domingo, 11 de abril de 2010
Capítulo 1
El perro semihundido o El perro en la arena, 1820, Goya, Museo del Prado.
Yo era un escritor de cuarta fila, o de quinta, si la hubiera habido. Pero eso no me importaba demasiado. No me ganaba la vida escribiendo. Escribía, que era lo que me gustaba. Tenía un blog. Y un día decidí cerrarlo, suspenderlo, aplazarlo, ponerlo en la reserva. Me despedí de mis lectores sin sentimentalismos, y me puse a buscar por ahí. Un escritor, sea de la fila que sea, no puede dejar de buscar por ahí. En alguna ocasión iba a nadar a un centro acuático con intención de detener el proceso de deteriro cervical, que hacía que me hormigueasen el brazo y la mano derecha. Mientras me desplazaba en el agua, ceñido por un cinturón para flotar y con el tubo de la respiración en la boca, me imaginaba como un astronauta en el espacio exterior en perpetua búsqueda, o sea perdido. Los largos de 50 metros daban de si lo suficiente como para pensar que por fortuna no me ganaba la vida escribiendo, por lo que no me preocupaba ser un escritor desplazado hacia el espacio exterior, buscando sobre aquella tibia masa de agua en la que avanzaba con todas las dificultades de un lisiado. Había aprendido aquellos ejercicios en las sesiones de escuela de espalda y desde que no podía asistir a las clases regulares los ponía en práctica por mi cuenta. Nunca me había gustado el ejercicio físico en si. Mi espalda se había ido doblando sobre la mesa de trabajo. Mi vida no era interesante desde un punto de vista literario. Quizás haya una cosa a destacar. Me gustaba mucho fumar. No había dejado el vicio como algunos de mis amigos, así que me moriría antes de tiempo. A larra también le gustaba el tabaco, pero no lo mató el tabaco, como todo el mundo sabía desde el colegio, aunque quizás hacía tiempo que ya no se hablaba de larra en el colegio. En una fiesta hacía muchos años una chica me había dicho que me parecía a larra. No le faltaba razón. Mirando hacia el fondo de la piscina como si mirase en la profundidad del espacio pensé que necesitaría buscar a larra. Nadar hacia él.
El tiro que se disparó entre la oreja y la sien derecha y que salió de su cabeza por el lado izquierdo, yendo a romper un cristal antes de alojarse en la pared de su despacho, cruzó el espacio exterior como una estrella fugaz, cruzó el fondo de la oceánica piscina como un pez eléctrico, mientras el escritor pataleaba con una torpeza digna de compasión. Espasmo breve del suicida tendido en el suelo, gateo del nadador. En el trayecto en coche había visto a un perro atropellado en mitad de la autovía. Con sus dos patas delanteras y la cabeza intactas porfiaba por abandonar allí mismo el cuarto trasero que le había sido aplastado. Era un perro pequeño, indefenso, nervioso. También se había ido a vivir al fondo de la piscina. Braceaba con sus patitas delanteras como el perro del cuadro de goya debe estar haciendo bajo esa montaña de arena en la que se hundirá en cuanto dejemos de mirar.
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