domingo, 3 de abril de 2011
Descubrir la pólvora
La imagen es de Bansky
Fue durante mi destino en el Levante donde realmente me aficioné a los fuegos de artificio, a las bengalas, a las carretillas, los petardos, los cohetes y a toda esa pirotecnia que deja el aire lleno de sabor a pólvora. Cuando el grupo antidisturbios del que formaba parte se encontraba con los trabajadores de los astilleros la fiesta podía durar varios días. De un lado ellos levantaban barricadas de neumáticos que no tardaban en arder con largas colas de caballo color azabache que subían hacia el cielo, del otro enseguida iniciábamos una serie de disparos al aire, como si fuésemos los cristianos frente a los ejércitos moros, zumbidos que se iban repitiendo con una frecuencia cada vez mayor hasta que de repente éramos silenciados por un estallido multicolor, arbóreo y alucinado de los fuegos de artificio que se quemaban en las fiestas de un pueblo vecino. Si alguien perdía un ojo en la trifulca lo daba por bien perdido, porque entre aquellas gentes la vida no tenía sentido si no había petardos, fuegos y ese regusto a café en la lengua que dejan los explosivos. Aprendí mucho allí de cómo había que celebrar las victorias y cómo asumir las derrotas, porque cuando el cielo se llenaba de silbidos, truenos y relámpagos de colores imposibles el majestuoso espectáculo era para todos, y sustraerse al ruido o a las imágenes se convertía en un acto inútil e infantil. Los gases lacrimógenos se mezclaban con los humos de colores y las gentes sencillas de los barrios obreros reían y lloraban sin transición, las pelotas de goma impactaban en unos escudos que los animadores callejeros habían fabricado con las tapas de los contenedores de basura. El fuego, las hogueras, las sirenas policiales, la música de las tómbolas, todo contribuía a que las fiestas patronales resultasen inolvidables, muy difíciles de superar el año próximo, aunque increíblemente sucedía, porque todos trabajábamos para conseguirlo. En una de aquellas verbenas veraniegas que coincidieron con las protestas salariales de los estibadores conocí a mi mujer. Era la cantante solista de la orquesta Crisol, encargada de amenizar el último baile antes de que se metiese el otoño en nuestras vidas. Por la mañana yo había acudido con mis compañeros al puerto para sofocar aquel jaleo reivindicativo del corte de carretera y los piquetes percusionistas. Nuestro aire de samuráis postnucleares le proporcionaba a las imágenes que luego retransmitía la televisión un impacto turístico muy atractivo, de modo que muchos aficionados a la pirotecnia disuasoria nos visitaban cada año desde los lugares más remotos del mundo gracias a esa publicidad. Por la noche otro compañero de la brigada y yo bajamos hasta el recinto ferial. Desde el primer momento que la vi sobre su escenario móvil aquella mujer me gustó, así que cuando oímos que la orquesta se despedía hasta el día siguiente me acerqué con mi amigo para invitarla a ella y a la saxofonista a tomar un refresco. La verdad es que lo nuestro fue un flechazo porque en poco menos de tres meses ya nos habíamos casado. Su familia tenía una larga e interesante tradición sindicalista en la zona, pero eso no impidió que me acogiera con gran cariño. En el fondo todos viajábamos en el mismo barco. En cuanto llegaba el buen tiempo la alegría del fuego corría dentro de nuestras venas y se iniciaba una temporada nueva con llamas, chispas, humos, petardos, tracas, buscapiés, voladores, palomitas y balas de goma, de modo que si perdías, por ejemplo, un ojo, lo dabas por bien perdido, porque de sobra sabíamos que lo más importante de todo era la diversión. Las cosas entre mi mujer y yo no acabaron bien por motivos estrictamente personales, así que después de que nos separaramos solicité un destino que me llevó muy lejos de allí, donde también las guerrillas urbanas quemaban los autobuses, donde los cajeros automáticos también ardían bajo los impactos de los cócteles molotov, donde los chicos encapuchados nos arrojaban piedras y nos levantaban el dedo medio a modo de saludo, en fin donde la fiesta continuaba, ya que siempre había sido un enamorado de mi oficio y gracias a él había conocido a gente muy interesante. Y desde entonces hasta hoy. Lo doy por bien perdido, no ha sido un ojo, sino un brazo. Pero que me quiten lo bailado.
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