jueves, 1 de noviembre de 2012
El magnetofón
LIGHTS AND SHADOWS - Adam Korzeniewski
Este relato se lo dedico a Rafael Muñoz, que muy generosamente me dio la pieza que le faltaba al puzzle para poder escribirlo.
Ayer llovía tanto y hacía un día tan bueno para quedarse en casa calentito y mirar de vez en cuando por la ventana, que decidí salir a dar un paseo bajo el aguacero. Una noche de nubes oscuras, como cortadas en papel, caía sobre la ciudad y bajo su tétrico amparo me dirigí al centro. Me pasa de un tiempo a esta parte que la inquietud y, por qué no decirlo, el miedo me asaltan, cuando siento calma a mi alrededor. Por eso quizás preferí la intemperie otoñal a la calidez de una sala iluminada para la lectura. Vivo solo, he sido soltero, en el viejo caserón que compartí con mi hermano. Me voy temprano a la cama, porque siempre me ha gustado cerrar los ojos antes de quedarme dormido. Me ocurre últimamente que cierro los ojos y el pasado y el futuro empiezan a molestarse, pero no renuncio a una costumbre que he conservado a lo largo de toda mi vida. No me inquieta morirme, no es eso, es algo raro. Temo que se vayan a morir mis padres, cuando hace ya tiempo que crían malvas, y también temo que muera mi hermano, que lleva muerto más de diez años. Esos siempre fueron minutos muy placenteros antes de entrar en el sueño, pero ahora me meto en la cama con curiosidad y también con mucha precaución. Mi paseo bajo la lluvia de ayer me llevó a episodios sobre los que hacía bastante tiempo que no pensaba. He salido muy poco de esta ciudad, nunca me han gustado los viajes, ir de un lado a otro sin ton ni son. Mientras caminaba con los bajos del pantalón cada vez más empapados, atravesé las espesas capas superpuestas de este cuerpo, que poco a poco comienza a desprenderse de la parte magra de su carne, para ser cuenta atrás. La nuestra era una casa de vecinos llena de ruidos, de carreras infantiles, de voces que se cruzaban de una ventana a otra. Habitábamos en la alegría. Mamá cantaba oyendo la radio, regando las macetas y cantaba también cuando papá regresaba de viaje y se encerraba con él en el dormitorio. Papá quizás era un hombre adelantado a su época, un visionario que se ganaba la vida como viajante de comercio. Representaba máquinas de escribir, aspiradoras, enciclopedias, cualquier artículo que sirviese para que la vida del hombre adquiriese, lo decía él, horizontes más amplios. Tenía un espíritu deportivo y jovial, ensombrecido sólo por un bigote nietzscheano que había heredado de sus años estudiantiles, truncados cuando mamá se quedó encinta. A mal tiempo buena cara, entonaban papá y mamá, y corrían al dormitorio, cuando ya nosotros éramos capaces de sentir vergüenza ajena por sus apasionamientos. La propietaria de aquella casa de vecinos en la que teníamos alquilada nuestra vivienda era una viuda de guerra que tenía como único defecto lo mucho que le gustaba o necesitaba beber, cuando la melancolía se adueñaba de su ánimo. Por las mañanas la señora Trini era un sol que iluminaba a sus vecinos y solía repartir chucherías entre los niños e invitaciones a sus padres para ver por la noche algún programa de televisión como las Galas de los sábados. Sin embargo, ciertas tardes comenzábamos a hallar en la escalera indicios de que la jornada se empezaba a torcer. Podía ser un grito aislado, maaarrrraaanaaas, era muy frecuente. O bien una maceta de geranios estrellada en el suelo, o un sospechoso reguero que corría escaleras abajo y atufaba a meados. A veces era su propio gato maullando sin consuelo, como si no pudiese huir de las garras del mismísimo demonio. Cualquier alteración de las rutinas vespertinas era inequívoca señal de que la señora Trini ya se encontraba empinando el codo. El festival de gritos, insultos y blasfemias podía durar un par de días, con sus correspondientes noches, al cabo de los cuales la señora Trini, desfondada y vacía, se apaciguaba y dormía como una bendita. Los inquilinos soportaron tales escándalos, bien porque sabían que la señora Trini no era mala persona y se apiadaban de su soledad, o porque era la dueña de todo el edificio y temían verse de patitas en la calle. No obstante, como llegó un momento en el que las imprecaciones y los destrozos resultaban alarmantes, el vecindario pensó en darle un escarmiento. Papá acuñó una expresión que mi hermano y yo nunca olvidaríamos, aunque jamás la tendríamos en cuenta. Al contrario que papá sus hijos nunca fuimos forofos de las innovaciones tecnológicas.
-La solución a nuestros problemas está en el magnetofón.
Ese era el último artilugio que papá llevaba en su cartera de representaciones. Le explicó la idea a los vecinos, consistente en grabar a la señora Trini, cuando en pleno éxtasis báquico comenzase las ofensivas arengas a sus inquilinos, y así fue cómo se presentó la ocasión en la que papá se hallaba, muy de pura casualidad, en casa y la señora Trini arrojó una jaula de loros al patio. Papá puso a funcionar la grabadora, pero no se oyó nada más, ni un grito ni un insulto. Tuvo que desconectarla y nos pidió a mi hermano y a mí que llamásemos a voces a la señora Trini, lo que podría servirle de acicate para desplegar todo su repertorio, pero mi hermano y yo estábamos demasiado intimidados y apenas nos salía un hilillo de voz inaudible. Para cuando la señora Trini comenzó a despacharse, papá había manipulado tantas veces el magnetofón que la cinta se había hecho un lío y no pudo grabar nada. El caso es que cada pocas semanas volvía a repetirse uno de esos episodios y la señora Trini llegó a enterarse de los intentos de papá por grabarla para amenazarla con una denuncia, así que desde entonces la cantinela era la misma:
-Ya sé, ladrones, hijos de perra, muertos de hambre, que me estáis grabando, pero no os tengo miedo a ninguno, piojosos.
No por ello en los periodos de serenidad la señora Trini dejaba de invitarnos a mí y a mi hermano a ver algún que otro episodio de Bonanza, que solía endulzar con galletas y chocolate.
En uno de aquellos festivales de aguardiente y cachivaches volanderos a la señora Trini le dio un síncope y se quedó tiesa como un palo de escoba. Debió de coincidir que mi hermano y yo volvíamos de la academia a la que papá nos había apuntado para que estudiásemos francés, idioma que a él le parecía que acabaría imponiéndose al inglés y que a nosotros nos inspiraba muy poco respeto, aunque nos servía para coincidir con unas chicas tristes y feas que sólo contribuían a deprimirnos el resto de la tarde. El caso es que entre los dos recogimos a la señora Trini, que apenas si tenía peso, y la llevamos a su cama, donde de repente la vimos tan poquita cosa, tan indefensa e inofensiva, que ningún extraño la hubiese creído capaz de pronunciar las palabras que había soltado por su boca hacía tan solo unos minutos, en pleno éxtasis. Aquella noche las mujeres de la casa velaron el cuerpo sin vida de la viuda y, a la mañana siguiente cuando tocó transportar el féretro en hombros hasta la iglesia, no había otro varón que el empleado de la funeraria. Mamá nos miró a mi hermano y a mí como si estuviese calibrando el tamaño de unos melones en la frutería, puesto que lo que hacía era comparar nuestras estaturas con la de aquel hombre. Como vio que más o menos estábamos parejos concluyó que también éramos ya unos hombrecitos y que había llegado la hora de comportarse como tales.
-Vosotros llevaréis a la señora Trini a hombros, nos anunció, como si ese fuese un gran honor al que no nos podríamos sustraer.
Enlutados y circunspectos, como empleados de un juzgado, a la edad de trece y quince años, metimos el hombro debajo del féretro y enfilamos la calle camino del templo en el que se oficiaría el funeral. La verdad es que debíamos de componer una pompa algo desmejorada, de escasa solemnidad y con cadencia peripatética, yendo el empleado de la funeraria en un lateral, hacia la parte de la cabeza, y nosotros dos a la parte de los pies. El peso era mínimo y la mayor parte del mismo correspondía más bien al ataúd, que alardeaba de ínfima categoría. Tras nosotros la comitiva de plañideras iba encabezada por mamá y la vecina del bajo derecha, a la que el gañán de su marido, en paradero desconocido desde el día anterior, le había puesto muy oportunamente un ojo a la funerala. La señora Trini recibió unas exequias exquisitas.
Cuando papá volvía a casa al final de la semana traía el traje sucio y arrugado. Mientras mamá se lo adecentaba un poco, él estaba en calzoncillos casi todo el tiempo. De esa guisa se pasaba los sábados y los domingos, con un pitillo en la boca y en paños menores. Mi hermano y yo ya experimentábamos una sensación incómoda que nos azoraba al verlo así. Preferíamos salir a pasear con las compañeras de la academia de francés, que habían ido ganando puntos desde que habíamos descubierto que no le hacían ascos a algunas maniobras que les habíamos propuesto. Aquel fin de semana papá llegó con una versión mejorada del magnetofón para descubrir que la señora Trini estaba ya en el cementerio. Mamá le contó a papá que habíamos sido sus hijos quienes la habíamos cargado a hombros. Papá nos estrechó la mano y por primera vez nos ofreció un cigarrillo, que cogimos con indecisión y luego fumamos entre toses. Recuerdo que mamá cantaba y se grababa en el magnetofón, recuerdo a papá hablándole al micro, exponiendo algunas de sus teorías. Ya lo dije antes, a veces me meto en la cama y antes de quedarme dormido cierro los ojos. Veo el magnetofón. El magnetofón siempre ha estado en el estudio. Ahí están sus voces. Ahí, voces. Y yo aquí, bajo las mantas o bajo la lluvia, igual da, porque me siento en la misma intemperie.
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1 comentario:
Muy bueno Antonio
vuelves a sugerirme cosas.
Los dos en la trasera con las piernas un poco temblorosas..., la madre..., la perla del padre..., el magnetofón, las voces y la intemperie.
Gracias por la dedicatoria. Tu aportas todo.
Salud y pluma o bolígrafo, o lápiz o teclas.
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