domingo, 5 de marzo de 2017

Viajar con niños



Todos los años, yo soy él, viajo con niños desde que tengo hijos, antes viajaba sin ellos, con novias, porque las tensiones del viaje se resolvían como a mí, a él le gustaba, pero jamás viajé con mis padres, porque ellos no viajaban; mi padre nunca tuvo vacaciones y desde que se jubiló ni él ni mi madre han manifestado interés por el desplazamiento. Desde que tengo hijos hago la vida con niños; esto es, leo con niños, Las aventuras de Tom Sawyer; veo películas con niños, Los siete magníficos; viajo con niños, y con la madre, ella es ella, lo que este año nos ha llevado desde el 25 de febrero al 4 de marzo a Escocia. Cuando no tenía hijos lo que hacía no era muy diferente de lo que hago con ellos, pero tenía que trabajar menos y todo era mucho más descansado; echar un polvo era infinitamente más fácil, esta es una diferencia esencial. El viaje para mí es una oportunidad imaginaria, lo era así antes de ser padre y lo sigue siendo ahora. Lo que me interesa de los viajes son las posibilidades de creación. No voy demasiado documentado a los viajes, solo lo esencial. El pasado dos de marzo llegamos en coche alquilado a la ciudad de Inverness y acabamos aparcando, cuando ya oscurecía, en la explanada de un centro comercial, sin saber exactamente a cuánta distancia nos encontrábamos del centro histórico y sin hotel reservado para los cinco integrantes de la misión; pareja, él y ella, con hijos de trece, diez y siete años. Había que. Ubicarse y encontrar alojamiento a un precio razonable. Esos momentos son muy excitantes, hay que ir y venir, dar vueltas, preguntar, decidir, ponerse de acuerdo e incluso discutir, mientras tu cerebro va creando dos mapas, uno concreto y otro imaginario, de conexiones prácticas y poéticas, de dónde vas a poder dormir y cenar, y de qué te interesa ver y por dónde quieres pasear, evidentemente por las dos orillas del río para cruzar por sus puentes peatonales. Si cenamos, con todo merecimiento, después de cinco horas de conducir por la izquierda, y comer dentro del coche unos bocadillos, en McGonagall's Steakhouse, descubrimos que el nombre del restaurante hace referencia a William Topaz McGonagall (1825-1902) celebrado como el mejor de los peores poetas del mundo, pero advertimos también que el menú infantil tiene buena pinta a un precio moderado, lo cual a mis hijos les fastidia porque suelen comer lo mismo que los adultos y al de trece años, como comprenderán, a pesar del buen filete que se mete entre pecho y espalda, la cosa no le hace maldita la gracia. Por supuesto la recompensa de los adultos es adulta y se concreta en un Fillet Steak a la altura de las circunstancias. Los días de viaje son intensos, se camina mucho, se anda y se desanda, se visitan lugares que a veces ofrecen una información apabullante, puede haber crisis, malos entendidos, frío, lluvia, pero la cena es el momento para el resumen de todas las anécdotas, un par de pintas y una jar of water for the kids que sale gratis. El mapa que el viaje dibuja sigue un itinerario de lugares, que en Escocia son castillos, lagos, ciudades de nombres que uno acabará olvidando, refugios de montaña, carreteras estrechas y peligrosas, que los viajeros han de llevar, contra su costumbre, por la izquierda. Ella maneja los mapas, él conduce, ella baja un navegador al móvil, al que a veces hacerle caso estricto es un error y a veces el error es no hacérselo. El viaje tiene mucho de ir perdido por el mundo y enseñarles a tus hijos a ir perdidos por el mundo para encontrar lo que uno no sabe que busca es una de esas oportunidades imaginarias. Uno va en el viaje en paralelo a todas las atracciones turísticas, porque los viajeros son en nuestro tiempo esencialmente turistas, pero uno siente enorme satisfacción al ver que, aunque llega a los mismos lugares que todo el mundo que visita el país, lo hace un poco a su manera, que tampoco es única u original, sino una forma de acercarse al lugar del modo más sencillo y natural posible. En Edimburgo hay muchas librerías antiguas y de ocasión, que son unos maravillosos laberintos para los aficionados, con recovecos increíbles, altillos, sótanos y habitaciones minúsculas tapizadas hasta sus altos techos de volúmenes. En la calle West Port, donde dos tipos mataron y vendieron para que fuesen diseccionados en la facultad de medicina de la ciudad a 16 víctimas, historia que ha tenido muchas versiones literarias y cinematográficas, a continuación de la Grassmarket, donde estuvo la horca, está, entre otras, Edinburgh Books. Las librerías antiguas y estas historias son puntos más imaginarios que reales que conectan en los viajeros sus fantasías; allí el hijo mayor elige The ABC Murders de Agatha Christie, uno de sus pilares de iniciación a la lectura como adulto, y su padre, o sea yo, o sea él, que no lee en inglés, se queda con The Wilde Album, con gran profusión de fotos de Oscar Wilde. Ella busca un mapa que no acaba de encontrar, ella va dibujando el viaje de la jornada siguiente, ella da con el pub dedicado enteramente a Frankenstein, donde está puesta en bucle la película, al lado de aquel otro en el que todos los visitantes nos hacemos una fotografía, porque en él nació Harry Potter. Escocia es para el visitante también una sucesión de tópicos, un itinerario de batallas, de héroes, de clanes asesinados a traición, una filmografía revisada antes del viaje. Bob Roy, Mel Gibson como William Wallace, Los Inmortales, mala película donde las haya. Nuestro apartamento en Edimburgo estaba al lado de una discoteca que se promocionaba como escenario de Trainspotting 2. Pero también hay sitio para la realidad más dura. Los pedigüeños callejeros pasan frío, se arropan a las puertas de los supermercados con sus sacos de dormir, leen. La vida en la calle es visiblemente más dura que en las tierras meridionales. Los escolares, los estudiantes, como en cualquier parte del mundo, arrastran sus pies, hacia sus obligaciones. Y si el viaje se acaba como en efecto lo hace, es abrupta su interrupción; solo unas horas después de haber bajado de las altas tierras de Escocia los cinco turistas abren con llave propia la puerta de casa, desde donde muchas partes importantes del viaje se esfumarán en el olvido y otras, a las que quizás no se les prestó tanta atención, fermentarán en conexiones imaginarias, vagas, del recuerdo de lo asombrosa que es la naturaleza y lo curioso que es el hombre, uno por ejemplo, que se preparaba su cigarro de liar en la compañía de un conejo vestido con un jersey rojo, el conejo.

1 comentario:

El ultimocafe dijo...

impecable,fiel relato de mi viaje con uno menos porque ya tiene veinte años y solo va conmigo al cajero,con el toque campestre que en Escocia seria mas complejo y con acento argento, pero refleja la vida del casado con hijos mostrando museos a sus hijos que se quejan, pero recordaran a los cuarenta como un viaje magico (hijosdeputa)Besos