miércoles, 15 de abril de 2009

Todo tiembla


Veo surgir todas esas imágenes en la pantalla que se despliega dentro de mí, la acción y el estado caen por la cabeza, pero también tienen ramificaciones en las manos, en los oídos y dentro del paladar. No son imágenes, o no sólo son imágenes. Ni palabras, ni pensamientos. Hay un poco de todo ello, con lo que me siento feliz y recompensado. Es estar dentro de la cama volviendo a vivir todo aquello, pero no sé por qué digo todo aquello, si son únicamente retazos y jirones de aquello. Lo que ha quedado después de que el tiempo asolara la memoria. Pensar en esos trapos rotos de lo vivido se convierte en un bocado dulce, en un placer estético que me emociona mucho más que una melodía. Y por otra parte no estoy en la cama, agazapado con mis recuerdos, voy en un automóvil que ella conduce con firmeza por encima de la velocidad permitida. Es un viaje muy largo y serán muchas horas para ir viendo el paisaje y poder estar en silencio, ese vacío que amortigua todo el ruido que se desencadena dentro de mí, no sólo en la cabeza, sino también en el pecho y en las piernas. Paralizado en mi asiento de copiloto, la sangre me bulle y la piel se me despega del cuerpo de emoción. Ella conduce un coche rojo, deportivo, como una flecha hacia la nada. Yo me despliego como un mapa antiguo lleno de marcas secretas que repaso una y otra vez con las yemas de los dedos, imágenes congeladas, momentos sobre los que acudo y a los que vuelvo consecutivamente. Retorno al vacío y me siento dichoso, desligado por completo de aquella realidad sobre la que se sustentan esas imágenes que reconozco como única verdad creada por mí. Dicha que se retroalimenta en la complacencia. Es un viaje al norte o al este o adonde sea, no me importa a pesar de que finjo interés en pequeños detalles que aparecen en la señalización del tráfico. El código sobre el que me interesa levantar una edificación aérea es la patraña de mi corazón. Ahí sucede todo. Ahí está la fotografía tomada hace 20 años, sobre la que ahora repaso el recuerdo de la imagen congelada con tres sonrisas. La mirada de soslayo que le dirijo a ella y la figura que como contrapeso equilibra la composición de aquella vida que llevábamos en la facultad. Vida de quien no sabe que el tiempo desgastará lo real y purificará lo que no puede contaminarse, porque no tendrá otro espacio que el del estado platónico. Una y otra vez vuelvo sobre su camisa negra y su falda verde, y esos colores se convierten en una bandera dichosa, plena. Y mientras el coche se va comiendo la carretera, voy entrando en esa hipnosis de la vida que devuelve lo que se le entrega generosamente. Salto de júbilo en el asiento, sobre el que el cinturón me asegura para no salir por los aires. La idea de entrar en ese momento como si penetrase en el corazón de una fruta para deshuesarla. La idea de repetir hasta la saciedad situaciones que fueron lacerantes en aquel tiempo, pero que ya he convertido en algo propio y emocionante, sin raices con la verdad, con la domesticación, con la ruindad de los corazones a los 20 años. Ella tenía el novio de siempre y yo era el aspirante inexperto. Todo tan cutre, tan circunstancial. Tan inabarcable para las limitaciones del mundo en el que se desarrollaba nuestra pequeña peripecia estudiantil de piso compartido: libros, frigorífico compartimentado, estantanterías de zinc y deseos que se cruzaban. Y ahora todo eso vuelve como ensoñación de un viaje, como refugio al que el corazón se quiere dirigir a una velocidad inversamente proporcional a la que está tomando el deportivo. Ha surgido como un milagro, de mirar el paisaje y de ver los reflejos en los cristales, de la rapidez con que un puente ha desaparecido de mi vista. Ha habido un chispazo y un incendio en la conciencia, por las piernas, detrás de la nuca, un fuego que ha ido llenando los vacíos. Vuelvo a lo que sentí sin sentimiento de dolor, o con un dolor que fortalece. Sólo con aquella plenitud que ella podía darle a todo. La veo cada vez que quiero verla, la siento cada vez que quiero sentirla. En el surtidor la manguera introducida por la boca del depósito me dispara a una ensoñación nueva, las cifras que corren en la pantalla digital corren enseguida en mi mente con una combinatoria de imágenes, de visones, de ella en todo. Y comienzo a temblar. Tiemblo en un automóvil que no tiembla en un paisaje que tiembla.

La imagen es de Magritte y se titula Magia negra

2 comentarios:

Luis Recuenco dijo...

Tu prosa poética me recuerda a la de Ana Prieto Nadal en 'La matriz y la sombra'.
Un saludo.

Fernando García Pañeda dijo...

Noto una vena lírica mucho más marcada que en relatos anteriores.
A ver si voy a empezar a tener una envidia horrorosa...