sábado, 15 de octubre de 2011

El balón



El hombre se detiene en mitad de la calle cuando se da cuenta de que todas sus ocurrencias, toda su gracia y su chispa ya no le sirven. Como si hubiese perdido el sombrero por un golpe de viento. Estuvo bien mientras duró, se dice. Y no se le ocurre nada más. Se sienta en un café. El hombre, con la cabeza inusualmente descubierta, mira a las mujeres como quien persiste en un hábito. Ayer mismo esa contemplación hubiese sido fuente de elaboradas fantasías, pero hoy mira a las mujeres como podría estar mirando caballos de carreras, porque son los elementos móviles que aparecen en su horizonte. Ayer mismo el hombre de hoy, sin ocurrencias, era un pozo inagotable de comparaciones que ya está seco, como una chistera de mago agotada. Así son las cosas. El hombre podría hacer un esfuerzo, y de hecho lo hace. Podría ir a la sombrerería más cercana y probarse algunos modelos. Con algo de voluntad, se da cuenta, volvería a ser el mismo que fue antes de que todo empezase. Más ocurrencias, más comparaciones, un placer renovado, podríamos decir en el uso de las palabras, porque es cuestión de palabras y de dónde brotan las palabras. Pero sabe que ese camino es un bucle absurdo, un bucle. Ahora se trata de la necesidad. El hombre mira a las mujeres como si hubiera necesidad de mirarlas como a caballos de carreras. Un ejercicio al que no está acostumbrado, de resultados decepcionantes. Camina por un suelo irregular, en el que es fácil dar tropiezos, hundirse o caer, se asegura con un bastón, curioso, elegante. En este territorio sus recursos de ayer, sus ocurrencias, su improvisación, son como lluvia que rebota en el suelo. El hombre, despacio, se dirige al lugar que tenía en mente alcanzar en su paseo, cuando un golpe de viento le dejó la cabeza desnuda. El hombre acepta los rigores. Hace frío y quizás sus ropas no sean las adecuadas para soportarlo, además en sus bolsillos se han abierto dos grandes agujeros, como si una brasa hubiese quemado la tela. Dos sucesos le sobrevienen, el primero es reflexivo: los años, que parecían un adorno, otra frivolidad más, le exigen un tributo de mermas y deficiencias. El segundo es que en mitad de la calle da con un balón abandonado. Toda esfera es un reclamo, piensa, una invitación. El hombre echa atrás la pierna, lo suficiente como para adelantarla con fuerza y chutar. Ojalá, se dice, tuviera muchas oportunidades como ésta. Pero piensa: ¿cuántas veces encuentra un hombre un balón así en su camino? Y contesta: muy pocas.

2 comentarios:

J. G. dijo...

para dormir a los niñós y despertar a los grandes, excelente.

Anónimo dijo...

Estupendo