mis padres estaban en el jardín: mi madre regaba sus flores y mi padre leía en el periódico la subida de sus cotizaciones en la bolsa. Mi hermana y yo jugábamos en el césped. Yo levanté los ojos al cielo y miré las nubes. Tenían formas muy diversas, señalé una y dije:
-Es un gato.
No se lo dije a nadie. Simplemente lo dije.
Antes de cerrar los ojos supe que estaba solo en la casa. Que mi hermana y mis padres contemplaban el cielo y quizás buscaban en él, entre las nubes, una forma familiar que les diese consuelo. Mi hermana había conseguido hacer las paces con su prometido y en unos meses se iba a casar. Su vientre aún no se había abultado, pero pronto se vería perfectamente que llevaba a alguien en su interior, como si se lo hubiese comido.
12 comentarios:
Mi querido amigo hace tiempo que nos conocemos y ya va siendo hora de que te enlace. En cuanto pueda vuelvo y leo con más detenimiento Hambre.
Un abrazo.
Don Antonio, ese final es MUY GRANDE. El pobre Gregorio ¿Un cyborg, el capullo?
Joe. Los tiempos cambian y las historias se adaptan, se transforman, como nosotros, sin querer, queriendo, plagiando o soñando. Somos peligro en nosotros y la historia, ajena o propia (qué más da) se frota sus manos de cucharacho al vernos a ella inscritos. Como los de Círculo de lectores.
Primicia que conste: me ha llegado un título, muy bien elegido -con natural maldad- por nuestro anfitrión HdB, en consecuencia de la espera de MUCHA SUERTE.
A la ful las ventajas de los boletines. Esto es palabra, sí señor.
Es terrible este cuento. Terrible. Felicidades.
Bonito homenaje a Kafka, a Patricia Highsmith y a La Matanza de Texas, pero sobre todo a tí mismo, ¡menudo relato!
Usted Xrisstinah, hace, deshace y no se encuentra su suceso por ninguna parte.
Con lo que yo la quiero.
Qué angustia!
Es precioso Falcone
Bss
Todo un señor cuento, este homenaje a Kafka (El Proceso y Metamorfosis, si no me equicovo).
Mis felicitaciones.
Buen cuento. A ver si me paso por tres rosas amarillas a hacerme con tu libro de relatos. Saludos.
Pues muchas gracias, Francisco, ya sabes donde tienes tu casa.
Las historias, Alberto, están ahí para que metamos el dedo en ellas, digo yo, ¿no? Versión o plagio qué mas da.
Enmaskarada, terrible es en efecto, terrible. Felicidades a tí.
En efecto, Xrisstinah, el homenajeado no es Kafka sino yo mismo. De lo contrario quizás no hubiese escrito ni una sola línea.
Y estoy de acuerdo con Alberto, se escurre usted, cómo se escurre usted, déjese leer más,por favor.
Pues mira, Mita, que la ilustración a mí no me acaba de convencer, la veo demasiado limpia y poética, pero me alegro de que a tí te guste.
Gracias, viajero, estoy en deuda contigo y tengo que pedirle disculpas a todos los autores hispanoamericanos através de tí y a tí mismo.
Manu, también está en La Clandestina. Gracias.
Saludos a todos.
Querido amigo, aún espero el libro, el importante.
Un abrazo.
(Sí, las historias, sin ninguna duda, después de leerlas, son eso y es para lo que están)
Sorprendente relato.
He leído tus últimos post y no tengo todavía muy claro una cosa;¿has publicado libros? si es así,¿dónde los puedo comprar? ¿son asequibles? Es que me has provocado Hambre de lectura.
Un fuerte abrazo,amigo.
No, si yo por escribir puedo escribir, no problem, el problema es para los damnificados lectores.
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