viernes, 15 de mayo de 2009

La vida en el Central


Solíamos coincidir en el Central, pero nunca nos habían presentado. Nos conocíamos desde la observación distante, pero cariñosa, impuesta por la timidez de ambos. Pero el Central era como una cápsula espacial a la deriva en mitad del universo. Sería absurdo en circunstancias así seguir como estábamos, por lo que no recuerdo quién de los dos rompió el hielo antes. Un buen día estuvimos charlando unos segundos en la barra, mientras recogíamos nuestras consumiciones. Pronto nos sentamos aparte, delante de un tablero de ajedrez. Apenas hablábamos y menos de la parte, poca, de nuestras vidas, que transcurría fuera de aquellas paredes imantadas por el azogue de los espejos. Entonces no éstabamos pendientes del significado con el que se perseguían las agujas del reloj en la pared. La vida transcurría en el Central como una sucesión de momentos eternos, donde era difícil sentir la secuencia. No nos interesaba absolutamente nada de lo que había fuera. En el Central no tenían televisión. Y por supuesto, jamás nos vió allí nadie con un periódico en las manos. Ese detalle fue el que nos puso al uno en la pista del otro. Y el mutismo, claro. Es curioso cómo habla alguien con quien también es muy poco dado a hablar. La precisión de cualquier cosa dicha entre ambos es afilada como la punta de un cuchillo. La base de nuestro entendimiento era el silencio. Pero eso no es posible si sobre él no caen las gotas precisas y calcáreas de la palabra oportuna, clarificadora. Supongo que empezamos a necesitarnos. Un día me pareció que tardaba más de lo habitual en aparecer por la puerta. Me dí cuenta casi al tiempo que tuve la corazonada de que aquel día no vendría. Desde aquel instante el Central cambió. Como si la nave hubiese tocado el suelo de un planeta lejano. El destino alcanzado no fue otro que el reloj de la pared. Sus agujas se desplazaban por la esfera con saña, como si quisieran vengarse de todos los que hasta entonces no las habían tenido en cuenta. El tiempo se hizo omnipresente. Al día siguiente me hubiese gustado preguntarle por su ausencia del día anterior, pero tuve el buen tino de no hacerlo. La cuerda tensa sobre la que había transcurrido nuestra amistad se había aflojado, a pesar de que seguíamos manteniendo el equilibrio. Empecé a notar ausencias y lagunas. No se concentraba en el juego, y lo sorprendí en más de una ocasión mirando el reloj con el rabillo del ojo. La calidad del silencio cambió significativamente. Me entraban ganas de indagar con una provocación, como por ejemplo a qué se dedica tu familia. Pero no fui yo. No quería romper aquel regalo. Él tuvo más coraje y con una chulería que no dejaba opción a que las cosas fuesen como habían sido, decidió un día, en el momento de la retirada, darlo todo por acabado. Solo tuvo que decir con impostados aires de fanfarronería que me quería invitar. Y así lo hizo. Pero al día siguiente ya no nos sentamos delante del tablero y cada uno volvió, herido, a ocupar su asiento del Central, la nave que volvía desnortada al espacio.

La fotografía es de Jandro López.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Enroque?

Joselu dijo...

Encuentros y desencuentros que siguen el ritmo de la vida.

Unknown dijo...

Estuvo bueno.

Saludos.

Javier Puche dijo...

Formidable, Antonio.

Mafalda dijo...

...

Me gusto mucho la ambientación, y por lo mismo me entró curiosidad tu central.
El misterio sutil provocó que me pegara al texto. Y creo que esa vida de esperar, observar... tan rutinaria, si se rompe. deja de ser a lo mejor misteriosa. Y como te lo menciona una de tus visitas, ¿Enroque?

Me gustó esto. Vendré con frecuencia.

Mafalda

gabo dijo...

Habladas o mudas... así son las relaciones humanas.