martes, 24 de enero de 2012

Parking


La fotografía es de Bruce Gilden

He cerrado los ojos, ya no sé si son 44 o 45, y debería saberlo, porque no es lo mismo una cifra que la otra. He cerrado los ojos intentando concentrarme en saber cuántos cumpliré este año, pero me he limitado a esperar una revelación, sin cuentas ni cálculos, así que enseguida me he adormecido con el ¿arrullo? de unos neumáticos en el asfalto. El coche ha entrado por detrás y se ha puesto a mi izquierda, no en la plaza inmediata a la que yo ocupo, sino en la siguiente. El motor se ha detenido y he sentido como si una mano que me acariciara la espalda se levantase en el aire: el deseo se me ha despertado, un deseo difuso, ambiguo, de más caricias; alguien ha abierto una puerta del vehículo, imagino que la del copiloto, y después se ha abierto la del conductor. Otra pausa, como si esa mano que me estuviera recorriendo la piel se detuviese un instante al notar un bulto o una aspereza en su camino. Luego se han cerrado mal las dos puertas, han tenido que abrirlas de nuevo y empujar con más energía. Los ojos cerrados, todo es de un azul tan profundo como la negrura. He oído que se alejaban los pasos de los ocupantes de ese vehículo, que acaba de estacionar a mi izquierda, sus voces, hasta que de nuevo me he quedado con mis pensamientos, ¿44 o 45? No me importa que me vayan saliendo al paso preguntas, porque no me importan demasiado las respuestas, que no acuden a mí, y es muy dulce dejar en blanco el examen mental. En blanco o con errores garrafales. A alguien le resultará inaudito que yo no sepa responder, pero soy como esos estudiantes imposibles, que desesperan a sus profesores, a sus padres, y se mecen en el fracaso, en la ignorancia y en la desidia, con una absoluta falta de fe en nada. He aprendido, como ellos, este modo de la supervivencia oblicua, la entrega a la ensoñación y la capacidad para justificarme en los errores. Unos últimos rayos de sol me tuestan la cara a través del parabrisas, como si el final de la tierra estuviese próximo. A veces imagino que soy el último hombre vivo del planeta: sueño que en todo el día no viene ni un solo coche al aparcamiento y me pregunto si no habrá sucedido algo. En realidad, eso nunca ocurre. Da igual qué día de la semana sea, el aparcamiento se empieza a llenar más pronto o más tarde y estoy acompañado a todas horas: compradores, visitantes, empleados, servicio de vigilancia, de limpieza, gente que hace prácticas de conducción, parejas furtivas que vienen a amarse o a drogarse. Y yo. Aquí. Dentro del coche.

Siempre lo había pensado cuando íbamos al cine del centro comercial. No me bajaba inmediatamente del coche, una vez que lo había aparcado. Con la excusa de que la canción que sonaba en la radio acabase esperaba un minuto o dos, dándole vueltas en la cabeza a la posibilidad de quedarme allí, pero apenas me atrevía a decirle nada a Lola. Me gustaba prolongar ese momento de estar en el coche y estirar mi fantasía, que discurría en secreto. Como mucho alguna vez le dije:
-¿Y si nos quedamos aquí dentro viendo a la gente entrar y salir de sus coches?
-¿Ya no quieres ver la película?, me contestó, algo airada, porque para llegar hasta allí habíamos tenido que dejar a los niños con una canguro.
-Era una broma, le dije, pero no lo era.
Me gustaba ir a hacer la compra, porque entonces sí que podía quedarme en el coche un buen rato sopesando la posibilidad de quedarme en el coche. Me fijaba en los demás vehículos estacionados alrededor del mío y un día descubrí que en uno de ellos con matrícula francesa había un hombre que parecía vivir en él.
-¿Qué tal?, le dije.
- Ya ve, me contestó.
-¿Necesita ayuda?
-Hombre, no me vendría mal, me dijo.
Le tendí un billete y el hombre, con un gorro de lana en la cabeza, me contó que se había quedado sin dinero para la gasolina cuando regresaba a su país, después de haber costeado todo este.
-Por el momento me tendré que quedar aquí unos días, añadió.
-Aquí estará usted bien, le dije.
De madrugada desperté pensando en el hombre que vivía en su coche. En cuanto pude, al día siguiente, fingiendo que necesitaba comprar algo me dirigí de nuevo al centro comercial y lo busqué en el aparcamiento.
-¿Cómo le va?
-Bien, todo el mundo es muy amable conmigo. Estoy pensando en quedarme una temporada larga por aquí.
-Bueno, pues me alegro, ya nos veremos.
Le conté a Lola que había hecho un amigo en el parking del hipermercado, le expliqué que vivía en el coche, que estaba recorriendo el país por la costa y que al quedarse sin dinero había decidido instalarse allí mismo.
-¿Cómo se llama?
-¿Qué?
-Tu amigo, que cómo se llama.
-No lo sé, pero le preguntaré la próxima vez que lo vea.
Cid, se llamaba.
A Cid le gustaba fumar al sol, no muy lejos de su vehículo, y a mí me gustaba ir a verlo y echar un cigarrillo con él mientras me explicaba sus rutinas.
Yo le preguntaba sobre cómo se las arreglaba para vivir en aquel vehículo tan pequeño siendo él bastante alto, porque me parecía mucho más interesante eso que los viajes que había hecho a lo largo de su vida. Había conocido muchísimos países siempre a ¿lomos? de un cacharro como aquel. Un día le dije que si quería podía venir a casa a ducharse, pero me contestó que se las arreglaba bien en un polideportivo cercano. Aprendí de Cid las primeras lecciones para organizar la vida desde el interior de un vehículo. Cid llevaba una cámara y me fotografió en diversas ocasiones, pero yo nunca me atreví a pedirle que posara. Fotografió también a los dependientes de la gasolinera, a los vigilantes, a las limpiadoras del servicio nocturno, a todos cuantos se cruzaron con su derrochadora simpatía. Y un buen día desapareció sin despedirse de nadie, lo que hizo que me sintiese un poco más solo.
-Cid se ha largado, le dije a Lola.
-¿Quién?
-El francés, mi amigo, el que vivía en su coche.
-Vaya, lo siento, a lo mejor no ha ido muy lejos, dijo.
Eso me dio que pensar. Lola podía tener razón. Cid podía estar viviendo en cualquier otro estacionamiento de la ciudad. De vez en cuando me lo imaginaba entre nuevos desconocidos a los que fotografiaría, con los que charlaría y a los que les gorronearía tabaco. Tardé unos cuantos años en encontrarlo de nuevo en el parking de Toys R Us, pero como no hizo muestras de reconocerme no me atreví a decirle nada. Estaba muy deteriorado, pero seguía llevando colgada del cuello su cámara. Ahora pienso: quizás entonces, cuando lo conocí, Cid tendría 44 o 45 años, la edad que voy a cumplir yo, a bordo, ¿a bordo?, de mi automóvil. Sin embargo, también podrían ser…¿cuántos más?

Me da igual el día de la semana en que vivo, pero si después de despertarme, me incorporo para ver el tiempo que hace fuera y veo a unos cuantos tipos enfaenados con el coche, sé que ha llegado el domingo. A algunas parejas jóvenes les gusta poner la música a todo volumen mientras desmantelan el interior. Sacuden las alfombrillas, le sacan brillo a la palanca del freno de mano, restriegan el pomo del cambio de marchas, echan el aliento sobre el espejo retrovisor y le ponen cera a los adornos y suplementos extra que han adquirido después que el coche. En una ocasión alguien que estuvo de zafarrancho en un Opel se dejó olvidado en el suelo un aspirador manual. Lo recogí y desde entonces, cuando me asaltan ataques de melancolía, lo saco de su rincón y repaso pacientemente la tapicería con una meticulosidad que a un observador le resultaría exasperante. Supongo que en un western el cowboy se entretendría disparando sobre botellas o latas vacías. Además la forma ergonómica del cacharro recuerda a una pistola galáctica. De todos los coches que veo por aquí el mío es, supongo, el más ¿filosófico? El vehículo que medita mientras los demás acarrean pasajeros y paquetes, el vehículo que se ha detenido mientras los demás van y vienen. Cada cierto tiempo me acerco a la gasolinera y compro una chocolatina o cigarrillos o una bolsa de patatas fritas. Me vuelvo adentro y como o fumo, mirando a través de la luna del parabrisas, como si fuese un espectador exiliado de la ficción, como si no acabase de creer lo que mis propios ojos están viendo. Cuando termino, si han caído migas, saco mi aspirador y, divertido, las trago de un tirón con la pistola. A veces es sólo por la cuestión de sentirme acompañado en la esférica noche celeste. Las putas que usan el aparcamiento para sus servicios aparecen dentro de los coches de sus clientes, que sólo bajan las ventanillas para al cabo de la mamada tirar el condón fuera. Luego los vehículos se ponen en marcha y desaparecen por donde vinieron. Me veo en otra época, en el taxi, tampoco entonces me gustaba salir fuera, estar con mis compañeros de parada, prefería quedarme dentro oyendo música. Damián, que es quien regularmente se ocupa de la limpieza de este lugar está tuerto, por lo que lleva un parche en el ojo malo. A veces hablo con él. También tiene algo de espectador, de filósofo marcial, solitario. Cuando coge una lata del suelo o una botella la mira antes de echarla al cubo y hace un gesto con la cabeza al tiempo que achina el ojo despejado. Murmura, le oigo decir:
-Como echo de menos una buena pelea, arrearle a un tío un montón de golpes antes de que él te los dé a ti.
En eso siento no poder ayudarle, porque si me pusiese al alcance de sus manos me haría picadillo.

La primera vez que vi a Lola fue desde el interior de un destartalado Seat Fura. Yo iba con un amigo y estábamos repostando en una gasolinera. Ella pasó a unos metros, iba andando a saltitos, con la punta de los dedos en los bolsillos y una chupa negra, imitación al cuero. Me hizo muchísima gracia y hubiera estado un buen rato siguiéndola de haber ido solo. He espiado a muchas mujeres desde el interior de mi coche, las he seguido o las he esperado, las he observado y me he enamorado de ellas sin necesidad de decirles nada. La primera vez que me acosté con Lola le conté que un día la había estado mirando desde un coche. Creo que eso fue importante, me refiero a haberla visto así antes de que intimásemos y también habérselo contado. A todos nos gustaría saber quién nos mira. Lola me dijo que entonces ella se creía Vicent Vega. Y que lo que de verdad hubiese querido era encontrarse conmigo por la calle. No lo dudé, porque aquellos saltitos que daba al andar no eran sino una provocación, un delicioso reclamo. El momento fue algo mágico, tan corto y tan insustancial, sin embargo, aunque se me quedó grabado a ¿fuego? en la cabeza. La vuelvo a ver al otro lado del vidrio, con esa distancia simbólica que propone y amortigua, revivo el relato de su necesidad de encontrarme y mi soledad. Esos dos minutos escasos en los que estuvo pasando por delante de mis ojos se convierten en el nudo esencial de nuestras vidas, ajenos todavía a una historia compartida. Todas las rutinas posteriores, todas las miserias previas, todas las insatisfacciones personales arropan en la memoria ese misterio que consiste en mirarla yo a ella así como éramos, aves zancudas, pájaros extraños, compuestos de muchas piezas de tan diversas procedencias que nos dan un aire desquiciado, sin proporciones ni coordinación. Muchos años después, cuando Lola y yo ya habíamos tenido hijos, aparqué por casualidad delante de una peluquería que había cerca de casa. Como siempre, me entretuve antes de salir del coche y vi que la peluquera apagaba las luces, recogía sus cosas y ya en la calle echaba el cierre. Me aficioné a espiarla porque nuestros horarios eran coincidentes: yo llegaba cuando ella se iba. Me gustaba verla hacer todas esas cosas y fantasear con lo que haría a continuación. Me sentía yo mismo un tipo más interesante que si sólo me la cruzaba por la calle como los días que no conseguía aparcar enfrente de su negocio. Por la acera y de frente no pasaba de ser una mujer vulgar, cansada o disgustada, con ganas de tumbarse delante de la tele y más o menos dispuesta a agradar, después de una durísima jornada. Pero desde mi coche todas esas aristas cortantes de la realidad se suavizaban, la mujer adquiría un interés misterioso y simbólico, que le daba sentido a mi investigación. Luego en casa miraba de reojo a Lola pensando que se merecía que un tío la espiase. Todos los días alguien nos puede observar mientras caminamos por la calle. Un hombre se asoma a una ventana y ahí se queda mirando al pasajero de un autobús, un pasajero de un autobús detenido en un semáforo al lado de otro vehículo mira a la chica que lo conduce, un conductor se entretiene en observar a esa compañera de trabajo que cruza el paso de cebra.

¿Estoy? aquí. He llevado en coche a muchos hombres, a muchos lugares y para la realización de los cometidos más diversos. Me he pasado la vida conduciendo para los demás, ahora ya no, sólo conduzco para mí. He estado detenido a la puerta de hoteles, aeropuertos, edificios oficiales, clubes de carretera, hospitales. He sido taxista, pero también conductor de coches de alquiler y de vehículos oficiales. Durante un par de años un tipo me llamaba casi todos los meses para que le diese unas vueltas por la ciudad.
-Me gusta la emisora que llevas sintonizada, me dijo la primera vez.
Cuando le pregunté dónde quería ir, me contestó que necesitaba pensar, intentar encontrar nuevos puntos de vista, abordar una situación enquistada de un modo diferente.
-¿Cogemos la circunvalación?, le pregunté.
-Me parece perfecto, me dijo.
La última vez que le di un paseo me contó que estaba metido en un asunto muy complicado y que esa podría ser la última vez que recurriera a mí. No me aclaró nada más, nunca más me llamó y tampoco volví a saber de él. No me había dicho su nombre, aquí lo voy a llamar el señor Tranquilidad. Os presento al señor Tranquilidad, este tío. Un buen amigo del que no sé nada. Se mete en el coche y me dice:
-¿Qué tal?
Pero no espera que le cuente nada.
-Estupendo, le digo.
-Pues venga, un largo paseo, me dice.
Y cuando se marcha:
-Gracias.
Así que también podría ser el hombre agradecido, el señor Cortés.
A Lola le contaba esta historia y me preguntaba si no me daba miedo.
-¿Por qué voy a sentir miedo?
-No sé, un hombre que sólo quiere que le des unas vueltas, que te llama a menudo y que no te cuenta quién es, puede ser un traficante.
-¿Un traficante de qué?
-De armas, de droga, de personas, yo qué sé, me decía Lola.
Supongo que cualquiera que me vea ahora a mí aquí, en el coche, viviendo así, mirando todo el tiempo lo que hay fuera, pensará que soy un tipo peligroso, un matón, un policía, alguien que está espiando o vigilando. Hasta que un buen día, como a otros les ha ocurrido en otras partes, dejarán de verme porque me habré marchado, simplemente porque en ese lugar mi vida ya se habría complicado de alguna manera, sólo porque alguien me empezaría a señalar, fijaos en ese tío de ahí, lleva días metido en ese coche, sólo sale para ir a mear, ¿qué coño quiere ese tío?, así que prefiero largarme.

Una vez más. Si en este cuento no puedo vivir la posibilidad de quedarme en el coche no merece la pena que sea llamado cuento. Pero tampoco podrá serlo si no lo hago. Sólo es un cuento lo que ocurre al tiempo que no ocurre. ¿Lola? está dormida cuando abro la puerta, o bien se hace la dormida. ¿Lola? no está en la casa esperándome. Se levanta del sofá cuando oye la llave en la cerradura, se acerca al pasillo, pero no hay llave en la cerradura, es sólo que le ha parecido que mi llave entraba en la cerradura. Lola en mi cabeza, pero también fuera de ella. Por mucho que miro a través de la luna del parabrisas Lola no está ahí. He de decidir si estoy dentro del coche mirando hacia fuera o si estoy metiendo la llave en la cerradura. Toda la aventura de este cuento se ha vivido desde un lugar en el que quizás yo no haya estado tanto como he dicho, quizás toda esta aventura sólo ha discurrido por mi mente durante un trayecto de ascensor, y ahora sí, ahora sí introduzco la llave en la cerradura y cuando entro en casa me encuentro a Lola detenida en mitad del pasillo, como si me esperara.
-Hola, le digo, con esa costumbre del señor Desplazado. Os presento al señor Desplazado, cuya vida trascurre lejos de aquí, en un parking cualquiera. Seguramente ella sabe con seguridad si van a ser 44 o 45.

2 comentarios:

perfect dijo...

Pobrecitos, que interesante historia. Una vida muy sufrida.
micaela - juegos de mario

esteban - facebook-login.in/ dijo...

y esa es la realidad de varias familias lastimosamente pero es lo que le toca vivir a cada uno.