lunes, 5 de mayo de 2008

Astronautas en el pueblo fantasma

Esta es una de las fotos que hizo L. desde la nave antes de despegar.

En el año 1990 llegué por primera vez al pueblo. Digamos que en otoño. Recuerdo la lluvia en el parabrisas del coche. Esperé un rato antes de salir a la calle, resguardado con la única compañía de música de cassette. Quizás canciones italianas. Bien hubiera podido ser el fin del mundo. De hecho lo era. Un viejo pueblo con minas de oro abandonadas hacía más de dos décadas. Un solo bar. Cerrado. Una sola tienda. Abierta. En un valle rodeado por una corona de cerros y con una salida al mar a través de una rambla. El color dominante era el rojo. De la tierra, de las instalaciones mineras. Bajo el gris de un cielo encapotado en un lugar en el que apenas llueve. Pero aquel día sí. Subí hasta las bocas de los túneles que daban a las minas. Luego bajé, me monté en el coche y con la cara B de la pegajosa música de los italianos continué mi camino.

Desde entonces he vuelto en sucesivas ocasiones. Solo y acompañado. Es un lugar que me gusta. En coche, en bici y a pie. Siempre es el mismo lugar. Al menos insiste en serlo. La cerca de montes alrededor, el mar al final de la rambla. Fuera del valle la carretera lleva por terrenos volcánicos, entre pitas y chumberas, hasta calas y playas con poblados pesqueros que tienen nombres muy sugestivos. Puede parecerte que estás en la luna. Al menos en un lugar extraño. Lejano. Solar. También. No en vano los fabricantes de la iconografía cinematográfica lo han usado como plató natural. Es muy fácil estar solo allí.
O lo era. Quizás esta estampa ya sólo sea del pasado. He vuelto estos días de puente. Sigue siendo el mismo lugar. Tiene los mismos colores, la misma carretera. Hasta idéntico empeño en que el mundo se acabe en sus orillas. Pero ya hay restaurantes en los que cuesta comer lo mismo que en un lugar de moda de la ciudad, con el mismo tipo de comida, con la misma clientela. Ya no es tan fácil estar solo allí. Han abierto casas rurales, un hotel, un club de buceo. La gente toma copas en la calle con idéntica actitud que en su lugar de marcha habitual. Se han acomodado las viejas instalaciones mineras como centros de exposiciones e interpretación. Hay un vivero y un jardín botánico.

No obstante, yo soy aquel astronauta de 1990 pisando un suelo rojo como el de Marte. En mis oidos no hay chill-out, sino tarantelas. Me muevo por las calles sin gravedad de un pueblo fantasma. Un pueblo lleno de viejos ecos y escombros, al lado de la vida cosmopolita de un turismo pedante.

Es Rodalquilar, en el Cabo de Gata. Almería. En el año 1990 yo trabajaba en el instituto de bachillerato de Cuevas del Almanzora, al noreste de la provincia. Este puente pasado he vuelto después de otras ocasiones, con mi mujer y mis dos hijos. Y con un extraño, J.G. Ballard, bajo las tapas duras de los cuentos de Fiebre de guerra. También ha estado con nosotros, todo el tiempo, omnipresente, la alergia, en forma de estornudos, lagrimeo, mocos y picores de garganta.

Los niños lo han pasado muy bien, todas las tardes al regresar y por las mañanas al marcharnos, venía a saludarlos un caballo que tenía su cuadra hecha en la rambla, frente al aljibe. Hacía mucho tiempo que no le acariciaba la careta a un caballo. Al tacto su osamenta frontal me ha parecido cartón. Falsa. Hubiese esperado algo más sólido, más denso o fuerte. Había levante. Hemos estado en la playa vestidos. Hemos cogido cubos de arena y de agua. Hemos paseado por el jardín botánico. Hemos comido y bebido como cualquiera de los visitantes del puente. Me he comprado unos pantalones y una camisa en una de esas tiendas con artículos hippies. En fin.

Pero quizás haya habido un par de cosas que sean las propias de este viaje. Las de ningún otro. Una es la lectura a ratos sueltos, entre ellos los desvelos de madrugada, a causa de las crisis de mocos, de los cuentos de Ballard. Y otra, la pequeña excursión que hicimos el sábado por la noche al pueblo abandonado. Con una linterna en la mano nos internamos por una calle llena de cascotes de derribo. Y desde allí fuimos alumbrando las puertas, las ventanas con tablones claveteados y los dibujos de las paredes. Decidimos que a la mañana siguiente, antes de marcharnos, volveríamos para hacer fotos de esos muros.

El pueblo fantasma. No fue una expedición fácil. Quien más, quien menos sintió una ligera inquietud en medio de una noche sin luna, y hubo uno que estuvo tentado de no hacer la visita. Pero al final regresamos a salvo. Y muy contentos de haber estado allí, con el auxilio sin par de una linternita, que había en el llevero de la casa en la que nos alojábamos.

Algunos de los personajes que aparecen en Fiebre de guerra, el libro de Ballard, son viejos astronautas, o mejor dicho, tipos que creen haber sido astronautas. Personajes que quieren escapar del mundo por ciertas rendijas que encuentran en el tiempo, en el espacio o en su mente. Ballard, y eso es lo que me ha puesto en sintonía con él, tampoco cree en la realidad.

Por si acaso una foto pudiese servir como testimonio de que el pueblo fantasma está siendo colonizado por los chicos malos de las ciudades, la mañana de nuestra marcha entramos por la misma calle de la noche anterior, y sin atrevernos a bajarnos de la nave, L. disparó varias veces contra sus muros. Una vez documentada la misión, despegamos y a través del espacio nos dirigimos a casa. Sin embargo, me queda, eso sí, un cierto regusto nostálgico. Pero supongo que le pasará a todos los astronautas a partir de cierto momento. Nada de eso le ocurre a mis tiernos alevines.

7 comentarios:

frikosal dijo...

Son impresionantes los pueblos abandonados. ¿Algún día todos lo estarán?

Manu Espada dijo...

Tu texto me ha recordado a "La lluvia amarilla", de Llamazares, sobre un pueblo abandonado en León y su último habitante. El mío, bueno, el de mi madre, es parecido, un solo bar, menos de 200habitantes y mucho silencio. En invierno sobrecoge. Es lo que tiene la meseta castellana.

Mariano Zurdo dijo...

Tengo poco tiempo para leerte/eros, pero hoy he descubierto con mi blogzapping que seguís siendo un tesoro que seguiré disfrutando, aunque sea de tarde en tarde.
Besitos/azos.

pcbcarp dijo...

¡Ballard! vaya... Lo de llevar a los jóvenes padawanes a los territorios de antaño siempre es una experiencia arriesgada. Pero si la disfrutan te sientes la mar de realizado. si señor.

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho este texto; sé que viene siendo habitual que te diga esto.

Te cuento. A mí, con cierta justicia, siempre se me ha tildado (ya digo, no sin razones) de quedao, de flipping, pirao etc... Es todo mentira y cierto. En su certeza se debe a que siempre me ha gustado, desde chaval, la literatura de Ballard.

Sirena Varada dijo...

Siempre es una buena experiencia paladear el regusto de la nostalgia, y máxime si el lugar indicado insiste en seguir siendo el mismo lugar que fue.

hombredebarro dijo...

Frikosal, desde luego, es la mejor manera de acercarse a los fantasmas. Algo queda en el
aire, una densidad especial, que habla de ausencias y por qué no decirlo, también de presencias.

Manuespada, poco recuerdo del libro de Llamazares, pero sí que me resultó muy interesante. Esos pueblos sumergidos en los que sobresale la torre de la iglesia. Otra fantasmagoría subacuática.

Hombre, Mariano, 18 los ojos. Estoy al tanto de tu proyecto. Y aspiro a ser cliente.

Pcbarp, para ellos un pueblo fantasma es un alucine. Todavía hablan de él y lo que te rondaré morena.

Alberto, sí el rollo de Ballard es de piraos. Pero quién no quiere pirarse a la dimensión de al lado.

Sirena, en Rodalquilar conviven el abandono del viejo poblado de mineros co la recuperación turística de una parte de las instalaciones de las minas. El pueblo insiste en ser lo que era en 1990, cuando lo conocí, pero no va a aguantar mucho. A lo mejor tampoco tiene por qué.

Un saludo a tos.