lunes, 8 de febrero de 2010

Un día plátano para el pez perfecto



Leí en internet que el escritor J. D. Salinger había muerto hacía unas horas. Me pareció bien, me levanté de mi asiento y me dirigí al estante en el que teníamos sus libros de segunda mano a la venta. Los Nueve Cuentos tenían una fecha y el nombre de un lugar en la primera hoja, antes de llegar a Un día perfecto para el pez plátano. Estaba lloviendo y el viento azotaba el escaparate, así que regresé a la mesa en la que me ocupaba de actualizar el catálogo y decidí ofrecerle mi homenaje al escritor que no había publicado nada en los últimos 50 años, o así. Cercené las 8 hojas con una cuchilla de tal modo que fuese imposible advertir su ausencia de un vistazo al ejemplar. Luego las quemé, por decir algo.
Es mejor así.
Esa misma tarde un chico me preguntó por libros de Salinger.
En aquel estante de allí.
Eligió Nueve cuentos. Se lo metí en una bolsa.
Es muy bueno este tío, pero no lo he leído.
Ha muerto.
No lo sabía. Su mejor cuento es Un día perfecto para el pez plátano.
Miró el índice y se alegró de encontrarlo en el primer puesto.
Gracias por la información.
Prefiero leer a mis escritores favoritos una vez que se han muerto.
Tenía una bolsa llena de libros para incluir en el catálogo de la librería por internet. Nada del otro mundo. Nos llamábamos El libro errante y hacía poco más de dos meses que habíamos abierto. No estábamos en un lugar estratégico del centro, en un sitio de paso para aquellos a los que les gusta pasear por la ciudad. Era una calle azotada por el sol o por el aire, o por el tiempo que hiciese, en un barrio de las afueras, muy cerca de donde vivía con mi madre y con mi hermano pequeño. Mi hermano mayor era soldado profesional y estaba destinado en Afganistán.
Pasé la tarde esperando que el chico que se había llevado por la mañana aquel libro volviese, pero no lo hizo. Estuve escribiendo, como pude, algunos párrafos. Sólo un par de clientes asomaron sus narices por la puerta.
¿Hay Mortadelos?
En ese estante de ahí.
Apareció a la mañana siguiente, mientras me tomaba el café con leche que en el bar me habían puesto en un vaso de plástico. El chico que quería leer a Salinger muerto.
Se me ocurre que podríamos hacer un concurso: quién fue el primer lector del escritor muerto. A qué hora murió, qué día.
Oye, qué curioso, el libro que me llevé no tiene el cuento del pez perfecto.
El pez plátano. Un día perfecto para el pez plátano.
Pues ése. Aparece en el índice, pero falta en el libro. Mira, parece que hay unas cuantas hojas que no están.
¿Las han cortado?
No creo, quién iba a hacer eso. Es como si fuese un fallo de la edición.
A ver, el libro empieza en la página 26. Contando con las hojas de los créditos editoriales, la cita y la dedicatoria, que no se numeran, la primera página debería ser la 11. Faltan exactamente 15 páginas, 8 hojas, que creo que alguien ha sacado con una cuchilla.
Pero quién haría algo así.
Un fanático de Salinger y de ese cuento en concreto.
Vaya, y de qué va. ¿Tú lo has leído?
Soy un fanático de Salinger y de ese cuento en concreto. Te lo puedo contar si quieres.
El chico me miró con aire dubitativo.
Nunca me había pasado algo así.
De eso se trata.
Venga, va, cuéntamelo.
Tienes que jurarme que no leerás nunca ese cuento, que te quedarás con mi versión para siempre.
Joder, tío, ¿tú no serás un chalado?
Lo miré.
Vale, vale, qué más da.
Siéntate ahí. Me llamo Antonio.

Metí la llave en la cerradura y antes de tener la puerta abierta sentí el olor de sus cigarrillos. Corrí hasta su cuarto. Estaba echado en la cama, con los ojos cerrados. Los abrió con una lentitud exasperante.
Hola.
Hola.
Estaba mucho más moreno que antes de marcharse y más fuerte. En el hombro tenía una venda blanca sujeta con esparadrapo. Había metido el móvil entre las hojas del libro y los había dejado en el suelo. Le empezó a sonar en ese instante. No hizo el más leve gesto para atender la llamada. Nos dimos la mano, y luego un beso. En un rincón vi el petate desanudado. Llevaba puesto el pantalón de faena y sus zapatillas favoritas.
Mamá no sabe nada.
No avisé.
Te hubiéramos ido a buscar.
Es mejor así. ¿Qué tal en la facultad?
La he dejado. Voy a montar un negocio con unos amigos.
¿Un bareto?, con sorna.
Ya te contaré. ¿Y tú?
Sufrimos un atentado y nos han dado un mes de permiso.
¿Y eso?, con un dedo le apunté la venda.
Me hice un tatuaje.
¡Qué chulo!, ¿qué es?
¿Dices qué chulo antes de verlo? No has cambiado.
He dejado la facultad, insistí.
Ya.
¿Qué es?
Ya lo verás.
Mis cosas estaban encima de una silla. Mientras mi hermano había estado en Afganistán yo había ocupado su cuarto y ahora que había regresado yo tenía que volver al otro dormitorio, que compartía con el pequeño. No había nada fácil para nadie.
Voy a ducharme.
Yo voy a hacer la comida.
Yo me ducho y salgo.
Mamá y Carlos estarán aquí a las tres.
Vendré para esa hora.
Pero no lo hizo. Comimos los tres solos. Me acribillaron a preguntas. Les dije que se había hecho un tatuaje, pero que no se lo había visto.
Qué flipe.
Llámalo al movil.
No, déjalo, ya vendrá.
Está muy moreno.
No dije nada del atentado que había sufrido.
He sacado mis cosas de su cuarto.
Carlos hizo un gesto de fastidio por tener que volver a compartir conmigo el espacio. Pero mamá y yo fingimos no darnos cuenta. Preparé café con la esperanza de que llegaría antes de que nos lo acabásemos. Oímos que el ascensor se detenía en la planta y mamá salió corriendo a abrir la puerta, pero era el viejo que vivía solo en el piso de enfrente. Seguíamos viviendo en el mismo piso de la época de papá. De papá vivo. En realidad el piso era suyo, luego conoció a mamá, se casaron y en menos de seis años nacimos los tres. Todo el vecindario nos conocía. Los tres pasamos por el mismo colegio, por el mismo instituto y casi por los mismos profesores. Mamá enviudó joven y tuvo algunas historias, pero ninguna acabó cuajando. Nunca se planteó regresar a su ciudad, donde estaban sus hermanas, a más de mil kilómetros. Se limitó a trabajar duro, a querernos, a mantener el buen humor. En algún vecino yo había advertido cierto entusiasmo al darle los buenos días. Isabel. Cuando todavía era un mocoso. Cuando temía que otro hombre ocupase el lado de la cama que mi padre había dejado libre. En las fotografías mi padre, al que los tres nos parecíamos muchísimo, nos esperaba.

Hay personas especiales, especiales sin más. Mi hermano mayor era una de esas personas. Tienen carisma y lo irradian en su entorno. La casa no era la misma con su presencia. Una presencia muy esquinada, por otra parte. Pasaba la mayor parte del tiempo en su cuarto oyendo música y viendo páginas de internet. Nunca lo vi en la cocina, ahora que lo pienso. Le gustaba que la pornografía tuviese sentido del humor. Escribía. Mi padre había dejado inconclusa una novela antes de morir. Mi hermano pequeño también se había iniciado el verano anterior en la escritura. La única persona cuerda de mi casa, como ya habrán supuesto, era mi madre, pero no era éste un asunto del que ella se sintiese especialmente orgullosa.
Todo el mundo tiene derecho a respirar, nos decía. Nos habíamos hecho famosos ganando todos los concursos de redacción y cuentos del distrito. En casa nos reíamos todos de todos. Nos considerábamos salingerianos a todos los efectos.

El tutor de Carlos mandó una nota a casa citando a mamá para hablar de su actitud. Carlos ya no era un crío, le quedaba muy poco para cumplir los dieciocho años. Es otra cosa que recuerdo de aquel mes. Un asunto muy desagradable sobre una pintada contra el director del centro. Era la pintura que habían usado la que ponía la nota escatológica. Habían embadurnado una brocha en mierda y con ella habían ejecutado el grafiti. Había un grupo implicado y uno de sus miembros era Carlos. Lo expulsarían durante dos semanas.
Mamá, como siempre, tuvo unos turnos muy difíciles de seguir, pero todas las mañanas abandonaba la casa.
Carlos y yo despertábamos más tarde que él. Cuando estábamos desayunando siempre nos decía lo mismo.
Ya me he hecho mi paja y he rezado por vosotros.
Luego cada uno se ponía a lo suyo.
Carlos y yo manteníamos en secreto aquello sobre lo que escribíamos, pero él hablaba constantemente de historias que estaba mejorando. Relatos que ya habían sido escritos y reinterpretaba.
Estoy escribiendo Un día perfecto para el pez plátano. Creo que ya tengo experiencia suficiente como para hacerlo.
Carlos no había leído aún el cuento de Salinger. Se lo presté.
Me encargaba de hacer la comida, pero él se marchaba a media mañana y a veces no volvía hasta el día siguiente, en que se levantaba por la tarde. Yo sufría con matices nuevos. Quería abrir una librería de segunda mano y necesitaba dinero. Para empezar pondría los libros de casa en venta. Mi sufrimiento no tenía nada que ver con mis planes, sino con la conciencia de su dolor.

Me llamo Antonio. El pez plátano existe realmente, es un pez malicioso que lleva una vida entristecida y sin sentido cerca de la orilla. A veces asoma el hocico fuera del agua y parece como si quisiera decir algo, pero se trata simplemente de un reflejo irracional. Seymour Glass. No he dicho cómo se llama mi hermano mayor, pero podría ser como el protagonista del cuento, en vez de Luis. Seymour Glass ha estado en la guerra, en un hospital militar y ha regresado a casa. Carlos estaba también preocupado.
Ese tío del cuento, no me acuerdo de su nombre, se pega un tiro.
Su voz se deshizo en la habitación en la que estábamos.
Se pega un tiro.
El móvil de mi hermano Luis llevaba un rato sonando, pero él se había marchado. Llegué hasta donde estaba, dentro del libro. Lo retiré y pude leer el final de la historia.
Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sién derecha.
Diga.
Al otro lado nadie hablaba.
Diga.
Silencio.
Más silencio.
A los cinco minutos colgué.

Bueno, sí, el mes pasó. Mamá estuvo a su lado después, en el hospital. Nunca dejó que lo ataran. Carlos se volvió a quedar con el cuarto y yo regresé al de Luis.
Abrí la tienda, ya lo sabéis. Un día leí en internet que Salinger acababa de morir. A las pocas horas llegó aquel chico preguntando por sus libros. Reaccioné como habéis visto, de una forma que hasta a mí me parece muy extraña.
Soy yo quien tiene los cuadernos de Luis.
Su último cuento.
Seymour está allí, en aquella playa, jugando con la niña a buscar peces plátanos, están hablando y se sienten bien uno al lado del otro. No se separan nunca, no se separan, porque mientras no lo hacen son felices. Hay una pistola automática entre sus calzoncillos. En la habitación donde su mujer está echándose una siesta. Seymour no sube esa tarde, se queda con la niña en la playa.

5 comentarios:

Fernando García Pañeda dijo...

Esto es mucho más que un extraordinario recuerdo de Salinger, Antonio.

Naia Marlo dijo...

Intenso relato. Te deja sin aliento y reflexionando. No he leído el cuento de Salinger, Un día perfecto para el pez plátano. Lo haré pronto.

Un abrazo sereno
Naia

Antonio Senciales dijo...

A mí me ha parecido oportuno leer en estos días 'El guardián entre el centeno' y lo estoy haciendo.
Saludos, Antonio.

Luis Recuenco dijo...

A mí me impresionó su lectura. Según Javier Marías los cuentos de Salinger están muy por encima de los de Cortázar y al mismo nivel de los de Dinesen o Nabokov. Un saludo.

Daniel Pérez Penagos dijo...

The Catcher in the Rye, la obra más importante de Salinger, banneada y siendo una obra polemica y controversial en estados unidos desde los 1951, te deja pensando mucho, de todo lo que te rodea, de la sociedad, de la gente, de la inocencia.. Es fuerte, sí, te deja pensando.. como tu relato.

Pásate :D
http://palabrassintinta.blogspot.com