sábado, 16 de mayo de 2009
Vacaciones
La astronauta, que había posado desnuda para el mes de Mayo en un calendario, con el que se pretendían recoger fondos, o más bien patrocinadores, era otra turista más, que descansaba mirando las ruinas del teatro romano reptante, a los pies de la alcazaba, coronada por una aureola de banderas. Su novio tenía en la mano derecha el móvil para sacarle una foto en un momento de naturalidad. Hacía una noche sofocante. Lo más probable es que se sentaran en una terraza antes de volver al hotel. Y luego no es raro que se entregasen a su intensa sexualidad, acorde a sus circunstancias. A su lado otra pareja con más años. Como ellos, así se reconocieron, si su relación prosperase durante más tiempo del que iba a hacerlo. Ellos no, pero nosotros bien pudieramos saber que a los pocos meses la astronauta entraría en crisis. Se acabaría todo y lo haría mal. Pero vayamos despacio, volvamos al lugar en el que el novio de la astronauta dispara la cámara de su móvil sin que ella se dé cuenta. La luna, la de los poetas, imanta las miradas de los paseantes. Hay quien le da lametones a un cucurucho de fresa mirándola. Ese podría ser todo el relato, la historia de un momento en la corriente de una vida más o menos corriente. Pero no lo va a ser, no. La historia sube por un brazo de Renata, Cosmorenata, como apareció en Mayo, con las piernas cruzadas por delante, sexy en la pose, segura en el modo de mirarte, mientras estornudas, porque con Mayo llega ese polen con el que se te irrita la garaganta, moqueas, te ahogas. La evolución de la historia se enrosca en ese brazo delicado, en el hueso seguro y la carne fresca que lo cubre, piel y calor con el que abraza. Una nube dañina de pequeñas mosquitas que no pican, que solamente son pegajosas como los malos presentimientos. Una mancha de asco en la noche perfumada. La joven turista hace aspavientos para sacarse de encima el enjambre y su novio manotea como si fuese un superhéroe de la desventura. A Renata no se la comen, pero para el caso de lo que siente, como si la estuviesen devorando. Ay, ay, ay. La mirada de los otros le alimentan la vergüenza y el odio. Nadie la reconoce, nadie sabe de su pasión cósmica, de sus habilidades como amante, sólo perciben esos ridículos y lastimosos quejidos. Asco, pero no es asco por las mosquitas, sino un repentino asco por sí misma, injustificado. Y va el otro y le da por reír y por hacerle fotos en ese momento de naturalidad. Pero como a ella no le ha hecho ni pizca de gracia cree que es mejor borrarlas. Con lo que estamos de acuerdo. Se alejan de la balaustrada en la que se detuvieron a gozar de la noche, del entorno, de la compañía. Se alejan hacia una galaxia lejana, que todavía nadie conoce, que no saben cómo explorar.
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2 comentarios:
Nos acercamos humanos a los gestos ridículos. Lo somos un poco más.
Económico, eficaz, puro resorte. Gran acierto.
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