miércoles, 14 de diciembre de 2011

Amores extraños





I

Las condiciones atmosféricas aconsejaban que no saliésemos de la tienda de campaña, así que más valía no tocar la cremallera, que poco antes se había enganchado y suponía yo que no resistiría otra apertura y un nuevo cierre. No sabíamos con exactitud cómo estaban las cosas afuera, pero allí dentro ella y yo manteníamos la calma. La nieve nos rodeaba por todas partes y las montañas se hacían con el eco del aullido de los lobos. Una pequeña linterna permitía que nos alumbrásemos entre sombras. Durante muchos años nos habíamos encontrado por los caminos, pero supongo que a ninguno de los dos se nos había pasado por la cabeza vernos en una situación semejante. Sin embargo, allí estábamos, tumbados uno al lado del otro, esperando que la tormenta pasase para poder salir. La ventisca y el frío se colaban por las costuras rotas de la tienda y nos acurrucábamos cuerpo contra cuerpo.
-Lo mejor será que nos abracemos, me dijo.
Así conseguimos una considerable mejoría. Permanecemos en silencio. Afuera sopla un vendaval y las paredes de lona de la tienda se agitan tanto que parece que de un momento a otro vamos a salir volando.
-A estas alturas estarán viendo la manera de rescatarnos mañana por la mañana, me dice la mujer con voz tranquilizadora. La mujer huele a ternura y no puedo evitar la erección, pero de sobra sé que no es el momento ni el lugar.
La mujer habla con voz dulce y segura, la conozco desde antes de que enviudase. Esta mañana nos hemos cruzado en la carretera y me ha recogido en su camioneta. Mi primera intención ha sido saltar al cajón, como hago siempre que alguien se para, pero ella me ha abierto la portezuela de la cabina. He entrado dentro con la cabeza gacha y enseguida me ha inundado una sensación muy agradable de bienestar. Todavía resuena en mi cabeza la musiquilla que llevaba en la radio.
-Voy arriba, a la montaña, me dijo.

A medianoche ha sido ella la que me ha buscado. Al principio he temblado y he creído que mi flaqueza de fuerzas y el miedo no me iban a permitir unirme a ella, pero luego sus caricias, ese olor a especias y su deseo han insuflado en mí la potencia de un lobo. Hacía años que no experimentaba ese vigor. Ya no soy un perro joven. Luego hemos dormido hasta que el sol ha estado alto y ha comenzado a calentar la tienda. Después de desmontarla hemos iniciado el descenso hacia el pueblo. Por el camino nos hemos topado con una partida de hombres que subía a buscarnos. Sé que no volverá a ofrecerme los abrazos de allá arriba, pero no me importa, la he adoptado como dueña y yo soy su perro.



II

No es la primera vez que un can cuenta una historia y tampoco es la primera vez que un chucho tiene una noche de amor con una mujer espléndida. Aunque los sucesos que estoy refiriendo y los que están por venir puedan pareceros insólitos, no por ello son menos ciertos.
Un buen día, entrada ya la primavera, apareció por aquella región un hombre de modales pausados, algo ceremonioso y sin gran experiencia en el trato con sus semejantes. A pesar de ello se había encajado entre aquellas montañas mientras daba un inofensivo paseo.
-Buenas tardes, dijo, paraguas en ristre, botas altas de excursionista, pero sombrero de ciudad, recién aparecido con una palidez extrema, alarmante casi.
El herrero descansó con la maza en alto. El fuego de la fragua iluminaba los músculos y el peto de quien le pareció a aquel paseante, con conocimientos de mitología, un dios que posara para los pinceles de un artista. Pero el trabajo del herrero era duro y no admitía retrasos, así que enseguida volvió a golpear la pieza que apoyaba en el yunque.
El forastero se adelantó al primer grupo de casas y me saludó con un espontáneo hola, a pesar de que era evidente que no se trataba de un hombre acostumbrado a animales. Le metí el hocico entre los pies para que viese que yo era inofensivo y que mis dientes preferían roer cualquier chuchería antes que ir por ahí a mordiscos.
-Buenas tardes, le dijo el hombre a dos mujeres que en una puerta removían las ascuas de un brasero. Una de ellas hablaba por un teléfono móvil. Era una anciana vestida de luto con la piel curtida, quemada tanto por el aire frío del invierno, como por el sol inclemente de los veranos. Llevaba unas gafas oscuras que le ocultaban media cara y en la otra mano sostenía un pitillo que se consumía sin ser probado.
-Es mi novio, le aclaró a la otra.
-Buenas tardes, le contestó la mujer al caminante.
-Creo que me he perdido. ¿Podrían decirme, por favor, dónde me encuentro?
-Está usted Arriba.
-Ya, dijo el hombre.
La mujer del móvil se apartó el aparato de la oreja y estudió al hombre.
La otra aclaró:
-No le interesa mucho lo que le cuenta su novio.
El carcamal se llevó el cigarrillo a la boca y dio una calada profunda, más intensa de lo normal, luego exhaló el humo largamente, se acercó el móvil a la boca y dijo, tajante:
-Mañana seguiremos hablando.
Luego colgó e interrogó al desconocido con la mirada. Su comadre aclaró:
-El señor se ha perdido.
El hombre sonrió, pero como el silencio de las mujeres se prolongaba decidió alejarse, y yo me fui con él, guiándolo dulcemente hasta la casa de mi ama.
-Buenas tardes, disculpe, me he perdido.
-Ya noches, pase, le dijo mi ama.



III

El hombre se encerraba con ella en su alcoba y yo me quedaba fuera. El amor tiene sus servidumbres. Aquella era la mía. Yo sabía que él saldría un día a dar un paseo y jamás regresaría. Era uno de esos hombres que de vez en cuando se extravía y no sabe volver sobre sus pasos. Pero la tierra es redonda. Sólo es cuestión de tiempo verles volver a aparecer por la puerta. Por supuesto, mi cínica intuición no me falló. A las pocas semanas de desaparecer el hombre, mi ama se cayó de un árbol y se rompió la crisma. Como ya nada me retenía en aquel lugar, yo también me marché. Cuando llegué a una ciudad encontré a un borrachín que dormía en un callejón y decidí pegarme a él.
-¡Bonanza!, exclamó nada más verme.
Estaba claro que me confundía, pero no hice nada para sacarlo de su error. Por el contrario, empecé a adoptar comportamientos que el otro perro había tenido y que no eran los de mi carácter, pero yo los deducía de sus palabras.
-No seas gruñón, me decía.
Así que, cosa que nunca había hecho antes, empecé a gruñir.
Aprendí a jugar a las cartas con el viejo y sus amigos. Todos eran alcohólicos y de vez en cuando los visitaba una furgoneta de la asistencia para darles mantas, comida y medicamentos que nunca tomaban. El vino que se bebe directamente de un tetrabrick es maravilloso para soportar los pesares, para aflojar la rabia. Me gustaba emborracharme con aquellos vagabundos, pasar las tardes mirando cómo se escarchaban no sólo los recuerdos, sino también aquel presente. Pero un día el viejo no despertó por la mañana.



IV

Salí del callejón dando tumbos, me perdí por la ciudad, me sentía un perro extraño. Vagué por los andurriales, por las estaciones, hasta que un buen día alguien me llamó y yo acudí al reclamo sin tener en cuenta quién lo había hecho. Dejamos atrás la ciudad caminando. Era un hombre muy descuidado. Me pareció increíble que comportándose como lo hacía hubiese sobrevivido hasta entonces y que no se lo hubiese llevado por delante cualquier vehículo de los que transitaban por la carretera. Tenía que avisarle constantemente de los peligros que surgían: el tráfico en la autopista, la falta de pretil en un puente, una alcantarilla destapada y un sinfín más de riesgos que no advertía. No obstante, no me pude anticipar a lo que nos ocurrió en una venta del camino, donde estábamos siendo asaltados junto con el resto de clientela por unos encapuchados, cuando de manera imprevista llegó una patrulla de la Guardia Civil y mi amo y yo fuimos hechos rehenes. La cosa se puso muy tensa, pasaron muchas horas y al final hubo intercambio de balas. Entre los asaltantes una mujer acabó por descubrir su rostro. Pésima señal. Dejaba de importarles que les pudiésemos ver la cara. Era una mujer muy fiera. Nos cogió a mí y a mi amo y nos encañonó la cabeza para dejar claro que irían a por todas con tal de salir de allí.
La mujer olía a sudor. Me tenía cogido entre un brazo y su costado, y me apuntaba en la sien. Era una mujer de una complexión grande. A pesar de las circunstancias, del peligro y de las pocas posibilidades que teníamos asaltantes y rehenes de salir con vida de aquel atolladero, o precisamente por todo eso, empecé a notar cómo se me removía la sangre y una erección me aupaba todavía más hacia ella, por mucho que no era ni el momento ni el lugar.



La fotografía es de Martine Franck

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