miércoles, 28 de noviembre de 2012

Finisterre


Fotografía: Fuerza del mar, de Arkaiz Morales Leal

En cierta ocasión me alojé en el hotel en el que fue convertido el faro de Finisterre. Muy pocas habitaciones y menos huéspedes. Era invierno y un día de la semana cualquiera. Después de cenar entré en mi coche porque necesitaba fuego para encender un cigarrillo. La radio saltó sola cuando puse la llave de contacto. Fumé allí mismo, acompañado por la música, pensando en lo lejos que estaba o más bien en lo lejos que me sentía de todo. Enseguida me refugié en mi habitación, ya que había empezado a llover y el viento soplaba furioso. Por el precio que iba a pagar, qué menos, me dije. Me llevé un libro a la cama y, mientras leía, oía fuera el temporal e imaginé naufragios como los que había visto en el cine. El mar siempre me dio miedo, aprendí a nadar siendo ya un adulto. Estaba a punto de apagar la luz cuando llamaron a mi puerta. Me sobresalté.
-¿Sí? ¿Quién es?, pregunté cuando aumentó la insistencia en los golpes.
Pero nadie me contestó.
Llamé a recepción.
-Buenas noches, dije, y me quedé cortado, qué más iba a decir.
Entonces pregunté la hora.
-Gracias.
A los pocos minutos oí pasos fuera y luego voces como de una discusión. En el restaurante había coincidido con una pareja que me parecieron alemanes. Seguí leyendo, pero ya me fue imposible abstraerme de los sobresaltos. Antes de apagar la luz miré hacia arriba y observé que una cenefa que adornaba la pared donde tocaba con el techo estaba despegada. Me pareció intolerable que en un lugar de aquella categoría ocurriesen cosas propias de una pensión del pueblo. Estaba la posibilidad de una reclamación al día siguiente, pero también sabía que por la mañana disculparía todos estos sucesos con tal de no enfrentarme al enojoso trámite de exponer mis quejas. Me entraron ganas de fumar y pensé que si no lo hacía no conseguiría relajarme lo suficiente como para conciliar el sueño. Seguía sin fuego, así que rebusqué por toda la habitación y en uno de los cajones hallé unas cerillas que llevaban la publicidad de un pub del pueblo. En realidad se trataba de una nueva señal de negligencia, pero se impuso mi alegría por poder satisfacer el deseo de fumar. Me fumé el cigarrillo mirando la televisión. Sólo se oían fuera las ráfagas del viento y la lluvia. La luz de la linterna emitía sus destellos hacia el océano. Abrí las sábanas y sentí como si me introdujera en una mortaja espesa y pegajosa. Iba a ser verdad que después de todo había llegado al fin de la tierra.

1 comentario:

Arkaitz dijo...

Hola Antonio,

Ha sido un placer que hayas elegido esta imagen para ilustras este magnífico relato, me ha gustado mucho.

Un cordial saludo y espero que nos crucemos de nuevo.